Luis Cernuda
Tradición y novedad
María de los Ángeles González
En ocasión del centenario del nacimiento de Luis Cernuda, convendría examinar la ubicación del poeta español en el vértigo renovador que transformó el arte de las primeras décadas del siglo XX, y que dio en llamarse "vanguardias artísticas". Antes que nada, en relación con el surrealismo, un grupo o escuela que, como se sabe, lanzó su manifiesto fundacional en 1924.
En un libro célebre, titulado Estudios de poesía española, Luis Cernuda apunta que "sólo por la vivificación de la tradición al contacto con la novedad, ambas en proporción justa, pueden surgir obras que sobrevivan a su época". Esta afirmación puede servir para estimar su noción del valor de un autor o una obra, y, sobre todo, para situar al poeta en una época de grandes desplazamientos acerca de la finalidad del arte y del estatus del artista, tanto como de su inscripción en el pasado.
Una corriente espiritual
En las torrentosas aguas de la poesía del siglo XX, Pichon Riviére distinguió dos márgenes del surrealismo: por un lado, los protagonistas de manifiestos y debates, la ortodoxia indiscutida de André Breton, de Paul Eluard o de Louis Aragon; por otra parte, lo que llama "el otro margen, hecho de figuras aisladas, que atravesaron las tierras del surrealismo con curiosidad apasionada y luego volvieron a la intemperie de sus territorios alejados del centro del escándalo". En esa orilla pudieron ubicarse provisoriamente algunos de los poetas de la llamada "generación del 27" española. Y aunque –como declara Rafael Alberti en una entrevista de 1984– el grupo poético no haya practicado jamás la escritura automática, de todos modos el surrealismo estaba en el aire. Ninguno –con la sola excepción de Luis Cernuda– admitirá una influencia directa de ese movimiento. Pero hoy puede verificarse que pocos pasaron por él sin sentir su marca.
Para 1924, España ya tenía más de una década de experiencia en vanguardias. En 1910 se había publicado el "Manifiesto futurista para los españoles" firmado por F.T. Marinetti y Ramón Gómez de la Serna, su traductor; de 1918 es el primero de los manifiestos ultraístas. Y en esta última fecha, 1918, llega a Madrid Vicente Huidobro, un arribo calificado por Rafael Cansino-Asséns como "el único acontecimiento del año". Ultraísmo, creacionismo, y otras expresiones –también en el terreno de las artes plásticas, por supuesto– que pueden considerarse "de vanguardia", se expresan durante las décadas del diez y del veinte, gracias a un fenómeno indisolublemente ligado a estas y a su espíritu belicoso y militante: la multiplicación de las revistas.
Cuando aparecen los primeros poemas de los jóvenes del 27, ya había pasado en España la eclosión virulenta y bastante breve de estas primeras vanguardias, con sus necesarios manifiestos y sus gestos soberbios y rupturistas. Pero las vanguardias tuvieron una vida tan sólida a través de las publicaciones periódicas –más aún que en obras de creación propiamente dichas– y fueron lo suficientemente removedoras, como para despertar polémicas y análisis inmediatos, entre las reacciones más lúcidas y fértiles deben mencionarse a Ramón Gómez de la Serna y a Ortega y Gasset. Quizá por esta presencia indiscutida en la vida cultural, los movimientos de vanguardia interactúan sin conflicto con las primeras expresiones del 27 en el plano de los contactos personales y en las páginas de las revistas. En muchas oportunidades se ha dicho que esta promoción poética asimila algunos de los más duraderos hallazgos del ultraísmo y el creacionismo –preeminencia de la imagen, autonomía del poema–, conjugándolos con la recuperación de la mejor tradición española culta y, en algunos significativos casos, de la poesía popular.
Con todo, fue el surrealismo el movimiento que se desarrolló más contemporáneamente a la generación, el que exigió del grupo una toma de partido, el que estuvo –aunque se hable de una minoría– más cerca de constituirse orgánicamente y el que tuvo mayor incidencia en la producción artística del 27.
Es cierto que hay un espíritu vanguardista que no es efecto de los manifiestos, sino que por el contrario, los manifiestos son resultado de ese clima. Y los años veinte propiciaron una atmósfera particular en el arte y la sociedad. Aunque España no estuvo involucrada en la primera Guerra Mundial y, por tanto, en las brutales consecuencias que esta supuso, no obstante, compartió con el resto de Europa el profundo sentimiento de crisis que tiñó la posguerra. Luis de Llera se refiere a la etapa inmediata al golpe militar de Primo de Rivera cuando afirma que "el contorno político, independiente y paralelamente a los factores estéticos, creaba las condiciones ideales para una arte ostentosamente descomprometido con la vida pública y refugiado, también con alarde, en una cuidada torre de marfil". Esto lleva al crítico a sostener el carácter apolítico del vanguardismo español, algo que –según él– obedece al cansancio en la búsqueda de soluciones colectivas, por lo que el arte "en medio de la zozobra existencial [procuró] el cobijo en estéticas minoritarias". Los años veinte, con sus marcas de euforia y despreocupación en las clases media y alta, son la cara visible de la misma moneda.
Sin renegar directamente del carácter reflexivo de los noveintayochistas, pero despegándose claramente de ese tono, la generación del 27 practica una iconoclasia y una actitud lúdica, que permeó algunas de las primeras expresiones públicas del grupo y que están en línea directa con el espíritu vanguardista y esa "aparente" frivolidad. También es cierto que en algunos de sus integrantes podía pesar demasiado el origen social y las formas de relacionamiento y poder cultural de las que eran parte, como para asumir y ostentar abiertamente una rebeldía antiburguesa. Por ejemplo, los jóvenes de la Residencia de Estudiantes podían llamar "putrefactos" a unos o a otros, ridiculizar opciones estéticas que consideraban superadas, pero –por lo menos en esta etapa inicial– no fueron abiertamente parricidas. El curso de los años prueba que la experimentación estética facilitó el posterior cuestionamiento de la moral burguesa, que encontrará en los años treinta, además, una formulación política en varias de sus creaciones, aunque no en todos los casos. Entre los poetas, los más sensibles a los vientos de rebeldía fueron Alberti y Cernuda –los que rompen más tempranamente con la familia, la religión y las reglas imperantes, y desean manifestarlo–, pero no pueden dejar de mencionarse las transgresiones de Dalí, o las irreverencias de Buñuel.
Es evidente, entonces, que el contacto con el surrealismo ofreció una primera salida del purismo inicial. El propio Cernuda se refiere a la importancia de ese contacto: "Sería un error grave estimarle como otro movimiento literario más entre los que anteriormente habían aparecido, porque de todos ellos el superrealismo fue el único que tuvo razón histórica de existir y contenido intelectual".
Como actitud vital el surrealismo invitaba a la rebeldía. Y en España se daban, al entender de muchos, circunstancias históricas que favorecían el descontento de los más nuevos. Cernuda señala en 1955 –esto es, casi dos décadas después de haber marchado al exilio– que España "desde hace siglo y medio [es] un país en descomposición, en el que los jóvenes deben experimentar, aún más agudamente quizá que los mayores, el desagrado del ambiente y el empuje hacia la rebeldía". Claro que la sensibilidad al surrealismo no es unánime, como no lo es el grado de disconformidad de cada individuo. De acuerdo a esta distinción –diríase, la recepción del surrealismo– por un lado Cernuda separa a Salinas y a Guillén, a quienes considera poetas de transición, de otros, como Lorca, Prados, Aleixandre, Alberti y Altolaguirre, a quienes considera más abiertamente renovadores. Como prueba, basta un comentario del propio Cernuda: "El mundo está bien/ Hecho", escribe Guillén [en un poema]; e instintivamente, al leer tales palabras, nos brota el grito contrario: «No. El mundo no está bien hecho; pero pudiera estarlo, si no lo impidiera siempre, precisamente, ese conformismo burgués»".
Ahora bien, como ha señalado Anthony Geist, para su consolidación en el arte y la literatura españolas, el surrealismo necesitaba de un "estado de receptividad espiritual" . De ahí que, siguiendo a este crítico, "García Lorca, Alberti, Cernuda y Aleixandre solo acudieron al surrealismo [...] en momentos de intensa crisis personal reflejada en crisis estética".
Cernuda había publicado sus primeros poemas en 1925, en la Revista de Occidente. En 1927 el sello Litoral, vinculado a la revista del mismo nombre, dirigida por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, publica Perfil del aire, el primer libro del sevillano. Aunque entra al terreno literario por la puerta grande, la recepción de los críticos –y entre ellos algunos cogeneracionales– fue bastante fría. Este primer fracaso lo aleja de los círculos más notorios y determina una búsqueda personal, una necesidad de encontrar la voz propia, un cauce al reciente incorformismo, que no dejará de acompañarlo nunca. Su timidez y su tendencia a la soledad, el excesivo atildamiento en el vestir, la apariencia fría que escondía su extrema fragilidad, con los años se transformarían en amargo resentimiento frente a sus críticos, sus coterráneos, sus pares. Pero casi simultáneamente a ese "fracaso" inicial ocurre el primer contacto de Cernuda con el surrealismo. Estos dos acontecimientos, sumados a conflictos personales más profundos, marcarán definitivamente la concepción que el poeta tiene del arte y de la función del artista.
Entre 1928 y 1929 Cernuda permanece en Toulouse donde se desempeña como lector de español. Allí toma contacto con la poesía surrealista francesa. En un texto evocativo escribió que "el surrealismo no fue solo una moda literaria, sino además algo muy distinto: una corriente espiritual en la juventud de una época, ante la cual yo no pude ni quise permanecer indiferente".
El surrealismo o la anti-pureza
La avidez intelectual, la búsqueda constante, y una capacidad extraordinaria de absorberlo todo, determinan distintos registros en la producción de quien supo declarar, sin miedo, que "la influencia es la mitad de nuestra vida". La crítica se ha esmerado en buscar en la obra cernudiana el efecto de unas y otras lecturas. Como se ve, el enfoque parte del propio escritor que, lejos de ocultarlas, las deja al descubierto, asimilando la idea de Eliot sobre la existencia de "familias de poetas". También Cernuda se inscribe en una genealogía de poetas muertos. Así, por ejemplo, en el libro Un río, un amor (1929) puede percibirse la influencia de Paul Eluard desde el título, en tanto recuerda L’ amour, la poésie, del lírico francés. El impacto inmediato de las lecturas surrealistas se advierte entonces sin demasiado procesamiento interior: el intento de abrir los diques y dar paso al poema que surge de la ocurrencia momentánea –a partir de las imágenes del cine o de los aires de un jazz–, con cierta tendencia a la evasión de la realidad, se percibe en este libro que dice haber escrito de un tirón y en el que irrumpe también el verso libre que lleva a Cernuda al abandono casi definitivo de la métrica regular. Debajo de sus imágenes alucinadas u oníricas, puede advertirse el gusto por el tono agresivo y algunos temas que se desarrollarán a lo largo de toda su obra posterior, como la espera del amante, la confesada necesidad de otro. Por ejemplo, en este poema, del que voy a leer un pasaje:
La noche por ser triste carece de fronteras.
Su sombra, en rebelión como la espuma,
Rompe los muros débiles
Avergonzados de blancura;
Noche que no puede ser otra cosa sino noche.
Acaso los amantes acuchillan estrellas,
Acaso la aventura apague una tristeza.
Mas tú, noche, impulsada por deseos
Hasta la palidez del agua,
Aguardas siempre en pie quién sabe a cuáles ruiseñores.
[...]
La noche, la noche deslumbrante,
Que junto a las esquinas retuerce sus caderas,
Aguardando, quien sabe,
Como yo, como todos.
En cambio, en el libro publicado sólo dos años después, Los placeres prohibidos (1931), el surrealismo desborda como subversión moral y desafío. El poeta encuentra en la escuela francesa la conexión que lo une a una línea que se remonta al romanticismo –pasando por la pretensión de Rimbaud de que "la poesía debe servir para cambiar la vida"– y que terminará fatalmente en la condena de la poesía pura.
Una marca definitiva de pureza del discurso cernudiano –ya no estética sino moral– despierta en este libro. En él se atiende desde el título al conflicto entre individuo y sociedad, poniendo el énfasis en la represión y en la condena, de modo que la respuesta sea la rabia y el desafío. Evidentemente, su contacto con el psicoanálisis freudiano le permite adquirir un instrumental apto para trabajar estas preocupaciones, que bien podrían sintetizarse en el título que eligió para sus poesías completas: La realidad y el deseo. Desde luego, esta indagación en el psicoanálisis es un punto de contacto con las investigaciones ya planteadas por Breton en el Primer Manifiesto surrealista respecto del mismo campo, a las cuales Cernuda estilizará, reformulará durante toda su trayectoria creativa.
Por eso no es casual que Cernuda reivindique el placer y la intensidad corporal, incluso como una forma de indagar y hasta de afirmar su condición homosexual. Parte aun de aquello que escandaliza a la mayoría para enfrentarlo –con ventaja– a tantas corrupciones y suciedades de los hombres:
Extender entonces la mano
Es hallar una montaña que prohibe,
Un bosque impenetrable que niega,
Un mar que traga adolescentes rebeldes.
Pero si la ira, el ultraje, el oprobio y la muerte,
Ávidos dientes sin carne todavía,
Amenazan abriendo sus torrentes,
De otro lado vosotros, placeres prohibidos,
Bronce de orgullo, blasfemia que nada precipita,
Tendéis en una mano el misterio,
Sabor que ninguna amargura corrompe,
Cielos, cielos relampagueantes que aniquilan.
Abajo estatuas anónimas,
Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla;
Una chispa de aquellos placeres
Brilla en la hora vengativa.
Su fulgor puede destruir vuestro mundo.
Si bien, como se dijo, Cernuda no desprecia ninguna tradición y abreva en el romanticismo alemán e inglés, pasando por su apropiación de Mallarmé y su devoción por Baudelaire, en algún aspecto su poesía significa una nueva búsqueda, que el descubrimiento surrealista había disparado, pero que va más lejos. Esa meta es el intento de refundar la noción de "autonomía del arte", pero ahora desde otro lugar, atendiendo a la radical independencia y autosuficiencia moral de la poesía, y no sólo en el sentido propiamente estético, como había sido la aventura de Mallarmé o de Hölderlin. A partir de ese camino, que lo conduce a veces al borde de la prosa, del giro discursivo, que evita la musicalidad y el ingenio, el poema apelará antes a la razón que a la sugestión y "el poder de las palabras [...] sustituye al poder de las imágenes" . Entonces, irá para siempre unido a la verdad. De ahí proviene, entre otras cosas, el carácter ético y aun revolucionario que el escritor asigna al arte. En 1937 escribía: "El poeta es fatalmente un revolucionario", pero ya en ese momento la opinión –que podría parecer trivial y a la que cientos de poetas de entonces podrían plegarse– tenía, en realidad, un alcance más existencial que político, porque daba cuenta de un modo de entender la función social de ése a quien Cernuda llama "el artista" y que también fatalmente será un marginal, un inadaptado, un "extravagante" en el sentido con que él pudo designar a Góngora o a Larra ; ese artista, tal como lo concibe, siempre expresará una u otra forma de desacomodo con la realidad. Una condición de esa forma extrema de entender al creador –y que en parte ha llevado a Octavio Paz a definirlo como un "moralista"– estriba en la independencia del poder, en la ruptura de todo otro "compromiso" que no sea con el arte, como puede verse en este poema de la década del cincuenta en el que testimonia su relación difícil y ambivalente con "La poesía", que así se llama:
Para tu siervo el sino le escogiera
Y absorto y entregado, el niño
¿Qué podía hacer sino seguirte?
El mozo luego, enamorado, conocía
Tu poder sobre él, y lo ha servido
Como a nada en la vida, contra todo.
Pero el hombre algún día, al preguntarse:
La servidumbre larga qué le ha deparado,
Su libertad envidió a alguno, a otro su fortuna.
Y quiso ser él mismo, no servirte
Más, y vivir para sí, entre los hombres.
Tú le dejaste, como a un niño, a su capricho.
Pero después, pobre sin ti de todo,
A tu voz que llamaba, o al sueño de ella,
Vivo en su servidumbre respondió: "Señora".
Desde ese sitio llega Cernuda a otra forma de pureza. El ejercicio poético es noble por sí mismo, pero sin concesiones ante nadie, ni ante el lector ("No he escrito ni una sola línea pensando en el público", dijo una vez) ni ante la crítica. Así, sin doblegarse, "contra todo". Según Luis Cernuda, el poeta solo escribe para una línea invisible que traza el tiempo, para el secreto círculo de iniciados, para el poeta futuro, para una minoría. Quizá, la misma "inmensa minoría", de la que habló alguna vez Juan Ramón Jiménez.
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