Serie: La Singularización (XI)

Los caminos de la identidad

Del pago

Daniel Vidart

La búsqueda de la identidad constituye una de las más urgentes -cuando no angustiosas- tareas emprendidas, a partir de la tan llevada y traída "globalización", por los pobladores del Tercer Mundo -países periféricos, naciones proletarias, economías dependientes o emergentes, según otras denominaciones-. Mundo este que nada tiene que ver con aquel falso tríptico que mentaba un Primer Mundo Capitalista, un Segundo Mundo Socialista y un Tercer Mundo subdesarrollado.

Y menos tiene que ver ahora, pues el socialismo "real", vigente en la Unión Soviética y su planetario circundante, que parecía un sistema sólido, "se ha disuelto en el aire", como dijera Marx en el Manifiesto Comunista acerca del feudalismo europeo, reducido a cenizas por el modo capitalista de producción. Entonces, al subsistir solamente dos mundos de los tres supuestamente existentes, la calificación habría perdido sentido en nuestros días. No obstante, el Tercer Mundo conserva su vigencia como significante y como significado. Veremos por qué.

Tiers Etat y Tercer Mundo

Este Tercer Mundo, sometido al impacto de los mass media y a la desquiciante dictadura del Mercado Mundial, constituye actualmente el continuo vertedero de "flujos" que provienen de los centros del Tener, el Saber y el Poder. Dichos "flujos" han sido catalogados por los economistas, politólogos, sociólogos y antropólogos, según el peso específico de sus respectivas especialidades. Un balance de tales flujos e influencias, realizado por Arjun Appadurian, reconoce cinco corrientes básicas, a saber: finanscapes (las veleidosas golondrinas de los capitales financieros), los technoscapes (las novedades de la ciencia y la técnica), los mediascapes (los ubicuos emisarios de la T.V, la radio y la prensa), los ethnoscapes (los mensajes trasmitidos por los turistas, los emigrantes, los refugiados, la mano de obra foránea) y los ideoscapes (el bombardeo de las ideas y las ideologías; estas últimas, pese a su anunciada muerte -y esto es agregado mío-, más vivas que nunca).

Volviendo al término Tercer Mundo, creo que hoy como nunca reafirma el equiparamiento simbólico propuesto por Alfred Sauvy, quien lo echó a caminar con el pensamiento puesto en el Tiers Etat, aquel estamento del Ancien Régime francés integrado por los estratos sociales más numerosos y menos favorecidos de la población: eran pobres en derechos y ricos en obligaciones.

Al actual desamparo jurídico y político de las grandes multitudes postergadas del Tercer Mundo se suman los males derivados de la enfermedad, la ignorancia y el hambre, azotes que convierten a esta zona del planeta en el asiento de las más afrentosas desigualdades entre la riqueza y la miseria.

Y bien, es precisamente en dicha gigantesca porción de la geosfera donde los integrantes de los distintos países formulan cada vez más acuciantes preguntas acerca de su identidad personal y colectiva. Descalabradas sus existencias y deculturadas sus conciencias por el martilleo externo, procuran reconstruirlas y legitimarlas desde su intima ipseidad, no exenta de sueños místicos y demandas mesiánicas. Y a veces son tan intensas las reacciones, que se generan, de rebote, nuevos "orgullos", nuevos compartimentos genéricos, nuevas ínsulas Baratarias y nuevos fundamentalismos.

Sin embargo, y de modo paradójico, la mayoría de tales movimientos son fruto de la globalización: los exportan los centros y los prohíjan las periferias. El potaje de La Diferencia se derrama del tazón del nominalismo filosófico y moja los manteles de todas las mesas, desde las mas encumbradas a las más humildes.

Ni los griegos ni los húngaros ni los alemanes necesitan interrogarse acerca de quiénes son. Saben y sienten, sin previos discursos, dónde están parados y desde dónde sopla el viento de la historia. No tienen dudas sobre sus ancestrales identidades. En cambio, los pobladores tercermundistas de nuestra América Latina -ayer saqueada y colonizada por España y Portugal-, cuyos acervos demóticos conservan un trasfondo más o menos considerable de población indígena y africana, a la que en el Rio de la Plata y sur del Brasil se agregaron los grandes contingentes migratorios de los siglos XIX y XX, adoptan una posición contraria y a la vez contradictoria. En efecto, buscando el árbol de la identidad se pierden a menudo en el bosque de la identificación.

Identidad e identificación

Para entender este yerro es imprescindible clarificar los conceptos, dejando de lado las vagas nociones y las corazonadas. El acto de identificar proviene desde afuera de las cosas o los seres considerados como objetos de conocimiento. La identificación, tarea descriptiva, y a menudo clasificatoria, responde a un acto cognitivo del sujeto cuyo acierto, según intervenga o no el método científico, oscila entre la gnosis superficial y la episteme profunda.

La identidad, contrariamente, concierne a un reclamo interior del sujeto que, a un tiempo, es también el objeto indagado mediante un acto introspectivo. Proviene de un escondido resorte psíquico de alguien que procura, mediante el délfico gnothi sauton ("conócete a ti mismo"), ir de lo oscuro a lo claro. Su búsqueda obedece a un "estado del alma" (*), de carácter afectivo y volitivo a la vez. Se ubica, por lo tanto, en el dominio idiopathico señalado por Max Scheler.

Que los uruguayos seamos tristones, o grises, o disconformes, o envidiosos, o ultracríticos, o que nos conformemos con proyectos cul-à-terre, propios de almaceneros minoristas -como lo sugiere una caracterología caprichosa, nacida a puro pálpito desde el mirador montevideano, que empareja a toda la población del país con su resero-, etc., conforman, entre otras de semejante calibre, aquellas afirmaciones doxográficas que se suponen plenas de certeza por quienes las emiten y divulgan, confundiendo así la mera opinión con el cabal conocimiento de rasgos identificatorios de tipo cualitativo.

Que nos guste el mate, el fútbol, el truco, el asado, etc., configura otra serie de rasgos visibles, tangibles, objetualizados, de tipo aloplástico, según la terminología de Lagache. Pero que nos proclamemos charrúas, o afroamericanos, o "descendientes" de los barcos, o triétnicos, o ciudadanos del mundo, constituye una afirmación de identidad. La identificación indaga por el cómo somos. Se fundamenta en indicadores explicitados, desde el exterior del sujeto, mediante juicios de realidad o criterios de verosimilitud. En cambio, el descenso a las capas profundas de la identidad, siempre en busca de un paradigma histórico o un modelo etnocultural, pregunta por el quiénes somos, o quiénes suponemos ser. Se apoya en creencias de tipo subjetivo y estereotipos sociales; recurre a juicios de valor. Y en la mayoría de los casos fabrica un als ob, un "como si" ficticio, un autocomplaciente y autológico fantasma.

El no saber, o no poder, separar ambas operaciones lleva a confundir, como ocurre por parte de nuestro Estado, los datos objetivados en la cédula de identificación del individuo con la invisible identidad de la persona. De este modo se tergiversan los términos de una ecuación existencial y se pone en marcha un generalizado equívoco.

Entre los múltiples caminos que conducen a las fuentes telúricas de la identidad, o terruñeras si se prefiere un término menos pomposo, puede recorrerse el que, partiendo de la voz pago, pasa por paisano, paisaje y desemboca en el concepto de país.

Comencemos con la voz pago. Muchos creen que fue acuñada en el Río de la Plata, que nació graciosamente de la facundia criolla. Quienes lo afirman pertenecen a la tribu de empecinados -e indocumentados- umbilicalistas que proclaman, entre muchos otros rasgos de la pretendida originalidad nacional -confundiendo una vez más identificación con identidad y difusión con convergencia cultural-, a la taba, al truco, a la payada de contrapunto, al apero del gaucho, al nomenclátor del pelaje equino, a la mitología del lobisón, al velorio del angelito, a las murgas carnavaleras y a las cuerdas de tambores,etc.

Pero si sacudimos la modorra de ese criollismo etnocéntrico, que desdeña todo lo que ignora, como decía Machado al denunciar el campanilismo xenófobo de la España negra, se advertirá que tanto la cultura tradicional de tierra adentro, como la cultura popular urbana, son, fundamentalmente, y lo repito por enésima vez, un museo redivivo del mundo, en particular del correspondiente al hemisferio románico o latino, y no un manantial de entrecasa.

El pago y los paganos

La voz pago remonta sus ancestros hasta las viejas raíces indoeuropeas de los idiomas de Occidente y su periferia colonialista. De tal modo las voces pag y pak, que significan fijar algo firmemente, ya en el sentido material, ya en el espiritual, han tenido una copiosa descendencia. A nosotros nos interesa el sentido material de pag y la familia de palabras por él engendrada. Vayamos al griego clásico. En el dialecto dorio, pe -pag -a significaba hundir, clavar; en tanto que en los dialectos jónico y ático que le sucedieron, pagê quería decir trampa (lo que atrapa, lo que fija), pêktos, compacto y pagyalos, estaca.

En latín hay cuatro distintos ramales de derivados; en el primero figuran pactum, clavar (de allí viene pactar, o sea establecer, llegar a un arreglo firme), compactum y propagare ; en el segundo aparecen pagina, que en el sentido recto significa parra y en el figurado línea de escritura, y compaginare, juntar; en el tercero surgen las voces palus -en vez de pak-lus, su antecedente arcaico- jabalina pequeña, y pala, con el mismo significado que posee en nuestro idioma; en el cuarto, finalmente, hacen su entrada la voz pagus, mojón o hito plantado en el suelo en su inicial acepción y más tarde, por deriva semántica, parcela delimitada por dichos mojones, y paganus, paisano, campesino.

En la antigüedad romana, pues, el pagus fue primeramente el fundo acotado por límites precisos. Luego el pagus designa sucesivamente al terreno cultivado del contorno, al distrito y al cantón, territorios espacial y jurídicamente distintos a la propiedad privada de una persona o familia. Más tarde la voz abarca el espacio ocupado por los pagi, que no solamente comprenden a los campos de labranza (rus, ruris, y de aquí rural), sino también a la tierra improductiva donde se levantaba el vicus, la aldea. Finalmente, dentro del marco histórico cultural de la alta Edad Media europea, luego de las invasiones bárbaras, el pagus engloba también a la decadente civitas.

De la voz pagus brotan los derivados pagensis y paganus. El designatum originario está enriquecido por los denotata que expresan los valores afectivos generados a partir del amor al terruño, presentes en la evocación sentimental de las sucesivas generaciones allí establecidas. El pago es la matriz del hogar, la sede de la familia y los amigos, el escenario primigenio de las emociones y los sentimientos suscitados por la residencia en la patria chica. Se trata de un espacio vivido, acotado por los signos de los lugares y poetizado por los símbolos que mentan el arraigo y el desarraigo, la raíz y el ala, el quedarse y el irse.

Paisanos, paisajes, paises

De la voz pagensis salen el pays francés, el país español, el paese italiano, el pagés provenzal, el pau del catalán arcaico. No son países en sentido estricto aún: se trata de comarcas, de paisajes homogéneos construidos y poblados por comunidades aldeanas o campesinas (que no son lo mismo), de extensiones terrestres con fisonomía y nombres propios. En dichos paisajes las técnicas laborales y la dinámica cultural han creado, actuando conjuntamente, morfologías espaciales significativas y costumbres compartidas por los habitantes de la zona. Cuando se forme, a partir del siglo XVI, el Estado-Nación, los distintos "países-comarcas" que lo constituyen y las originales modalidades étnicas que los caracterizan, exhibirán en sus respectivas panoplias geográficas una serie de precipitados históricos, de dispositivos nacidos de las relaciones existentes desde muy temprano entre la naturaleza y el trabajo social. Las nacionalidades persisten y defienden su identidad ante un Estado que reclama, e impone, la existencia de una sola nación. Son ejemplos ilustrativos los casos de Suiza y de España. Y en esta última han sido constantes las acciones y las pasiones del irredentismo vasco, manifestadas a lo largo de una milenaria y dramática historia.

Pero volvamos a los pagos, a las comarcas donde la visibilidad y tangibilidad de sus dispositivos espaciales conforman la res extensa cartesiana. Dichos dispositivos, engarzados en las encrucijadas de los biomas de la naturaleza viviente con las biotas de la naturaleza inanimada, dan origen a los sistemas complejos que conceden personalidad distintiva a los paisajes agrarios, urbanos, viales, industriales, recreativos, etc., todos ellos representantes específicos del llamado paisaje cultural, al que habría que llamarle, como veremos, paisaje a secas.

El otro derivado de pagus, o sea paganus, se aplicó en la antigua Roma al campesino, esto es, al paisano, al hombre de tierra adentro, al agricultor. Durante el gobierno de Constantino el Grande (años 306 -337 de nuestra era), cuando se cristianiza la ciudad de Roma, los campesinos, los pagani todavía fieles a las divinidades politeístas, legan a la posteridad un término que por ese entonces había ampliado su inicial significación. En efecto, se consideraba paganos a quienes perseveraban en la religión de los dioses pagi, al rendir culto a las divinidades terrígenas, maternas, lugareñas, nacidas en el neolítico.

Los pagani, los campesinos, haciendo honor a los significados primitivos de pak, clavar, fijar, se hallan atados a la gleba, prisioneros del surco, refugiados en viviendas estables, sedentarizados en un solar que tiene tanto de materia geomórfica como de superestructura simbólica.

Tal era lo que sucedía en la antigüedad romana. Pero nuestros paisanos del área ganadera no estaban atados al microcosmos de una parcela cultivada, como sucedió con aquellos; sin embargo, el pago, tan querido, tan nostalgiosamente evocado desde lejos, tenía un fuerte sentido afectivo, compartido por la humanidad residente en la estancia y en los ranchos aledaños a las pulperías. Esos pobladores del ruedo pastoril, si bien desarrollaban su vida laboral y social a lomo de caballo, tenían las almas atadas al palenque de la querencia. De tal manera, los poderosos lazos comunitarios generaban un "nosotros" localista, una tradición trasmitida por los gerontes del fogón, una crónica coloquial de actividades y sentimientos compartidos, una terca pertenencia a un escenario familiar, explorado, nominado y conocido de memoria.

El vago, el "pasiandero", el mal entretenido, el gauderio, el mozo suelto de la campaña, salvo en los días que se dedicaba a changuear y contrabandear, también deambulaba dentro de los límites físicos y sentimentales de su pago. Un geotropismo positivo condenaba a esos impenitentes jinetes a moverse dentro de territorios vividos, bordeados por un límite etológico, adheridos a las rutinas de la vida cotidiana. Los pagos comunes a los paisanos y los gauchos, que así se terminó llamando la especie itinerante de criaturas indóciles e inquietas, enemigas del sedentarismo, desdeñosas del tiempo y dueñas del espacio, se engarzan en un solar materno que no constituye un escenario para la contemplación, una cosa estética, sino un campo de actividades, un planeta maleable y penetrable. Ellos, a lo largo de muchas generaciones, construyeron los tenues paisajes circundantes merced a formas de sentir y de hacer que aplicaron voluntaria y utilitariamente para transformar, en su provecho, el mundo en torno.

La naturaleza, pura materia cósmica, no se expresa en paisajes; ella presenta sitios, distribuye lugares, despliega extensiones, muestra relieves y ecosistemas, tiende de horizonte a horizonte un territorio sin nombre ni destino. En cambio los paisanos, los geurgos, los modeladores del espacio, los constructores de dispositivos funcionales u ornamentales, utilitarios o simbólicos, son los verdaderos hacedores del paisaje. Solo existen los paisajes humanizados en tanto que geotopos construidos por el hombre. El (mal) llamado paisaje físico es solo una colección de panoramas, de masas orográficas, de formaciones botánicas multicolores. Sin el trabajo de los hombres no hay posible paisaje en la faz de la tierra. Los paisanos que patrullan por la entraña de los pagos son los verdaderos hacedores de paisajes, y no el agua, o el viento, o los sistemas florísticos, o los caprichos de la geología.

Los ecólogos clasifican y analizan los geosistemas, los biosistemas y los antroposistemas existentes en el entorno y dentro de las comunidades agrícolas o pastoriles, pero los campesinos y los campestres -así llamaba Azara a los hombres de a caballo -tienen otra praxis y otro ethos : no discurren por los dominios del conocimiento; viven, a golpes de experiencia, en el hemisferio de la producción primaria, ese que Marx, un ciudadano de tiempo completo, calificó como sede del "idiotismo rural".

Del campo a la ciudad

Según narra la theohistoria bíblica, Adán y Eva, los recolectores que vivían en el Gan, el Paraíso, el Jardín plantado por Jahvé, un oasis de verdor y vida en el desierto del Edén, fueron condenados, luego de la Caída, a ganar el pan con el sudor de la frente, el uno, y a parir los hijos con dolor, la otra. Y esos hijos fueron Abel, el pastor, asesinado a garrotazos por Caín, el agricultor.

Descendiente de Caín fue Henoch, el constructor de la primera ciudad, y en su progenie, que se ordena según los pasos sucesivos de la civilización, figuran Jabel, el padre de los que habitan en tiendas, en los arrabales de la ciudad, y Jubal, el padre de los artistas que tocan la cítara y la flauta, y Tubalcain, el metalúrgico, el industrial, el forjador de objetos de bronce y de hierro.

Los antropólogos cuentan la misma historia de otra manera; tras los salvajes vinieron los campesinos y tras los campesinos surgieron los ciudadanos. El salvaje es un ser autárquico; los campesinos y los ciudadanos se necesitan mutuamente, no hay ciudad sin campo en su trastierra ni campo sin ciudades que consuman sus productos. En la ciudad aparecen las artes, las ciencias y las industrias; se levantan el Templo de la Oración, el Palacio de Gobierno, la Casa de la Cultura y el Cuartel de los Ejércitos. La urbs representa la parte material, la masa de los edificios, calles y plazas; la civitas encarna a la ciudadanía que hace posible la existencia de la ciudad. Y ello es así porque la ciudadanía no comprende una sumatoria cuantitativa de individuos sino una constelación ordenada de personas. Tanto la polis griega como la civitas romana eran, sobre todo, eso: una asociación de polites reglada por el nomos o de cives regidos por el ius, un antroposistema de gentes vinculadas entre sí por lazos políticos, jurídicos, económicos y morales.

El ambiente, un invitado de piedra

Voy a introducir ahora un tema de actualidad, que reclama una senda paralela a la de los pagos, paisajes y países y tiene que ver con las prácticas, las actitudes y las percepciones ambientales de los paisanos, en tanto que habitantes del país, y no solamente como personas de tierra adentro. Me estoy refiriendo al socorrido tema del ambiente, o del medio ambiente como se dice sin reparar en la tautología, que reviste también los caracteres de un dilema y de un problema cuyo alcance, hoy por hoy, es ecuménico.

Lo que rodea a los seres y las cosas de cualquier lugar terrestre es el ambiente. Ambiens,voz latina, deriva de amb -ire, "ir en torno de algo" (amb, alrededor; ire, marchar, andar). Estos ambientes están integrados por elementos naturales y constructos artificiales, por lo que ofrece espontáneamente la naturaleza inanimada en alianza con la naturaleza viviente y por lo que agrega o destruye, racional o irracionalmente, pero siempre por mandato de la necesidad o la codicia, el poder geúrgico de la cultura humana.

Toda ciudad ha sido siempre un drama, como se decía en la Academia platónica, pero debe agregarse que ese drama exhibe, si se le encara como un logaritmo, la mantisa en la población y la característica en la contaminación. Pero no solamente las excretas de la ciudad ensucian el planeta. En las cercanías laborales de los núcleos poblados o en las soledades de las selvas y las praderas, se reiteran, cada vez con mayor intensidad, las heridas infligidas a la biosfera por los dueños de la riqueza o los hijastros de la miseria. Esta labor destructiva, que reviste distintas modalidades aunque todas provocan idénticos resultados catastróficos, acumula por igual sus ruinas y deyecciones en los centros urbanos y en los mentidos paraísos rurales, en las aguas fluviales y las aguas oceánicas, en los suelos productivos y en los eriales estériles, en el aire que respiramos en nuestras viviendas y en la burbuja atmosférica que nos cobija y sustenta.

El alabado hombre del pasado -Platón decía que el hacha había convertido el Atica en un peladero- procedió también como un vándalo al saquear el ambiente que le rodeaba. Se convirtió en un generador de inmundicias y entropía merced a un doble abuso: explotó a sus propios semejantes a partir de la Revolución Agrícola, gestora de la esclavitud, y degradó los nichos espaciales donde aquellos habitaban. En la cercanía de los ranchos de nuestra campaña novecentista, según cuentan los viajeros, se acumulaban las osamentas de las reses faenadas, y era tal la putrefacción de esa carroña que su hedor se sentía en varios quilómetros a la redonda.

Y si nos remitimos al mito del buen salvaje que, según afirman los ecofreaks contemporáneos, protege su hábitat y mima a los ecosistemas nativos, comprobamos hasta qué punto son descabalados los encomios de los actuales rousseaunianos. Estos, desde las universidades o los congresos, vistiendo camisa y corbata, afirman que los indios respetaban y respetan el entorno, que procedían y proceden como amorosos jardineros de la naturaleza. Téngase por seguro que no han navegado jamás por los ríos "embarbascados" de la América tórrida, llenos de millones de peces muertos por el veneno vegetal arrojado a las aguas por los "socios de la fauna y la flora", ni contemplado las quemazones practicadas en la selva para sembrar en los cenicientos calveros la yuca arawaca, llamada manioc (mandioca) por los guaraníes. El hombre primitivo de Solutré, en Francia, desbarrancó decenas de caballos para comer los dos o tres que necesitaba la banda predadora. La repetición milenaria de este procedimiento fabricó al pie del acantilado un gigantesco cementerio de equinos.

Hay todavía más: antropólogos actuales, con buenos argumentos, opinan que la feroz carnicería de mamíferos del paleolítico superior acabó con la fauna comestible y obligó a inventar, y en esto intervino el genio creador femenino, la agricultura. Ejemplos más reciente apoyan dicha tesis. En las cacerías de tipo chaco, una voz quechua que traducida a la jerga venatoria significa ojeo, los indígenas de las zonas aledañas a los Andes incendiaban amplias superficies convirtiendo los bosques en praderas y a las praderas en desiertos, tal cual sucedió con el Chaco sudamericano.

Al tener en cuenta las distintas modalidades de la intervención humana en el contorno geográfico, se habla de ambientes naturales o artificiales, apropiados o riesgosos para la vida, intervenidos o construidos, alterados o recuperados, etc. Pero esta materia, si bien importante, escapa a los propósitos de este ensayo, que es recordar que todo lugar, todo pago, tiene un paisaje y ambiente propios, una mismedad material y una resonancia espiritual, en el entendido que la mismidad, término introducido por Voltaire, es una característica singularizante que se refleja en el espejo del tiempo y en las aguas dormidas del espacio.

Las raíces de la identidad

Pago, paisaje, paisano y país, una tetralogía que declinan las coordenadas del ambiente y la tradición, constituyen un sistema interconectado, pleno de significaciones. Las localidades de tierra adentro, escenarios de esta conjunción material y simbólica, poseen individualidades diferenciadas, pese a la pequeñez territorial del Uruguay y a la relativa homogeneidad de su población, de fondo triétnico en un principio y luego invadida por la torrentera de la inmigración transatlántica.

Esos caracteres locales y comarcales constituyen un anclaje en la profundidad temporal de la praxohistoria, o sea la peripecia colectiva vivida, y se expresan en la espacialidad horizontal que estudia la geografía. Es menester iluminarlos con sol de la memoria, rescatarlos del olvido impuesto por el paso de los años, enseñarlos y explicarlos a los que vienen. El quiénes somos se complementará así con el cómo somos, y ambos acentos étnicos reclamarán entonces el por qué, descifrado por la ciencia, y el para qué, puesto en movimiento por la política.

Quedémonos acá. La secuencia semiótica pago, paisano, paisaje, pays (al estilo del Pays de Caux en Francia o la comarca extremeña de Las Hurdes en España) y país como totalidad territorial, jurídica y administrativamente considerado y, por añadidura, asiento de una patria común, señala un camino multidisciplinario, apto para que los lingüistas, los historiadores, los antropólogos y los sociólogos, al recorrerlo, puedan entablar un estimulante coloquio.

Y a los compatriotas que se preguntan cómo son y quiénes son, tal vez les proporcione una guía semejante al hilo de Ariadna, para no perderse en el laberinto que transcurre desde la puerta externa de la identificación hasta la ventana interior de la identidad.

(*) Esta expresión, tan en boga actualmente por haberla utilizado en conocidas circunstancias nuestro Primer Mandatario, figura en la página 30 de mi libro El Espíritu del Carnaval (Editorial Graffiti, Montevideo, 1997).

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