Tangología de última generación

COMO BIENES DE DIFUNTO

José Wainer

Al igual que tantos, durante largo tiempo creí apresuradamente que la locución adjetiva que me sirve de título era una de las invenciones que la originalidad criolla había obsequiado al achacoso castellano peninsular. Como en tantos otros espejismos análogos, la engañosa coloquialidad encubre también el rancio origen de la expresión, que se encuentra en las nacientes de la lengua, venida seguramente de sus fuentes idiomáticas y especialmente de la jerga tribunalicia que en aquellas abrevó. Para resumir y hacer ostensible su intención y contenido, podemos equipararla con la imagen de la herencia yacente, fenómeno que, por traducir la acefalía de un patrimonio, la ausencia de un titular que saque la cara por ese conjunto de cosas (dicho en acepción muy amplia, comprensiva de valores no estrictamente materiales, por ejemplo), posibilita episodios gratuitos de usurpación, despojo, saqueo y mutilación variablemente ilegítimos, aunque además frívolos y/o desaprensivos y/o malévolos (según veremos). Me permito invocar aquella figura para unificar estas digresiones sobre algunos síntomas reincidentes, a través de los que se empecinan en exteriorizarse las oscilaciones en que la cultura metropolitana, cultura escrito sea con mayúscula, bienpensante, perdonavidas, celosa comme tout le monde de las prerrogativas de su histeria, resume su consenso corporativo referido a uno de los –digan lo que digan, sumergidos-- monumentos culturales de la región, como el tango, o más restringidamente, a la tangología, en tanto disciplina (¡ejem!) que lo objetiva.

¿Tangología? Para insistir con la desinencia, en el principio era la etimología. Horacio Malvicino, conocido como guitarrista de jazz pero no de tango, formó parte desde el inicio de la planta del octeto "Buenos Aires", fundado por el joven Piazzolla a su primer retorno de París, en 1955. El director, que era, entre otras cosas, como todos sabemos, un cruzado, incluyó en el repertorio del LP 30 cm., sello DiscJockey, Buenos Aires, 1955, que grabó el conjunto (aparte del otro, 25 cm., sello Allegro, Buenos Aires, 1955 también), una pieza suscripta, a pedido del fundador, por el susodicho Malvicino, de título Tangology, escrito así, como si fuera inglés.

El sufijo logy gozaba de una acendrada raigambre en la música norteamericana, por lo menos, desde Trombology, de Frankie Trumbauer, anterior a 1930. De ahí en adelante, el jazz fue acogiendo esos tributos votivos que el logos (raíz de logy y de logía), es decir, en un sentido, el pensar, el discurrir, el hablar sobre determinado objeto de ese pensar, discurrir y hablar, le ofrendaba. Más cerca en los años, Charlie Parker había dado a luz el opus Ornitology, como ilustración de un retruécano inspirado en su sobrenombre de Bird. La composición de Malvicino era una Jazzology dedicada al tango, una incitación a explorar un terreno incógnito para el saber no vulgar (dicho con todos los respetos, solo para distinguirlo de su antónimo), un capítulo emparentado a otras logías pero autónomo por definición. Autor y director aspiraban a subrayar su apertura a la contemporaneidad y combatir precoces pero insistentes síntomas de estancamiento, fatiga y repetición que por ese entonces, a su modo de ver, decir, escribir y tocar dejaba traslucir el género en el que se inscribían, que no era definitivamente el jazz, sino, en estricto acatamiento del célebre consejo dispensado en París por Nadia Boulanger al autor de Luz y sombra, el antedicho tango.

1) PALABRAS CRUZADAS O AMOR DE FORASTERO (letra de Alfredo López, música de Guillermo Andrés Roldán)

La palabra viene a cuento, pues al tango, por fin, últimamente, se le dedica una resucitada atención, si bien alimentada más de papeles impresos que llegan vía paracaidismo del espacio exterior, que de la esquiva destreza musical (y a menudo, también, literaria) que caracterizó a sus cultores de otrora, ni de la cultura privativa que les daba entonces abrigo. El vacío dejado por estas deserciones es diligentemente ocupado ahora por el movimiento editorial, en sociedad con el auge turístico (Buenos Aires ha visto triplicar en un año la tendencia de visitantes del hemisferio norte, según estadísticas oficiales; Tacuarembó, ni te digo. ¿Cuánto facturan estas prosas profanas?).

De la reciente hornada bibliográfica, me he permitido extraer dos o tres ejemplos que convergen en algunas constantes obstinadas. De cualquier enumeración que se ensaye, no podrían estar ausentes, en el grado mínimo, ni novelas de alta rotatividad (El cantor de tango, de Tomás Eloy Martínez, Buenos Aires, Planeta, 2004), ni afanosos libelos (La sonrisa de Gardel. Biografía, mito y ficción, de Jorge Ruffinelli, Montevideo, Trilce, 2004), ni una apostilla residual reconvertida por los usos del reciclaje editorial en venerable partícula de una recopilación de inéditos o semiéditos (El círculo secreto, de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Emecé, 2003). Entendámonos: si de expectativas se trataba, por sus antecedentes matéricos, los autores o bien hasta ahora tenían poco que mostrar o abiertamente nada (y me temo que mucho menos después de sus tentativas), o bien si tenían algo, habría sido mejor, según la sabia recomendación del Siglo de Oro, no acordarse. Max Brod, el mal ejemplo de los albaceas, debe tomarse no como paradigma sino como excepción. Tal vez.

Sus autores, por lo pronto, cultivan la tangología sin duda inintencionadamente, como El burgués gentilhombre, cuando descubría, deslumbrado por sí mismo, que era un prosista consumado. A diferencia de este anónimo M. Jourdain, ninguno de ellos, con diferencia de grado y especialización, es un desconocido. Por el contrario, entre la producción de éxitos de venta en cadena para el hemisferio sur, el acceso a las instancias académicas más encumbradas al norte de la línea del Ecuador, el suministro regular de columnas polivalentes para la prensa bienquista de vastas latitudes (tres profesiones que, como el triatlón olímpico, se han fusionado en una sola competencia), los editores, ni lerdos ni perezosos, se corrían una fija. Y hasta el tango propiamente dicho, o la tangología, bien podrían haber esperado estas misericordes visitaciones como un aporte dignificador. Oh, ingratitud.

Y sin embargo, a pesar de tan saneados historiales, concordaremos en que, por empezar, en el breve conjunto predomina sin ambages una condición de unanimitario noviciado for ever. Este sondeo confirma otros escrutinios: ha sonado la hora de los principiantes a granel; las compuertas se abrieron para los oportunistas incondicionados. Bienvenidos los aprendices; bisoños, uníos; neófitos, a sus puestos; primerizos, de pie, de pie; debutantes, a la carga; improvisadores, paso redoblado; descuidistas (según la exhortación de Evelyn Waugh), banderas desplegadas; loados sean los turistas culturales, bienaventuradas las inidóneas aves de paso, que de todos ellos será el reino de los anaqueles y las vidrieras en esta temporada, con opción a la mesa de saldos en las venideras, cuando el mercado pose sus ojos sobre otro oscuro objeto del deseo: pase el que sigue.

Aunque nunca sea tarde, a condición de que la dicha resulte buena, o al menos buena regular o siquiera regular (calificaciones con las que se aprobaban exámenes en la belle époque), parece digno de recordarse que, también en el ámbito de la apreciación más o menos crítica, la edad, medida no necesariamente por año cumplido sino más bien por opus madurado, actúa como un deslinde para la imputabilidad penal de los literatos o un esquive para su culpabilidad civil. Estos volúmenes recientes, por desgracia y de entrada, superaban con largueza esa etapa de ingenuidad edénica y afloraban en instancias etarias en que la mera promesa no concordaba siquiera con algún tiempo de conjugación compatible con ella. "Nel mezzo del camin di nostra vita": a mitad de camino, sí, entre la tercera edad y la cuarta, tercera y cuarta edades cuyo patrimonio contabiliza, en este perímetro específico, apenas un austero pasado en blanco y a lo sumo un porvenir de inciertos augurios.

2) AVENIDA BORGES ESQUINA KELLER (MENOS POR GOTTFRIED QUE POR HELLEN) O SOLO SE QUIERE UNA VEZ (letra de Claudio Frollo, música de Carlos Vicente Geroni Flores)

Si todavía se aceptan las prescripciones de Horacio Quiroga sobre la confección de relatos cortos, puede coincidirse en que la mencionada novela de Martínez perpetra una especie de hazaña cabeza abajo, la contrafigura de la hazaña. Según nuestro compatriota, como se recuerda, un cuento era (ontología) pero debía ser (deontología), ante todo, una novela depurada de ripios. El cantor de tango, en cambio, rescata todos los residuos suprimidos por Borges para componer El aleph, su narración de diez o doce páginas, y los transfigura no ya en un cuento ripioso sino, lo que de alguna manera es más admirable todavía, en una novela ripiosa de más de doscientas cincuenta. Este discípulo de tránsito acelerado se saltea las primeras lecciones (y me temo que casi todas las restantes).

El mayor compromiso que el autor de la novela le exige a su imaginación se concentra en las páginas iniciales. Lo demás, como dicen los exégetas del Talmud, es comentario. Allí, el protagonista, narrador en primera persona y estudiante neoyorkino de posgrado Bruno Cadogan, que vive en el barrio del Bowery, acata el consejo de su mentora Jean Franco (que los prodiga como la publicitada Nadia Boulanger). Aquella, sin más reválida que sus compendios sobre literatura del sur del Río Bravo, le recomienda ocupar el foco de su tesis doctoral en los pocos pasos que le restan en este mundo a quien considera --aunque viviente, incurable-- el mejor cantor de tango de todos los tiempos (condición de la que nunca queda clara si debe descifrarse como una bendición o una enfermedad maligna, ni si vale la pena distraerse en esa disyuntiva). Este solista reside a la sazón, cómo si no, en soledad, dónde si no, en Buenos Aires (o más bien sobrelleva allí su postración, como una afectuosa fatalidad). Del personaje este, a su vez, se sabe que usa como seudónimo el de Julio Martel, aunque no se pierde de vista el nombre con el que fue insertado en el Registro Civil. Si bien sus aptitudes musicales aparecen tan sobreentendidas que el autor se llama discretamente a silencio cuando le cabría caracterizarlas, sus patologías en cambio se despliegan morosamente, y lo muestran a ratos como minusválido con déficit en el aparato locomotor, o bien como portador de una severa cardiopatía en fase terminal, o las dos cosas a la vez, o cualquier otra indisposición concurrente: "No mire vuesa merced en niñerías". Toda referencia a enfermedades accesible al texto será bienvenida y nutrirá por igual la deliberada alegoría sobre la Argentina total que urde el autor. En ese marco hipocondríaco, no hay dolencia tipificada o por tipificar en la literatura hospitalaria que pueda declararse en principio ajena al diagnóstico: el mórbido trovador condensa la imagen de la vulnerada Nación que se resiste in extremis a la guadaña tenaz. Bien por ellos.

Si la intención global se adivina diáfanamente, resulta difícil en cambio eximir de arbitrariedad las cifras ocultas en esa dilatada ingeniería narrativa y condensarlas en un código transitable. Todo parece necesario pero accidental, al mismo tiempo, y allí quizá esté el truco. El apellido del protagonista, Cadogan, solo figura como sustantivo en diccionarios franceses, para designar una cinta de tela con que se estilaba sostener el cabello en la antigüedad, no se aclara si de mujeres, hombres, equinas, equinos o de todos a una. La supresión de la sílaba intermedia de la palabra induce al autor, de tanto en tanto, a insistir en un ejercicio de humor alusivo a fisiologías radicadas en la región abdominal, reguladas no por los genitales sino más bien por los esfínteres, muy bien recibido, dicho sea con todo respeto por los derechos universales de la niñez, en la primera infancia y hasta quizá el tercer año de instrucción básica. Algo análogo sucede con el apellido legítimo que se adjudica al elusivo musicante inscripto en el título del texto, que también recibe la misma primera sílaba y la repite, para asegurarse un efecto literario igualmente emparentado con una escatología quiérese de buena ley, aunque corta de sorpresa.

La inclusión de Jean Franco, criatura de carne y hueso, de la que no hay bibliófilo de vereda que ignore sus manuales, se presenta, para no ser menos, como una inesperada connaisseuse del tango, en condiciones ISO 9000 de proferir juicios del calibre que le atribuye el autor, reales (algo reales, por lo menos) o de fantasía. Según esos asertos, la calidad del hallazgo superaría sin apremios los aciertos de Gardel, para disponer de una referencia comparativa a satisfacción general. Y si Jean Franco encarna a Jean Franco, cabría inquirir si el cantante denominador que había adoptado para sus actividades públicas el seudónimo de Julio Martel, también hace de Julio Martel, el otro Julio Martel. El seudónimo de marras coincide, letra por letra, con el que usó un cantor cuarentista, también una criatura terrenal, tan verdadera como acaso olvidable, de la igualmente terrenal –demasiado, hasta lo pedestre en exceso, dicen sus negadores-- orquesta de Alfredo de Angelis. ¿Este Julio Martel es Julio Martel, el mismo que también cruzó a Montevideo, en 1951, para interrumpir su ocaso discográfico y grabar en una sola faz de placa Sondor 78 RPM un tango que celebraba las glorias del Club Nacional de Fútbol, o es otro, una invención tipo Wim Wenders, que por alguna coincidencia indescifrable se atavía, en trance de desplegar sus aleteos subtropicales, con el nom de guerre de aquel?

Con esos regateos, el producto no se define ni como una evidencia definitiva de la puntería del escritor ni como una prueba irrefutable de lo contrario, por lo menos mientras no se devele hacia qué rumbo se volcaba la intención (alternativa que también, en la hipótesis que más lo favorecería, se posterga más allá de la última página y llega infaliblemente a destiempo, pecado difícilmente redimible si se postula un producto siquiera vagamente emparentado con la música). Como sea que fuere, parece pertinente advertir a potenciales interesados que en este volumen no encontrarán, como en la narrativa de Thomas Mann, un conocimiento exhaustivo (hasta donde resulte admisible usar esta calificación, urbi et orbi) de la materia que se invoca en su filiación, tal como, por ejemplo, pudo ocurrir con la vida en los tiempos bíblicos (la serie de José y sus hermanos) o la aplicación de los procedimientos seriales a la composición musical (en Doktor Faustus, cuya minuciosidad provocó una agitada contienda con el mismísimo Arnold Schönberg, zanjada con una advertencia previa en la que el novelista terminó --bueno, empezó-- por reconocer la paternidad del compositor). Aquí no tropezamos ni con un saber exhaustivo, ni siquiera mediano ni, apresurémonos a admitirlo, mínimo, sobre el tema que sugiere la tapa; lejos de ello. La extrema disciplina que el autor de Los Buddenbrook se exigía a sí mismo y que podía llevarlo a que su obra de ficción no le fuera demasiado en zaga a los tratados, enciclopedias, introducciones o manuales en el territorio privativo de estos, es totalmente ajena a la presente iniciativa literaria.

Tampoco acertaría quien intentara remitirla al esfuerzo de transcripción de la vivencia del oyente, tal cual es dable encontrar en ejemplos como Proust, Carpentier, Lezama Lima o Cortázar. En ellos, la literatura, a punto de partida de la trágica finitud humana, se sumerge en la evidencia perceptual de una realidad que la supera, encarnada por ejemplo en las grabaciones de Charlie Parker que inspiran El perseguidor, como si vislumbraran transidamente en ellas, con un sesgo algo sacrílego, una exteriorización incuestionable de los poderes del Hacedor de Maravillas, encarnados en estos enviados. El autor que nos ocupa, en cambio, prefiere seguir en todos los casos la línea de menor resistencia, recorrer los atajos fáciles, conformarse con el hermetismo gaseoso del inefable y dejar al lector puntualmente ayuno de los datos elementales: qué es cantar el tango mejor que nadie o siquiera correctamente, en qué consiste esa forma musical o bailada, para ilustración del turismo. Y en cuál de sus facetas podría Jean Franco equiparar a Gardel con el Julio Martel de veras o con el fabulado. A esos mínimos riesgos, mínimos por obvios, no se atreve. ¿Mejor así?

De tales cortedades y angosturas está empedrado el camino de la peripecia. Cuando en la página 15 adhiere a los (sin embargo, retráctiles) postulados de Borges y proclama que el tango cometió su pecado original admitiendo, a partir de 1910, la influencia corruptora de "las tarantelas genovesas" es difícil discernir si el autor o bien se excedió en agudeza o bien no sabe, derecho viejo, que ese género meridional al que alude era tan exótico para los italianos de la Liguria como las czardas (que no obstante su apariencia turísticamente magiar, hicieron la posteridad y la fortuna en derechos de autor del apenas napolitano Vittorio Monti, compositor del número de revista parisina presentado con ese nombre en 1935, y fuerte competidor histórico de la sucesión Matos Rodríguez en el ranking universal de recaudación de derechos de autor). La sagacidad sobradora con que el novelista denuncia la infección inmigratoria le permite confundir conceptos y mezclar naipes de distinto mazo para jugar al ajedrez con reglas de lotería de cartones y salir siempre favorecido en el tanteador. Cierto tufo de inocultable desdén que se desprende de la imagen, sospechosa, para algunos precipitados, de xenofobia, puede concurrir con la que el autor de Martín Fierro registraba a los galeotes no criollos que acompañaban a su protagonista. No ser el primer llegado tampoco exime de culpa.

Entre los diversos episodios laterales, que a fin de cuentas superan la suma de los centrales, figura uno, dedicado a la biografía de una adolescente judía, natural de Lodz, hija de sastre, arrastrada a Buenos Aires por el tráfico rufianesco, que trae de origen, es decir, FOB, y no por gracia de la transcripción ad hoc de un escribiente fortuito de la oficina de inmigrantes, el nombre de Violeta (como la protagonista vienesa de Isherwood o algunos resucitados y vueltos a inhumar aires madrileños que hicieron la gloria más moderna de cantantes estilo Carmen Sevilla). De todos los detalles medianamente curiosos de la anécdota que registra el volumen, en este puede encontrarse quizá uno de los más llamativos ("entonces vi con sorpresa", decía la letra de Frollo invocada más arriba). Atribuirle a una adolescente judía, nacida en Lodz hacia comienzos del otro siglo, de padre sastre, una nomenclatura que no celebrara el estricto repertorio bíblico, encarnado por voces como Iudes, Rojl, Rivke, Sure, Malke, Éster, Mírel, Reizl (ésta como Reizl Luksemburg, y todas unívocamente traducibles) vaya y pase. Pero ¿Violeta? ¿Qué querés que te diga? Para el piadoso pater familias al que se atribuye tal desliz, esta podría significar una profanación tan exorbitante como el arrojo cultural de que hace gala el novelista.

A la novela le llega su propio tiempo del desprecio, que coincide con la única irrupción concreta y verificable del tango propiamente tal, el único encuentro cercano del tercer tipo que con él se concede al lector. El episodio sucede en una especialmente apática página 210, cuando el relato exhuma la actuación de Azucena Maizani (a quien ni siquiera condesciende a nombrar) en el film Tango!, uno de los primeros largometrajes acústicos concluidos en Argentina. Allí, esta más que notoria intérprete entona La canción de Buenos Aires, pieza de la que era también autora (extremo tampoco registrado en este tomo). La mención, anónima y privada de sonoridad, alimenta nuevas tribulaciones: el espacio en blanco deja sitio suficiente para que el autor ejerza su pericia en la descripción y descerraje una temeraria (pero no en la inventiva) caracterización del personaje, primero, como "una cantante robusta, disfrazada de malevo" y más abajo, por si cabían dudas, "la gorda disfrazada de malevo", sin pleonasmo concebida. Golpe bajo o indolente chanza: ¿cómo desentrañar el ánimo que guía esa voluntariosa elisión: premeditación, mera negligencia, distracción? ¿Chocarrería –en la que, por otra parte, ya que estamos en Buenos Aires, sobreabunda el texto-- funcional? ¿Una reminiscencia de los alegres noventas que no osa decir su nombre pero deja asomar la hilacha de su entretela? Este salvoconducto para la teratología que el novelista se concede es aplicada con minuciosa selectividad: el trato con sus pares o parificables no se aventura en las anomalías orgánicas –alopecias, retardos del crecimiento, afecciones oftálmicas, denticiones vacantes-- que también impidieron a los nobelizados o nobelizables que frecuentan estas páginas exhibirse como patrones de apostura grecorromana. En su caso, el autor opta por una prudente amnesia, de la que prescinde en cambio para convocar a una de las grandes del tango en su forma cantada –cantada y no cantada, femenina o masculina--, sin atisbos de respeto por el prójimo ni de amor por su oferta musical.

Si adicionalmente alguien alentó la sospecha de que el producto llegaría a fungir como el anhelado traspaso generacional de la Guía caprichosa de Buenos Aires, el paseo que ensaya el doctorante neoyorkino, sin embargo, no supera los valores de un city tour distendido hasta la flaccidez y abarca no solo el errático espacio tentacular y pedestre de la afiebrada metrópoli de fines de 2001, sino también la totalidad azarosa de la historia argentina, no menos caótica y arbitraria. La forzosa aptitud de desdoblamiento exigible en estos trances a un escritor que redacta en primera persona resulta, por desgracia, extraña al narrador en primera persona, el resultado de cuya metamorfosis en forastero iniciático, arrobado y desencantado por turnos, medido en términos de revelación, probablemente no seduzca ni a propios ni a extraños. Este orbe está visto y descripto linealmente, a pesar de los empeñosos camuflajes y desdoblamientos de personalidad, por un porteño hecho y derecho que, incapaz de salir de la crisálida delatora, imprime sus huellas dactilares a cada coloquialismo de los que se excede su prosa, a cada relevamiento de plazas y avenidas ignotas, en fin, a cada precisión municipal, aunque no menos espesa, sobre líneas de transporte colectivo para sus usuarios cotidianos. Sin hipérbole: del tango del cantor propiamente dicho el relato no nos deja precisión alguna, pero sobre la concepción hidromecánica que inspira el sistema de aguas corrientes porteño recibimos un aleccionamiento tan airoso como superfluo, salvo opinión contraria de las agencias de viaje.

Los episodios del pasado, elegidos, como en alguna consabida sinfonía para conducir, desde la introducción, a la inexorable ovación final, apelan sin demasiada osadía pero tampoco pudor a las más arraigadas predisposiciones del público. Privados de su inmediatez mediática (¿mediatizados de su inmediatez?), los episodios afloran en la misma lejanía que hoy suscitan las tribulaciones de posguerra del neorrealismo de segunda. Para evitar que el producto ingrese a su edad de los glaciares, su responsable apela a los talismanes más perennes. El más frecuentado lugar común en que incurre, resulta, para no ser menos y como un reflejo irresistible, el más frecuentado lugar común de la conciencia argentina. Borges ("¿Tú también, hijo mío, etc."), escritor y persona, instancia definitiva, acto inapelable, desde luego. Mencionado sin tregua por su nombre propio, comparece a razón de una vez por página (y a menudo más de una), a partir de la 87 inclusive (cundo inicié el conteo, por cuya razón descarto las figuraciones anteriores, que ya eran igualmente copiosas), en las 88, 91 a 93 inclusive, 97, 99, 138, 146, 156,157, 161, 171, 207, 235 y 238. Aludido a punta de incesantes hipálages y sinécdoques, se le anexa casi todo el resto del espacio narrativo y se lo entrelaza con la reminiscencia de las víctimas de la última dictadura, en una asociación que no descarta otra vez las notas de oportunismo, inercia y obviedad, por partes iguales. El laberinto asoma incansablemente como el tropo omnipresente y monopólico (a tal extremo de que por esa abertura no pasa siquiera el progenitor de Stephen Dedalus): la pluma de Martínez echa mano a esa imagen, a partir de la página 76 inclusive (prescindo, otra vez, de las anteriores), por lo menos una vez y a menudo también más de una, en las 89 a 91 inclusive, 96, 100, 156, 162 a 166 inclusive, 170, 176, 195, 200, 216, 221, 222, 238, 250, 251, intercalada por la mezcladora del visitante con la de los secuestrados de la ESMA, para dar batalla en todos los frentes y anotar de paso goles en los dos arcos a la vez.

Hasta el momento, seis trabajos componen esta serie de ensayos. Dada su extensión y el carácter de serie abierta, los artículos serán publicados en sucesivos números de relaciones. Solo que esta vez, la fiesta es doble...

 

 

3) GRANDEZAS PARA EL MUNDO, INSIGNIFICANCIAS PARA MI O LLAMARADA PASIONAL (letra de Tita Merello, música de Héctor Stamponi)

La voraz preocupación por la territorialidad de Gardel, buque enseña del reduccionismo uruguayo, inflama casi todo el espacio intelectivo que Jorge Ruffinelli le dedica a vida y obra del cantante."La historia del Gardel uruguayo es apasionante", proclama el autor in extremis (pág. 149), ufano del alegato que acaba de perpetrar al comando de su aplanadora. Esa pasión, en la que se ha acortado últimamente "ese largo cortejo de patrióticas pedanterías" del que hablaba Florencio Sánchez, aflora en la tercería coadyuvante que deduce el autor de este volumen en auxilio de los profetas de esa territorialidad, fenómeno que persiste en declarar el nacimiento del artista en Tacuarembó (he oído precisar a un adepto radial de la feligresía, recientemente, sic,"un lugar indeterminado del departamente de Tacuarembó, República Oriental del Uruguay"), vástago ilegítimo, adulterino e incestuoso.

"Por la razón o por la fuerza", reza el escudo de armas de Chile, a cuyo crédito podríamos momentáneamente acudir: para quebrar la hegemonía porteña, o por lo menos atenuarla, sigue siendo imprescindible territorializar a Gardel y La cumparsita, tarea en la que se han especializado por lo menos tres empedernidos portaestandartes bien conocidos en sociedades tradicionalistas. Pero la inflación sopla por doquier (como la gracia en la introducción del clásico de Robert Bresson, Pickpocket), y así como los tres mosqueteros en realidad eran cuatro, los tres Hermanos Marx un cuarteto, los Treinta y Tres Orientales finalmente por lo menos treinta y cuatro o más (y no todos precisamente orientales, si nos seguimos ateniendo a la clave infranqueable del origen espacial), la trinidad territorializante pasó a tener, de pleno derecho, desde que esta edición dio su paso al frente, cuatro miembros.

Hasta donde alcanza mi memoria, el autor de esta enconada aducción era tenido por un publicista meticuloso y fidedigno. Sin embargo, el mero movimiento reflejo que induce a ojear la primera página del libro que se acaba de adquirir y la última, antes que el resto, depara al incipiente lector, por desgracia, una temprana decepción, o varias ("entonces vi con sorpresa", otra vez). En esa primera (pág. 7), se imputa al fotógrafo instalado en Montevideo, con estudio en la céntrica avenida Rondeau, entre las calles de Paysandú y Uruguay, José María Silva ("El fotógrafo de los artistas y un artista entre los fotógrafos"), la nacionalidad uruguaya. Si la territorialidad suscita la preocupación irreductible, el motor del pensamiento que guía las insistentes alocuciones que cubren estos ciento cincuenta y siete folios de densa tipografía, el autor se desentendió sin dilaciones de los mínimos escrúpulos por los que debía velar en ese frente. Si de eso se trataba y solo de eso, según esta óptica (óptica, palabra apropiada para aludir a fotógrafos, microscopistas, pulidores de cristales de aumento), no puede soslayarse el dato de que el antedicho Silva, a quien sin reticencias, de primera, se lo moteja, además de "uruguayo", como "el favorito" del cantor, no fue alumbrado en nuestro territorio (ni en las inmediaciones del Batoví ni del Iporá ni del Valle Edén ni donde fuere), y por lo tanto es impropio de su naturaleza que se lo nombre así. Ese episodio advino en una provincia gallega, y por lo tanto el promiscuo gentilicio del que se sirve el tercerista debe darse de baja con tarjeta de pronto despacho.

La operación simétrica nos dispensa análogas aflicciones. En lo que podría tomarse como un rapto de postrer exhibicionismo, el tercerista, a subtítulo de "Referencias", se distrae en consignar (págs. 154 a 155, inclusive) la información técnica relativa al cine de Gardel, abarcadora, por un lado, nombre más, nombre menos, de los integrantes de cada equipo que tuvo aquel a sus órdenes en dichos menesteres y, por otro, de la función que les fue asignada caso por caso (incluido el gran director de fotografía británico Harry Stradling, que poco después cotizaría muy alto en Hollywood). En ese conjunto, inevitablemente desvalido, constan Espérame y Melodía de arrabal, ambos concluidos en Francia, entre 1932 y 1933, dotados probablemente de los mejores fragmentos a los que podía aspirarse en esa llamada filmografía, dadas las disponibilidades materiales y la congregación de talentos.

Los dos ejemplares aparecen en este libro atribuidos exclusivamente al avejentado director Louis Gasnier, de carrera sumamente apreciada veinte años antes, cuando apenas pasaba la treintena y fue puesto a la cabeza de negocios tan rentables como el que edificó la gloria de Pearl White, Los peligros de Paulina. A comienzos del período sonoro, cuanto más un lustro después, era un profesional definitivamente desahuciado, que sobrellevaría su indigente agonía tres décadas más. El tercerista, sin embargo, seducido por los enigmas y los fuegos fatuos encendidos por las anécdotas que refieren las circunstancias de la concepción, nacimiento y deceso del cantor, desdeña toda noticia sobre los títulos de codirección que pacíficamente la historia del cine español reconoce al aragonés Florián Rey. Aunque este nombre no apareciera en la pantalla de esos musicales, en tanto consorte de la coestrella, la arrolladora Imperio Argentina, Rey, ex periodista y hombre de teatro, venía ocupándose de dirigir y aquí, en el peor de los casos, codirigir, todos los trabajos cinematográficos que la cantante y actriz, desde el período mudo inclusive, llegó a consumar en esa época y durante los años siguientes.

Dicha ignorancia priva al tercerista, afecto a la crónica de estos platos fuertes, de las delicias de un nuevo y probablemente superior asombro. La omisión desperdicia, además, la oportunidad de reparar en un hombre de cine que elaboró, en los estudios de Madrid y durante la Segunda República, una serie de diestras comedias populares, incluida la harto recomendable Morena clara, de 1936, estrenada ya cuando las hostilidades de la Guerra Civil se habían desatado o a lo sumo en sus vísperas. Aparte de lo que hacía por entonces Buñuel, que tampoco era demasiado en cantidad, estos ejemplares mostraban sin duda la producción cinematográfica más desarrollada que podía ofrecerse en nuestra lengua por esa fecha. Cosas grandes para el mundo.

En la misma página 155, el tercerista designa indebidamente con el plural apellido español de Castellanos a quien en verdad se llamaba, en italiano singular, Alberto Castellano. Nacido en Italia y residente en Buenos Aires, pianista de profesión, de su calificación dice el acompañamiento de los ballets de Diaghilev y de Pavlova en que revistó. Fue la eminencia gris en la atención de los intereses musicales de Gardel, antes aun de que el divo grabara, como despedida de Buenos Aires, Madame Yvonne y embarcara sin retorno para Estados Unidos. Allí lo siguió (como antes a Europa), para persistir en esa función hasta bien entrado 1935. El vocablo Castellano pertenece a la lengua del Dante, al igual que su variante plural Castellani (como la del cineasta Renato Castellani, que gozó de un dilatado cuarto de hora en la tierra del neorrealismo, en cuyo contexto estrenó, entre el 46 y el 54, Sotto il sole di Roma, È primavera, Due soldi di speranza y Giulietta e Romeo; Castellani, cuya familia vivía en la provincia argentina de Córdoba, fue llevado a nacer a la tierra de sus ancestros, en la doble panza: la del buque, mentada por Nicolás Olivari, y la obvia de su madre grávida).

La segunda ese que el tercerista adjudica al apellido del autor de Ausencia denota otras falencias que le impiden saciar en una escala siquiera aceptable hasta los módicos apetitos que lo guían. Si la agnosia (que no anorexia) que lo tipifica en el territorio del cine en lengua española le sustrae una opción tan suculenta como la de ampliar la filmografía oficial del Gran Carlitos (Raúl Berón cantavit), su orfandad del conocimiento de tango le niega una boccata di cardinale insustituible. Tan amarrado aparece al mástil del territorialismo, con toda su secuela de redundantes hablillas, de tradición oral sin asepsia, de sonsonetes indocumentados, de imprecisión y contradicciones, que desatiende una de las insinuaciones más tenaces que arrostró la posteridad del Zorzal. También hubo quienes porfiaron hasta morir (y los sigue habiendo) por atribuir a Castellano la música de las canciones que llevaron letra de Alfredo Le Pera, escritas para los films de Long Island y publicadas como obra musical del protagonista. Enfocado a propósito de estas insidias o, corrigiendo el altímetro, por su deleitable contribución a la música en general, al tango en particular y a la carrera de Malogrado Cantor en singular, la solitaria aunque repetida mención que la página 155 le dedica a Castellano neutraliza su desenlace en una falta de ortografía por partida doble. Planchas análogas sugieren que del producto no es dable extraer, ni de refilón, la más vaga noticia de la atención que en la vida de Don Carlos ocupó la música, ni siquiera de que fuera ante todo, sobre todo, y era suficiente por demás, un músico superlativo. El paralelismo que entabla entre su figura y la de Hugo del Carril provee un índice elocuente del grado de desorientación que lo moviliza.

Esa comprobación se confirma cuando aflora la incorrecta transcripción del apellido de Astor Piazzolla, tanto en la ya aludida página 155 como en la 102, en todos los casos con una sola ele. Insisto en que estas pifias constituyen síntomas tan significativos como los que revelaría el crítico literario que vacilara en escribir Cervantes, por citar un caso, con ese al principio, zeta al final y be labial entre la ere y la a. Aunque la ortografía, según se brega por aceptar modernamente, no es un índice decisorio de saber, su dominio, en casos de ese calibre, configura una exigencia menos que elemental, una infranqueable llave de paso, un forzoso presupuesto metodológico, si cabe hablar de figuraciones tales.

A cada paso es dable tropezar con frangollos comparables: "F. A. Marini (autor del tango El ciruja)", dice la tempranera página 28. ¿Marini? El letrista de esa pieza fue Francisco Antonio Marino y el compositor de la música Ernesto de la Cruz. El producto ni tuvo autor, dicho así, en singular, ni nadie llamado Marini reivindicó título alguno sobre él. Castellanos, Castellano, Castellani, Piazzolla, Piazzola, Gasnier, Gasnier-Rey, Marini, Marino, Marino-De la Cruz, tanto da: colchonero, rey de bastos, cara dura o polyfom (ya que pasamos por la colchonería), y así sucesivamente. Aproximadamente, pero solo aproximadamente, todo está en su lugar, como debe ser. Más que a la pura cortesía del tercerista y a su ausente precisión, el lector advertirá que esta malograda irrupción en las arenas movedizas del enciclopedismo cinematográfico o del otro encubre apenas el deseo de legitimar un núcleo argumental reiterativ al que, por lo visto, nada queda que agregar.

Los razonamientos centrales que esgrime a favor de su artículo de fe y en los que el autor cifra sus más vehementes empeños se despliegan en las treinta y seis páginas que van de la 47 a la 82 inclusive. Según ellos, el Gran Cantor, movido por una suerte de obsesión contraída al incorporarse al cine sonoro, o recrudecida a partir de entonces, se hizo confesante compulsivo, y se dio a la contumacia de revelar, incesantemente, una y siete veces, sus confidencias más recónditas, agobiar a las pantallas del mundo con la confirmación de su estirpe ilegítimo-adulterino-incestuosa y ratificar ante ese recinto universal, y con dos décadas y media de anticipación a la ofensiva mediática desatada por un diario montevideano, la índole de su tierra natal, ni francesa, ni mucho menos argentina.

Ignoro (y no tengo por qué no ignorar) cuál de las teorías explicativas de la personalidad ampara esta postulación, pero el experimento teórico práctico resultante no le hace ascos a ningún recurso del método, así tenga que escalar cumbres de snobismo y atravesar valles de cursilería, con tal de llevar agua al Molino Tacuarembó (empresa pública de creación municipal instalada en las afueras de la cabeza de ese departamento, camino a Rivera, que también pasó por el mundo de los vivientes e ignoro si resistió a los embates de la globalización). Con estos ejercicios lógicos, el tercerista, juez y parte, proclama su aquiescente y anunciado veredicto sobre las aserciones de sus coadyuvados y sobre su incontrovertible aporte probatorio, ya suficientemente examinado en otras instancias. Cosa juzgada: esta laboriosa contribución solo tiene de nuevo que da por probado lo mismo que se trataba de probar, tal cual instruye en sus primeras clases cualquier manual acelerado de retórica.

El séptimo arte, y sin duda los seis anteriores, y aun los supervinientes, abundan y abundarán probablemente en hermenéuticas de este tipo, ejercicios freudulentos que apuntan a condensar la creación en la mera condición de epifenómeno de la biografía. En el ámbito del cine, específicamente, Dominique Fernández por ejemplo escribió L´arbre jusqu´aux racines II (París, Grasset et Fasquelle, 1975, traducido al español como Eisenstein, el hombre y su obra, Barcelona, Aymá, 1979) para demostrar, desde esa perspectiva psicologista, que la obra del autor de El acorazado Potemkin no fue más que un manifiesto simbólico de erotismo homosexual, mucho más consecuente que Un chant d´amour, de Jean Genet, y por supuesto muy adelantado a este en el tiempo. El rigor que se imponía el crítico francés en aplicar sus premisas lo llevó al extremo de prescindir, a texto expreso, del examen de Alejandro Nevski, porque ninguna de las imágenes de este film le corroboraba la interpretación que aducía.

La revelación de la que es portador este evangelio permitiría inferir que el impulso irreprimible a la confesión y a la confidencia al que se habría entregado el Astro Máximo de la Canción Criolla traduce una inmutable ley de la naturaleza, una especie de teorema de Pitágoras que gobernaría la mente y la conducta de nuestros semejantes (y de nosotros mismos), por lo menos de aquellos que alcanzan potestades de disposición en los estudios de cine. En este campo, fértil para la sublimación al pie de la letra y las trasposiciones mecanicistas, de David Selznick, entonces y por ejemplo, debería aceptarse que el cine que produjo solo sobrevino para delatar su inclinación por la piromanía, vocacional o activada, en la medida en que su firma financió los más célebres incendios jamás filmados, tales los de Rebeca o Lo que el viento se llevó. Y quién sabe.

Pero el cuarto evangelista, cuando alude a este apego a jugar con fuego, se restringe a un sentido más flechadamente gardelístico: cuando se entrega al culto del riesgo por el riesgo mismo, podemos colegir que el confesante adopta figuradamente la precaución de envolverse en el pabellón nacional, cuando se abandona a la fascinación de las zonas prohibidas templa su espíritu deletreando estrofas de Acuña de Figueroa, cuando permite que su libido se deje llevar por el canto de las sirenas que emana de las ventanillas del hipódromo su oído lo percibe como los aires destinados por Debali al coro. Se ha teorizado que toda creación artística entrañaba un crimen y hasta, como el surrealismo, que el crimen bien podía revistar como tal en el cuadro de las bellas artes. Aceptando que el argumento de los films de Gardel superara la cota del subsuelo de la creación artística, aceptando que alguien pudiera encontrar otra gratificación en esas fruslerías más allá de los supremos pasajes musicales que las exculpan, el tercerista borra, una tras otra, las divisorias que distinguen estructuras y categorías de lenguaje y de conocimiento, y regresa con el radiante aire de triunfo de la voluntad que se podría imprimir en el semblante del primer uruguayo que hubiera plantado la bandera en suelo lunar, clavado el escudo en la cima del Himalaya, o colocado una ofrenda floral en el Polo Norte.

El cine, con cierta asiduidad, se ha prestado a que estos ejercicios se practicaran a cara descubierta. Sirvió, alternativamente, como instrumento para desabrochar el alma y desnudar el sexo (ya se vio), tan asiduamente como para desfigurarlos con atuendos a medida o de confección, o aun para travestirlos, según el gusto. Cary Grant, por ejemplo, encontró en Howard Hawks (La novia era él) y más tarde en Stanley Donen (Indiscreet) un compromiso solidario con la publicidad de sus opciones íntimas. El mismo Hawks, entre diversas confirmaciones, reincidió en esos pasatiempos, dedicándole a Rock Hudson la tortuosa El deporte preferido del hombre, que, según las predilecciones de los periodistas montevideanos (me refiero a la prensa en general y no solo a los comentaristas de cine o a los cronistas de fútbol meramente), habría recibido una traducción más accesible para nuestra cultura, como El más viril de los deportes: allí, el realizador se complacía en una criptografía impecable, donde toda mención de la pesca deportiva podía (y debería) leerse en clave erótica, preferentemente homosexual. En cambio, el casi confeso misógino Randolph Scott adoptó un aire de incontinencia donjuanísitica para protagonizar Sigamos la flota, de Mark Sandrich (a su vez, padre de la irrepetible Sombrero de copa), con la aspiración de perpetuarse en su imagen de varón vocacional.

John Wayne, por su lado, concentró los oficios de sus victoriosos lobistas en que demoraran el llamado a filas que le reservaba la campaña del Pacífico hasta después de la capitulación del Imperio del Sol Naciente, pero no se privó de filmar entre tanto aleccionadoras aventuras de guerra, en exteriores tropicales reconstruidos en el estado de la Florida. No faltaron generales que exaltaran su invalorable contribución al esfuerzo bélico, en la medida en que el actor, con su apócrifa acción de presencia, indujo a miles de jóvenes del Medio Oeste a enrolarse: ese efecto multiplicador despertó en el Pentágono un reconocimiento que no habría recogido el recluta Wayne dans la vie, si hubiera empuñado de veras el fusil. En The Amazing Dr. Clitterhouse, 1939, libreto de John Huston (dirección de Anatole Litvak), Edward G. Robinson interpretaba a un idílico profesor de biología, Humphrey Bogart a un asesino psicopático y Claire Trevor a una cándida impúber suburbana. Diez años después, en Huracán de pasiones, 1949, dirección de John Huston, el orden de los factores había alterado todas esas valencias: Bogart, previa mutación de su personaje de héroe de la Brigada Lincoln en la Guerra Civil española --tal cual venía de la pieza de teatro de Maxwell Anderson-- en ex soldado de la Segunda Guerra, encarnó a un aislado justiciero, Robinson a un sanguinario capomafia y Trevor a una veterana pecadora susceptible de arrepentimiento. A su vez, Georges Guétary pasó a la historia primero como animosa estrella de la canción francesa de entreguerras, y enseguida, durante la Ocupación, como luminaria del colaboracionismo, con todos los oficios de delación y servilismo que esa voluble infamia incluía. Mientras zafaba, en la posguerra, de las instancias de la Depuración que se empeñaban en echarle el lazo, Louis B. Mayer, Arthur Freed y Vincente Minnelli lo convocaron a Sinfonía de París (música y letras de los semíticos Gershwin), para darle la oportunidad de blanquear su sepulcro, transcribiendo a su personaje la inequívoca carrera que desarrolló en el mundo del espectáculo pero mudándolo en ímprobo héroe de la Resistencia. Por añadidura, su espíritu de sacrificio lo inducía a darse en matrimonio al personaje de Leslie Caron, huérfana a su vez de una pareja exterminada por colaboracionistas y colaboracionados: de esta segunda carga también lo indulta, a última hora, el libreto, que la transfiere al personaje encarnado por Gene Kelly. Este puñado de ejemplos, extensible hasta donde el casuismo abarque, del cero al infinito, a un tiempo favorables y adversos a las leyes de la naturaleza que presume haber descubierto el cuarto evangelista, demuestra que a tales leyes les falta lo que las haría precisamente eso, leyes, es decir, la regularidad. El Malogrado Cantor no fue ni la regla ni tampoco la anomalía confirmatoria.

Desde que el destape se enseñoreó de las pantallas de toda laya en lo que sin duda constituye un proceso irreversible, el atractivo y la fascinación que puede ejercer todavía un espectáculo donde miden sus fuerzas la realidad y la fantasía, la historia y la leyenda, como términos inconciliables, han perdido gran parte de su intensidad. Después del ingreso de los anticonceptivos al mercado farmacéutico, los críticos reflexionaban sobre la vigencia práctica de tragedias como Yerma, si no las sostuviera una literatura de desaforada calidad. Así como la disección del Tercer Reich ha puesto en evidencia la trivialidad del mal hasta entonces inédita, veinte años de cine de Almodóvar han demolido elegantemente, hasta abolirlos, los fundamentos de pudor que podrían sustentar una cosmología como la que subyace en las alegaciones de los territorializantes. Y cuando no las amparan ni los versos de García Lorca, ni siquiera, salvando mucha distancia, el desenfado del director de Mujeres al borde…, es preciso alentar un fuego patriótico a toda prueba para blandir estas indigentes hechuras (indigentes si se soslaya la mayúscula, insuperable salvedad de la música, para la que sin embargo nadie tiene oídos en este ámbito) como argucia decisoria.

La bibliografía principal y secundaria (páginas 156 a 160) que en su apoyo esgrime el texto, consta de noventa y siete especímenes, que o bien el autor no consultó como debía en todo o en parte, o bien juzgó superfluo controvertir en lo que no se aviniera a sus axiomas. La encendida estrategia por la que se inclina, para mayor gloria de sus inamovibles apotegmas, hace caso omiso de toda advertencia que las aminore: textos ineludibles ni siquiera se registran. Figuras capitales, tanto en la vida y obra del cantor epónimo como en el tango en general, tal Francisco García Jiménez, se aluden con una ligereza solo explicable, acaso, en función de la estricta ajenidad que frente al género trasuntan estas urdimbres. La astrología, que en tiempos de Gardel se usaba para interrogar el porvenir (Sueño querido, letra de Mario Battistella, música de Ángel Maffia), acude, por el contrario, en auxilio de estos apóstoles para adivinar el pasado ignoto y proveerlos de inapelables certidumbres. Con ese auxilio, el tercerista cree colmado el requisito final, la prueba de laboratorio que corrobora el nacimiento de la criatura con precisión de lugar, fecha, hora, minutos y segundos, y confirma contra viento y marea su prosapia familiar y su consecuente ciudadanía (aunque aquella juntura no se consideraba entonces familia, ni ahora, todavía, stricto sensu, tampoco). Para los escépticos, el coadyuvante tributa en la página 36 la debida acción de gracias a la conjunción de Sagitario y Urano y da por concluida, con esa coda triunfal, su empeñosa homilía: gracias a esos instrumentos ya no solo es posible inducir cómo será el carácter de quienes nacieron en ese momento y qué les deparará la vida, sino deducir, de la vida que vivió, el lugar, la fecha y la hora ignotas en que nació. Todo rigor perecerá.

Relevar y subsanar el cúmulo de errores de hecho, contradicciones, arbitrariedades que acumulan estos capítulos entrañaría, al ritmo, como poco, de una rectificación por página, un esfuerzo de reescritura que solo un segundo Pierre Menard podría emprender. Guiado por un espíritu de osadía digna de mejor causa, que no garantiza la estricta originalidad de la empresa, es dable un par de notas, a modo de colofón. Tanto el título del texto, que es lo de menos, como algunas tipificaciones de estirpe weberiana que recepciona el texto, que es lo de más, registraron alguna versión pasada; ejemplo, en particular, para el segundo caso, Juan José Sebreli (Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1963): no son necesariamente demostración ni de apropiación ni de calco, sino, apenas, de retraso en el tiempo, de haber llegado tarde a la meta, con la pista a oscuras y la gradería desierta. Pretender, como hace el responsable de este volumen, que la heredera de Gardes no frecuentó al que se daba a conocer como Carlos Gardel sino después de la apertura judicial de la sucesión, configura una aspiración rayana en el desatino: una y otro no solo habitaron bajo el mismo techo en diversas moradas de Buenos Aires, sino que su última residencia común constituye uno de los museos más visitados de esa capital, fuera de que La Francesa (como la designa intrépidamente, con lenguaje de crónica del hampa, uno de los inspiradores del tercerista, que este transcribe con regocijo) no solo tenía un palco reservado en las salas en las que actuaba su causante, sino que lo ocupaba visible y regularmente.

Entre el estruendo y la furia, el resto es silencio. ¿Y la música? Bien, gracias. Si la posteridad debiera atenerse a las resultancias de esta lectura no podría determinar a ciencia cierta a qué se dedicaba el destinatario de tantos afanes, qué hizo concretamente de Gardel lo que fue, Gardel. El Uruguay tiene su experiencia histórica en ese renglón. Cuando el más famoso poeta español de la época visitó Montevideo, el poeta Alfredo Mario Ferreiro, a cargo del ceremonial, quedó momentáneamente desposeído de voluntarios. Como ultima ratio, convocó a uno de sus cuñados, totalmente ajeno a los oficios del huésped. Avisadamente, cuando durante el paseo el examen de temas circunstanciales se había agotado, el acompañante inquirió a su interlocutor: "¿Y usted, García Lorca, a qué se dedica?" Mutatis mutandis: este volumen no le ahorraría al atribulado cuñado, en trances análogos, la misma pregunta.

4) MAS ACA DE LA HIPOACUSIA O, UNA VEZ MAS, LA REVANCHA (música de Pedro Láurenz)

En el caso de Borges, la política sucesoria y los intereses editoriales se anudan para rescatar las módicas palabras de ocasión que, aunque con oficio consumado –quién más--, pronunció el escritor durante la presentación del libro de Tomás de Lara e Inés Leonilda Roncetti de Panti sobre El tema del tango en la literatura argentina, en 1969. Este otro volumen, que permanece sumergido en la umbría espesura de la amnesia, tendrá sin duda menos fortuna con los recuperadores de goletas hundidas que los párrafos protocolares emitidos a boca de jarro en el acto de apadrinamiento. Aunque a dos renglones del final el presentador reniegue de las vanidades mundanas ("¡Qué importa la fama!, absolutamente nada"), parece lícito, con el producto a la vista, buscar en ese marco el motivo de esta exhumación. Criar fama, criar cuervos, lo mesmo fastidea.

El tango, quién no lo sabe, es un tema recurrente en la literatura de Borges y más aun en su folklore doméstico. El ángulo desde el que lo ha enfocado –y su campo visual, o lo que de él quedaba, dicho con todo respeto y solidaridad, sin teratología concebida, se ha negado tenazmente a variar la perspectiva— se empecina sobre todo en el diagnóstico de su pureza y en el desenmascaramiento de las sucesivas desvirtuaciones a que lo fue sometiendo el tiempo y las degradaciones que aquel le deparó, como ser la inmigración y el ascenso de la clase media (visión que resuena, por ejemplo, en la cita tomada más arriba de la novela El cantor de tango).

Tal vez, del magisterio que el autor de Cuaderno San Martín recogió del español Rafael Cansinos Asséns, especialista en cultura judía y presunto descendiente de judíos él mismo –seguridad que se ha empezado a poner en cuarentena, últimamente--, extrajo, entre otras y ultras, una especie de obsesión por la cashrut, como se dice contemporáneamente (en Villa Muñoz decíamos todavía coshres), es decir, la preceptiva que indicaba cómo conservar lo cosher, o sea, la pureza ritual en los alimentos pero también en todos los demás órdenes de la existencia, para hacer del tango un objeto grato a los ojos del Todopoderoso. Durante décadas la preocupación central del escritor giró en torno al tango cosher, la misma que sobrenada en este (quizá) postrer abordaje. "Podemos preferir el tango sentimental; yo prefiero el tango valeroso. Podemos preferir también esos juegos musicales que se llaman tango y que yo no reconozco del todo… Es decir, para mí el tango sigue siendo todavía, por ejemplo,´El pollito´, ´El cuzquito´, ´Rodríguez Peña´, ´El choclo´ y otros".Tango puro, tango impuro, ser o no ser, he ahí la cuestión. Es cuestión de axiología: valeroso, sinónimo de valiente; valedero, sinónimo de valioso. Todo lo que excede ese guarismo, o no lo iguala, carece de valor, en las múltiples acepciones: cobardía, pobreza, sentimentalismo, el número contrario, opuesto o inverso. Un tango Aquiles, un tango, a lo sumo, Ulises. ¿En cuál de esos espejos habría preferido asomarse Florencio cuando escribió orondamente Cartas de un flojo? ¿Cuál de las dos perspectivas puede enarbolar con mejores credenciales los dones infusos que se invocan por uno y denuncian por el otro?

El connubio entablado por causahabientes y gerentes deriva en esta jugosa oferta de saldos y retazos, asador al que van a parar tibios caminantes que el autor habría probablemente, en plena posesión de sus facultades, regurgitado. Esa fue por otra parte una de sus constantes vitales, la disconformidad inmanente, que lo compelía a recortar, reducir, abreviar, descartar pero también rectificar. Sus reediciones se caracterizaban primariamente por las supresiones de fragmentos que en primera instancia –laissez faire, laissez passer— habían evadido el derecho de admisión (lo que, en lenguaje de tango y en un ejemplo que le debería ser especialmente aceptable, se llamaba Entrada prohibida, música de Luis Teisseire). Fragmentos y volúmenes enteros: para seguir con los ejemplos, sus Otras inquisiciones apelaban a sus Inquisiciones, unas que, sin embargo, habían sido retiradas obstinadamente de circulación, por cuya circunstancia el impacto de la titulación resultaba alternativamente disminuido e intensificado. Max Brod pudo esgrimir razones de justificación más que dignas de recibo para incumplir la última voluntad del abogado Ferenc Kafka y en lugar de destruir su obra darla a las editoriales. No sé si los tenaces recolectores de estas desterradas limaduras podrían ampararse en la misma excepción.

Para justificar sus, como se vio, todavía pertinaces admoniciones, el autor invoca el santo y seña legitimador: "Yo he conversado con Saborido, autor de ´La morocha´, he conversado con Ernesto Poncio (sic)", escrito así, como si viniera de Poncio Pilatos y no de Ernesto Ponzio, "El Pibe Ernesto" (tal cual cantaba Raúl Berón), "autor de ´Don Juan´ y creo que de ´El entrerriano (sic)´", escrito así, con minúscula, ignorando que se trataba, no del mero gentilicio, sino de un sobrenombre, es decir un nombre propio, que identificaba a un natural de la provincia de marras, titular de una anotación en el Registro Civil. Ahora bien: el abecé del género establece que El Entrerriano es obra de Anselmo Rosendo o Rosendo Mendizábal o Anselmo Rosendo Mendizábal o Cayetano Rosendo Mendizábal, que así lo registran acumulativamente Del Priore-Amuchástegui (Cien tangos fundamentales, Buenos Aires, Aguilar,1998), Ferrer (El libro del tango, Buenos Aires, Galerna, 1977) y Gobello (Hombres y mujeres que hicieron el tango, Buenos Aires, Centro Editor de Cultura Argentina S.A., 2002), entre tantísimos otros. Ese mismo abecé abarca la solitaria reivindicación de Ponzio, invariablemente desechada. La opción de Borges adopta el tono del desafío lanzado al aire, sin destinatario excluyente ni propósito inteligible, la provocación gratuita, "sin odio/lucro o pasión de amor", la maniobra preliminar a la contienda propiamente dicha, la figura que en esgrima vernácula se designa como "arrastrar el poncho" para inducir el desafío.

Para celebrar a Lugones, el escritor juvenil lo llamó "el mayor taita literario" (Teresa Alfieri, El primer Borges y los ´ismos´, Hugo E. Biagini-Arturo A. Roig, El pensamiento alternativo en la Argentina del siglo XX, tomo I, Identidad, utopía, integración (1900-1930), Buenos Aires, Editorial Biblos, 2004), lo que también denota una opción significativa. En ese recurrente espejo de malevaje gustaba al parecer contemplarse cuando sacaba a relucir sus teoremas elaborados en torno al objeto referencial ("el recuerdo imposible de haber muerto peleando"). El propio impulso lo proyecta a la fase siguiente, que consiste en pisar el poncho ajeno, para cuyo paso elige a Discepolo, con quien, aunque mide fuerzas, se cuida de designarlo siquiera por el apellido, en una calculada finta de desdén, como hacen los espadachines en el cine de Kurosawa: el autor de Chorra no solo contaminó de emotividad pequeñoburguesa lo que era un austero reducto del (supuesto) subproletariado, sino que, como coherente desenlace, abrazó con igual dosis de estridencia el peronismo. Contenida toda iracundia bajo la asepsia de su acreditada sintaxis, los buenos modales del autor no se distraen en reprimir la repulsa que la infunde el prójimo con el que arguye en la emergencia. La emprende así con la (digámoslo sin demora) en efecto, insuficiente definición del género que ensayara su contrincante (aquella de que "el tango es un pensamiento triste que se baila... etc., etc."). Más allá de la inanidad genérica a la que suelen sucumbir esas formulaciones, por desgracia, Borges se solaza en desmontar el endeble mecanismo con un gusto incontenible por la obviedad, que supera largamente las defensas pero también las exigencias de su objeto. La postulación de Discepolo es descalificada como una aporía definitiva, que no sirve sino para hundir en el más irrevocable ridículo a su balbuceante progenitor. ¿Pero danza, o con más amplitud, movimiento, pensamiento y sentimiento son de veras recíprocamente incompatibles? ¿Los sesudos coreógrafos del siglo XX estaban desprovistos de facultades intelectivas o emocionales? Aunque no ose decirlo por el nombre bautizado por otro, solo cabría definir al género con la fórmula (producto sin embargo del pensamiento) en que un tercer argentino, el comentarista de fútbol Dante Panzeri, aspiraba a encerrar la idea de su deporte favorito: dinámica de lo impensado. Nada nuevo bajo el firmamento.

El otro navajazo ("esos juegos musicales que se llaman tango y que yo no reconozco del todo") responde a un inocultable móvil de desquite y venganza y tiene por destinatario a Astor Piazzolla, cuyo nombre y apellido tampoco condesciende a denunciar, aunque con ese rechazo, además, empieza por negarse a sí mismo. Con Piazzolla, Borges había entablado una insatisfactoria sociedad artística de la que, pese a todo, salió un, aunque no para él, memorable LP, sello Philips, un lustro antes. Pese a su refinado denuesto, en su célebre poema "El tango", Borges había encomiado al género por su carácter lúdico ("esa ráfaga… esa diablura"), del que hacía una de sus claves eminentes. Allí concordaba con la legitimidad que a la travesura le había reconocido la cultura occidental del siglo XX, por lo menos desde Jarry en adelante, pasando por instancias tan patentes como el dadaísmo y el surrealismo, y del que el tango en general y la obra de Piazzolla en particular están repletos de ejemplos. Borges veía la redención del tango en su alegría "de ser hombre y ser valiente", y en su aptitud lúdica, que ahora también reprueba. En sus estrofas, para pensar en concreto, erigía en paradigmas a "los tangos de Arolas y de Greco", sin advertir ("entonces vi con sorpresa", otra vez) que sus arquetipos designaban a sus piezas con nombres como Estoy penando y Lágrimas. Para peor, Greco, que además escribía letras no especialmente hilarantes, en un tiempo en el que fue indiscutible precursor, dedica algunas reverencias a Rubén Darío (La percanta está triste, cuya letra, aparte de su entrañable música, le pertenece, entre otras de parecido tenor. El autor de Ficciones no tiene idea de cuán imaginaria resultó ser la filiación que le atribuyó a El cuzquito, letra y música también de Greco, que sobrepasa en tono elegíaco los ensayos iniciales de Contursi). Después de ensalzar, en verso y en prosa, el tango festivo, como una exaltación de "la fiesta y la inocencia", aquí el autor ejecuta una vuelta de campana sin previo aviso (al lector y al autor) de la que ni siquiera alienta sospecha alguna.

5) ALEJAMIENTOS, ACERCAMIENTOS O FRIVOLITÉ (música de Enrique Delfino)

Con la misma incertidumbre con que los personajes de Días de radio interpelaban a la posteridad desde las azoteas de la urbe tentacular, podemos preguntarnos, sesenta años después, exactamente, qué será del tango, qué será de estos ejercicios literarios, cuál de esos variados sujetos gozará de una sobrevida más larga. Florencio, que murió hace noventa y cinco años, se reedita poco y se representa menos. Gardel, que pereció hace setenta, aunque en repliegue, es todavía accesible para el oído, aunque menos que para ciertos subproductos del sensacionalismo. ¿Qué resaca dejará esta marea de grafomanía ilustrada cuando las dispares urgencias que la suscitaron –desfonde económico, nostalgia correlativa de las glorias cerriles, cuando no puro cálculo contable -se desvanezcan con la moda generada por efecto de arrastre? Al margen de la tentación oracular, la conclusión puede ser más bien deficitaria. Decir decepción, en el ámbito del tango –bueno, depende de qué tango se considere-, que ha dilucidado intensivamente ese fenómeno, puede sugerir una caracterización no especialmente impactante. Decepción, dijo Discepolo, ¿y qué?

Pero no por esperada menos decepción, al fin y al cabo. El divorcio entre estos dos mundos que estos ejemplares –quizás— se proponen mitigar, parece irreversible en presencia de estas tentativas, huérfanas de todo otro incentivo, en el mejor de los casos, que la nuda buena voluntad, y en general ni tanto. De los doctos, el tango podía esperar que por lo menos estudiaran la materia, antes de presentarse a examen y con mayor razón antes de dar clase, como efectivamente (se) proponen. Con los resultados a la vista, el género no dispone de elementos de juicio que lo ayuden a preferir entre el acercamiento de estos sectores y la exclusión, como hoy se dice. Parece difícil creer que en conjunto las horas de vuelo que suman los tres autores como meros oyentes del género sobrepasen la unidad, o siquiera la alcancen; de sus textos, apenas se trasluce que la sustancia que constituye el fenómeno que abordan disponga de componentes auditivos. Ninguno de los tres escritores examinados ofrece siquiera un indicio medianamente persuasivo de que el tango in re ipsa ocupe algún espacio en la región fruitiva de su psiquis (aunque si, quizás, en las zonas más propiamente furtivas de ésta, según las connotaciones polisémicas que aloja la raíz latina furtum). Uno de ellos, por ejemplo, se concentra en el metraje no cantado del cine de Gardel. Borges, que se remite de continuo a la naturaleza prostibularia del baile y la música, abandonó Buenos Aires precozmente, en la adolescencia, y a menos que los burdeles de Ginebra ofrecieran entre sus servicios accesorios sesiones de tango, parece de incautos creer (o atribuir) a la saturada experiencia del contemplador la fuente de sus comprobaciones. Los autores que mienta en El tango se hicieron muy conocidos, pero sobre todo después de que la familia Borges Acevedo zarpara hacia Europa.

Aunque pertenecen a "un género de obras y un tipo de hombre cultivado…,a los cuales se reconoce un papel de guías culturales o de taste makers… [que] en virtud de su poder político o económico o de las garantías institucionales de que disponen, están en condiciones de imponer sus normas culturales a una fracción más o menos amplia del campo intelectual" (Pierre Bourdieu, Campo intelectual y proyecto creador, en Problemas del estructuralismo, México D.F., Siglo Veintiuno Editores S.A., 1967, pág. 162), los hechos no traducen, en el mejor de los casos, una contribución o una resta significativas. Estas incursiones no denotan un mínimo de entrega, postura por demás lícita siempre y cuando se prescinda del gesto salvacionista que adoptan para barnizar su ajenidad. Al cabo de su periplo, el objeto y su observador siguen siendo imperturbables intrusos el uno para el otro. "El público está también invitado a entrar en el juego de las imágenes indefinidamente reflejadas, que terminan por existir como tales en un universo en que no hay otra cosa real que los reflejos" (Bourdieu, ibíd., pág. 157). ¿Peor para ellos? ¿Peor para el tango?

 

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