Una herencia
cuestionada
La Ilustración
Enrique Puchet C.
Por lo que puede verse, conviene volver a hablar de la Ilustración, movimiento tan exaltado y, a la vez, tan vapuleado en las dos últimas centurias. Y es oportuno por razones, digamos, prácticas: el cúmulo de ideas que se agrupa bajo esa rúbrica -suele usarse Iluminismo, así como la voz alemana: Aufklärung- bien puede venir en nuestro auxilio en este tiempo de penuria en materia de encuadres ideológicos, incluidos los de orden moral.
"La clasificación es una condición del conocimiento, no el conocimiento mismo, y el conocimiento vuelve a disolver la clasificación." (Horkheimer-Adorno)
Si es verdad -y lo es- que mucho de lo que hemos creído está en crisis, dispongámonos a recibir cualesquiera estímulos que sean intelectualmente útiles. Entre ellos, los de la modernidad en su esplendor. De una confianza de esa clase provienen las páginas que se leerán.
Dureza en el juzgar
A la Ilustración hay que rescatarla a estas horas de una variada gama de descalificaciones. Se le han imputado las más graves responsabilidades, y lo singular es que, a "primera lectura", las imputaciones entrañan paradojas: la Ilustración sería culpable de las mismas fallas que quiso combatir. La cosa no es en sí imposible; pero no se negará que vale la pena revisar un proceso tan peculiar.
Literalmente, a los "ilustrados" les habría salido "el tiro por la culata". Véase, si no: abogaron por la autonomía del juicio personal (el lema "¡Sírvete de tu razón!"), por la paulatina abolición de los intermediarios entre los individuos y el poder (Condorcet pudo escribir: "en general, todo poder es enemigo de las Luces"), y, sin embargo, se los ha visto como inspiradores de la sociedad hiperorganizada (o "Administrada"), inversión curiosa, no cabe duda. Asignaron al saber progresivo, sin fronteras prefijadas, un papel liberador, y, sin embargo, se los sospecha por impulsar, no el avance sino la repetición, inclusive la inhumana invasión de la ciencia objetivadora. Lo que fue propuesto como apertura, en lucha con las supersticiones y los dogmatismos, se convierte, en manos de fiscales implacables, en argumentos de una acusación frontal: se trataría, en realidad, de clausura y retroceso, sea en el transcurso de los tiempos modernos, sea en la matriz misma (¿hasta dónde retroceder? ¿hasta los siglos XVII-XVIII, o, quizás, hasta la Antigüedad filosófica, racionalista y dominadora, o, cómo no, hasta los héroes de la epopeya homérica?). En plan divulgador, alguien ha asegurado recientemente que, en suma, se trata de una trayectoria, la de la Ilustración, "viciada desde el principio y (que)se ha desarrollado históricamente como un proceso de alienación, de cosificación". La demanda entablada tiene ya sus signos de fatiga.
Un punto especialmente sensible ha sido objeto de acre revisión: el de la criminalidad y sus correcciones. Si una rama de los "ilustrados" buscó en los siglos XVIII-XIX adecuar las penas a los delitos -regla, si no de oro, "de plata" en cuestión de penalizar- y, además, suprimir castigos sádicos y torturas no menos infamantes (en el que los aplica), habrá en nuestra época censores que no dejarán de señalar, con innegable talento pero con dudoso espíritu de justicia, que tanta (aparente) filantropía solo propende a perfeccionar el sistema carcelario. Mediando el engañoso saber de unos buenos burgueses, una vía recta conduce de la ergástula a la "cárcel-modelo". En otro terreno (¿afín?), tampoco hay diferencia entre la férula que se descarga sobre los aprendices y la prolija didáctica de los señores Lancaster y Bell, quienes, no obstante, prohibían los maltratos corporales: ¿no es, el método mismo, escalonado e inflexible, otra especie de la opresión pedagógica?
Así es cómo, en los días que corren, en los medios intelectuales, no realza a nadie sostener que de veras radica en la Ilustración un mensaje todavía aprovechable y que sus exponentes mayores pueden todavía leerse con respeto, también con regocijo. Y no se crea que los reproches provienen de un solo origen. No: anticipándose a los (hiper-) críticos de hoy, ya en la centuria decimonónica, románticos y conservadores habían preparado un proceso a la Ilustración que, luego, se volvería tema frecuentado. Los dardos, como puede apreciarse, vienen tanto de la derecha como de la izquierda.
En ocasiones recientes
Pocos años atrás, el XX Congreso Mundial de Filosofía (Boston, agosto/1998), al parecer más atento que de costumbre a las cuestiones "mundanas" -se recordará que el encuentro se ofreció con el lema "Paideia"-, hizo lugar al asunto que nos ocupa con el título "Legados de la Ilustración". Escribimos entonces unas páginas en las que aludíamos, como representantes típicos, a Kant y a Condorcet: demasiada limitación, vista la amplitud del espectro que considerar. Ahora no importa el antecedente, que es olvidable, sino el debate mismo en torno a la benemérita/maleficente Ilustración, cuyo legado se pone en cuestión; debate al que brevemente quisiéramos contribuir.
Que el interés al respecto haya recobrado actualidad no es para sorprenderse. Ciertamente, necesitamos retomar, en el cuadro de las inquietudes contemporáneas, inclusive locales -vale decir, sin posturas reverenciales-, maneras de pensar que florecieron en la madurez euroamericana de lo moderno. Muchos signos sugieren que una prolongación activa de los principios de la Ilustración (no, por lo tanto, la repetición pura y simple) ha de ser un ingrediente esencial de las respuestas a los temibles bloqueos y a las regresiones de nuestra época. Fin de milenio o comienzo de otro: tanto da, si es cosa de cobrar conciencia de motivos de preocupación en el prevaleciente "ambiente espiritual", con el que no podemos menos que entendernos (si no lo encaramos, de todas formas nos avasalla). Hay en el mundo, respecto de las ideas que se sustentan, demasiada "dependencia culpable" (la expresión es kantiana) como para permitirnos desechar el llamado "¡Atrévete a saber!", asimismo recuperado en el siglo XVIII. También los círculos intelectuales (¿o sobre todo estos?) están como saturados de palabras de orden, de consignas; hasta nos animamos a advertir que el retorno de los proscritos, antes víctimas del ensañamiento de ultraderecha, no rendirá fruto si sirve para restaurar ortodoxias o fidelidades acríticas.
De manera que procede, pensamos, volver a apelar al "tribunal" de la perspicacia propia, al "buen sentido" informado que inquiere y no cesa de explorar campos nuevos. Prácticas de lo que llamaríamos "razonar compulsivo", en que una afirmación dispara otra sin cuidado de matices ni de límites, se difunden -trasmitiéndose inter-generaciones-, con empecinamiento tal, que vuelven oportunísimo el regreso del examen asiduo, del preguntar que se toma el trabajo del re-comienzo antes que complacerse en aseveraciones sin bastante fundamento.
Para los que nos desempeñamos en el medio educativo es una comprobación diaria la del imperio de tenaces estereotipos que exigen ser rectificados. Así, desfilan: el consabido socialista que no puede ser sino ignorante del presente y liquidador sin resto de lo adquirido; el positivista esquemático (comteano o no), extraño a valores y desdeñoso de cualquier gesto altruista; el liberal prototípico, para quien la encendida afirmación de sí sólo puede significar arrasamiento del prójimo... (No se piense que esto sucede siempre para denigrar al socialismo poco lúcido. Se emplea también para celebrar el fiat de la transformación salvadora: (comentando a K. Marx) "ahora será el proletariado quien derrotará a la burguesía; es así que a través del choque de clases se pasará de la sociedad capitalista a la sociedad socialista", leemos en un reciente escrito estudiantil.)
Contra este hábito de trazar caricaturas es preciso librar batalla no implacable; y lo más fecundo de la Ilustración -tampoco hay que desconocer sus peculiares prejuicios-, da armas con que luchar en provecho de un pensamiento matizado y justo. Por más que la historia difícilmente conserve memoria de estos combates en el acotado reino académico.
Lo que aquí sugerimos es que de la Ilustración parten, si nos disponemos a oír, eficaces incitaciones con que desbaratar esa especie de "fe implícita" (la expresión aparece, por lo menos, en D. Hume) proclive a los enlaces mecánicos de ideas, que se abre fácil camino en instituciones y en organismos corporativos. Y, como eso de "la Ilustración" tiene el aspecto de aquellas entelequias que disgustaban a los positivistas y suscitaban -cierto que con abuso de lenguaje- el calificativo "metafísico", será mejor traducirlo distributivamente, y aseverar: se encuentra aun hoy, en autores como Voltaire, Feijóo, Condillac, Diderot..., y en muchos más, una fuente en que refrescar -y es necesario hacerlo- un pensamiento que ame las distinciones y opte por la claridad; que vote por estos valores, digamos, sin "oprimir a las minorías", puesto que al nuevo "ilustrado" le consta que los focos de resistencia pueden encerrar promesas de futuro. (Mucho menos difundido entre nosotros que sus coetáneos franceses o ingleses, fray Benito Feijóo (1676-1764) merece ser mencionado, por de pronto, como alguien que señaló con acierto hasta qué punto la adhesión a posturas tradicionales obsta al desarrollo de posiciones críticas. Así, escribió que, "si se hace juicio que la tradición presta algún fomento a la piedad, ya no solo es empresa desesperada combatirla, mas sumamente peligrosa al que la intenta. Exclámase contra el combatiente, fingiéndole o aprehendiéndole enemigo, por lo menos oculto, de la religión. Armase tan furiosamente el celo como si viese poner fuego al santuario". Y agrega: "Cuando haya argumentos eficaces contra las opiniones recibidas, considero indispensablemente obligados los escritores a batallar por la verdad y purgar al pueblo de su error" (Glorias de España, 1.a parte; en la colección Teatro crítico universal, publicada hacia 1730). Juiciosa reflexión que quizás interese a los pensadores actualmente preocupados por la instauración de "comunidades de habla". Naturalmente, la cuidadosa abstención de señalar "réprobos" es un requisito para que existan comunidades de cualquier especie.)
Cuando terminaba la segunda guerra
Admitamos que lo anterior sonará ingenuo al lector, que sin duda conoce un vigoroso alegato -la Ilustración en el banquillo- que existe desde los años finales de la segunda guerra mundial. Es el haz de fragmentos filosóficos, Dialéctica de la Ilustración, cuyas dos primeras ediciones datan de 1944 y 1947 (esta última puede ser considerada la fecha formal de publicación). Sus notorios autores: Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-69), miembros de la primitiva Escuela de Frankfurt. (Hasta el momento, la última edición española es: M. H. - Th. A., Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Trotta, 4.a edición, 2001; Introducción y traducción de J. J. Sánchez).
La verdad es que, hoy en día, todo el que proponga una reconsideración de las ideas "ilustradas" y su repercusión está como obligado a pronunciarse sobre el planteo de H. - A. (¿se tolerará que los nombre así?, y, sobre el fondo del asunto, ¿se aceptará que tildemos de evasiva a su tesis central?). Tarea indispensable y ardua: con su estilo de incuestionable sagacidad y su saber cuidadosamente seleccionado, a lo que se agregan observaciones incidentales, H. - A. no han ahorrado a sus lectores motivos de perplejidad. Hay, en estas páginas, para todos los gustos... Pero un gusto se encontrará aquí plenamente satisfecho: la inclinación a ver en el mundo moderno y en su protagonista burgués -se admite generalmente que la Modernidad (europea y, luego, cuasi mundial) es obra de la burguesía-, una construcción que, sumando calamidades (las más mentadas: manipulación de los humanos, dominio expoliador de la naturaleza, sacrificio de la cualidad en beneficio del Sistema [la mayúscula va por nuestra cuenta]), ha conducido nada menos que al totalitarismo del que el hitlerismo ha sido ominoso ejemplo; ahora, con el "mundo administrado", "el horror continúa"...
¿Este severo diagnóstico es todo lo que los autores dicen? Es, por de pronto, lo que los identifica en torno a este tema.
Pero creemos advertir atenuaciones, resquicios por los que se vislumbra una apreciación más ponderada. Y ellos nos resultan bienvenidos: reconozcamos que en medios como el nuestro nada saldríamos ganando con aumentar la ya considerable dosis de actitud reinante. Nos importa contribuir a que el duro enjuiciamiento baje de grado. Sin embargo, tal como se nos ofrece el texto de Dialéctica de la Ilustración, las razones para ver las cosas de otro modo se descubren sólo en los "intersticios" de la argumentación fundamental: esta procede, sustancialmente, en plan de sostenida demolición. (En cuanto a las numerosas observaciones incidentales que pueden recogerse al pasar, suponemos que algunas se habrán hecho célebres. Un ejemplo: "La declaración de odio contra la mujer en cuanto criatura espiritual y físicamente más débil, que lleva en su frente la huella del dominio, es la misma que la del antisemitismo. En las mujeres y en los judíos se percibe que no han dominado durante miles de años" (p. 157). Es asimismo inquietante la actualidad que reviste lo que va a leerse, precisamente en estas horas -llamarles "dramáticas" es una trivialidad- en que el proceder de la gran potencia, EE.UU., suscita actitudes de incertidumbre acerca de qué aprobar y qué rechazar: "Hay una sola expresión para la verdad: el pensamiento que niega la injusticia. Si la insistencia sobre los aspectos buenos no es asumida y superada en el todo negativo, no hace más que transfigurar e idealizar su propio contrario: la violencia" (en el fragmento "Para Voltaire", pp. 261-62).)
Pesquisaremos exageraciones y, también, inconsecuencias que, en vez de empeorar, mejoran el perfil del penetrante pensamiento de H. - A.
La afirmación básica
(a) Ya sea apuntando a relaciones que se habrían verificado en la historia -la más inusitada es la supuesta transformación de la ideología liberal en práctica totalitaria-, o bien sirviéndose de metáforas sin duda sugestivas, H. - A. pretenden describir en qué proceso de decadencia inexorable "ha transcurrido el curso de la civilización europea". En el curso de dos siglos (para no contar los precedentes antiguos) se ha estado cumpliendo "la incesante autodestrucción de la Ilustración", la incontenible "regresión" de esta en mitología. Si ello ha de ser o no llamado pesimista, -se sabe que el calificativo es descartado por casi todos los ensayistas de ayer o de hoy-, es asunto menor comparado con la gravedad del fallo, el cual menciona, incuestionablemente, una suerte de despeñadero que habría conducido de los "ilustrados" liberadores a los bárbaros opresores recientes.
Sobreviene la necesidad de desafiar a los que desafían. Para nosotros, y a sabiendas de que el distingo no nos destacará como sí ha destacado a los autores su rudeza, una distinción (aquí, ausente) se vuelve indispensable. La formulamos así: la marcha hacia la dominación de muchos por unos pocos, el imperio del látigo y de la modelación de cuerpos y almas, ¿han ocurrido en razón de o a pesar de la enérgica conmoción libertaria (en sentido amplio) que los "ilustrados" (educadores, políticos, publicistas, cientistas) introdujeron en las sociedades euroamericanas, del siglo XVIII en adelante? Cuando nos encontramos con regresiones (¿cómo ignorarlas?), ¿se trata de desarrollos o de defecciones?
A nuestro juicio -falible como es-, lo justo es adoptar los segundos miembros de esas alternativas y, por lo tanto, sustentar que el totalitarismo traiciona desde siempre a la Ilustración y que esta conserva un potencial orientador, removedor, más allá del malentendido que le atribuye aquellas malformaciones. Implantar o propiciar tiranías (económicas, políticas, ideológicas) va en contra del nervio vital del proyecto "ilustrado", lo desvirtúa, lo desmiente.
En los intensos fragmentos de H. - A., -no le negaremos su fuerza persuasiva-, pocos lectores respetuosos de la palabra impresa dejarán de retener, en calidad de afirmación básica, la tesis de una descomposición paulatina del principio ilustrado, y no por accidente sino como desenlace inexorable. Véase este pasaje, sin duda elocuente: "Lo que no se doblega al criterio del cálculo y la utilidad es sospechoso para la Ilustración. Y cuando esta puede desarrollarse sin perturbaciones de coacción externa, entonces no existe ya contención alguna. Sus propias ideas de los derechos humanos corren en ese caso la misma suerte que los viejos universales. Ante cada resistencia espiritual que encuentra, su fuerza no hace sino aumentar. (...) La Ilustración es totalitaria" (p.62).
Y un poco más adelante: "La Ilustración es totalitaria como cualquier otro sistema"; "su ideal es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las cosas".
Si atendemos, pues, a lo que se presenta como nota dominante en la exposición, la ecuación ilustrado=(filo-) totalitario tiene que ser reconocida como leit-motiv. Tengamos en cuenta que representa una inversión de lo que estamos acostumbrados a pensar, puesto que la imagen clásica habla de una Ilustración más baconiana (empirista) que cartesiana -salvo en el universal aprecio por la claridad y la distinción-, más lockeana que deductiva. ¿Nos equivocábamos al construir esa especie de leyenda dorada? Por nuestra parte, no lo creemos. El legado de aquellos intelectuales es el de una gnoseología de búsqueda progresiva, abierta a las verificaciones y pronta a aceptar los desmentidos de la experiencia. Ese es, al menos, su núcleo; y es a partir de él en tanto que enseñanza primordial que es posible señalar, eso sí, desviaciones hacia la estrechez de miras (no lo son, por cierto, los eficaces alegatos contra el fanatismo), esas simplificaciones indebidas que declaran "apariencia" todo lo que, sencillamente, no es número. No es justo, en cambio, tomar lo accesorio -o lo deformado- por esencial. Proponerse la precisión en la medida en que la materia del caso lo tolere -herencia ilustrada o construible a partir de esta-, no significa haber sucumbido a la ebriedad de la aritmética.
Insistamos. La tesis no se vuelve persuasiva por verterla en términos de innegable felicidad expresiva, como estos: "Con la expansión de la economía mercantil burguesa, el oscuro horizonte del mito es iluminado por el sol de la razón calculadora, bajo cuyos gélidos rayos maduran las semillas de la nueva barbarie" (p. 85).
En cualquier caso, el retorno del mito revestido de cálculo se habría producido en contra de los ideales ilustrados, que militan claramente en favor de una convivencia hecha de tolerancia, incitando a apartar los elementos de brutalidad que obstruyen el camino ascendente. Mucho habrá siempre por hacer, pero nunca más acá de nociones tales como la salvaguardia respecto del maltrato físico o la responsabilidad individual por los actos.
Aun ateniéndonos al testimonio menos prometedor para nuestro "partido", el testimonio del Positivismo, conviene recordar, ya que tan a menudo se lo olvida, que A. Comte no dejó de indicar (y no en algún momento de desvarío) que el avance consiste en introducir, progresivamente, inteligencia y sociabilidad en el trato humano: ¿por qué sería esta una planta nacida de la "semilla de la barbarie"?
(Sobre Comte ha habido -y presumiblemente seguirá habiendo- múltiples malentendidos. Para mencionar un par de aspectos no irrelevantes: cuando se le endilga una preferencia incontrolada por la cuantificación, se pasa por alto que él mismo advirtió sobre el mal de una matemática en exclusivo poder de los especialistas; cuando se lo presenta como ideólogo de la división del trabajo, se olvida que escribió para encarecer que la fragmentación en las aplicaciones no llegue a anular la "visión de conjunto (d´ensemble)", que la educación politécnica está destinada a implantar en todo operario. Aun hoy, las lecciones finales del Curso de Filosofía positiva (1830-42) merecen mayor atención que la que ordinariamente se les presta.)
Continuando con el lenguaje figurado: de tales gérmenes solo se desarrolla la cizaña de la irracionalidad, desconfiada o persecutoria. Pero es obvio que lo recomendable es abandonar el terreno de las metáforas, singularmente propicio para cometer atribuciones apresuradas.
Llega, inclusive, para los autores de esa Dialéctica de la Ilustración, el momento de conectar por "evolución (sic) el Estado de Derecho con su directo contrario: la tiranía arrasadora que no tolera disidencias. El presunto paso de uno a otra, harto difícil de justificar, surge de palabras como las que siguen: "La horda (hitleriana)... no es una recaída en la antigua barbarie, sino el triunfo de la igualdad represiva, la evolución de la igualdad ante el derecho hasta la negación del derecho mediante la igualdad" (p. 68).
Con toda su fragilidad -la mayor es saltearse los desniveles materiales de las "condiciones de vida"-, el sistema igualitario legal, necesitado sí de energías que lo reimpulsen, significa otra cosa que las hordas de las aclamaciones delirantes.
Que la obediente sumisión al Estado transpersonal, destructora de toda "horizontalidad", sea de veras una fase de la República constitucional, es una afirmación a la vez sugestiva y extravagante. O, para remitirnos a un ejemplo cercano, ya que no estimulante: no hay manera de considerar que el "monocorde" (sic) Consejo de Estado que existió durante la dictadura (1973-85) fue una forma "evolucionada" a partir del tradicional Parlamento uruguayo, discutidor y (es verdad) poco estudioso. No nació uno del otro. Pronunciar obviedades tales, aunque no acredita originalidad, demuestra cuidado de los deslindes indispensables. La ausencia de ellos no ayuda a la deseable vitalización del civismo y de la convivencia; mas, por otro lado, el temple liberal, tan próximo a la Ilustración, rechaza proscribir ningún parecer que se pretenda sustentable.
¿Rectificaciones?
(b) No siempre recibe la Ilustración la censura de los teóricos de Frankfurt. Cierto es que -hecho frecuente- la educación no se ve libre de este duro enjuiciamiento que, más tarde, en la generación subsiguiente, vendrán a agravar los sostenedores ¡tan implacables! de la "reproducción cultural", así es que se puede leer: "Hacer por completo inútiles las funciones de la censura parece ser, no obstante todas las reformas positivas, la ambición del sistema educativo" (p. 53); tema que se ha vuelto usual en los pedagogos contemporáneos, quienes ensayan variaciones sobre este lugar común -a nuestro entender- paralizador.
En diversos pasajes, H. - A. insinúan un juicio más integral sobre el gran movimiento de la ideología moderna. Ocurre cuando admiten, por lo menos, que ha habido malos continuadores, "herederos" sin derecho a decirse tales: "la escuela apologética de Comte, escriben, usurpó la herencia de los inflexibles enciclopedistas y tendió la mano a todo aquello contra lo cual estos habían combatido..." En efecto, no todos los seguidores -ni los de D´Alembert, ni, por lo demás, los de Jesús de Nazaret-, pueden llamarse buenos portadores del mensaje original. Pero, entonces, ya no es verdadero el concepto de una Ilustración que corrió a su ruina en razón de sus estigmas, por así decirlo, congénitos. No es más cierto que el movimiento en cuanto tal esté condenado a auto-destruirse. (Observemos de paso que el prologuista de la edición en español, J. J. Sánchez, deja coexistir las dos imágenes [la de la Ilustración reivindicable, o "rescatable", y la del sujeto, "viciado desde el principio" /sic/, que quiere todo el poder para su clase o su círculo cultural], sin manifestar sorpresa alguna por la contradicción, ni, por lo tanto, tomar nota de ella.)
Todavía es concebible "liberar a la Ilustración de su cautiverio" (sic). Algo estamos ganando en materia de apreciación histórica justiciera. Y habría correspondido que los autores subrayaran sin reticencias al canciller Bacon, varias veces citado, cuando denunciaba como obstáculo al saber "el temor a contradecir, la falta de objetividad" (¿quién que trate de pensar con independencia no los conoce?); voces que hablan desde un siglo, el XVII, que dio otras glorias aun más confiables científicamente.
Sea o no el propósito perseguido, surgen aquí y allá reconocimientos que apuntan a una comprensión más equilibrada. Aun en este mundo de poderes concentrados (políticos, económicos) que someten a los individuos, es imperativo preservar -esto es, llevar más lejos- "los residuos de libertad"; también -y sobre todo- en sistemas en que la mejora social (participación, desarrollo personal) no ha acompañado a la disposición de bienes materiales (p. 55), es preciso actuar para que la brecha se reduzca, puesto que sería, eso sí, "mitológico" diseñar un agente satánico empeñado en defraudar a las masas de consumidores sustrayéndoles gratificaciones más profundas. No se carece de instrumentos al alcance de los intelectuales: al fin y al cabo, la férrea "administración" de los sistemas prevalecientes no ha impedido que llegaran a nosotros, hasta con prestigio algo incómodo, planteos que, un siglo y medio atrás, sacaron a luz el fenómeno de la enajenación del trabajo, de la sujeción del productor a la producción (inestabilidad, pobreza en términos relativos, ausencia de iniciativas innovadoras).
(c) El punto crítico radica siempre en ese aspecto de riesgo -oportunidades, posibilidades en vista- que el orden liberal-burgués instauró como perspectiva que explorar o que explotar, también hoy. Con todas sus lacras, puso las cosas en un nivel del que es imposible retornar. Solo que, para verlo así, hay que sobreponerse -como hubiera dicho R. Descartes- a "prevenciones" (prejuicios) y a "precipitaciones" (ejemplo: apresuramiento en descalificar). A la Modernidad no se la supera si no es haciéndole justicia, y esto implica decisiones que comprometen con distingos difíciles y con asunciones que meten en campos de mayor complejidad, legados claramente "ilustrados" o deducibles de estos.
Afortunadamente, hasta los censores estrictos franquean el paso a esta clase de evaluaciones, así lo hagan de un modo ocasional. Nuestra tarea, aquí solo aludida, debería consistir en desenvolver los temas que son promisorios, como este: "Cada progreso de la civilización ha renovado, junto con el dominio, también la perspectiva hacia su mitigación" (Dial. de la Ilustr., p. 92).
(Todo el mundo sabe que K. Marx se había mostrado más optimista todavía: "La importancia histórica y la razón de ser del capitalismo radican en el hecho de que obliga implacablemente a la humanidad a producir para producir y la obliga, así, a desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad y a crear condiciones materiales de producción tales, que, sobre su base, no podrá edificarse más que una forma social superior, cuyo principio es asegurar el libre y completo desarrollo de cada individuo" (El Capital, vol. I, cap. XXII). Esta conciencia de que el cambio reorienta lo existente, no lo liquida, es uno de los motivos por los que el pensamiento marxiano conserva vigencia para nuestra época. Sin embargo, casi invariablemente, el nuevo entusiasmo por la teoría a la que le ha sido levantada la interdicción -el marxismo antes proscrito- se siente a disgusto en una reconsideración que no se concilia con absolutos.)
En este tiempo de embriones humanos clonados -y de subterfugios para soslayar la gravísima opción planteada-, lo que está a la vista es procurar incidir en el proceso de la invasora alteración del mundo, y esto sin sucumbir al vértigo; ignorarlo es, en cambio, andar sin futuro un callejón que no tiene salida.
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