Serie: Visualizaciones (LIV)

Entre hombre y cosa, puntos, líneas, curvas y borroneados

Ángel Kalenberg

Los dibujos se hicieron acreedores al enmarcado bajo vidrio y a ser colgados sobre las paredes recién a mediados del siglo XVIII. Sin embargo el ser humano ha dibujado desde siempre y allí están, sean los dibujos en las paredes de roca de las cuevas de Altamira y Lascaux o sobre los oscuros pavimentos de los laberintos cretenses, sean los graffiti (otra vez) sobre las paredes de las urbes, de Pompeya a las actuales. (Para el genial Saúl Steinberg los únicos dibujantes auténticos fueron los artistas rupestres y los pintores de graffiti de las cabinas telefónicas.)

Durante el Renacimiento italiano el dibujo fue considerado el principio intelectual de la pintura y la matriz de las demás artes. "El dibujo –sostendría Leonardo– prescribe al escultor la perfección de sus estatuas, enseña al arquitecto a hacer sus edificios y también a los que fabrican vasos diversos, a los orfebres, a los tejedores y a los bordadores". Y desde Giorgio Vasari en adelante fue también objeto de intensa reflexión por parte de los tratadistas de arte. En el siglo XVI se afirma en tal grado que Federico Zuccari llega a igualar el disegno (dibujo "mental" más realización) con la "idea": es a través de la línea que la forma es concebida y se expresa.

Así, el color se subordinó a la línea en la generación y ordenamiento de la imaginería, desde que enfrentada a la intimidad de la hoja en blanco la hace hablar más ascéticamente que la pintura. Por ello mismo, Giulio Carlo Argan, poniendo las cosas en su lugar, ha escrito que la línea es la teoría, en tanto el claroscuro es la praxis del arte de la pintura.

La línea no existe en la naturaleza (Delacroix, que no era partidario de esa subordinación del color a la línea, lo señala de un modo irrefutable: "Estoy en mi ventana y veo el más bello paisaje: la idea de una línea no se me pasa por la mente. Canta la alondra, el río refleja mil diamantes, el follaje murmura; ¿dónde están las líneas que producen estas encantadoras sensaciones?). De hecho, la inventó hace quince mil años el hambriento cazador para definir el fantasmal y huidizo contorno del bisonte y así cercarlo. Y ella nos sirve para ver, alternadamente, al igual que las manos en negativo de las cavernas, al objeto gato de Cheshire o su sonrisa: si la escritura de Lewis Carroll nos permite asir lo inasible, a semejanza de las nuevas concepciones no visualizables del número en las matemáticas, el dibujo en el terreno de las artes plásticas no le va en zaga. O para ver aquello que es espacio invisible (ausencia metafísica), como en la obra de Oteiza y de Chillida. (Más aún, cuando estilo y autografía se consideraban sinónimos, los trazos de un dibujo revelaban una relación confesional, simbólica, con la experiencia del artista.)

Por consiguiente, un dibujo es también una propuesta conceptual, construida por el artista para ser completada, apelando a la complicidad del espectador. Y tanto la conceptualización del arte como la consigna de Lautréamont –el arte debe ser hecho por todos–, han sido los grandes asuntos del siglo XX.

Paradójicamente, si bien la línea sigue siendo el más elemental medio a disposición del artista para expresar sus ideas plásticas, incluso las más íntimas, hubo que aguardar al Romanticismo, con su gusto por el esbozo y lo inacabado, para que el dibujo fuera objeto de estima. Y así hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando se convirtió en una manifestación autónoma, elemento integral de los nuevos lenguajes, conservadores o revolucionarios; y cuando fue reivindicado el uso del papel como material de soporte, al que se había tenido en menos por su presunta fragilidad, hasta que Picasso sentenció: "el papel dura casi tanto como la pintura y que, después de todo, si ambos envejecen juntos, por qué no usarlos". Así, a través de escuelas y milenios, el dibujo ha demostrado una perennidad que lo convierte en una "trama viviente" de la creación artística.

Entre el objeto y el sujeto.

Del siglo XV y al siglo XVIII se desplegaron los grandes sistemas iconográficos de occidente, desde el gótico hasta el rococó, pasando por el renacimiento, el manierismo, el barroco y, desde éste, al barroco mestizo latinoamericano. Los estilos más dispares, las escuelas más variadas (italiana, fran-cesa, holandesa, flamenca, alemana), todos ellos recurrieron al mismo medio, el dibujo, por el cual se procuraba hacer vibrar el blanco del papel con un intimismo como el que caracteriza a la música de cámara. El piano es a la música lo que el dibujo a la pintura, no por azar existe una composición para dos pianos de Claude Debussy que lleva por título: En blanc et noir (1915).

En el sucederse de las convenciones de estas escuelas podemos percibir como cambia el modo de aprehender y traducir el objeto.

En el sistema del renacimiento, el dibujo procura, primordialmente, representar el objeto de manera objetiva, dejando de lado la subjetividad del artista y la del espectador. Mediante el recurso a la línea perspectiva, apelando a un código racio-nal, la geometría alcanzó la cima del ilusionismo: la representación tridimensional, corpórea, táctil, que toma como paradigma a la escultura. Schon-gaauer es frío y, casi, emblemático y está cerca de los Villard de Honnecourt, cuyos dibujos remiten a la construcción de las monumentales catedrales góticas. Las técnicas del grabado incorporan una nueva dimensión al dibujo. Durero emplea una línea que es como la de un orfebre: nítida, pura, fría, un surco en el metal. Ercole de Roberti dibuja con la serenidad y el equilibrio de los clási-cos (el retornar del clasicismo será la clave del renacimiento, así como éste será la clave del realismo burgués de Masaccio y del arte posmoderno).

Pero el Renacimiento tuvo, además, el dibujo de Tintoretto, de Veronese, productos de la veta pictórica de Venecia, puerta de oriente, la que intro-dujo, por así decirlo, el virus oriental del color y del distanciamiento fantasmal del objeto que, desligado del realismo, da pie a la proyección subjetiva y sensual.

Con la crisis del renacimiento y la consiguiente gestación del manierismo, comienzan a operar de ma-nera preponderante estos últimos factores. La línea pierde el propósito de atrapar lo inmanente, asume la voluntad de atrapar lo viviente y aspira a comunicar emociones. En el pasaje del siglo XVI al XVII este ingrediente se extiende a lo emotivo –todavía estereotipado– y se incorpora al arte occidental de una manera que no es accidental, sino como tributario de la Reforma y la Contrarreforma. El arte pretenderá ser, ahora, didáctico, proselitista. Y partirá, también, a la conquista del nuevo mundo por la ubicuidad y facilidad de traslado de dibujos y grabados, tal como lo anota Serge Gruzinski. Ya a partir del siglo XVI América será el territorio donde se asista a la guerra de las imágenes (¿este-oeste?), anticipatoria de la guerra mediática (¿norte-sur?).

Del dibujo seco –como talla– de Durero, se llegará al Rubens, que busca introducirse en la sicología de sus personajes. El arte del siglo XVII ya no estudia la naturaleza sino el alma humana, buscando reemplazar lo escultórico del clasicismo por la carne y hueso de lo humano (de ahí La lección de anatomía, de Rembrandt) y se vale para ello del medio dibujístico empleado con una frialdad casi científica. (Coincidiendo así con el espíritu de esa época, expresado, según Roland Barthes, en el modelo con el cual Ignacio de Loyola construyó los preceptos de sus famosos Ejercicios espirituales.) A la taquigrafía, mejor la autografía, de Rembrandt, no le interesa sólo la realidad exterior sino la interacción de ésta con la realidad interior. Aquí la línea ideativa entra en contrapunto con la línea enmarañada (una suerte de rizoma), se convierte en mancha, y comienza a asumir protagonismo.

A partir de entonces, el dibujo se juega en el sujeto antes que en el objeto: el blanco del soporte, el papel, se convierte en un espacio proyectivo para la subjetividad, punto de encuentro entre el creador y el espectador.

Entre los siglos XVII y XVIII aparecerán nuevos temas, los que implican la exploración de nuevos contenidos apoyándose en nuevas objetividades: naturalezas muertas, escenas de género; incluso sobre temas que ya eran de recibo, como el del paisaje, recaerá un acento nuevo, en lo típico, lo descriptivo, según puede advertirse en la obra de Jean-Baptiste Greuze.

Al realismo escultórico del renacimiento (realismo parcial del volumen, monocromo, tipo camafeo), se sumará el realismo de lo típico, que aparece revalorizado en el siglo XVII. Greuze, Chardin y Le Brun se convertirán en las ramas más robustas del árbol genealógico del realismo. La convergencia de todas estas corrientes habilitará el futuro discurso plástico de Jacques Louis David, de Goya, e inclusive de los dibujos preparatorios que dieron por resultado el Guernica de Picasso, indeciso entre el clasicismo escultórico de David y el Goya humano de su serie de aguafuertes los Desastres de la guerra.

Impresión, expresión, reflexión.

El dibujo aspira a enunciar lo máximo con lo mínimo, aislando lo esencial. Favorece la síntesis, al punto que podría afirmarse que se trata de un arte completo, de una expresión total, desde que cada obra crea un microcosmos del que participa íntegramente la historia de esta técnica en sus múltiples posibilidades de expresión. A la vez, cada artista procura crear cada dibujo con su propio lenguaje sin apartarse de las convenciones de la escuela en la que está inscripto. Es entonces que el siglo XX asiste a una conjunción de actualidad e historia.

El dibujo realista. Una de las primeras direcciones del dibujo es referirse a algo por transferencia, y hacerlo con la mayor fidelidad posible. Esa es la actitud del dibujante realista, quien se siente incitado a fijar el espectáculo que tiene ante sus ojos transcribiendo sus sensaciones según una notación propia. Intenta hacer olvidar (o escamotea) el artificio (demasiado) notorio del dibujo, replegándose en un simple trazo, modesto, anónimo en su brevedad, sin pretensiones. Reduciendo su dibujo a una grafía, cuida de albergar del modo más ajustado a su modelo. No obstante, si la forma reclama, por su recorte, un contorno, el artista busca mediante trazos de lápiz o de pluma, eliminar toda armonía preconcebida así como eludir el dúctil arabesco melódico o la tentación de esbozar una geometría subyacente.

El dibujo de sensibilidad. Expresar algo mediante símbolos y signos fue una de las más poderosas funciones del dibujo, y ello permite establecer la línea de demarcación que habrá de separar la sensación de la emoción, esa resonancia que el choque inicial libera en nosotros. En esta vertiente se franquea la línea de división entre el mundo exterior y el mundo interior; el dibujo ya no apunta a la acción mimética sino a evocar. No está más al servicio de la descripción de la realidad, de sus rostros, sino que se dirige a esbozar un acceso a aquello que no se puede mostrar ni decir, y que sólo se puede vivir, ese espejo de verdades inciertas. Estamos ante el pasaje del dibujo de figuración al dibujo de sugestión, del dominio del espacio real y de los objetos que lo pueblan al de la vida, al de la intensidad. Y el dibujante, cualesquiera sean sus ambiciones, apenas dispone del mismo vocabulario de transcripción de las cosas visibles, que aquel del que se vale el dibujo realista, y debe apoyarse en ellas para transmitir lo invisible, transcribiendo la vida interior asumida instintivamente mediante un ojo aguzado.

El dibujo intelectual. La naturaleza dejará de ser solamente una realidad sensible, por consiguiente el artista visualiza otra realidad, otro reino que tiene su autonomía: el reino del intelecto y su poder de abstracción, que admite ser representado mediante la inteligencia y su poder de traducción analítica. Se establece así una demarcación que separa lo sensorial de lo sensible, el impacto de los ecos que éste desencadena en nosotros. Estamos ante una tercera actitud que el dibujante puede adoptar tanto en su mirada al modelo como en su técnica. Frente a sus modelos, el artista erige y antepone su propio sistema intelectual; frente a la infinita y moviente realidad de lo real, la obliga a entrar en los cuadros, las divisiones, las articulaciones de sus ideas y sus razonamientos. Va a llevar lo real a una puesta en orden, a una lógica y una armonía que no están en la realidad sino en su propio espíritu. Conforma la naturaleza a su constitución mental.

El artista que obedece a estas leyes, por la reflexión conoce ciertas formas fundamentales cuyos principios le convienen y que constituyen los elementos de la geometría que lo alejan de la realidad viviente. Por eso el modelo será estereométrico escultural en el clasicismo o el modelo en yeso de los neoclásicos y de la Academia. Guitarra, libro y periódico (1920), de Juan Gris y Arte Constructivo (1938), de Torres García se valen de la gramática geométrica, mientras Café (1920), de Barradas, se construye en torno a una estructura que intenta incorporar la dinámica temporal.

En resumen, dibujo realista, de impresión; dibujo sensible, de expresión; dibujo intelectual, de reflexión. A uno u otro, el dibujante se abandonará en relación a su propia naturaleza, equilibrándose lo positivo, lo emotivo y lo abstracto, en la medida en que cada uno de ellos le importe más que los otros. Situar un artista en esta geografía esquemática consiste en subrayar cuál de estos aspectos predomina en él. Aunque un artista, cuanto más grande, más complejo.

Tres escuelas mayores.

Atendiendo a la cronología hemos de analizar a las tres escuelas mayores, dominantes, a partir de las cuales podremos esbozar una historia canónica del dibujo.

La italiana, enamorada de la antigüedad, acude a la estabilidad de las construcciones majestuosas, establece con autoridad y ostenta, con perfección, las características del dibujo intelectual: línea continua, precisa, modulada, definiendo los contornos que ciñen el objeto y su forma; empleo de la curva tan amplio como pleno; presenta un modelado matizado, sugestivo de volumen, denso; con tendencia a la proximidad táctil y a expresarse por prototipos estereométricos regulares platónicos, tanto en la línea como en la forma.

La realista flamenca (que tuvo mucha influencia en España desde la conflictiva relación política con los Países Bajos), opuesta a la italiana, usa el dibujo de transferencia directa, positivo, preciso y minucioso; trazo prescindente de formas preconcebidas, siguiendo demasiado dócilmente las indicaciones visuales, fragmentaria a veces hasta la puntuación, apuntando los detalles y accidentes superficiales más que a la revelación de la estructura fundamental. El dibujo de Luis Fernández oscilará entre estas dos tendencias, la italiana y la flamenca, de ahí la singularidad de su sistema expresivo.

El dibujo francés se encuentra mediando entre aquellos dibujos voluntariamente formulados hacia lo abstracto, y estos otros sometidos al objeto y casi temerosos ante él, se encuentra heredero de las convenciones góticas, planistas y cursivas, y esencialmente aristocrático. Tiene un supremo sentido de la elegancia, ignora la afectación o el esfuerzo, características que valen para apreciar en el dibujo de Joan Miró la incidencia del contexto artístico francés, por contraposición al dibujo de una taquigrafía gestual antimelódica, próxima a la caligrafía árabe, de Antoni Tàpies en Sans titre (ca. 1960). El dibujo de la escuela francesa evita los extremos de las otras dos, atenuando sus excesos y combinando sus aspectos positivos; ama el impulso del pensamiento sobre las cosas, el orden, la claridad (por lo demás latina), mas no soporta su dominio demasiado imperioso, que intenta constreñir la realidad y hacerla entrar en los cuadros demasiado abiertamente geométricos; tampoco se pliega sumisamente a la realidad pues no está dispuesto a sacrificar a ella la libertad de su gusto, refractario a las rugosidades y a las aplicaciones detallistas de los flamencos. El resultado es un dibujo menos segmentado y menos duro que el de los flamencos, un dibujo que supera el accidente para extraer un arabesco expresivo del modelo, más leve, más libre, más elegante. Torres García, Miró y Picasso se recuestan a la escuela francesa, y un artista como Juan Gris se debatió entre la concepción italiana geométrica del dibujo, su realismo castellano y la escuela de París.

En tanto el dibujo francés parece ligar la forma de la línea, la rapidez del trazo en el dibujo y el sentimiento del tiempo demorado en trazarla, algunos de los dibujos españoles parecieran atados a la duración en que fueron creados; carecen de la cualidad proustiana de traer al presente el pasado, de recuperarlo para el espectador, trascendiendo el objeto. Tal vez por eso se conocen muy pocos dibujos de Velázquez, ese maestro del tiempo congelado. Por el contrario, en Sin título, 1932, de Joan Miró se transmite su empatía con la dinámica y fluida temporalidad francesa.

Hallazgos de medio milenio.

La totalidad de los recursos que el arte occidental ha descubierto y formulado en el curso de cinco siglos se encuentran en esta selección de Dibujos españoles del siglo XX, de las Colecciones Fundación Cultural MAPFREVIDA la que, de alguna manera, representa una muestra de la tradición española del dibujo del siglo XX, no sólo a través de las obras significativas de los artistas que la encarnaron sino también incorporando las figuras de todos aquellos que contribuyeron a configurarla.

Los dibujos de esta colección tienen ineludibles referencias a las tradiciones que vienen del siglo XV, a partir de las características tipológicas relacionadas con las tres grandes escuelas de dibujo que, desde entonces, comenzaron a recorrer senderos propios.

Para los uruguayos, esta colección tiene un valor adicional, y no menos significativo. Ante todo, porque incluye dibujos de dos uruguayos, Joaquín Torres García y Rafael Barradas (éste último considerado por los expertos ibéricos como el introductor de las vanguardias en España), y permite estudiarlos en vivo. Pero, además, porque los muestra conjuntamente con la producción de aquellos artistas españoles con los cuales compartieron la aventura estética: Julio González, Luis Fernández, Celso Lagar, Alberto Sánchez, Salvador Dalí, Ángel Ferrant, Joan Miró, Francisco Bores, Benjamín Palencia, por citar algunos.

Entre 1897 y 1899 Torres García frecuentaba el café barcelonés Els Quatre Gats, entre otros, con los hermanos Joan y Julio González, con Pablo Picasso y con Manolo Hugué. Allí, Julio González, infatigable dibujante, proclamaba que producir escultura es "dibujar en el espacio". Hacia octubre de 1926 (llevaba varios años afincado en París), le presenta a un Torres García recién instalado en la capital francesa al pintor español Luis Fernández, con quien el uruguayo entablará una entrañable amistad. Fernández, un francmasón docto en ciencias esotéricas como la sección áurea, los números mágicos, la simbología medieval, le descifraba a Torres García las figuras esculpidas en las iglesias medievales que visitaban juntos, revelándole asimismo las leyes aritméticas ocultas que las gobernaban.

El propio Torres García da testimonio de ello en Historia de mi vida: "Otro nuevo amigo es Luis Fernández; éste español. Temperamento frío, de poco impulso afectivo pero de mucha claridad intelectual. Por ese tiempo apenas pinta, pero en cambio estudia concienzudamente los caminos de la pintura. Se diría que quiere crecer lentamente para ser muy fuerte, y sin duda lo será."

La interacción entre artistas ibéricos y artistas de estas tierras australes, se daban en dos direcciones. Desde esta perspectiva, podría hipotetizarse que sin el temprano descubrimiento y el impulso brindado por Barradas a un panadero al que vio dibujar en un café madrileño, la historia de Alberto Sánchez habría sido otra. Por su parte, entre las obras presentadas aquí el dibujo titulado Burdel, de Arturo Souto, pareciera evocar alguno de los Estampones montevideanos del mismo Barradas.

También corresponde poner de relieve respuestas más recientes. Así pueden destacarse llamativos encuentros entre los retratos de Daniel Vázquez Díaz (con quien estudió Washington Barcala) y los autorretratos dibujados de Ricardo Aguerre. O que, también a título de hipótesis, Ángel Ferrant incidió en las esculturas lúdicas y móviles de Octavio Podestá. Asimismo, las experiencias de cristalización de los volúmenes facetados (poliedrizados) del asturiano Luis Fernández, como Cráneo, ca. 1953, –herederas de los asombrosos mazzochi de Paolo Uccello, esas figuras geométricas anulares facetadas– encontraron eco admirativo en el período de formación del artista uruguayo Carlos Tonelli, cuando le frecuentaba a comienzos de la década de los sesenta en Paris.

Hoy

Un progresivo avance de los nuevos medios y una obstinada disolución de los géneros (ya ni siquiera los soportes marcan diferencias) caracterizan la actualidad. No obstante, el dibujo persiste como la actividad que más directamente registra la singularidad del artista, el punto de partida de un esbozo o el punto de llegada de un cuadro, o sea la fuente de todo modo de expresión.

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