Serie: r-Educación (XXXVIII)

La reconstrucción: debate necesario

Enrique Puchet C .

Los testimonios son coincidentes. Desde todos los ángulos del llamado "espectro político-social", -y aún más allá: el ideológico que reivindica la trascendencia,- se hace oír un reclamo que se viste con un término prestigioso: reconstrucción.

"Debemos recordar que estamos tratando un problema de reorganización, no de creación original".-J. Dewey

La palabra reconstrucción ha vuelto a ponerse de moda, después de haber sido consigna de generaciones pasadas, singularmente en la América sajona (el "re-construccionismo" deweyano no debe perderse de vista). Nadie que asigne signi-ficación a la boga (o al colapso) de las palabras de orden puede mirar con indiferencia una resurrección tan marcada; así como registrará el eclipse de voces como "espíritu", "mente" o "creación". Inclusive los lugares comunes son apreciables.

Tanta insistencia en un concepto que finalmente apunta al cambio, -hay que excluir desde el comienzo el sentido en que reconstruir es restaurar- hace pensar en que, en los contemporáneos, una grave ausencia en los hechos del "mundo de la vida" necesita ser colmada; que tales o cuales rumbos deben ser rectificados. Si además se habla, como es frecuente, de "refundación", la pretensión parece ir todavía más lejos. Sucede que el inconformismo vuelve a estar en el centro de la "situación espiritual del tiempo", como hubiera dicho K. Jaspers.

Nos preguntamos si, ante la inquietud, es posible aportar elementos con que contribuir a definir una ideología de la reconstrucción, y hacerlo, encarando hechos y anhelos con los instrumentos de una cierta cultura humanista, de la que -reconozcámoslo- se quiere prescindir hoy con ligereza. Vale la pena intentarlo, aunque se trate por ahora de someter a crítica lo que otros han sostenido, de manera que las vislumbres positivas se percibirán en los intersti-cios del examen del material ajeno. Vendrá quizás la hora de proponer afirmaciones más resueltas. En todo caso, el ejercicio de la discusión es una práctica recomendable, particularmente en este momento en que aparece como un arte para reaprender.

En verdad, no es extraño que sean los partidarios de la reforma (o de las reformas: precisión vazferreireana) los que con mayor frecuencia hablen de reconstrucción: la noción sugiere métodos de intervención, y de intervención paulatina. Pero es cierto que la invocan también algunos de los teóricos radica-les -especialmente en materia educativa, que es la que nos concierne más de cerca,- lo que hace pensar que se esté en presencia de un concepto no unívoco. Observemos, por ahora, que si reformadores y radicales se muestran coincidentes, la convergencia gira en torno a la insatisfacción con lo existente y, menos visible, la desconfianza acerca del triunfalismo; agrégase el escepticismo respecto de soluciones que apelan al transtorno abrupto (revolucionarismo, hoy rara vez articulado en tanto que pensamiento). Y esto sí es un comienzo de aclaración sobre lo que significa la reconstrucción: esta implica, inicialmente, querer un cambio que cuente con lo dado, que no pretenda edificar sobre el suelo de esa nada de factores reales que no puede sino engullirlo todo.

Parece como si el reconstruccionismo pidiera que se reconozca en lo existente el terreno de males que corregir y, a la vez, la fuente de recursos con que enfrentarlos. Si una lógica sumaria objetara -probablemente no dejará de hacerlo— que las dos cosas no pueden ir juntas, -o es cierto que verificamos defectos en la realidad, o es verdad que confiamos en construir respuestas con elementos de la propia realidad-, esa férrea alternativa sólo prueba la rigidez de ciertos planteos lógicos y, quizás, la resistencia a razonar a partir de las dificultades que, aquí y ahora, nos cierran el paso en lo concreto.

Podemos respetar a los que han desesperado y, cómo no, aprender de ellos,pero no aconsejarnos la desesperación en cuanto método. Hablando moderadamente, como si aconsejáramos a un práctico de la educación: salvo casos extremos -que sin duda existen-, lo normal es una acomodación que saca partido de lo dado haciéndolo servir a alguno de los aspectos de lo que es deseable. La actitud de exigirlo todo ya-aquí bloquea el potencial creador policentrado,-¿quién sabe lo que otros querrán mañana?- y favorece a los guardianes del orden inmodificable.

(Este mismo año, nuestro artículo inédito El engañoso prestigio de la cualidad aborda un costado afín de la actitud que creemos necesario desaprobar.)

Convivir con radicales

El medio educativo -docencia efectiva y espacios de reflexión teórica- ha estado mostrándose propicio para manifestaciones ideológicas, o conatos de ellas, que se inclinan al absolutismo, que postulan recomienzos sin que nada esté dado de antemano. Las relaciones entre lo presente y lo imaginable, entre lo vigente y lo reclamado, se hallan debilitadas, y, según nuestra percepción, no en beneficio de mejoramientos posibles. Una ola de inconformismo adverso a cuanto se tiene en pie recorre el mundo del ensayo pedagógico y (tema de mayor preocupación) el de los enseñantes de aula. Esta especie de descontento, que hace de la actuación práctica -la labor "de clase"— una mera concesión al apremio "mundano", se liga, y esto es lo más alarmante, con un grado notablemente bajo de autoestima.

Vendrá el momento de pesquisar el hecho con suficiente amplitud empírica; sin olvidar que hay allí un fenómeno humano para comprender, no sólo para encuestar.

Mientras tanto, en lo que sigue consideraremos un autor de estos días en el que el radicalismo se presenta con un perfil menos acusado o extremoso.

Henry A. Giroux, muy difundido en nuestro ambiente educativo y adherido —no incondicionalmente- al movimiento de ideas que se acostumbra llamar "neo-marxismo", es alguien que no rechaza la condición de "reconstruccionista", postura que ha sido influyente en USA (alrededor de 1920-30) y que alguna vez fue calificada, y no con benevolencia, de "socialismo rosado". En tal carácter, le importa distinguirse de los innúmeros seguidores de la "filosofía liberal", tendencia difícil de apresar conceptualmente en los días que transcurren. Por lo tanto, su aporte tiene también interés para contribuir a ese auténtico "proceso al liberalismo" que se ha instaurado en años recientes (Entre los escritos de Giroux tomamos en cuenta la colección de ensayos Los profesores (teachers) como intelectuales; hacia una pedagogía crítica del aprendizaje, de 1988; en español, ed. Paidós, 1990)

En países como el nuestro, en que el liberalismo es un componente doctrinario de primer orden, una discusión al respecto es siempre un tema relevante.

Aunque no se exprese invariablemente con entera consecuencia, se encuentran en Giroux usos sugestivos, al menos como síntomas, de los términos que aquí nos importan. (Nos referimos sobre todo al ensayo "Educación social en el aula: dinámica del curriculum oculto", en colaboración con A. N. Penna; vol. cit., pp. 63-86), Por un lado, decimos, re-construccionismo, categoría del pensamiento social en la tradición estadounidense, busca distinguirse de liberal; o bien, si este último concepto ha de conservarse, se hablará de "liberalismo crítico" (los matices, admitámoslo, amenazan originar sutilezas inoperantes).

El hecho es que, en la interpretación de autores como Giroux, valores, criterios y prácti-cas que son centrales en la "pedagogía crítica", a la que aquellos se adhieren, reciben en el liberalismo usual sólo un reconocimiento a medias, obsedido como está por la idea rectora de adaptación social eficiente (o por la idea de la educación como operación de "economía política", según se decía en el Rio de la Plata en la segunda mitad del si-glo XIX). De modo que se hace necesario volver a pensar -y aplicar a fondo- conceptos que la democracia capitalista ha dejado por el camino.

¿Cuáles serían ellos? Pues, solidaridad, cooperación, encuadre socioeconómico para comprender la educación misma: en algunos de esos aspectos, una suerte de materialismo histórico con reminiscencias del socialismo utópico. Leamos su apreciación al respecto:

"De hecho, los liberales despojan a estos valores y procesos sociales de su contenido radical al situarlos más en el marco de la adaptación social que en el de la emancipación social y política. La postura filosófica liberal, con su insistencia en el progreso a través del mejoramiento social, el valor de la meritocracia y del experto profesional, y la viabilidad de un sistema de educación de masas destinado a satisfacer las necesidades del sector industrial, no consigue penetrar y utilizar el filo radical de los valores y procesos sociales que nosotros defendemos" (p. 79).

Unas páginas más adelante, la expresión "nosotros, los radicales" puede entenderse como equivalente de "nosotros, los reconstruccionistas"; equivalencia que presumiblemente disuena menos en inglés que en español. Escribe: "Los liberales harán suyos los objetivos relacionados inmediatamente con la instrucción. Pero sólo los reconstruccionistas aceptarán las implicaciones de largo alcance de estos procesos para la vida en las aulas, las escuelas y las instituciones socio-políticas generales" (p. 81; el subrayado es nuestro).

A la hora de mostrarse suspicaces

Más, todavía. En la conclusión del trabajo que comentamos, Reconstrucción vuelve a ser mencionada en un contexto que implica toda una declaración de principios: "Si, en palabras de Kant, la educación social ha de servir para formar a los estudiantes con vistas a una sociedad mejor, los educadores en ciencias sociales tendrán incluso que ir más allá de la democratización de las escuelas y clases. No podrán limitarse a contribuir a generar algunos cambios en la conciencia de los estudiantes; han de colaborar en la realización de la razón fundamen-tal para la reconstrucción de un nuevo orden social, cuyas disposiciones institucionales ofrecerán en último término la base para una educación verdaderamente humanizadora" (p. 86, con que termina el ensayo).

Palabras que dan lugar a dos clases de consideraciones, si es que como educadores-intelectuales, (tales debemos ser, según el radicalismo), aspiramos, siquiera sea, a ver el asuntos con claridad, y si -más ambiciosos- rehuimos descansar en fórmulas y en alusiones confortables.

(a) Cuando pensadores de nuestros días apelan a los clásicos, conviene que el reconocimiento implícito no omita mencionar hasta qué punto alguien como Kant, precisamente, descreía de todo pretendido recomienzo "desde cero", -de cualquier especie de revolucionarismo ("catastrofismo"), - y era en cambio resuelto partidario de la mejora progresiva, individual y social. Alcanzaría con leer el breve escrito Qué es la Ilustración, citado a menudo.

Para llevar más lejos el análisis no dejaremos de señalar que la argumentación de Giroux-Penna exhibe debilidad en algunos puntos decisivos. Así, no se ve en qué consistiría (y son sus palabras) "realizar la razón fundamental para la reconstrucción", expresión que el lector no puede menos que recibir con prevención: "realizar la razón", de suyo, trasunta transpersonalismo y, tal vez, racionalismo autoritario. Por otro lado, no quedan a la vista, como se esperaría en este lugar, los nexos entre lo actual y lo futuro. ¿Qué hay de aprovechable en el proyecto "iluminista" de la instrucción universal?, ¿cómo hacer rendir al prin-cipio meritocrático lo que indudablemente encierra: calificación com-probable, competencia?

Pero estas y otras preguntas, -sin eludir la más incómoda: ¿qué es solidaridad sin realce personal?- contienen la cuestión cardinal de toda propuesta de transformación.

Tentaciones

Ocurre que nuestros autores se dan aquí la facilidad de saltearse aquello que impone obligaciones en el presente; lo que parece intelectualmente atractivo en la perspectiva radical. Se echan de menos matices, pasos de transición. Se les podría preguntar, por ejemplo, cómo encarar el progreso en este campo sin pensar en "mejoramiento social", noción que -vimos más arriba- sale malparada de su asociación con el liberalismo (en el que representa, sin embargo, un lado siempre compartible). Claro que, desde el bando radical, se podría contestar que estos (modestos) cuestionamientos sugieren una opción reformista, —y, sin duda, ello es indudable y no debe ser soslayado.

Quien asume seriamente el partido de la reconstrucción ha preferido, sí, el reformismo (y vice-versa), puesto que ha sobrentendido que la situación -aquella de que se trate- contiene los ingredientes de una forma mejor ("meliorismo") y, por lo tanto, no pide ser cancelada tal cual, por irremediable, sino rectificada—todo lo posible, desprejuiciadamente. Para mencionar un tema hirviente en el momento en que escribimos: el crédito es un componente de toda sociedad moderna: reorientarlo hacia necesidades de mayorías es el problema que se plantea, único abordable con ánimo de enmienda y avance.

Actitud esta, la progresista, que no ahorra dificultades ni suprime el desasosiego; ser reformista no es prometerse una vida de fácil contento.

(No es imposible retener, todavía, un sentido de "revolución" que se encuentra, por de pronto, en unas sagaces palabras de José Martí que hallamos citadas y que no han envejecido tanto como se creería: allí se la concibe como "una de las formas de la evolución, que llega a ser indispensable, en las horas de hostilidad esencial, para que en el choque súbito se depuren y acomoden en condiciones definitivas de vida, los factores opuestos que se desenvuelven en común". Quien lo cita, J. Mañach, -en revista Combate. S. José, Costa Rica, marzo-abril/1961-, comenta: "Detrás de esa idea está el principio armonista martiano".)

Asoma, de cuando en cuando, otra especie de tentación que no hay que pasar por alto. Llama la atención que afloren en radicales aseveraciones que encaminan a concebir la pedagogía como una "axiomática" (sic). Precisamente cuando se está abogando en favor de una fluida interacción de estudiantes y docentes, y de aquellos entre sí, justamente entonces, nos encontramos con que, "con el establecimiento de una relación estrechamente funcional con profesores y compañeros, los estudiantes tienen la posibilidad de comprender que un cuerpo analítico y codificado de experiencia constituye el elemento central de toda pedagogía". Se daría la paradoja de que prácticas interactivas, generalmente fuentes de hallazgos inesperados, deben conducir a que se vea en la enseñanza "el resultado de un pensamiento determinado por un conjunto de axiomas pedagógicos estructurados desde la perspectiva Social" (op. cit., p.83).

(Desde otro punto de vista, es verdad que el "arte de enseñar" presupone líneas de acción que exhiben la nota de simplicidad; pero esto es muy diferente de una codificación cuyos enunciados sería posible aplicar como recetas. El bergsonismo, hoy olvidado, proporcionó referencias valiosas acerca de la construcción de métodos caracterizados por la ductilidad y la apertura a lo nuevo.)

Ruptura y continuidad

"La ruptura asegura la continuidad", sostiene H. Marcuse).

Para alcanzar claridades sobre lo que "reconstrucción" quiere decir, será siempre necesario volver sobre una relación básica: la articulación viejo-nuevo, esto es, sobre el modo como se aborda el proyectar lo existente más allá de sí mismo; cuestión mucho menos abstracta, o "metafísica", de lo que se supone. (A no ser que por metafísica se entienda, en un sentido quizás jamesiano, el esfuerzo por "pensar clara y consecuentemente").

Ante la versión del radicalismo en educación que hemos puesto a la vista, -sólo en sus grandes rasgos, es cierto-, se tiene la impresión, experiencia no gratificante, de que lo bueno que es deseable, principio que debería servir de orientador, queda diferido a un más allá impreciso en el que, ¡por fin!, la humanización se pondría "verdaderamente" en marcha. Dualismo de dado y prometido que obstruye vías de realización para una tarea, la de educar, que plantea exigencias aquí y ahora.

Es verdad que H. A. Giroux, como otros, ha hablado también de posibilidad (horizonte visible, promesas que cumplir), tanto en sus libros como en declaraciones ocasionales. Por nuestra parte, empezaríamos por emplear el plural: lo indesconocible y estimulante son las posibilidades. Si una reconstrucción, cualquiera sea, -no un cataclismo-, se deja percibir, es porque en la trama de lo que es ahora real cabe discernir hilos con que anudar un tejido más consistente: están ya en operación, aunque incipientes o bloqueados, los factores de un orden mejor. El educador inconforme, si lleva su disconformidad hasta la incredulidad, se veda su propia aptitud para promover el cambio.

Volvamos sobre los asuntos de nuestro directo interés. Por todos lados se oye que la libertad en la escuela (en la acepción más amplia) necesita realizarse más cabalmente. Es común deplorar la supervivencia -¿no estuvieron siempre allí?- de procederes no-democráticos. Parece como si el autoritarismo estuviese "en la naturaleza de las cosas", y es bueno que se denuncie ese esencialismo paralizador. Pero hace falta comprender, creemos, el grado en que en países como el nuestro existe un ancho margen de posibilidades que yacen en cualidades (valores, espíritu de las normas) ya logradas.

Si la necesidad de rectificación es sentida con intensidad, (y tal sería el caso entre nosotros), es porque lo exigible se halla en la prolongación de lo dado. Extremando los términos, podría decirse, de las reformas reclamadas con veracidad, lo que los místicos de su dios: no las buscaríamos si no las hubiéramos encontrado ya.

Como naturalmente surge la pregunta sobre quién decide al respecto, hay que agregar que el principio de reconstrucción se alía con el postulado democrático. Todo debe hacerse para que los actores lleguen a ser los mismos decisores -—en lenguaje kantiano: que el súbdito sea el legislador.

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