Serie: Freudiana (LII)

El duelo, los duelos

Saúl Paciuk

En la vida social entre humanos y en la cultura, la muerte tiene un lugar relevante, al punto que, en antropología, lo que indica el inicio de una cultura es la existencia de señales de una cierta práctica con respecto al cadáver (un lugar y modo para depositar los despojos, inscripciones o modificaciones en el cuerpo, etc). Y parece innecesario subrayar la significación que puede cobrar la muerte de alguien en la vida de sus allegados, en quienes la centralidad de la repercusión psicológica de la muerte se trasunta en ese complejo proceso que se llama duelo.

 

A mi padre, por habérmelo enseñado

En nuestra cultura se ubica al duelo en un marco individual. Esto se refiere, fundamentalmente, a las repercusiones que tiene en un sujeto la muerte de otro sujeto, con lo que se deja de lado lo que podrían ser las repercusiones en la comunidad. Es decir, no se releva el duelo como respuesta del grupo ante la muerte de uno de sus integrantes, más allá de los ritos del ceremonial o de las ocasionales muestras colectivas de pesar.

En los tiempos que corren, además, asistimos a un llamativo doble movimiento respecto del duelo. Por un lado, el duelo tiende a perder forma y terreno y a desvanecerse entre las ceremonias de la vida, y un reciente libro de Ariès es bien elocuente al respecto. (1) Al mismo tiempo su relevancia psicológica se acentúa, habiendo ganado importancia y adquirido riqueza en el campo de la psicología, al punto que la depresión, un concepto asociado al de duelo, es desde hace algunos años la estrella del firmamento psiquiátrico.

El curso seguido por el concepto de duelo en psicoanálisis arranca con Freud, quien, en un texto célebre, “Duelo y melancolía”, (2) recoge la visión mundana acerca del duelo, centrada en la experiencia de pérdida y los vaivenes de la aceptación de la misma, la que abre a la posibilidad de sustitución del objeto perdido al cabo de lo que, innovando, Freud llama un “trabajo de duelo”. Posteriormente, la práctica y la teoría -sobre todo las inspiradas en el pensamiento de Melanie Klein- enriquecieron el concepto de duelo y ampliaron su campo semántico llegando -con la llamada “posición depresiva”- a engarzar el duelo con la vida cotidiana. El entendimiento psicoanalítico presenta entonces al duelo como un trabajo de re-creación, cuyo eje es establecer una relación de carácter reparatorio tanto del objeto como del propio sujeto, relación en la que, además, el sujeto hace experiencia de sí y recupera al otro como alteridad. De este curso trataremos en lo que sigue.

El duelo y sus aledaños  

En su sentido usual, el término duelo se aplica a un acontecimiento mundano -denominado “pérdida de un ser amado”- y a sus efectos o repercusiones, tales como dolor, abatimiento, depresión, tristeza, pena, aflicción. (3) Aquí usaremos indistintamente los términos amado y querido. En el origen del término duelo está el dolor (recuerda que deriva del latín dolere, sufrir), y en el sentido actual de la palabra duelo se unen dos significados, al hablarse también del duelo como reto o combate entre dos desafiantes (sentido que deriva a su vez de duellum -de bellum, guerra por el influjo de dos, due). (4)

El duelo tiene un sujeto, el que duela, de quien se dice que es el “doliente” -nombre que tiene su raíz en común con duelo- y muy a menudo a ese sujeto se le llama “deudo”.

Una licencia vigente en el psicoanálisis permite que, en lo que sigue, llamemos sujeto al actor del duelo, y objeto al ser amado perdido por el sujeto.

Por otro lado, el duelo se refiere a un curso: no es una reacción inmediata que pronto se agota, sino una respuesta que se despliega al menos a lo largo de una porción de la vida del sujeto. Es que la pérdida no solo es causa de dolor, sino que también fuerza cambios que exigen adecuaciones en la vida del sujeto (por la ausencia, el vacío, etc.) La visión mundana parece apuntar a que el duelo es el tiempo necesario para que se curse la atenuación y desaparición del dolor.

Una amplia familia de palabras remite a diversos aspectos de ese acontecimiento.

Luto, un término a veces usado como equivalente de duelo, nombra a los signos exteriores del duelo, aplicado al duelo en el plano social (rituales o costumbres que siguen a la muerte), lo cual abre la posibilidad de plegarse o no a ellos, representando las diferentes tomas de posición una forma de duelo. Deriva del latín luctus (derivado de lugere, llorar, lamentarse, raíz que está en el origen de luctuoso, lúgubre).

Hablar de la “pérdida” de un ser querido no suele ser sino un eufemismo por muerte, y este último es un concepto que reconoce variedad de usos. Por muerte se entiende la cesación definitiva de la vida y muerto es el privado de vida, cadáver, difunto, finado. En medicina se habla de muerte absoluta, de imposibilidad absoluta de restauración de las funciones vitales, y de muerte aparente, ante el enlentecimiento de las funciones vitales que dan aspecto de muerte; también de la muerte clínica o relativa, por la pérdida prolongada de las funciones vitales. La muerte eterna de la religión se refiere a la pérdida de la bienaventuranza. La pena de muerte es la pena capital. Pequeña muerte es un pequeño sacudimiento y también el orgasmo. En derecho se habla de muerte civil por la privación de los derechos del ciudadano.

La muerte puede llegar por varias vías: usura orgánica, como la vejez; división celular, como en las bacterias; programada, como en los insectos luego de la cópula, en la que el sujeto pierde su equilibrio bioquímico y muere; por accidente o ataque, que priva de la vida.

Una variante lingüística interesante de “morir” es fallecer, término que forma parte de la familia fallar (faltar, falso, falluto, fallado, que promete y no cumple, defecto, la falla en geología, frustrar, perder resistencia). La muerte hablaría de una falla de quien muere.

Para el lenguaje, quien muere aparece en posición pasiva; sin embargo, es frecuente oír una expresión singular que habla de que alguien “se murió”, como si se aludiera a alguna forma de intencionalidad.

En varios idiomas europeos se habla de luto y tristeza por la muerte de alguien. En francés, deuil nombra al luto: al estado de la persona a quien se le murió alguien cercano recientemente, pero también a las ropas que se usan en esas circunstancias, y al período en que se exterioriza esa aflicción mediante prendas y conductas. Se ubican los aspectos subjetivos del duelo como "dépression", (5) lo que comprende todas las formas de alteración del humor, desde la melancolía hasta la depresión reactiva neurótica, caracterizadas por el pesimismo frente a la vida, el enlentecimiento de la actividad psíquica e intelectual y la apetencia por la muerte, situación dominada por un dolor moral con acusaciones por faltas imaginarias, autoincriminaciones y culpabilidad delirantes.

En alemán se acentúa la tristeza (Trauer, lamento, dolor). En inglés, con mourning (luto) se habla de lamento, sufrimiento, así como de la manifestación convencional de pesar por una persona muerta, especialmente señalado por la ropa, etc. En portugués e italiano existen luto (duelo nombra únicamente la controversia) y lutto, respectivamente.

La ambigüedad del afecto  

La conceptualización que aquí llamamos mundana, toma como punto de partida o estímulo del duelo la “pérdida” de lo que llama un “ser querido” y comprende, como respuesta del sujeto que sufre la “pérdida”, el dolor, esa peculiar repercusión afectiva. Esta conceptualización toma como “natural” e incuestionada la configuración estímulo-respuesta (pérdida-dolor), la que supone que el duelo sería una consecuencia de un acontecimiento objetivamente definido.

Pero al ponerse de relieve la subjetividad implicada en el duelo (las llamadas fantasías), las expresiones relativas al dolor, a la pérdida, al amor, abren un ámbito poblado de ambigüedades y equívocos fecundos. Comenzando porque mientras para un punto de vista objetivo la muerte establece un corte nítido, que hasta es datado, para el sujeto el objeto sobrevive a su muerte y sobreviven también las interacciones con el muerto, y esta sobrevivencia es característica del duelo.

Por muchas razones, en las que abundaremos ahora, la muerte que mueve al duelo nunca es un mero “hecho natural”, y que se hable de “pérdida” sería la primera evidencia de ello.  

Se trata de una pérdida 

Parece claro que quien califica (“interpreta”) como pérdida a ese acontecimiento que da lugar al duelo es el propio sujeto, y también es el sujeto quien reconoce que se trata de un ser amado.

Sin embargo, aquellos a los que el sujeto califica como no queridos o como enemigos, también mueren y por cierto que el diferente tono afectivo de la relación no excluye que su muerte sea ocasión de alguna forma de duelo de parte del sujeto. Solo que el duelo por los enemigos no goza de popularidad.

Hablar de que se trata de una pérdida y del tenor de sus consecuencias, abre la posibilidad de analogar la muerte de un ser amado con otro tipo de pérdidas. Así, por ejemplo, el duelo puede aparecer frente a una ausencia o separación (y muchas veces la referencia a la muerte se hace bajo el rótulo de “ausencia”), y también frente a la desilusión y la pérdida de ideales o de idealizaciones, al deterioro de situaciones, al daño a objetos, al paso a nuevas edades, etc. Esta ampliación fue reconocida por Freud, por ejemplo cuando menciona que el duelo puede ocurrir también ante la desilusión o el fracaso en la realización de los ideales.

Con ello el concepto de duelo se amplía y deja de definirse por ser causado por una situación real de ocurrencia inexorable, pero infrecuente parael sujeto, como lo es la muerte. La situación de “pérdida” a partir de la ausencia pasa a ser una circunstancia que acompaña a toda vida y hasta hace a la cotidianeidad, desde que toda experiencia de separación (tanto por el alejamiento físico del objeto como por el alejamiento que pueden significar sus cambios o sus logros, como por los cambios del propio sujeto, sean ellos debidos al crecimiento o al deterioro) puede ser procesada por el sujeto como una experiencia de duelo.

Hablar de pérdida ya es hablar de un daño, de un perjuicio. El daño está enfatizado por esa manera de decir, que habla de que alguien “se” murió. Los animales mueren, natural o accidentalmente, o son victimados y el hombre también. Pero de quien muere se dice, al menos entre nosotros, que “se” murió. ¿Simple muletilla del habla o el carácter de esta expresión insinúa alguna forma de intencionalidad en el hecho de la muerte?

Es manifiesta la ambigüedad en lo que se refiere a la pérdida, la que puede deslizarse hacia la fantasía de que el sujeto perdió algo y ha sido dañado, es él la víctima, y que aun cuando se puede acusar a sí mismo -tal es el caso de los melancólicos, como lo descubrió Freud (2)- en realidad acusa; inconciente o concientemente sostiene que es víctima de un perjuicio, de un daño. En ese clima es frecuente que la pérdida del ser amado sea acompañada por reclamos y acusaciones a terceros (médicos, por ejemplo, pero también Dios, la vida, el destino, además del propio objeto perdido) responsabilizados por esa pérdida.

Se trata del amor 

Retomemos el lugar del sujeto en el duelo. El duelo tiene lugar porque hay una pérdida de alguien (o algo) significativa para el sujeto, por su condición de amado. Conlleva dolor y recuerda la complejidad de los afectos que ligan a los sujetos. Ocurre que los afectos son básicamente oscuros y, en el mejor de los casos, ambivalentes, por lo que el amor no excluye la hostilidad. Más aun, con frecuencia los afectos desarrollan una dialéctica por la cual pueden obtener lo contrario de lo que manifiestan buscar: así la realización del amor oral (posesivo) no logra nada diferente de lo que buscaría el odio.

De modo que hablar de persona amada o querida, no oculta sino que revela lo que el afecto y el vínculo amoroso tienen de complejo y contradictorio. Por ello, junto con el dolor y la pena, puede aparecer en el duelo la hostilidad nacida del dolor, vivido como un daño que sufre el sujeto.

Pero además hay formas de amor por el objeto que se vuelven más complejas por inscribirse en el marco edípico. Ello hace que, tanto como dolor, la pérdida pueda dar lugar a sentimientos de triunfo por la exclusión y eliminación de un rival (sea este el que muere o un tercero que “pierde” al objeto). También remite al marco edípico la pérdida vivida como ausencia en un juego de exclusiones, y lo puede hacer por dos vías: sea porque el objeto no está (deja solo al sujeto, con quién está, qué hacen), sea porque su ausencia revela que el objeto era apetecido, querido, mientras se vinculaba también con un tercero (y este amor al objeto se evidencia como inseparable del intento de separarlo de un tercero). En un caso excluye al sujeto, en el otro queda excluido.

Si los orígenes del duelo, lo que sería el estímulo, es variado, y variadas son las respuestas a ese estímulo, entonces para la comprensión del duelo no nos bastan los datos “objetivos”; no hay una relación de orden automático que lleve a calificar de querido a un ser, ni entre pérdida (o muerte) de un ser querido y el duelo como respuesta. Nada de ello está determinado de antemano ni ocurre como una necesidad.

Lo cual permite comprender que el proceso copenzado por la pérdida de un objeto querido pueda tener variadas connotaciones, cursos y destinos, que son propios de cada sujeto, quien vive y procesa el duelo a su manera, y que se duela como se vive.

Mucho de lo aquí mencionado argumenta en favor de que el sentido de los términos que articulan la definición mundana del “duelo’ es equívoco o ambiguo y que remite a conceptos más amplios que los que identifica el diccionario. Y no es aventurado pensar que esas ambigüedades son señales de una situación conflictiva.

Una historia  

Pero la consideración de sus orígenes no agota la experiencia del duelo. El duelo es una forma de continuar un relacionamiento, es decir, el duelo continúa trabajando la historia del relacionamiento entre el sujeto y el objeto, el deudo y el amado y perdido, y el propio duelo se despliega a su vez como una historia.

Considerar esa involucración supone otra forma de visualizar el duelo, por ejemplo, como un recorrido, como un curso. El duelo excede a una respuesta inmediata que se agota; se despliega al menos a lo largo de una porción de la vida del sujeto. La pérdida es causa no solo de dolor sino también de trastornos, y fuerza cambios y adecuaciones (por la ausencia, el vacío, los cambios que se imponen al sujeto y la posible hostilidad que puede nacer de ello) junto con el dolor. Así es como comienza el duelo, pero ¿cómo termina?  

La visión mundana dice que el tiempo que demora ese curso todo lo cura, apuntando a que el duelo es el tiempo necesario para la "natural” atenuación y desaparición del dolor: el tiempo operaría por desgaste o habituación.  

Para Freud, que retomó la visión mundana, (2) el duelo se condiciona por los vaivenes de los afectos del sujeto y por el peso de la hostilidad hacia el objeto. La aceptación y la mayor o menor resignación ante la pérdida y la adaptación a la misma, ocurrirían en función del impulso a continuar la vida y a no seguir los pasos del muerto. Ello habilitaría al sujeto para la sustitución del objeto perdido. Pero para Freud la aceptación y la sustitución están al cabo de un trabajo, lo que supone que la muerte del objeto no es aceptada sin más. El dictamen de la realidad no es aceptado, a pesar de que la muerte sea un hecho objetivo y hasta certificado (lo dicen técnicos, lo dicen los demás, el deudo va al cementerio: no podrían caber dudas). Todo ocurre como si el sujeto estuviera dividido y en un sector de su ser rigieran convicciones que otro sector no acepta.

Este curso, “trabajo” de duelo, supone encarar los varios sentimientos que se cobijan bajo el rótulo de “ser querido”. El duelo no es un automatismo sino que requiere la participación del sujeto, y decir que realiza un trabajo es señalar que se trata de un proceso cuyo curso implica un cierto gasto, o sea que conlleva cambios y que sus desenlaces son variables e inciertos.

De deudo a deudor  

1) EL DEUDO, UN ACREEDOR. El duelo se sustenta en una pérdida y se enfatiza que el sujeto sufre dolor porque pierde a un ser querido. Pero ¿quién ha perdido? La pregunta vale, porque suele quedar en la sombra otra pérdida, ya que este ser querido ha “perdido” su vida y habrá que entender la razón de este “olvido”.

Como vimos, el sujeto está comprometido en la “pérdida” de un modo peculiar que tiene sus raíces en la historia de su relacionamiento con el objeto, en sus involucraciones mutuas. Para aclararlo, repasemos las tres instancias que dan cuerpo a la definición de duelo: pérdida, dolor y amor.

El que duela es un sujeto pasivo, sufre la pérdida. También es llamado doliente, nombre que remite a la raíz común con duelo. La pérdida supone daño y, en el caso del duelo, el daño suele deslizarse hacia la acusación.

La ambigüedad entrañada en la expresión “pérdida” se esfuma cuando se desliza hacia la denuncia del daño y perjuicio que sufre el sujeto. Pero la ocasión del duelo no es la primera en que el sujeto presenta la fantasía de perjuicio, sino que es frecuente oír los relatos de sufrimientos psíquicos cuya causa el sujeto atribuye a otro, a su acción o a su omisión. En efecto, las situaciones que el sujeto vive como de perjuicio y su neurosis en sentido amplio, conforman diversas modalidades de denuncia de daños temidos o sufridos. Es decir, hay en la neurosis un fondo acusatorio (el que a veces es dado por cierto por algunos terapeutas, lo que los lleva a la elaboración de teorías basadas en la culpabilidad del mundo, el destino o la gente, y el sentido que se da a veces a las nociones de trauma y frustración sería un ejemplo de esto). El daño difuso que se presenta en la queja neurótica (6) resulta también estar en continuidad con los reclamos paranoides y las acusaciones melancólicas.

La postura acusatoria ya está implicada en la idea de proyección expuesta por Freud, (7) desde que ella supone la expulsión de lo que el sujeto no tolera en sí mismo y lleva a que quien toma sobre sí o recibe lo expulsado, quede configurado como malo, reprochable, repudiable, etc.

Por otra parte, y según Melanie Klein, (8) la vida se despliega entre las que ella llama posiciones esquizo-paranoide y depresiva. En la primera se establece una doble relación de objeto, persecutoria e idealizada. Esta organización del mundo se funda en la escisión: por ella se separan cualidades y a cada objeto el sujeto le adjudica ser la encarnación pura, incontaminada, de una clase de cualidades. En la relación persecutoria, el objeto es presentado como desfavorecedor (perseguidor y peligroso) para el sujeto, mientras que en la idealizada se configura, como contrapartida, un objeto idealmente benefactor y bienqueriente hacia el sujeto. Klein subraya el que ambas relaciones se conforman a la vez y que cada una de las cuales se define en función de la otra, es decir, que se trata de un sistema.

2) EL DEUDO, UN DEUDOR. Del sujeto, del deudo, se dice tanto que sufre una pérdida y que tiene el dolor de la víctima, como que sufre pena, término ambiguo que se relaciona tanto con el dolor como con el castigo, con el saldar alguna culpa, alguna deuda. ¿Quién debe a quién?

Aquí hay algo diferente a lo planteado hasta ahora, otra relación: el sujeto que duela se posiciona ante alguna forma de obligación, como demandado. ¿Frente a quién es la deuda? El deudo tendría una deuda con el objeto, y su muerte no la saldaría, sino que la estaría actualizando.

El duelo se mueve entonces entre la pérdida que sufre el sujeto, quien puede volverse reclamante, acreedor o acusador, y la pérdida y daño para el objeto, en la que el sujeto se descubre involucrado. Es la obra de Melanie Klein la que nos ilustra sobre este movimiento. (8, 9)

¿Cómo puede ocurrir este pasaje entre acreedor y deudor? Ocurre siempre y cuando el sujeto puede des-encubrir que el fundamento de los reclamos al objeto (sea el muerto u otro que toma su lugar como destinatario de los reclamos) no eran tanto las actitudes de éste -que lo definirían como “malo”- sino la atribución del propio sujeto, fundada en su necesidad de contar con un objeto al que configurar como “malo” -mediante la proyección, por escisión, por identificación proyectiva (10, 11).

El sujeto configura un objeto “malo” tal, que lleva a que se distancie de y se oponga a él: marca la diferencia, lo configura como siendo no-yo. El cómo es el objeto dice lo que el sujeto dice que él no es (recordemos que el sentido primero de la proyección es atribuirle al objeto lo que el sujeto no acepta o tolera de sí mismo).

Pero dice más todavía: con la acusación al objeto, el sujeto dice que éste merece quedar solo, abandonado, excluido por lo tanto de la situación edípica (fantasía de la pareja parental combinada, en términos de Klein). Si en lugar de ser presentado como malo y perseguidor el objeto apareciera como bueno y amable, la fantasía del sujeto incluiría la participación del objeto en esa pareja y ello le afectaría de modo intolerable. Es entonces que, por la atribución de su carácter de perseguidor, el sujeto evita tener otro tipo de relación de objeto, una relación que implicaría alguna forma insufrible de angustia.

La configuración primaria de la relación (“bueno, “malo”) polariza entonces las posibilidades de experiencia en la relación con un objeto bueno, despojado de toda mezcla, y otro malo que solo merece ser rechazado, a lo cual Klein agrega dos profundizaciones de esta polaridad: un objeto peligroso y denigrado, y un objeto idealmente benefactor.  

Integración, reparación

Una vía de salida de esta polaridad se presenta en la medida en que el sujeto tolera encontrar en el objeto una mezcla de malas y buenas cualidades, permite que ellas puedan coexistir en su visión del objeto, sin convertirlo nuevamente en el objeto “puro” anterior. A partir de allí los acontecimientos pueden precipitarse. El sujeto puede apreciar que el tenido por bueno y el tenido por malo no son tan distintos, e incluso que en algún momento trató como malo al que ahora se presenta como relativamente bueno, y esto posibilita un movimiento de reflexión, de vuelta sobre sí, y de rectificación. La reflexión pregunta acerca de por qué lo ha visto como puramente malo, cuando ahora es evidente que no lo era.

La anterior configuración del objeto como malo aparece entonces como un agravio y el sujeto se perfila a sus propios ojos como habiendo dañado al objeto; el dolor moral toma entonces el lugar del dolor acusatorio por el daño recibido. Este giro no se cumple solo en el plano de la intencionalidad, sino también en el de los tratos efectivos. Lo que el sujeto des-encubre es que trató de impedir ser bueno al objeto; ni bueno frente el sujeto (envidia), ni con un tercero (pareja parental combinada, ya que lo bueno une con otros), y que había llevado la relación a una configuración que llamé "vivo-muerto", (12) que habla de la naturaleza del “daño”: se trató de la “pérdida” de vida, de vida no vivida.

En la configuración vivo-muerto, el sujeto fantasea que impone a la vida del objeto cortapisas tales que llevan al objeto a limitar su vida y a desplegarla únicamente en las direcciones que el sujeto le permite. Lo que se ve coartado fundamentalmente, son las posibilidades de que el objeto desarrolle una vida propia y con terceros. Una de las vías por las cuales se opera esta coartación, son las restricciones que el sujeto puede imponerse a sí mismo en aspectos que el sujeto supone que, si los desarrollara, el objeto los disfrutaría como testimonio de lo bueno que el sujeto ha recibido del objeto. En la condición de vivo-muerto, el objeto vive, pero permanecen muertas posibilidades de vida que el sujeto no le dejó vivir (finalmente, tener al tercero con libertad) o desalentó o no propició, y que a la vez fue muerte del sujeto, que no usa plenamente sus posibilidades y se convierte en carcelero del objeto.

De modo que el daño al objeto es la pérdida de vida, pérdida que es tanto del objeto como del sujeto. Pero quien murió es el objeto, y esto es lamentable ahora no solo por haber muerto sino también por lo que no vivió y por lo que el sujeto no lo dejó vivir, todo lo cual habla del pasado. El sujeto se enfrenta ahora a un futuro abierto que le ofrece posibilidades de rectificación, esperas y esperanzas.

Para el sujeto, la pena es entonces por la vida que tanto el objeto como el sujeto no tuvieron. Para el sujeto, el objeto no la tuvo no por haberse muerto, ni por faltarle tiempo porque la muerte ha interrumpido su vida, sino que pena por la vida que el objeto no tuvo por no haberlo dejado ser, por haber desalentado o no haber propiciado esa vida.

Finalmente, el proceso del duelo supone al menos dos cursos paralelos. Uno es el que lleva del sujeto victima, que fue atacado por el objeto haciéndole “perder” algo, al reconocimiento del daño al objeto por parte del sujeto y al reconocimiento de que ambos sufrieron “pérdidas”. Y el que lleva de la confrontación del sujeto con el objeto, implicada en la atribución (proyección), al reconocimiento de una comunidad entre ambos, marcada por la identificación. Queda implicado en esta revalorización del duelo el cuestionamiento del narcisismo, es decir, de la afirmación de una sustancialidad del sujeto como centro de su ser, en beneficio de la afirmación de su ser histórico y de su conformación o construcción sobre la base de las identificaciones, es decir, de la historia de sus relaciones de objeto.(13)

Este curso mueve a la reparación del daño que el sujeto supone que debió haber sufrido el objeto, reparación que finalmente es un des-agravio y hace del duelo por pérdida del ser amado, algo no muy diferente del duelo en el sentido de lance en defensa del honor. (13)

Un duelo, dos duelos

Hasta aquí hemos hablado de duelo como si se tratara de una experiencia singular. Sin embargo, en el curso de estas reflexiones “el” duelo ha ido mostrando modalidades y también diferentes destinos y formas de encaminamiento. Estas diferencias son tales que llevan a hablar de “duelos”, y en ese sentido, en un trabajo anterior (14) propusimos diferenciar entre duelos depresivos (centrados en la “pérdida” del sujeto) y duelos reparatorios (que atienden la pena y la reparación).

Dentro del campo del psicoanálisis y en relación con diferentes opciones teóricas, podemos encontrar variadas conceptualizaciones acerca del duelo, las que pueden ubicarse a lo largo de un arco.

En uno de sus extremos, estarían las posturas que se ciñen al sentido mundano del término duelo, y que privilegian entenderlo como una pérdida para el sujeto (con variantes que apuntan a la ausencia) y como orientado a la adaptación, evidenciada por la sustitución del objeto perdido, de manera de adecuarse a lo que pasa en el mundo. Esta posición está en consonancia con la idea de Freud de lo aleatorio del objeto frente al impulso o la necesidad del sujeto. Lo cual acaso sea otra versión del concepto freudiano acerca del nirvana, complementaria a su vez de la difundida concepción de un "aparato psíquico” que tiende a la anulación de las tensiones y a la recuperación de un estado anterior.

En el otro extremo se ubican las posturas que entienden el duelo como orientado a la reparación, a partir de visualizar al objeto como dañado y atender al sujeto en cuanto se des-encubre como involucrado en ese daño. En este caso el duelo aparece como el núcleo del proceso de edificación del sujeto, proceso que se entreteje con la instauración de la intersubjetividad. Entender el duelo como tendiendo a la reparación lo presenta como proceso de transformación, de re-creación. Se trata de una transformación interna del sujeto, porque cuando el proceso de duelo lo lleva a des-encubrirse para sí mismo, le enseña acerca de sí y le enseña acerca del objeto, y es un aprendizaje que funda nuevos tratos.

La evolución del duelo en el sentido de la reparación no supone sustituir lo pasado, ni tampoco una mera corrección. En el duelo reparatorio lo no vivido, lo perdido, permanece como la razón de ser y el sustento del cambio, de lo nuevo. Por ello integra los éxtasis del tiempo, y el duelo representa la apertura a la temporalidad (15, 16)

A su vez, el duelo reparatorio surge como central en el proceso de edificación (building, bauen) del sí mismo del sujeto y muestra a la subjetividad en una unión inextricable con la intersubjetividad.

Estas dos visiones del duelo parecerían constituir teorías que se oponen, pero también pueden ser consideradas como descripciones diferentes momentos integrantes de un único proceso: una hablaría del momento del duelo persecutorio o depresivo y la otra del duelo reparatorio. El duelo mundano (que puede evolucionar hacia la depresión y la melancolía) podría ser entendido entonces como un momento que puede o no ser seguido del duelo orientado a la reparación.

Duelo y cambio

El duelo aparece como una instancia fundamental en la constitución del sujeto y en el cambio psíquico, cambio articulado por las “tentativas del yo de superar el duelo.” (8)

La tristeza o la depresión, u otras alteraciones del ánimo, ya no anuncian necesariamente lo esencial del duelo, sino que este carácter lo reviste la reflexión, la vuelta sobre sí. Esta reflexión se hace sinónima de hacer conciencia, que ya no es una luz que ilumina un contenido preexistente, sino un trabajo de integración (de lo que fue escindido) tanto en el sujeto como en el objeto. De ello surge la posibilidad de una rectificación, de volver recto lo que no lo estaba, con sus notas de veredicción y realidad. Esta rectificación es un des-agravio, conoce y modifica un anterior agravio que es reparado, y cuyas consecuencias son los cambios en el sujeto y su crecimiento.

Las tentativas de superación del duelo llevarían entonces o bien a la adaptación a la pérdida y la consiguiente posibilidad de sustitución del objeto perdido, o bien a cambios en el objeto propiciados por el sujeto (reparación) y cambios en el sujeto, que son la vía para que tenga lugar esa misma reparación.

Si bien el cambio es el objetivo del psicoanálisis en cuanto método terapéutico, su contenido fue entendido de diverso modo y quizá no sea frecuente plantear de la manera recién mencionada el contenido del cambio psíquico. Para la cultura, el cambio vendría por la represión de la animalidad, de lo incompatible con las normas morales. Lo reprimido quedaría inconciente y a la vez pronto siempre para emerger nuevamente. En realidad no hay cambio, sino ahogamiento.

Frente a esta concepción, el psicoanálisis se propone como liberador, aun cuando debe aceptar una cierta represión como saludable. El cambio vendría por hacer conciente lo vuelto inconciente. Al mismo tiempo, otra visión psicoanalítica sostiene que el cambio proviene del interjuego entre la escisión y la integración, capaz de superar la escisión. El camino es el proceso de duelo con el reconocimiento de lo que no fue y pudo ser mientras había escisión, de lo que el sujeto no dejó ser (no dejó recibir, o no dio) de otro o de sí, y es el concomitante reconocimiento del sujeto de la modalidad de su propio ser, a la que de ordinario está ciego en virtud de las escisiones que articulan su vida.

El sí mismo, revelación y construcción

Corrientemente se entiende la evolución de la subjetividad como una progresiva revelación o develamiento de algo interior. Esta revelación puede verse trabada y la terapia se dirige a levantar estas trabas, para lograr que el sujeto sea “él mismo”, coincidiendo con eso interior de lo cual es portador.

Este entendimiento debe sumarse a otro, capaz de dar cuenta de aquello que el sujeto recibe, o de lo cual se apropia en el curso de su peripecia vital, de su historia (que es la historia de lo que le acontece y, sobre todo, de sus relacionamientos, de sus relaciones de objeto). La vía de apropiación de estos aconteceres son las identificaciones y estas a su vez ocurren en el marco de procesos de duelo. El duelo supone pasar de la contraposición con el objeto a la identificación con él, de modo que la vida del objeto pueda proseguir en el sujeto.

Pero no hay contraposición entre los dos entendimientos señalados líneas arriba. El duelo, en la instancia de la identificación, reintegra al sujeto su continuidad con el objeto y lo que supone o fantasea que existe en el objeto es apropiado por el sujeto, descubriendo en sí mismo las cualidades que solo veía en el objeto: por este proceso lo “comprende”.

El sujeto crece por los otros, en el encuentro con ellos, pero este encuentro revela lo propio que no se despliega por sí mismo; no hay una fuerza interior autónoma que despliegue lo propio.

Se identifica con el objeto e identifica algo de sí mismo que el objeto le ejemplifica, y por esta vía lo del objeto continúa en él. La identificación establece la continuidad entre ambos. Encarnando lo bueno del objeto, revive, vivifica aspectos y valores del objeto a través de valorar y de usar lo propio, bueno propio que remite y recalca la continuidad con el objeto, los valores del objeto, lo antes envidiado y atacado.

Las identificaciones representan la superación de la proyección, es decir, de la negación de la pertenencia al sujeto de algo que detecta en el objeto; más aun, la proyección es el rechazo activo a toda posibilidad de sospechar que el sujeto también lo tenga. De este modo el sujeto se da identidad a sí mismo y se la atribuye al objeto; lo importante aquí es que el sujeto está involucrado en cómo se le aparece el objeto. En la experiencia del duelo está implicado este reconocimiento.

De modo que en el centro del concepto de duelo está el mutuo involucramiento de los sujetos, la relación y la alteridad, y por lo tanto resulta siempre pobre una comprensión del duelo que se ubique en un punto de vista solipsista.

En conclusión

El esquema adaptativo (pérdida-aceptación-sustitución), propio del duelo mundano, vio ampliados sus motivos, las situaciones que pueden mover al duelo, en el que a su vez se pueden reconocer varias formas de procesarse.

Frente a la muerte o a la ausencia, el sujeto puede descubrir con dolor y aflicción sus involucraciones (en lo vivido y en lo no vivido por el objeto), con un dolor posibilitado por su comunión y solidaridad con el objeto, desde que descubre la variable dosis de ambivalencia entrañada en sus sentimientos.

Por otra parte, ya no se considera que el fin del duelo sea el reemplazo, sino que el duelo puede ser la ocasión para la reedificación del objeto, del sujeto y de la relación.

De modo que el duelo mundano comprendería una parte de lo que se ha llegado a llamar “duelo” en psicoanálisis. Desde esta perspectiva se lo puede entender como una situación psicológica central y compleja, que comprende tanto alternativas consideradas como patológicas (las denominadas melancolía y depresión clínica) como un proceso de reorganización de la vida, proceso que, además y desde la perspectiva kleiniana, es central en la construcción y definición de lo propio del sujeto y, por lo tanto, central en el proceso de cambio y de “cura”.

En el camino seguido a través de estas páginas, ha quedado de lado considerar el modo como la muerte de otro habla de la muerte propia. A este repecto, es bien conocida la afirmación de Freud acerca del lugar que la muerte tiene en el psiquismo: la pérdida “permite hacerse alguna idea de la castración, pero jamás se ha vivido cosa alguna parecida a la muerte”, por lo cual no podría haber una representación inconciente de la muerte propia. Sin embargo, y más allá del duelo, la muerte de otro lo presenta en una instancia fundamental, la de su deserción irrecusable y sin regreso del juego de la vida y de la ambivalencia de la relación que le impone el sujeto. Y su muerte no puede sino re-presentar la condición mortal propia. Sobre ella hay mucho para decir. Y para callar.

Referencias
  1. Ariès, Ph., El hombre ante la muerte. Madrid 1999, Ed Taurus.
  2. Freud, S., Duelo y melancolía. O.C., tomo VI. Madrid, Bib. Nueva.
  3. Larousse, diccionario. España, 1979.
  4. Corominas, J.,Diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid. Ed. Gredos, 1973.
  5. Encyclopedie Alphabetique Larousse. París, 1977.
  6. Rey, J. C., Queja y envidia. En Rev. Ur. de Psicoan. Tomo IV Nº 1, 1962
  7. Freud, S., Nuevas observaciones sobre las neuropsicosis de defensa. O.C. tomo I. Madrid, Bib. Nueva.
  8. Klein, M., El duelo y su relación con los estados maníaco depresivos. En: Contribuciones al psicoanálisis, Buenos Aires, 1964. Edic. Hormé.---Algunas conclusiones teóricas sobre la vida emocional del bebé. En: Desarrollos en psicoanálisis, Buenos Aires 1967. Edic. Hormé.
  9. Klein, M,.Notas sobre algunos mecanismos esquizoides. En: Desarrollos en Psicoanálisis, Buenos Aires 1967. Edic. Hormé.
  10. Klein, M., Sobre identificación. En: Desarrollos en Psicoanálisis, Buenos Aires 1967. Edic. Hormé.
  11. Paciuk, S., Actuar, hablar, identificar. En: Rev. Urug. de Psicoanálisis., Nº 56, 1977.
  12. Paciuk, S., El tiempo congeladodel muerto-vivo. En rev. relaciones, Nº 5, 1984.
  13. Paciuk, S., El duelo y la edificción de la subjetividad. En: 1er. Cong. de Psicoán, Asoc, Psicoan. del Uruguay, Montevideo, 2000.
  14. Paciuk, S., Duelos depresivos y duelos reparatorios. En: Rev. Urug. de Psicoan., Nº 88, 1999.
  15. Koolhaas, G, Melancolía no es depresión. En: Rev. de Psicoan. Vol. 19, Nº 1-2, 1962
  16. Paciuk, S., La idea de subjetividad como temporalidad. En: rev. relaciones, Nº 180, 1999.

 

Freudiana

Artículos publicados en esta serie:

(I) La transferencia sublimada (Carlos Sopena, Nº 131).
(II) ¿Cuánto de judío? (Alan A. Miller, Nº 131).
(III) La mirada psicoanalítica. Literatura y autores. (Mónica Buscarons, Nº131).
(IV) Génesis del "Moisés" (Josef H. Yerushalmi, Nº 132)
(V) Sobre "Las márgenes de la alegría" de Guimaraes Rosa (J. C. Capo,M. Labraga, B. De León, Nº 132)
(VI) Un vacío en el diván (Héctor Balsas, Nº132)
(VII) Génensis del "Moisés" (Nº 132). Arte y ciencia en el "Moisés" (Josef H. Yerushalmi, Nº l33)
(VIII) Freud después de Charcot y Breuer (Saúl Paciuk, Nº 133)
(IX) El inconciente filosófico del psicoanálisis (Kostas Axelos, Nº 133)
(X) Nosotros y la muerte (Bernardo Nitschke, Nº 134)
(XI) Freud: su identidad judía (Alan Miller, Nº 134)
(XII) El campo de los "Estudios sobre la histeria" (Carlos Sopena, Nº135)
(XIII) Los Freud y la Biblia ( Mortimer Ostov, Nº 135)
(XIV) Volver a los "Estudios" (Saul Paciuk, Nº 136)
(XV) Psicoanálisis hoy: problemáticas (Jorge I. Rosa, Nº 136)
(XVI) Freud y la evolución (Eduardo Gudynas, Nº 137)
(XVII) Los aportes de Breuer (T. Bedó, I. Maggi, Nº 138)
(XVIII) Breuer y Anna O.(Tomás Bedó-Irene Maggi Nº 139)
(XIX) "Soy solo un iniciador" (Georde Sylvester Viereck, Nº 140/41)
(XX) El concepto de placer (Ezra Heymann, Nº 143)
(XXI) Edipo: mito, drama, complejo (Andrés Caro Berta, Nº 145)
(XXII) Identificaciones de Freud (Moisés Kijak, Nº 147)
(XXIII) Transferencia y maldición babélica (Juan Carlos Capo, Nº 148)
(XXIV) Babel, un mito lozano (Juan Carlos Capo, Nº 150)
(XXV) La pulsión de muerte (Carlos Sopena, Nº 151)
(XXVI) Un rostro del "acting out" (Daniel Zimmerman, Nº 152/53)
(XXVII) ¿Cuál es la casuística de Freud? (Roberto Harari, Nº 154)
(XXVIII) El interminable trabajo del psicoanálisis (Ada Rosmaryn, Nº 156)
(XXIX) El psicoanálisis y los conjuntos intersubjetivos (Marcos Bernard, Nº 156)
(XXX) Freud en Muggia. Los fantasmas de la migración forzada (Moisés Kijak, Nº 157)
(XXXI) Freud y los sueños (Harold Bloom, Nº 158)
(XXXII) La sexualidad interrogada (Alberto Weigle, Nº 159)
(XXXIII) Una historia de histeria y misterio (Juan Carlos Capo, Nº 160)
(XXXIV) Freud y el cine (Daniel Zimmerman, Nº 162)
(XXXV) Investigación en psicoanálisis (Eduardo Lavede Rubio, Nº 163)
(XXXVI) De la teoría a la ideología: problemas (Saúl Paciuk, Nº 164/65)
(XXXVII) Conciencia y Castración (Carlos Sopena, Nº 166)
(XXXVIII) La contratransferencia y los paradigmas del siglo XX (Ada Rosmaryn, Nº 167)
(XXXIX) Sobre la noción de pulsión (Eduardo Colombo, Nº 168)
(XL) El objeto psíquico y sus destinos (Carlos Sopena, Nº 169)
(XLI) Estados de ánimo depresivos (Sélika Acevedo de Mendilaharsu, Nº 171)
(XLII) El "Sturm und Drag" (Mario A. Silva García, Nº 172)
(XLIII) Psicoanálisis en el hospital (Daniel Zimmerman, Nº 174)
(XLIV) ¿Nuevas patologías o cambio en la escucha de los analistas? (Carlos Sopena, Nº 175)
(XLV) Concepto de naturaleza humana en psicoanálisis (Eduardo Mascarenhas) (176/77).
(XLVI) Freud, Jung y Sabina (John Kerr, Nº 178)
(XLVII) Realidad psíquica y creencia inconciente (Ronald Britton, Nº 179)
(XLVIII) La controversia con los lacanianos (André Green, Nº180)
(XLIX) Ferenczi entre la fantasía y el trauma (Carlos Sopena, Nº 182)
(L) Freud y Cervantes (Luis Landau, Nº 184)
(LI) El tiempo y el inconciente (Eduardo Laverde Rubio, Nº 187)
(LII) Debate en Psicoanálisis (Juan Carlos Tabares, Nº 188/89)
(LIII) Orígenes del Superyo, (Ada Rosmaryn, Nº 191)

Volvamos al comienzo del texto


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org