Un oasis en el desierto
El Jardín del Edén
Daniel Vidart
No sé si por la desdeñosa negligencia de los lingüistas o por la generalizada ignorancia de los legos, existe y persiste desde siempre un notable error acerca del significado de la voz Edén. En efecto, el Edén bíblico se ha considerado, tanto ayer como hoy, como sinónimo de Paraíso.
Esto es un Edén, se dice, cuando nos envuelve la frescura de la vegetación, y el agua de un arroyo canta y corre sobre la espalda dorada de la arena, y las mariposas de alas tornasoladas, amén de otros lugares comunes del bucolismo, deletrean el santo y seña de la belleza en el paisaje circundante.
Pero el Edén no es un rincón colmado de gracia ni el alarde estético de un florido ecosistema local. Es un sitio inhóspito donde la presencia humana tiende puntos suspensivos a lo largo de las travesías o se concentra fugazmente en un aduar temporario; constituye, en definitiva, un antiecúmene hostil a la vida, aunque esta, poca y recursiva, se las ingenia de mil sutiles formas para prosperar escondiéndose bajo tierra durante las bochornosas horas del día y desperezándose al aire libre durante las frías horas de la noche.
Leamos de nuevo aquel fragmento del Génesis bíblico para entender la verdadera naturaleza del Gan, que significa jardín en hebreo, y del Edén, la estepa pedregosa, el erial sediento donde, gracias a la presencia del agua subterránea, florecía aquel milagro de humedad y verdor en medio de un horizonte calvo, afeitado al ras por la navaja del viento. Recurro a la muy fiel versión contemporánea de André Churaqui, quien trasladó al francés la áspera y fuerte escritura hebrea del redactor original del Bereshit (Génesis), y que yo, para facilitar su lectura a esta nueva generación que de hablas importadas únicamente entiende el inglés -y a veces solo el de los ordenadores-, he traducido al español:
YHWH Elhoim plantó un jardín en Edén, hacia el Oriente
y colocó allí al hombre que había formado.
YHWH Elhoim hizo brotar del suelo toda especie de árbol
agradable a la vista y bueno para comer.
Y el Arbol de la Vida, en medio del Jardín
Y el Arbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
Un río atraviesa el Edén para regar el Jardín y desde allí se divide en cuatro brazos, a los que el viejo poeta y narrador bíblico designa con sus respectivos toponímicos. Pero esto por ahora no importa, aunque se refiera, nada menos, que a la tetrapartición del universo, al modelo templario que deifica y califica los puntos cardinales.
Quedémonos acá, en el Edén, y preguntemos qué cosa es este espacio cuya mención en el libro del Génesis aparece en solitario, desnuda de atributos. Pues bien, la extensión identificada con el nombre de édhén que abraza y circunda el verde islote del Jardín, es un desierto. Existe un notorio parentesco entre el édhén hebreo, el édin sumerio y el édinu acadio, el idioma hablado en Babilonia. Las tres voces significan por igual estepa árida, plexo geológico desprovisto de vegetación y carente de redes fluviales. Sobre esa costra reseca los antiguos cauces, los uadi, o sea los caminos muertos donde otrora circulaba el agua, han excavado estrechos valles que dibujan tatuajes arborescentes sobre la faz de una calavera planetaria. Por los uadi, semejantes a las venas abiertas de un gigante calcinado, circulan a veces las caravanas, aprovechando la suave arena dejada en el lecho por los muertos ríos del ayer.
No obstante, cuando llueve, cosa que sucede de tanto en tanto en todo desierto, salvo el de Atacama, cada ued se convierte en una poderosa torrentera que todo lo arrasa.
El Gan, el Jardín, es el Paraíso
Esta denominación viene del griego, que a su vez lo tomó del zend, un idioma iranio. Paradeisos en griego significa jardín y la voz fue introducida por Xenofonte, el conductor de la Retirada de los Diez Mil, quien la utilizó tanto en la Anábasis como en la Cyropedia, dos obras memorables que ya nadie lee, pues los tecnócratas sacaron a empujones al idioma griego de las universidades... Paradeisos deriva de la voz pairidaeza (pairi, alrededor; daeza, cerco), término que para los persas significaba huerto cerrado, parque de recreo, vergel limitado por la valla infranqueable constituida por la esterilidad del desierto.
En realidad, dicho hortus conclusus no es otra cosa que un oasis, un sitio lleno de verdor donde Adam, el hombre que lleva el nombre de la tierra con que fue fabricado, y Eva -la Varona, La que da la Vida, la Madre de todos los Vivientes, según las diversas acepciones de la voz havva, que se pronuncia javá (hai, en hebreo, significa vida)- disfrutaban, en su calidad de huéspedes sedentarios y haraganes del jardín plantado por Dios, las delicias del agua, la bendición de la sombra y el hartazgo de una alimentación gratuita.
Oasis y desierto forman una pareja dialéctica en amplias zonas de Arabia, del Sájara -as- Sahra quiere decir desierto en árabe- y, sobre todo, en el Medio Oriente. Aquí, en este teatro donde transcurren la acción y la pasión del mundo bíblico y donde la guerra entre los hijos de Sarah (la señora, la princesa, en hebreo) y de Agar (la extranjera, y por ende la esclava) sigue ardiendo hoy al igual que otrora, se repitió una y otra vez ese enfrentamiento ancestral. Los cultivadores de palmeras y los camelleros, los comerciantes pacíficos del zoco y los atrevidos criadores de cabras y mehara -plural de mehari, esto es, dromedario- fueron, en los escenarios alternos donde triunfa la frescura o domina la intemperie devorada por el sol, los agonistas de un antiguo drama, hoy reiterado por los descendientes de los cretenses que vinieron del mar, los palestinos, y los buscadores de la Tierra Prometida, los judíos.
El oasis es la sombra, el reposo, la deliciosa posada de sociabilidad y descanso en medio de un espacio infecundo, asediado por un clima extremoso que provoca la penuria de los biomas.
Quien introdujo la palabra oasis al griego fue Herodoto. Este viajero y narrador, mitad veraz, mitad fabuloso, expresa en Los nueve libros de la historia, III, 26, lo que sigue: "Acerca de los ejércitos enviados contra los amonios lo que de veras se sabe es que partieron desde Tebas y fueron llevados por sus guías, siempre atravesando arenales, hasta la ciudad de Oasis [...] distante de Tebas siete jornadas y ubicada en una región a la cual los griegos, en su lengua, llaman Isla de los Bienaventurados..." Herodoto considera al oasis como una ciudad, como una minúscula polis donde las relaciones interpersonales son intensas y creativas. También lo califica como Isla de los Bienaventurados, dadas sus condiciones excepcionales de ameno jardín en medio de un infierno de arena, aunque en este caso se trataba de una cárcel dorada, de un sitio de destierro.
El término oasis no es griego. Es copto, y significa lugar donde hay refugio y agua, dado que sus componentes son ueh, techo, casa, sombra, y saa, beber. ¿Qué otra cosa desearía ver y disfrutar quien por pistas reverberantes atraviesa las dunas movedizas del erg, o los guijarros del reg, o las losas ardientes de la hammada, enceguecido por un sol asesino, golpeado por los granos de arena que levantan el soplo abrasador del simún, el khamsin o el harmatán, atormentado por la sed y el hambre, y por ende propenso a las alucinaciones de la Otra Realidad o a las visiones terroríficas?
No en balde el demonio, el Seth Amentet de los egipcios, se refugia en los desiertos, allí donde las tentaciones de la carne y los djenun (el djinn es un espíritu maléfico) de la locura martirizaron a Jesús, a San Antonio y a otros tantos eremitas que huían del mundanal ruido.
El Tentador, el Enemigo, el Enredador, llamado ya Beelzebú, ya Satanás, ya el Diablo, ya el Angel del Abismo, ya el Príncipe de la Potestad del Aire, entre cientos de denominaciones provenientes de distintos idiomas y culturas, tiene por dominio propio el desierto. No olvidemos que en latín la voz desertum denomina al reino de la soledad y que desertus quiere decir abandonado. El desertor que abandona sus obligaciones en la ciudad o en la aldea y se interna en el campo crudo, a espaldas a la civilización, queda librado a sus propias fuerzas. Al convertirse en un matrero del "nosotros", el que deserta y gana el desierto -todo un juego de palabras- se desentiende del grupo humano al que pertenece y a las responsabilidades que le impone. De tal modo busca en la vida solitaria, en la lejanía deshabitada por el prójimo, un horizonte en fuga, una forma de morir, y quizá otra de renacer.
La expulsión sufrida por la pareja transgresora del jardín de las delicias, el tees tryphes -como se le llama al Paraíso en la versión griega de los Setenta y que la Vulgata latina convierte en paradisum voluptatis-, nada tiene que ver con el abandono voluntario, sino con una sanción divina. Adán y Eva, luego de haber comido el fruto del Arbol del Conocimiento del Bien y del Mal, aunque no del Arbol de la Vida, el dador de la inmortalidad, que al cabo en esa región no era otro que la palmera, son arrojados al adâmâh, al polvo de una desconocida comarca donde el uno habrá de ganar el pan con el sudor de su frente, inaugurando así los tormentos del trabajo al aire libre, y la otra parir los hijos con dolor.
Tras los límites del benéfico jardín donde la Edad de Oro desplegaba sus dones -ni lucha por la vida, ni enfermedad, ni hambre, ni coito y purgaciones, ni pecado, ni muerte- aguardan las acechanzas del Edén, los peligros del desierto, los agujeros negros del desamparo. En la beatitud del Paraíso, donde la inocencia anonadaba los sentidos, no cabía el amor carnal entre el hombre y la mujer creados por YHWH Elhoim. Cuando se produjo el descubrimiento del sexo, instigado por la Serpiente, una de las formas animales asumidas por Satán, sobrevino la ira de Dios y la expulsión de los fornicadores.
A partir de ese momento catastrófico y a la vez incitante, pues comienza el vaivén entre el reto de la naturaleza y la respuesta del hombre que ponen en marcha la historia, solamente el intrépido amor de la pareja -el total, el entero, el que va desde el sentimiento a la piel y que desde la piel, "lo más profundo del hombre" según Valery, regresa a su punto de partida- será la única defensa posible del tú y el yo, mancomunados en un mutuo entendimiento, para ponerse a salvo de la ferocidad del mundo, para inaugurar la casa de la ternura en una tierra arrasada por la adversidad y la muerte.
El amor es el oasis de las almas en el desierto moral donde impera la desmesura del Otro. El amor es el valiente recurso al que apelan los corazones para hacer frente a las fuerzas hostiles, propias de la desdichada incompletitud humana, mediante la alianza incondicional de los amantes y la muralla por ellos levantada para protegerse de las embestidas del contorno social. En el mundo exterior al Paraíso imperan la envidia, la mentira, el egoísmo y la soberbia. Varias generaciones después de la expulsión de Adán y Eva, al extenderse la mancha demográfica de la humanidad pecadora, sobrevendría el Diluvio para purgar al mundo de la ignominia de los hombres. Pero hoy nos hemos quedado sin Noé y sin Arca. Solo nos resta la guerra nuclear como supremo recurso de extinción y expiación universal. Y cuando la humanidad se autoelimine, cegada por el odio, aguijoneada por la locura de los gendarmes del mundo y los falsos profetas, para siempre reinará el desierto.
Pero no nos adelantemos y volvamos a nuestro asunto, si bien en esto del cronotopo humano no hay evasión posible. Siempre estamos en el presente: el uroboros de la historia se devora a sí mismo, juntando la cabeza con la cola, mírese por donde se le mire.
Uno de los azotes, consustancial a todo espacio sin fronteras, es el de la rapiña, el ataque, la razzia (así se denomina en Argelia lo que los árabes llamaban ghazia, algarada guerrera del al ghazi, el conquistador) llevada a cabo por los bandoleros de la temible trastierra, el "afuera" donde no funciona la protección del hermano, el amigo o el vecino. En el desierto viven los leones y en el oasis los zorros, según el símil zoologizante de Pareto. Los unos son hábiles en el combate a mano armada, los otros en el combate mañoso de la compra y venta, en el juego del regateo, en el arte de la palabra meliflua. Según relatan los cronistas españoles, las zonas áridas del México antiguo ocupadas por los chichimecas, los bárbaros del norte, se denominaban "tierras de guerra". En el habitat de los civilizados aztecas, la meseta de Anahuac dedicada a la agricultura, se extendían las cultivadas e irrigadas "tierras de paz".
El nómada, el que va tras los pastos para alimentar a sus ganados famélicos -nómada deriva del griego nomeyó, yo hago apacentar- es un ser desarraigado y errante, pero al cabo es un señor. Un señor del espacio geográfico y del tiempo histórico, un señor de su cabalgadura y de los rumbos de su voluntad y, sobre todo, un señor de los pacíficos apeados. El agricultor, el artesano y el mercader sedentario, el patán, esto es, el que va a pata, a pie, desde siempre ha sido subyugado por el jinete o por el camellero, que le imponen tributos y servidumbres.
Cuando desde un helicóptero o un pequeño avión que vuela a media altura se contempla un oasis sahariano en los instantes que preceden al amanecer, el panorama de allá abajo, iluminado por una luz lechosa, revela los contrastes existentes entre un cuadro minúsculo y un marco inmenso. Por un lado, la mancha de verdor en medio de las arenas hace pensar en el ombligo viviente de un cuerpo cadavérico, momificado por la sequedad del aire, insepulto en un cementerio de rocas erosionadas. El oasis, en verdad, es un escándalo de la vida abundante, concentrada en un punto del vasto territorio donde apenas alienta la vida escasa de una flora y una fauna a la defensiva, apenas perceptibles cuando no ausentes, como sucede en las salinas de los chott o en el interior de los terribles tanezruf, que así designan los imohag (llamados tuareg por los árabes) a las extensiones yermas, azoicas, del Sáhara argelino.
Al cabo, el oasis configura un micro-universo donde, oprimidos por un anillo de palmeras, a veces muy espeso y extenso, se apretujan los cubos enjalbegados de las casas, los oscuros bosquecillos de árboles frutales, los macizos aromáticos de los jardines, las techumbres multicolores del sukh (zoco, mercado), los ojos apenas entreabiertos de los hassi (pozos de agua), el descarnado minarete de la mezquita y, en medio de todo y alrededor de todo, el laberinto de las calles que no son tales sino dédalos por donde discurren los actores y espectadores del diario vivir. En torno de esa isla perdida en el mapa y a modo de antítesis se dilata un océano de arena cuyas olas inmóviles, tersas, impecables, amenazantes, recorridas por los fantasmas nocturnos que habitan el igidi, se pierden en la lejanía. Entonces el oasis, si bien insignificante en su tamaño, comparado con tanta grandeza infecunda, con tanta soledad rencorosa, cobra el significado de un símbolo. Es, nada menos, que el testimonio del talante testarudo, del impulso colonizador, del j´y suis, j´y reste del empecinamiento humano.
La dialéctica de la pareja desierto - oasis fue descripta e interpretada por el historiador tunecino Abenjaldún en el siglo XIV, según resulta de su admirable libro Al - Muqaddimah, o sea Introducción a la Historia Universal, que hoy, en estas épocas mal llamadas posmodernas, manipuladas por una información mediática que acabó con la formación enderezada hacia el recto conocimiento de los seres y de las cosas, ya nadie lee.
Los aguerridos hombres del desierto invaden y ocupan los oasis hasta que la vida muelle los adormece, y allí, trocando la flacura ascética por el vientre ahíto, se dejan ganar por el lujo y la lujuria, que al cabo es el lujo de los sentidos, y al final se quedan, olvidando las antepasadas costumbres marciales.
Con el tiempo vendrá otra tanda de guerreros desde la lejanía ardiente a ocupar el paisaje volcado hacia adentro donde, gracias al hombre, se yerguen las palmeras, cantan las fuentes y florecen las rosas. (¿Quién podría, me pregunto, olvidar las del oasis argelino de El Golea, más bellas aun que las del oasis de Uargla y, al igual que estas, recatadas reinas del desierto?). Y cuando esto suceda los invasores sucumbirán de nuevo ante el hechizo de una existencia regalada y sensual, aunque no exenta de pensamiento y pasión creadora.
Así eran las cosas en la época de Abenjaldún y ahora tampoco son muy distintas, aunque los nombres de los lugares, de los protagonistas, de las estrategias de combate y de los argumentos en pro de la guerra y en pro de la paz hayan cambiado con el paso de los siglos. Siempre habrá nómadas que conquistan y sedentarios conquistados, siempre audaces que atacan y timoratos que se repliegan, siempre alabanzas para el político, el nómada del poder que atropella y se apodera de la opinión pública, y siempre elegías en el oasis de la biblioteca donde, inerme, desarmado, cautivo del espíritu sedentario, el quejumbroso intelectual critica la osadía de los fuertes.
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