Serie: Pensamiento
(XXXVII)
Con Michel Foucault, a distancia
¿Por qué temer a los depredadores?
Enrique Puchet C.
Cada época tiene las modas (intelectuales) que se merece. A la nuestra le ha tocado rendir entusiasta culto a la prosa helada de los hipercríticos. A pretexto de desterrar mitos, cualesquiera instituciones, vinculaciones, prácticas cotidianas, son sometidas a la operación sistemática del desencantamiento: detrás de las buenas obras es siempre posible descubrir la garra del poder, los artificios del dominador al que le interesa ocultarse.
La victoria hipercrítica es completa si se consigue -ejemplo estratégico- que el abandono de ciertos castigos infames, en una sociedad o en una época dadas, pueda ser presentado -y con talento casi todo es posible- como el paso, sutilísimo, a "una cierta discreción en el arte de hacer sufrir". O si, a punto de celebrar a innovadores en educación, esto es, en trato humano, nos encontramos con que -dicho en lenguaje que no pretenderá la transparencia- la benemérita reforma no pasa de, léase bien, "seudocreación magistral que pone todas las fórmulas de escuela al servicio de una superación escolar del comentario de escuela".
Quizá sea una tarea que otros querrán continuar: sospechar de los sospechadores; incluso aunque para esto haya que encararse con notorios monstruos sagrados de la ensayística contemporánea. Hace más de tres décadas, Jean Wahl señaló que vendrían malos tiempos para la cultura cuando combinaran sus fuerzas una dialéctica congelada y autoritaria y un neopositivismo sin vuelo. Le faltó contar con un tercer factor no menos temible: esta especie de estructuralismo (¿es el nombre adecuado?) que piensa poco (aunque lo haga con elegancia) y no espera nada.
Atención al pasado
"A juicio de Nobatof, y en esto difería completamente de Novodvórof, la revolución no debía romper del todo con lo pasado, cambiar absolutamente costumbres y hábitos, sino distribuir más equitativamente el venerable y venerado tesoro de las tradiciones nacionales."
L. Tolstói, Resurrección, II, xlii.
Primero. En determinado momento, finales del siglo XVIII en países "centrales", el papel del médico en el hospital -así se afirma- se amplió notablemente. De un visitante esporádico, se volvió presencia asidua, con horario preestablecido y asistencia mínima (dos horas); de personaje de segundo orden respecto del religioso, a protagonista a cuyo lado nace la enfermería. Simultáneamente, cambia la base del saber médico: no más palabras de autores incuestionables -principio de autoridad que uno supondría dejado atrás desde el Renacimiento-, sino contacto cara a cara con la realidad, la realidad de la vida y de la muerte. En suma: procedimientos más profesionales y saber abierto a la experiencia.
La reflexión contemporánea,(1) a la vez informada y suspicaz, ha implantado una pregunta donde no parecía haber nada que preguntarse. Todo eso, tan relevante en lo social y en lo científico, ¿debe ser visto como un avance sin hacerlo objeto de desconfianza? ¿Celebrar llanamente que la pobre gente reciba una atención más dedicada o mirar con prevención los progresos de la "sociedad disciplinaria", expresión que M. Foucault (o él, entre otros) ha lanzado al ruedo de la discusión con éxito indiscutible? La primera reacción (la intentio recta, si así puede decirse) es aprobar, saludar esos procesos llenos de promesas humanizadoras (reducción metódica del sufrimiento, vocación de servir al afligido) -y esta vía nos acreditará como "almas sensibles"; la segunda (¿intentio obliqua?), la de los "espíritus fuertes", la que Foucault y otros han diseminado con enorme éxito, insiste en mostrar cómo, en razón de tales cambios, los hombres (y las mujeres) quedan sometidos, literalmente de pies a cabeza, a la mirada escrutadora del técnico, forma de asegurar que "andarán bien" según la norma saludable imperante.
Pero ya es tiempo de reconocer que una reflexión más comprometida con los "progresos" -idea huidiza pero no vacua-, aconseja declarar la superioridad del buen corazón que identifica logros y dispone mejor a continuar la marcha. Aunque poco estimada recientemente, es ella la vía que encamina a apreciar los hechos con mayor ecuanimidad y a vislumbrar avances hacia la reparación social justiciera y hacia una mayor racionalidad en la convivencia. Consecuentemente, de la brillante visión foucaultiana es también hora de decir que ha exagerado hiperestésicamente la resistencia a toda ordenación previsible de los servicios, de las conductas y de las (necesarias) rutinas(2). Poco a poco, el rechazo del orden solo por ser tal desemboca en la acre censura arrojada sobre el simple hecho de que las personas (caso prominente: el personal médico) se ocupen concienzudamente de lo suyoà; inconveniente actitud para juzgar bien e ir adelante, cosas al parecer anodinas pero indispensables, sobre todo en una sociedad como la nuestra, escasamente inclinada a estimar y acumular logros del pasado.
En la tierra en que enseñó Vaz Ferreira -por lo demás, muy poco alentadora de devociones-, no se ve por qué pasaríamos por alto que el reproche de exageración es, nos exalte o no, una objeción seria.
Para nosotros, lectores, es perceptible que en esta literatura prevenida contra cualquier "puesta en forma" deliberada, se presupone constantemente que toda racionalización -del sancionar, del curar, del enseñar- está como condenada a seguir la "política de lo peor". En el caritativo se esconde un catequista dominador; el civilizador -lo reconozca o no- acciona la polea de trasmisión del hombre blanco providencial. Todos hemos podido leer más de una vez, pero no con la suficiente capacidad de alarma, que nada hay más provechoso para un sistema férreo que permitir que los agentes ejecutores -digamos, los maestros- hagan uso de reflexión y juicio propios; estéril paradoja que viene a desposeer, a los espíritus originales, de las cualidades innovadoras que el buen sentido les concede sin error.
Segundo. Hacia los mismos años de la normalización hospitalaria (son los siglos "clásicos" de los estudiosos franceses), la escuela, mayormente en manos de religiosos, normaliza a su vez sus procedimientos: exámenes ritualizados, "deberes" según un calendario preciso (el primer día, ortografía; el 2º, aritméticaà). Michel Foucault, que sacó a luz la novedad, no dejó de advertir: "Así como el método del examen hospitalario permitió el desbloqueo epistemológico de la medicina -ínada menos!, EPC-, la edad de la escuela æexaministaÆ marcó el comienzo de una pedagogía que funciona como ciencia"; para agregar en seguida, no sin truculencia: "La edad de las inspecciones y las maniobras repetidas indefinidamente en el ejército, marcó también el desarrollo de un inmenso saber táctico que mostró sus efectos en las guerras napoleónicas". ¿Era demasiado esperar que el fenómeno de la didactización remitiera, más bien, a un estricto coetáneo de Bonaparte: a J.H. Pestalozzi, en quien la inquietud por el método (Cómo enseña Gertrudis a sus hijos) se dio junto -y entrelazada- con una simpatía intensa por el desarrollo humano y sus fases? Pero es notorio que para Foucault los paralelos significativos son los tremendistas.
Simultáneamente, la escuela pasa a ejercer una suerte de vigilancia sobre los vecindarios. Los profesionales de la educación "se meten" con las costumbres, las condiciones de vida, la ortodoxia de padres y familiares: ¿rezan, leen, se apilan en camastros colectivos? Y, de nuevo, se enfrentan las que nos hemos animado a llamar intentio recta e intentio obliqua.
Donde la primera de esas visiones encuentra los comienzos de una escuela atenta al medio, reparadora, interesada en identificar las razones de hechos tales como el fracaso escolar -comienzos que no podían menos que darse arropados en ortodoxia creyente-, encuentra, la otra, una temible generalización del régimen carcelario que, con el "panóptico", lo registra todo. (Alguien ha creído del caso subrayar que con el panoptismo se consigue la observación noûsimétrica -lo que no es más que el abecé de la vigilancia.) Enfoque, creemos, de dudosa pertinencia; porque ¿asistir a los grupos en sus carencias es un fenómeno del mismo orden que asediar la privacidad de los condenados?
Luego, en el aspecto epistemológico que desvela a los autores de nuestros días, ¿no hemos de considerar mejor una pedagogía que se elabora en contacto con los sujetos que aprenden, que el apriorismo verbalista que deduce y decreta fines y rendimientos? Una cierta dosis de ingenuidad -una ingenuidad cultivada, metódica- favorece el cambio progresivo, orienta sobre adquisiciones perfectibles; lo que no sucede con la actitud de montar guardia, que impide distinguir los avances de las reacciones. Si la vacuna oral compromete los éxitos seguros de la inyectable, solo un entendimiento perturbado inferirá de ahí el perjuicio de la vacunación en general.
En el siglo XVII, la confianza de Juan Amós Comenio en ser capaz de enseñar "todo a todos" entrañó un modo de enunciar el principio de la universalidad de la instrucción. No es lícito acusarlo de supuesto desatino -o denunciar el propósito uniformador- allí donde hay, indesconocible, un generoso anhelo destinado a perdurar. Más bien nos corresponde pensar que, ahora, presuntamente más avisados, tenemos todavía por delante la tarea de desenvolver y diversificar los gérmenes, no de anularlos por incomprensión.
Debilidad del aguafiestas
"Los gritos del
desgraciado en los tormentos, ¿pueden arrancar al pasado, a un pasado
irrevocable, una acción ya consumada?"
C. de Beccaria, 1738-94.
Se sabe que el libro de Foucault es una larga denuncia de los procedimientos de penalización que la sociedad moderna ha ideado para cancelar las brutalidades del "antiguo régimen". Lo cierto es que el lector recoge la impresión de que no se ha tratado de cancelación o de protesta eficaz sino de prolongación, por otras vías, de los ajusticiamientos espectaculares y truculentos en que se complacía la civilización bárbara. O sea: tiene la misma sensación que León Tolstoi sabe trasmitir en su espléndido relato Resurrección (de 1899), consignada a su atribulado protagonista: "àCon la sola diferencia de que antes arrancaban la nariz a los presos y se los conducía en balsas, y ahora se les ponía esposas, se les reventaban los ojos a puñetazos y se les hacía viajar en vapor" (II, xlix). Sí; porque en la acusación tolstoiana nos mantenemos en el interior de un régimen, el zarismo, y se trata siempre de mortificar (y de mutilar) los cuerpos.
Allí aflora el punto que estimamos decisivo, y nuestra razón básica para apartarnos -sin gloria y sin eco previsible- del foucaultismo. Foucault sugiere continuidades donde creemos identificar rupturas, las rupturas aportadas por la Ilustración dieciochesca; no encuentra diferencia cualitativa entre descuartizar en público (sic) y poner en prisión o multar; entre ejecutar en nombre de la majestad del soberano y graduar racionalmente las penas; entre celebrar como ideólogo la validez de una justicia inhumana y proclamar valerosamente el respeto por la vida y las condiciones concretas aun en el ejercicio de la potestad penal. Y, si no fuera por el prestigio de que ha llegado a gozar el filósofo francés, se reconocería llanamente que tales asimilaciones, aunque brillantes, yerran sobre lo más importante: los valientes "amigos de la humanidad" (que eso quiere decir filantropía), ellos sí críticos de prácticas infames, permanecen como precursores que acaban accediendo textualmente a nuestra Constitución de la República (destaquemos el artículo 26). Es verdad que se nos exhorta a no dejarnos desorientar por "dispositivosà que son en apariencia muy diferentes"é a descubrir en el fondo "el ejercicio de un poder de normalización" que fabrica -si con insidia, peor- "el individuo disciplinario" y la incarcération universal. Pero, si aceptamos el argumento, resulta ser lo mismo ajusticiar inmisericordemente que sancionar con mesura, remitir al juicio divino (eliminación terrenal mediante) que inventar sistemas para la reeducación del que ha delinquido. Verdaderamente, es pedirà demasiado.
Hay un problema (o varios) en el ejercicio de la penalización, y, por de pronto, todo educador lo sabe o lo siente así; pero la percepción de lo problemático está tan ausente en la violencia de los misántropos como en el bloqueo de quienes no valoran los aportes de la filantropía.
Hablando solemnemente: en vez de depredar lo bueno acumulado en el tiempo, nos hace falta (reû)aprender el aprecio por declaraciones como la que sigue, de 1768: "la miseria de los pueblos y la corrupción de las costumbres han hecho proliferar delitos y culpables". Bello es lo que empuja la causa de la humanidad.
Claro que pensar así (¿eclécticamente?) no ayuda a ganar el cielo, pero tampoco es esa la cuestión que debe preocuparnosà por el momento.
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