Serie: La Responsabilidad (XCXIV)

RESPONSABILIDAD EN LA ERA TECNOLOGICA

HANS JONAS

Sergio Cecchetto

Hans Jonas (1903-1993) nació en Mönchengladbach –Alemania- en una familia judía. Recibió desde pequeño una sólida formación humanística y leyó con atención a los profetas hebreos, pero su más importante despertar intelectual se produjo en 1921, cuando conoció a Martín Heidegger en la Universidad de Friburgo. La impresión que le causó la temprana enseñanza de Heidegger hizo que, tres años después, se trasladara con él a la Universidad de Marburgo.

Mucho tiempo después Jonas seguiría refiriéndose a su maestro como "un pensador grandioso y una persona miserable". En Marburgo trabó relación con Rudolf Bultmann y bajo su dirección realizó su tesis de doctorado. En 1934 nuestro pensador abandonó por primera vez su tierra natal, debido al ascenso al poder del nacional-socialismo.

ETICA PARA LA CIVILIZACION

Cuando retornó a su patria, después de pelear en la segunda guerra mundial enrolado en el ejército británico, ya sus padres habían muerto (su madre en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz). Permaneció poco tiempo en Alemania, pues por propia voluntad emprendió una nueva peregrinación por Canadá (Universidades de Montreal y de Ottawa) y los Estados Unidos de América, donde se afincó desde 1955 hasta el fin de sus días. Su primera obra notable fue publicada allí en 1966, The Phenomenon of Life: toward a Philosophical Biology. En ella trazó los lineamientos de sus producciones futuras, que en especial contendrían reflexiones sobre la fragilidad de la vida y sobre la necesaria elaboración de síntesis superadoras de las interpretaciones idealistas y materialistas del fenómeno vital. Jonas creía firmemente en la continuidad mente–organismo, pero también en la continuidad organismo–naturaleza.

Desconfiaba, por tanto, de la moderna filosofía cartesiana , así como de los idealismos de la conciencia. Varios pasajes del libro apuntan a explicar por qué razón la ética forma parte de la filosofía de la naturaleza y abogan de varias maneras por una ética cósmica, por una ética de la alianza entre el mundo viviente y el no viviente.

Jonas recibió el reconocimiento público por todo su trabajo a raíz de la publicación en alemán de su obra máxima, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica (1979), traducida al inglés tan solo en 1984 y al castellano once años después. Este emprendimiento se complementa con una segunda parte, de carácter práctico, que especifica la manera en que ha de aplicarse el principio propuesto a diversas áreas de la biomedicina: Técnica, medicina y ética (1985), traducido al castellano doce años más tarde. Dejaremos para otra oportunidad la discusión de estos problemas específicos (experimentación en sujetos humanos, prolongación artificial de la vida, control de la conducta, derecho a morir con dignidad, manipulación genética, bancos de órganos, muerte cerebral, etc.), y nos concentraremos ahora en el texto que le otorgó celebridad, para repasar su propuesta y tratar de establecer sus alcances.

EL PRINCIPIO DE RESPONSABILIDAD

Para algunos autores, el concepto de responsabilidad como objeto central de la ética entra muy recientemente en la historia del pensamiento occidental, de la mano de Max Weber, atendiendo a las cualidades que según este debía poseer el hombre político: pasión, mesura y, objeto de nuestro actual interés, responsabilidad. Weber esperaba del político acciones acordes con esta exigencia: que atendiera a las consecuencias previsibles y aun imprevisibles de su obrar (ética de la responsabilidad), más que acciones consistentes con la observancia de una máxima privada, de una convicción interior, o de una pureza de intenciones que pudiera acabar por desligar, al sujeto de la acción, de las consecuencias derivadas de su acto (ética de la convicción, de tinte kantiano). En definitiva, Weber identificaba distintas esferas de la vida humana que escapaban a la moralidad, entre ellas las derivadas de irresueltas tensiones entre moral y política, entre deontologismo y teleología, o entre moral y religión, las cuales hacían que los individuos trataran de ser consecuentes con su visión íntima del buen obrar y desconocieran los valores consagrados socialmente. Al mismo tiempo estas convicciones personales eran, por definición, imposibles de ser refutadas. De aquí derivó, entonces, su propuesta de una ética de la responsabilidad, que atendiera a las consecuencias previsibles de todos nuestros actos, buscando una adecuación satisfactoria de los medios a los fines.

Sin embargo, a poco que se ahonde en la cuestión, tendremos que admitir que la noción de responsabilidad ha sido tratada por innumerables pensadores con anterioridad a Weber, aunque de seguro no en el mismo registro, tal como el mismo Hans Jonas se ocupa de consignar en su obra principal. Pueden encontrarse apelaciones a ella en la épica y en las tragedias griegas antiguas, en Aristóteles y en los estoicos, siempre vinculando la noción en estudio con el problema de la libertad humana. Agustín fue capaz de trascender este nivel y proponer un nuevo tipo de responsabilidad: aquella que liga los actos humanos con Dios y con el prójimo; y Kant, de articular la responsabilidad con la autonomía de la voluntad. Estos antecedentes históricos nos permiten entonces comprender que, a pesar de la originalidad o innovación que algunos estudiosos pretenden atribuir a la meditación de Jonas, esta se encuentra enraizada en una larga tradición filosófica, a la que de buena gana se suma el estudioso alemán de origen judío, pues le sirve de base para aprovisionarse de elementos heterogéneos. A la par de Jonas, otros pensadores actuales también recurrieron a la noción de responsabilidad y le otorgaron un lugar especial dentro de sus concepciones filosóficas. Entre ellos conviene destacar a Emmanuel Lévinas y a Karl-Otto Apel, pues ambos son –además- contemporáneos de nuestro autor.

Ahora bien, trataremos de centrarnos en la oferta de Jonas y de marcar someramente sus diferencias con la visión ética tradicional, de cuño antropocéntrico, donde priman el respeto y el reconocimiento de lo humano por parte de lo humano. Esta visión recoge, en todos los casos y con las particularidades que pudieran caberle, tres premisas básicas, a saber: a) la condición humana es, para ella, inmutable, y no es objeto de remodelación técnica; b) el bien del hombre es pasible de ser identificado con claridad y precisión; y c) el alcance de las acciones que los hombres llevan adelante y el de sus consecuencias está perfectamente delimitado y restringido a los límites propiamente humanos, es decir al círculo inmediato del aquí y del ahora, con lo que se deja a un lado la naturaleza extra-humana.

Esta manera de entender las relaciones del hombre consigo y con su entorno es subsidiaria de un desarrollo científico y técnico rudimentario, en tanto capacidad limitada de producir cambios significativos sobre el mundo. Las intervenciones técnicas no mostraron, por lo común, consecuencias negativas en el corto plazo y se relacionaron con necesidades particulares de sus usuarios, motivo por el cual se las juzgó éticamente neutrales hasta hace muy poco tiempo. La ética tradicional, en consecuencia, desplegó su pequeña cuota de poder, atendiendo en el pasado al círculo inmediato de la acción humana, y fue en ese ámbito donde se movió. Su momento privilegiado era un perpetuo presente –ya que el bien humano permanecía inalterable para todos los tiempos-; su órbita era el reino de la reciprocidad; y sus protagonistas, el propio agente moral y sus congéneres próximos.

ORDENAR LAS ACCIONES HUMANAS

Pero si, como Jonas plantea, el poder que el ser humano tiene sobre sí y sobre la naturaleza se está ampliando día a día, gracias a los dispositivos tecnocientíficos, si aumentan también los riesgos asociados a ese progreso técnico global y las posibilidades de su uso perverso, si la realidad mundana pasa a ser vulnerable y a estar sometida a los caprichos de una sola especie de vivientes, en tanto estos a placer pueden alterarla radicalmente, entonces el alcance de las prescripciones éticas tradicionales necesitan una complementación, e igualmente la misma noción de ética debe ser revisada. La mudanza del complejo tecnocientífico en el presente ocasiona, habilita y justifica este viraje ético, donde el actuar prudente adquiere ya otra dimensión.

El acrecentamiento del poderío del hombre hace sentir los efectos de cualquier acción particular en tiempos y lugares remotos, volviendo difícilmente previsibles sus consecuencias últimas. Los riesgos, por lo tanto, rebasan ahora el plano de la acción directa entre los hombres –preocupación clásica de los filósofos del pacto social, por poner un ejemplo-, y tocan al propio planeta y, en definitiva, a cualquier forma de vida que lo habite o que pretenda habitarlo en un futuro.

La búsqueda de reglas moderadoras para ordenar las acciones humanas debe apoyarse entonces en la ignorancia que tenemos de las consecuencias que desencadena a cada paso el uso de nuestra tecnología, cuya intervención transforma no solamente al mundo de los hombres (presentes y futuros) sino también a la naturaleza extra-humana en su conjunto. Al considerar lapsos temporales y espaciales más amplios, aparecen nuevas obligaciones morales respecto de generaciones futuras, de las cuales no podemos esperar hoy un trato recíproco. Y aparecen también obligaciones morales hacia el mundo no humano, del cual tampoco puede esperarse un trato equivalente, por tratarse de una instancia no racional. Sería conveniente entonces especificar cuál es la naturaleza de esta obligación, más remota y más inclusiva y descubrir adónde señala, es decir, cuál es el fin que persigue.

Jonas inscribe su trabajo en la corriente de pensamiento que ha intentado integrar la posición dualista con la monista al momento de considerar el fenómeno de la vida y de la conciencia. Para él, el ser vivo tiene una finalidad, "fin de todos los fines", que es la preservación y la persistencia de sí, la permanente lucha contra las potencias del aniquilamiento, contra lo no-viviente, contra el no-ser. La vida es el más alto fin de la naturaleza y reacciona contra todo aquello que atenta contra ella, tanto si se considera su organización como su función.

Esta manera de ser indica, al mismo tiempo, un deber de conservación; en otros términos, de la naturaleza se desprende una moral. Es preferible que haya algo antes que nada, pero esta afirmación es a la vez ética y metafísica. ¿Se trata acaso de una recaída en la falacia naturalista, que deriva un deber-ser del ser? Esta objeción no asusta a nuestro pensador, porque insiste en sostener que en la existencia hay un valor intrínseco o inherente, y el hombre está conminado a preservarla, en la medida en que eso dependa directamente de él. La vida debe ser comprendida como una realidad que contiene un fin dentro de sí: la continuidad; cuya comprensión acabada permite a su vez vislumbrar un deber irrecusable para todo ser racional: atender al imperativo moral que reclama por su cumplimiento pleno.

¿Y cuál es esta exigencia moral que toma el ropaje del imperativo, tan caro a Kant, para cumplirse? Jonas la formula de varias maneras, positivas unas y negativas otras, pero todas exhortan a la humanidad a la conservación del ser: "Actúa de tal manera que las consecuencias de tu acción sean conciliables con la permanencia de auténtica vida humana sobre la tierra"; "Actúa de tal manera que las consecuencias de tu acción no sean destructivas para posibles vidas futuras"; o, lo que es lo mismo, "No pongas en peligro las condiciones que garantizan la preservación indefinida de la humanidad sobre la tierra"; o, dicho nuevamente en positivo, "Incluye en tu elección actual la futura integridad de los hombres como objetivo común de tu voluntad". Se trata de una apelación casi religiosa, de una convocatoria a la preservación de la sustancia vital, de un llamamiento al cuidado y a la custodia de las formas de vida, y no de una advertencia –como bien señala Fabio Alvarez-. Por tanto, la noción de responsabilidad se formula, inicialmente, desde una explícita dimensión teológica y suprahistórica, solicitando al hombre calma, prudencia y equilibrio, lo cual lleva implícito un horizonte temporal indeterminado y una preocupación sincera por las consecuencias remotas de nuestras acciones, por las generaciones venideras de la humanidad y de la naturaleza.

Pero si bien es innegable la impronta teológica en la formulación del principio de responsabilidad, también es cierto que el futuro es el tiempo significativo que gravita sobre él. Por eso "La responsabilidad se deriva de manera inintencionada de la pura dimensión del poder que ejercemos a diario al servicio de lo inmediato, pero que dejamos repercutir sin quererlo sobre tiempos venideros lejanos".

Por otra parte la categoría moral de la responsabilidad es apuntalada por Jonas, en clave fenomenológica, mediante una heurística del temor, desarrollada en el segundo capítulo de El principio de responsabilidad. Temor a la muerte globalizada, temor a la desaparición definitiva, temor a la muerte planetaria, temor a la desfiguración esencial de lo humano y lo extra-humano, temor a la extinción de una naturaleza que se encuentra hoy a merced del hombre, temor al apocalipsis técnico, temor -en suma- como "primer deber" del agente moral que busca una ética universalizable de cara al futuro. La función heurística construye una concepción imaginaria que no se ocupa con los hechos científicos y técnicos conocidos, sino con los aún desconocidos, para sopesar las consecuencias ignoradas de las intervenciones de la ciencia y evaluar si la magnitud de los presumibles efectos remotos indeseados supera a los efectos conocidos.

El agente moral debe inclinarse por el pronóstico más favorable entre los posibles y recusar de manera sistemática el registro de lo desconocido, en tanto no se pueda profundizar sobre él. Esta actitud cauta no solo debe ponerse en práctica en cuestiones límites, donde asoman los escenarios catastrofistas, sino convertirse en un procedimiento sistemático incorporado a la teoría ética, como paso inicial en la búsqueda del bien. Dentro de la jerarquía de los sentimientos humanos, el temor ocupa ahora el lugar principal y marca paladinamente el significado de la obligación ética. Si la responsabilidad deviene principio, entonces el temor es su regla de aplicación para enfrentar la incertidumbre.

Los elementos teológicos apuntados y esa heurística del temor acompañan a la noción de responsabilidad, que puede aun sumar una nueva dimensión que nos permita alcanzar de ella una comprensión más acabada. Se trata de aquello que Jonas llamó futurología comparada, una ciencia de la predicción hipotética que es necesario elaborar y que, en todos los casos, le concede instrumentalmente prioridad a los pronósticos ominosos por sobre los buenos. La idea de amenaza –de claras resonancias heideggerianas-, se trate de un peligro físico, existencial, espiritual o natural, preside la evaluación de los riesgos ignorados que se ciernen sobre nosotros.

Una previsible desfiguración del hombre o del ambiente nos auxilia en el momento de pensar sobre estas realidades y la necesidad de preservarlas sin modificaciones, por horror al summum malum que nos sobrevuela y que tenemos la obligación moral de rechazar. Confrontados con el no-ser –aspira Jonas- seremos capaces de afirmar sin condiciones la vida, que no desea ser desfigurada ni destruida. La humanidad no cuenta con derecho moral para llevar adelante esta eliminación, así como tampoco el de elegir el suicidio en un plano personal. No es necesario ni lógico que esta exigencia de conservación le sea ordenada a la naturaleza, pero sí al hombre, porque él es un ser que posee libertad y por tanto transforma esa exigencia en objeto de elección. Así, entonces, mientras la naturaleza "opta" sin tragedia por la continuidad vital, el hombre representa en esta obra el papel disruptivo, porque es un ser inestable. Jonas concede así, de manera instrumental, un mayor crédito a los resultados pesimistas frente a los optimistas (in dubio pro malo), en especial en áreas donde la acción humana no puede permitirse error ninguno, por más insignificante que este sea. Esta ponderación cautelosa anticipa, a su modo, el principio de precaución, y encara a la tecnociencia actual para limitar su dinamismo propio e incontrolado, forzándola a declinar "apuestas (que) no son lícitas de hacer". El hombre ha de tener oídos para el peor pronóstico, es decir para la profecía de lo peor, y evitar que ella se realice. Decidir, en fin, con la vista fija en ella, qué juegos pueden y cuáles no pueden ser jugados.

La vida persigue su continuidad, su finalidad propia, hecho que adquiere en la conciencia humana la forma de la responsabilidad. Esta se concreta entonces a través de distintas formas regulatorias (imperativos), que encauzan el poderío adquirido por medio de la ciencia y de las técnicas. Las tres dimensiones enunciadas (teológica, heurística del temor y futurología comparada), ínsitas en la noción de responsabilidad, señalan suficientemente las dos características que la definen: por un lado la prudencia o precaución, habida cuenta de nuestra ignorancia de las consecuencias últimas de nuestras acciones; por otro lado los sentimientos humanos de amenaza y miedo ante nuestra finitud irredimible. Ambas coadyuvan a garantizar el fin máximo de la vida, que no es otro que el de su conservación en el tiempo y el espacio, sobre ciertos niveles de calidad.

LA DICTADURA BENEVOLENTE

Aceptemos por ahora sin discusión que para ejercer la responsabilidad es necesario que exista un sujeto conciente y racional que la encarne. Justamente contra esta conciencia se confabula el actual También la hiperespecialización de las ciencias descoloca a esta imagen del hombre, al segmentar las visiones totalizadoras y los procesos integrales y colocar los criterios técnicos por encima de los morales. Un procedimiento destructivo semejante asume la religión, en la medida que desvitaliza la acción humana cuando la priva de un agente moral comprometido y transfiere esa carga de responsabilidad a la propia deidad.

El agente moral actúa pero, a poco de andar, su acto entra en el juego de las interacciones sociales, y puede darse que su sentido original se desvirtúe, se desvíe o hasta se oponga a lo inicialmente programado. Dentro de la civilización tecnológica hay, entonces, muchas fuerzas que se oponen a la regulación racional, y otras tantas que se empeñan en divorciar a los avances científicos de la reflexión ética. ¿Cómo poner coto extratecnológico a los poderes tecnológicos desmesurados y amenazantes?

Jonas –todo pensador tiene sus luces y sus sombras- propuso la creación de una instancia limitativa a la que definió como "tiranía benevolente" para resolver este problema. Se trata de un consejo de sabios, una elite moral e intelectual que cargaría sobre sí la tarea de valorar (y, en concordancia, de aceptar o rechazar) qué pasos científico-técnicos se darán dentro de una sociedad en busca del futuro sostenible. No se le escapa la dificultad primera que surge de seleccionar a esa elite de notables –quiénes y en base a qué criterios la eligen, en caso de que se trate de cargos electivos...-; y una segunda dificultad sale inmediatamente al ruedo: la manera de dotarla de un poder suficiente para que pueda ejercer con solvencia la misión encomendada. Lo cierto es que al pensador alemán no le preocupa especialmente la interferencia en la libertad de investigación, porque entiende que todo celo es poco frente a probables consecuencias funestas que comprometan a todo el género humano y al planeta mismo.

Las democracias occidentales poseen –a su entender- "vocación tecnocrática" y, respetuosas de las libertades cívicas, se debatirían entre una y mil contradicciones antes de adoptar la figura del consejo de sabios. Las sociedades de corte socialista, por el contrario, se le aparecen como un contexto más adecuado para gerenciar consejos éticos de supervivencia. El mismo Jonas, judío alemán de nacimiento, ciudadano de Israel, Inglaterra, Canadá y los EEUU, se muestra aquí un tanto prejuicioso para con los regímenes socialistas, a los que juzga más enérgicos y antidemocráticos, alegremente irrespetuosos de los derechos individuales y, por tanto, espacios ideales para instaurar por la fuerza cualquier tipo de observatorio social. La decisión en estas circunstancias sería verticalista, tiránica y rápida, pero la bondad de la propuesta a instaurar –nada menos que la custodia de las formas de vida- minimizaría este detalle. Cierto es que, más adelante, él mismo tuvo que reconocer que no le resultaba fácil articular en términos políticos actuales las propuestas realizadas por su principio de responsabilidad.

El escollo resulta de una cuestión basal que es previa a la elección de cualquier modelo político elegido. Podría enunciarse como el aprieto que implica compatibilizar el bien de la humanidad con las directrices de la tecnociencia, fijando un techo común bajo el cual todos los miembros de una sociedad planetaria estarían dispuestos a vivir.

La humanidad presente ¿está acaso dispuesta a renunciar, voluntariamente o bajo una eventual presión irresistible, a beneficios a corto plazo, y a aceptar sacrificios en favor de hipotéticas generaciones futuras? Si la duración media de los gobiernos en el planeta es de tres años y la mayoría de las decisiones que se toman tiene un alcance temporal que ronda los 6 o 12 meses, ¿cómo preocuparse por un futuro distante? Las condiciones del mundo presente ¿pueden fijar las prioridades específicas del mundo por venir? La responsabilidad intergeneracional –que sólo vale para la humanidad efectivamente presente-, ¿goza acaso de un poder predictivo acorde con su poderío tecnológico? El problema con esta institución de sabios es que deberán contestar una pregunta abstrusa: no ya si hemos hecho lo correcto, sino si teníamos derecho ,como sociedad, a hacer esto o aquello otro. Así, pueden resultar claras algunas abstenciones tecnológicas (respecto de desarrollos todavía ambivalentes), pero no se acaba por saber cuáles son las acciones pro-activas que necesitan ser emprendidas sin más dilación.

Jonas piensa bajo un horizonte paternalista, porque hace coincidir a la responsabilidad paterna (la del padre con sus hijos, la del médico con sus enfermos, etc.) con la responsabilidad política (la del gobernante con sus ciudadanos). Los políticos –científicamente ilustrados- buscan el incremento de su poderío, pero con la vista fija en obtener una cuota mayor de responsabilidad que les permita seleccionar paradigmas tecnocientíficos acordes con la vida buena.

Todo parece señalar que el deterioro de la autoridad en la conducción de la cosa pública es el culpable de la crisis actual, y que ella comenzará a solucionarse en la medida en que se reestablezcan el sistema burgués de valores, el aparato estatal y la economía capitalista. En otras palabras más sencillas: el exceso de democracia en el capitalismo tardío ha lesionado la fuerza indiscutida del pater politicus para trazar rumbos. La receta de Jonas es, entonces, volver la mirada a un modelo elitista de democracia representativa, más que atender a la fracasada democracia participativa y a su asociado para gestionar el mundo de la vida, el modelo de la racionalidad estratégica.

De tal manera, y nuevamente en el siglo que se ha ido, es una filosofía de la biología la que pretende trazar los lineamientos de una sociedad futura de los hombres y destacar cuál es el camino que conduce a una vida buena, aunque esta vez el ángulo de miras se ha ampliado y los humanos tenemos nuevos socios que caminan a la par de nosotros: la naturaleza y otras entidades, vivientes y no vivientes.

COLOFON

Es innegable que la reflexión de Jonas sobre la responsabilidad es valiosa y que El principio... es una obra mayor. No debe creerse, en cambio, que la tarea allí emprendida esté completa o que ponga fin a la compleja gama de interrogantes que suscita. Ni siquiera que la teoría, tal como se la ha presentado, esté en condiciones de responder a todos los cuestionamientos que se le formulan. Con cierta dosis de ingenuidad filosófica son muchos los que se abrazan al principio de responsabilidad como un mantra que vendría a defender a la humanidad de su disolución definitiva, y demasiados los usos ladeados del concepto, en tanto algunos acuden a la responsabilidad para defender o atacar posiciones particulares en el campo tecnológico.

Otro tanto ocurre cuando se intenta aplicar el principio estudiado sobre áreas específicas del conocimiento tecnocientífico, como por ejemplo el biotecnológico, del cual parecen provenir tantas amenazas como beneficios presumibles. Esta ambivalencia constitutiva intenta ser conjurada por la responsabilidad. Cabe explorar todavía si la comprensión de los hechos tecnocientíficos que tiene Jonas responde adecuadamente a nuestra situación actual, y si no evidencia un resabio humanista al creer que es posible "colocar el galope tecnológico bajo un control extratecnológico" y al sugerir que la mente humana esconde la capacidad de dominar todo lo que ha sido capaz de producir.

Wallace Stevens, el poeta norteamericano, dio en el clavo cuando sugirió que "Quizás es más valioso hacer enojar a los filósofos que acompañarlos". Insubordinación y no reverencia: esta máxima podría fácilmente convertirse en una obligación intelectual y de seguro nos proporcionaría grandes frutos cuando, al acercarnos a una idea grande, quisiéramos comprenderla, afinarla y extraer lo mejor de ella.

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