Serie: Expedientes (XIV)

Recuerdos del futuro: el Uruguay de 1972 a 1985

Justicia militar

José Wainer

Desde que el Uruguay nació a la vida soberana, y aun en los prolegómenos de su gestación como entidad autónoma y singular, la jurisdicción castrense fue entendida invariablemente como un resabio del derecho foral, digno de todos los recelos que una sociedad de obstinada vocación democrática como la que nació de esa independencia alentó sin desmayos a lo largo de toda su peripecia secular.

Tales aprensiones radicaban su fundamento en múltiples razones y proporciones, de las cuales me permitiré, por cuestiones de brevedad y entre tantísimas otras, destacar dos de sentido negativo y una de sentido positivo.

Igualdades, distinciones y garantías

Como parte de las primeras, cabe recordar que la conciencia y el consenso que definieron la opción de identidad del país adhirieron a los principios fundamentales del constitucionalismo moderno, recibidos a través de los desarrollos originados tanto en la Europa continental como en la vertiente anglosajona. En los cimientos de esa empecinada arquitectura, el principio igualitario provee un centro de gravedad para el cual la institución de tribunales especiales –sea para eclesiásticos en su caso, aristócratas en el suyo, o, en fin, para militares, y cubiertos, en todos esos ejemplos, por sus respectivos fueros- configura una irritante vulneración. La Constitución uruguaya, a lo largo de todas sus variantes, aparece recorrida de punta a punta por un soplo de inspiración jusnaturalista, y consagra en sus líneas estructurales un obstinado apego a esa opción. Todos iguales ante la ley significa, también, todos iguales ante los jueces, y ante jueces que son sus pares, vale decir, iguales a todos, juzgadores y justiciables. Los propios sinónimos de la palabra fuero, o sea, privilegio, prebenda, canonjía, componen un vocabulario que los escrúpulos ciudadanos del yo nacional repudian.

La citada carta magna acoge la posibilidad de la jurisdicción militar solo a título de excepción. Y de excepción reducida a su vez a la mínima expresión, tal cual lo enuncia el artículo 253 del texto: únicamente para juzgar hechos que son delito si cometidos por militares o durante transitorios estados de guerra. Y aun los delitos comunes perpetrados por militares, así lo proclama la norma, deben someterse inflexiblemente a la jurisdicción común. Toda contravención a esta definición fundamental ha sido sancionada con un inalterable rechazo colectivo emanado del cuerpo electoral por la vía del referéndum, cada vez que ese cuerpo fue consultado y se admitió que se exteriorizara.

El fuero militar pone en riesgo otro de los principios medulares de la democracia bien entendida, la separación de poderes y su consecuencia de división estricta del trabajo y especialización de funciones.

El poder judicial, según la incólume concepción de ese constitucionalismo moderno, es una entidad autónoma, separada e independiente de los otros dos poderes que condensan la actividad del Estado, es decir, el legislativo y sobre todo el ejecutivo. El juez, encargado de velar por la aplicación del derecho y asegurar las garantías del ciudadano, debe mantener una independencia que, a riesgo de desnaturalizarse, no admite detrimento alguno, y que a su vez resulte sustento de la imparcialidad, la ajenidad y el equilibrio anímico inherentes a la gestión que el ordenamiento jurídico le confía.

Sin embargo, tales atributos se encuentran en los antípodas de la tipología militar, que impone a quienes integran el estamento una relación de obediencia rigurosa a la superioridad, de verticalidad y disciplina, de solidaridad camaraderil, de sacrificio de la conciencia propia en pos de objetivos que no está a su alcance calificar ni mucho menos desatender. Tales son las reglas del juego, en tiempos normales y de los otros, más aun en estos que en aquellos. Si el juzgador integra la misma estructura orgánica que el gobernante acuciado por las urgencias de la represión, pero más estrictamente condicionado por la subordinación que cualquier otro servidor del Estado y por la previsible aspiración de complacer a quien tiene en sus manos el progreso de la carrera profesional de quien lo sirve, parece una obviedad sospechar que la determinación estricta de la verdad, a través de procedimientos saneados de prueba, la calificación de las conductas que de esa averiguación resultan configuradas y la atribución de sanciones proporcionadas constituyen valores relegados a planos alejadamente secundarios, si lo queremos decir con circunloquios.

La tripartición de los sujetos del proceso, es decir, dos partes por un lado, y un tercero, necesario, que juzga y decide entre las postulaciones controversiales de aquellos dos, se quiebra y se reabsorbe en dos, un sujeto pasivo de la acción penal y un sujeto activo, aunque bicéfalo. La implantación de la justicia militar, y su incremento a expensas de la justicia a secas, entraña un proceso de erosión irreparable del principio de separación de poderes, un golpe alevoso, por consiguiente, contra la democracia y la instauración de un simulacro de judicialidad; en fin, en lo formal, la implantación de una no justicia, y en lo sustancial, la (deliberada) entronización de la injusticia.

Linderos perdidos

Y por último, mirado desde el otro ángulo que anunciamos, el menoscabo de tales límites, que debieron entenderse intocables, condujo a un atolladero institucional, del que, como una vez más se ha comprobado, no puede salirse más que por el estricto acatamiento de la norma jurídica, en su letra y en su espíritu; en fin, por la recuperación del Estado de derecho en sus términos plenos.

El proceso al que se llegó, mediante soluciones inconstitucionales que fueron pautando una deliberada corrosión y un creciente desprecio oficial por la vigencia de la carta magna (según se habían vuelto costumbre –quiero decir: hecho, no derecho- desde 1968), tuvo su punto de culminación cuando se dictó la ley 14.068, de julio de 1972. Con ella se sustrajo del conocimiento de la justicia común, y con él de la judicialidad propiamente dicha, un capítulo de delitos cometidos por no militares (y eventualmente, también por militares, ya que la Constitución, art. 253, no distingue, y por lo tanto, la distinción por boca de ningún intérprete procede), delitos incluidos de larga data en el Código Penal y procesables exclusivamente por la justicia común, que se rebautizaron como "delitos de lesa nación".

Con ella esa ley, en fin, se impuso su traslación al fuero militar, incompetente por definición, es decir, como se dijo y debe repetirse, por una opción constitucional, para que entendiera en ellos. Gracias a esa cirugía toscamente invasiva, emanada de estrategias parlamentarias pre y post, el régimen dictatorial vio allanado en ese ámbito sus necesidades con una legislación que no requirió ninguno de los ilegítimos retoques y distorsiones que, en cambio, se apresuró a infligir al derecho positivo en tantos otros ámbitos. Como reveló el titiritero al jinete manchego cuyo cuarto centenario se conmemora, la jurisdicción militar, pese a incurrir en los previsibles "mil disparates", más bien, al contrario, premiada por ellos, siguió "felicísimamente su carrera", hasta que el poder malhabido se restituyó a sus legítimos titulares. Capítulo aparte merece la práctica administrativa con que se completó el ciclo que tuvo, en la ley 14.068, una especie de "acto institucional número cero", su condensación fundamental.

La Solución Final de pacificación que con esa transposición se prometía alcanzar, como alternativa compensatoria a las convulsiones que trajeron las décadas séptima y octava del siglo XX, resultó al fin de cuentas una cronología comparativamente fugaz, que sin embargo dejó un tendal de cuentas impagas del que el país no ha conseguido recuperarse sino a duras penas, y con enorme tenacidad.

Durante las tres décadas largas que sucedieron, los padrinos de ese desborde foral se empeñaron en un negacionismo vergonzante (el adjetivo se aplica a quienes acuden a la complicidad por disimulo o encubrimiento): las obvias tropelías acaecidas, al amparo de la metodología que propiciaron, les fueron anunciadas por las mentes jurídicas más esclarecidas del país, hasta por la vía periodística --me remito a la lectura de las contribuciones de Quijano, Martínez Moreno, Arlas-Teitelbaum, Reta-Grezzi, José Luis Bruno, un orgullo para la cultura jurídica de cualquier parte, cuanto más para nosotros-. Tales vaticinios, vistos al cabo del tiempo, se cumplieron, uno a uno, de modo tal que sus eminentes lecciones mantienen una vigencia ejemplar: así debía ser, así desgraciadamente fue, así seguirá. Nada cabe añadir a lo que esos ejercicios oraculares sabían de antemano.

A posteriori, el ciclo emprendido en la fase preliminar de la dictadura, al extender la competencia de los jueces militares evadiendo límites erigidos por la constitución, fue completado y cerrado, coherentemente, por los mismos órganos sujetos a una análoga integración e inspiración, en diciembre de 1986, con la llamada Ley de Caducidad, que sustrajo de sus jueces naturales, en una operación simétrica, a quienes durante la dictadura, en primer lugar, delinquieron, y en la volteada no dejaron derechos humanos por transgredir e incurrieron en prácticas aberrantes que concitaron, siguen concitando y lo seguirán haciendo previsiblemente, el rechazo universal.

Así como se distorsionó el derecho, dando a los tribunales castrenses una injerencia de la que el texto constitucional los excluía, cuando retornó la normalidad institucional se debió sustraer, a la vez y consiguientemente, de sus jueces naturales a quienes al amparo del primer desborde habían consumado las demasías contra el orden jurídico que se habían anunciado. Se recurrió al arbitrio de extender un manto de impunidad que no hizo sino perpetuar una segregación implícita en la institución del fuero militar, pero de sentido inverso al primero. Como dijo entonces Jorge Gamarra, el máximo civilista del derecho uruguayo: "No fue[ron] procesado[s] ni lo será[n] nunca. Orwell corrigió entonces el artículo 8 [de la Constitución uruguaya] de esta manera: todos los hombres son iguales pero hay algunos más iguales que otros".

Las claves de Casandra

Las sombrías predicciones adelantadas en 1972 se condensaron en un balance más torvo, si cabe, todavía, que las confirmó en los puntuales hechos que se extendieron hasta 1985. El jurista uruguayo Alejandro Artucio, hoy embajador del país ante Naciones Unidas, enunció, durante el último tramo de ese aciago ciclo, esta sobria y, como conviene al estilo nacional, más bien pudorosa crónica que, aparte de confirmar aquellas premoniciones, se cuida de cargar ninguna tinta en esta descripción austera de toda retórica: "Todos los sospechosos de delitos políticos ([o sea, aquellos que afectaban] la seguridad) [fueron] juzgados -contra lo dispuesto por la Constitución- por jueces y tribunales militares que usurparon las funciones de los jueces civiles, y que no [eran] independientes pues depend[ía]n jerárquicamente de sus mandos, no [eran] idóneos puesto que no [eran] abogados ni expertos en derecho, no [eran] imparciales pues [habían] toma[do] parte en la lucha y finalmente no [tenían] vocación de jueces desde que [eran] militares que [habían sido] preparados para la lucha y no para administrar justicia.

"Estos procesos ante la justicia militar [fueron] muy lentos y exist[ía]n todavía [se hablaba en 1981] varios cientos de presos que no ha[bía]n recibido sus condenas, pese a haber pasado siete y ocho años en prisión preventiva. Los juicios est[aba]n viciados de irregularidades que torna[ba]n ilusorio el derecho a un proceso justo y equitativo. Los abogados defensores civiles se ha[bía]n visto perseguidos, detenidos, forzados al exilio u hostigados de cualquier manera para que abandon[ara]n las defensas penales. El caso más frecuente [era] que un preso político [fuera] acusado por un oficial militar (no abogado), que su defensa [de oficio] qued[ara] a cargo de [otro] oficial (no abogado) y [que fuera] juzgado por un [tercer] oficial militar ([tampoco] abogado).

"Las condenas resultantes de este sistema … [llegaban] hasta los cuarenta y cinco años. El promedio se puede fijar en unos seis años, impuestos por hechos tales como haber criticado a las Fuerzas Armadas, por haber distribuido propaganda política clandestina, haber pretendido ejercer derechos políticos o sindicales. Por otro tipo de hechos se [podía] esperar más de diez años. Pero no basta[ba] con haber cumplido la condena, pues muchas personas [seguían] detenidas administrativamente después de que el juez militar ordenara su liberación… A la prisión judicial se suma[ba] la administrativa, de duración indefinida. Nada cambia[ba] en la vida del preso, salvo su estatuto jurídico, con lo que se llega[ba] a la negación total del concepto de justicia".

Y así sucesivamente: huelga decir que ninguno de tales magistrados reclamó nunca ante las autoridades que debían cumplir su decisión de dar por terminada la privación de libertad del sujeto del proceso por esa dilación doblemente ilegítima. Ninguno se aventuró a examinar el origen de las confesiones extrajudiciales que generosamente descendían sobre su pupitre, ni a indagar en qué condiciones fueron producidas, ni siquiera cuando mediaba instancia de la defensa, si bien la vigilia sobre esos extremos debe ser uno de los escrúpulos más privativos de la función jurisdiccional en tanto tal, en tanto sus potestades y responsabilidades giran en torno a la averiguación de la verdad, de los que la alternativa del castigo o la absolución solo son una consecuencia.

El texto de las sentencias, que hacía caso omiso de las consideraciones técnicas en que se distraían los defensores, tildadas de malsanos ejercicios especulativos, era en general idéntico en todos sus términos de un caso al otro, salvo en la cuantificación de la pena, en la que en general los tribunales militares (sobre todo el Supremo, que resolvía en segunda, generalmente preceptiva y siempre definitiva instancia) pujaban sin disimulo con los fiscales para fijar condenas más elevadas, a menudo mucho más elevadas, que el petitorio, ya de por sí desmesurado, de estos, a quienes esos sentenciantes además tachaban de benignidad, para acumular de paso méritos comparativos cifrados en un superior celo funcional y aventajar a quienes, como esos malhadados fiscales, ocupaban el mismo rango.

Tales prácticas aparte de entrañar un caso de laboratorio ilustrativo de la competencia desleal, entrañaba una perversión flagrante del sistema procesal penal, de raíz eminentemente dispositiva, que priva (y privaba) al juzgador de la posibilidad de sobrepasar en la condena el aludido petitorio, y, en términos generales, una imagen elocuente de tergiversación de la justicia misma como función inalienable del Estado, que parece (y así resultó) el corolario previsible de una concepción que solo podía conducir a ese desenlace.

En esa casuística, corresponde subrayar el papel relevante que se le dispensó a la confesión como medio de prueba llevado al plano, según se adelantó, del reinado y señorío. En los sistemas judiciales más desarrollados, y aun en los no tanto, este recurso resulta en general deleznable.

En Estados Unidos, por citar un ejemplo, disponer -como única evidencia- del relato que el infractor suministra para incriminarse, suele parecer una opción en la que el sistema judicial se agraviaría a sí mismo. Allí donde, digamos al pasar, el verbo to remember (por lo de Alamo, por lo de Pearl Harbor, entre otros topónimos) es muy frecuentado y no suscita las aprensiones que se agitan en latitudes más cercanas, el derecho a no autoincriminarse, es decir, a no declarar en contra suya y guardar silencio, constituye una de las garantías fundamentales del ciudadano. Aquí, en cambio, la averiguación empezaba y concluía en las deposiciones prestadas por los incriminados, ni siquiera en la órbita judicial propiamente dicha, sino en los lugares de reclusión: al magistrado se acudía meramente a "ratificar" los dichos que se emitían y suscribían al cabo de varios meses de arresto.

La Constitución solo permite que alguien permanezca privado de su libertad, en averiguaciones, dos días. Durante el primero, a disposición de la autoridad administrativa, y el segundo, a disposición del juez. Si al cabo de ese período no sobreviene el procesamiento, el indagado recupera automáticamente la libertad. Las prisiones preventivas, que así se llama esa situación, se extendían ad libitum, sin que los jueces militares, a quienes se estaba menoscabando, como quiera que fuere, con esas dilaciones, dieran muestra de molestia alguna. Los procedimientos que permiten controvertir las comprobaciones emanadas de un texto semejante no solo no eran movilizados por los propios magistrados sino, cuando los planteaba la defensa, recibían un tratamiento de sabotaje por displicencia en la que se concentraba casi toda la diligencia de que eran capaces estas instancias.

Cuando la autoridad pública actúa antes de que la justicia tome sus cartas, lo hace a título urgente, provisional y auxiliar; una vez entregados infractor (presunto, si no in fraganti) y elementos de juicio, la compuerta se cierra. Con ese conjunto, preceptivamente, el juzgador debe decidir si abre el proceso o declara que no hay mérito para hacerlo, o que deben seguirse las diligencias instructorias, y en los dos últimos casos la privación de libertad cesaba definitiva o momentáneamente. En ese ámbito, lo corriente era que la persona y los antecedentes, si no presentaban una imagen lo bastante persuasiva para el juzgador, fueran devueltos al confesionario de origen para que la declaración alcanzara un rendimiento más decoroso. Esa retrogradación, que en sí misma configura una anomalía aberrante, permitía que la justicia militar de instrucción digiriera a satisfacción el procesamiento de quien había admitido, en segunda vuelta, haber adherido al socialismo -ni siquiera, estrictamene, al partido amparado por esa denominación-, varios años antes de que se decretara la proscripción de la actividad política (transgredir esa proscripción tampoco estaba tipificado como figura penal stricto sensu), y cuando el agente delictivo aún no tenía dieciocho años, es decir, cuando era inimputable y por lo tanto no había delincuente ni había acción delictiva. De modo que en esos largos meses de pacientes interrogatorios, la ocasión servía para que, imbuídos de un espíritu redentor análogo al que movería a los frailes que integraban los cuadros inspectivos del Santo Oficio, los infractores adelantaran la cuota principal de expiación que se les exigía. Nada por aquí, nada por allá.

Tentaciones milenaristas

Desandar ese camino supuso para la sociedad uruguaya un oneroso esfuerzo, que sin embargo se entendió y se entiende ineludible como condición de salud espiritual, de cohesión social y de perduración como nación. Corresponde atribuir a las reservas morales de esta sociedad la recuperación del fenómeno de "normalidad constitucional", como llamó al estado de ánimo nacional por excelencia, el destacado representante de la escuela constitucional uruguaya y senador de la República, Prof. José Korzeniak.

Movido por una tentación milenarista, el régimen de facto convocó a referéndum el 30 de noviembre de 1980, con intención de legitimar por esa vía (consustanciada, sin embargo, con las opciones civilistas que nutren la singularidad nacional) distorsiones como la que sufrió el régimen judicial del país durante esos años aciagos. Como otras iniciativas análogas –cortadas por las mismas tijeras exógenas, además, como lo ha probado su sincronismo con fenómenos similares en el resto de la región- la aventura autoritaria naufragó. La singularidad del país no solo está hecha -por lo menos recientemente- de insignificancias, sino también de ejemplaridad. El Uruguay ("el olvidado Uruguay" del siglo XX, Hobsbawm dixit) alcanzó su definitivo lugar al sol cuando la ciudadanía, en esa jornada de legítima gloria, que no denota resignación sino una exultante afirmación de autoestima, recuperó a mano limpia y de frente, en el sufragio universal y secreto, "la fiesta y la inocencia del coraje"

Por su contenido y especialmente, también, por el estilo en que se tradujo, el episodio quedará inscripto entre los más significativos del ciclo uruguayo, en la medida en que encarna la conciencia de pertenencia y la voluntad de construcción colectiva. Fue una victoria sin protagonista, un gesto colectivo y anónimo, en que el país revalidó la épica de su ciudadanía, su intención de persistir a través del tiempo y las vicisitudes, de perpetuarse en su particularidad, de mantenerse y proyectarse en lo que fue y en lo que aspiraba obstinadamente a ser, que, lejos de abdicar de esos valores, los recondujo una vez más, sobre todo cuando la dictadura se sentía en el ápice de su seducción y en la tentadora seguridad de su orden inquebranbtable, la coyuntura parecía más adversa que nunca, la última oportunidad. La invocación de esa instancia no ha sido santificada en el calendario de las grandes gestas patrias, y tal vez, en una cultura sobredosificada de homenajes, es más sano que así sea esta conmemoración: no por pautas cronológicas ni por el disfrute de un mero presente celestial, sino por la frecuentación de un pacto cotidianamente revalidado.

Al cabo de esta peripecia, no deja de llamar la atención el nulo interés que en la bibliografía suscitada por ese período se le concede al examen de esos antecedentes. Fuera de que se trata de una fuente documental de valor insustituíble, el bloqueo de la consulta al público y a los especialistas y aun a las propias partes interesadas y sus abogados, impuesto en todo este tiempo por una decisión anómala que no ha merecido sino comedidas denuncias en voz baja, denota que sobre tales supervivencias pesa todavía la misma interdicción impuesta en ese ámbito de la historia y de la vida, de la que la sociedad demora en recuperarse. Esa morosidad de cien rostros, que nos asalta a cada paso que se intenta recorrer en busca del pasado y del destino al mismo tiempo, no nos impide, por el contrario, nos induce a ratificar, finalmente, que la justicia, en fin el derecho, no es un lastre ni un sobrepeso, sino una de las bendiciones menos inconstantes que nos pueda haber deparado la creación. Y para actuar en consecuencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tentaciones milenaristas

Desandar ese camino supuso para la sociedad uruguaya un oneroso esfuerzo que sin embargo se entendió y entiende ineludible como condición de salud espiritual, de cohesión social y de perduración como nación. Corresponde atribuir a las reservas morales de esta sociedad la recuperación del fenómeno de "normalidad constitucional", como llamó al estado de ánimo nacional por excelencia, el destacado representante de la escuela constitucional uruguaya y senador de la República, Prof. José Korzeniak. Movido por una tentación milenarista, el régimen de facto convocó a referéndum el 30 de noviembre de 1980 con intención de legitimar por esa vía (consustanciada, sin embartgo, con las opciones civilistas que nutren la singularidad nacional) distorsiones como la que sufrió el régimen judicial del país durante esos aciagos años. Como otras iniciativas análogas –cortadas por las mismas tijeras exógenas, además, como lo ha probado incesantemente su sincronismo con fenómenos de análogo implante en el resto de la región-- la aventura autoritaria naufragó. La singularidad del país no solo está hecha –pofr lo menos recientemente-- de insignificancias, sino también de ejemplaridad. El Uruguay ("el olvidado Uruguay" del siglo XX, Hobsbawm dixit) alcanzó su definitivo lugar al sol, cuando la ciudadanía, en esa jornada de legítima gloria, que no denota resignación sino una exultante afirmación de autoestima, recuperó a mano limpia y de frente, en la exultaciòn del sufragio universal y secreto, "la fiesta y la inocencia del coraje".

Por su contenido y especialmente, también, por el estilo en que se tradujo, el episodio quedará inscripto entre los más significativos del ciclo uruguayo, en la medida en que encarna la conciencia de pertenencia y la voluntad de construcción colectiva. Fue una victoria sin protagonista, un gesto colectivo y anónimo, en que el país revalidó la épica de su ciudadanía, su intención de persistir a través del tiempo y las vicisitudes, de perpetuarse en su particularidad, de mantenerse y proyectarse en lo que fue y en lo que aspiraba obstinadamente a ser, que, lejos de abdicar de esos valores, los recondujo una vez más, sobre todo, cuando la dictadura se sentía en el ápice de su seducción y en la tentadora seguridad de su orden inquebranbtable, la coyuntura parecía más adversas que nunca, la última oportunidad. La invocación de esa instancia no ha sido santificada en el calendario de las grandes gestas patrias, y tal vez, en una cultura sobredosificada de homenajes, es más sano que así sea: esta conmemoración, no por pautas cronológicas ni por el disfrute de un mero presente celestial sino por la frecuentación de un pacto cotidianamente revalidado-

Al cabo de esta peripecia, no deja de llamar la atención el nulo interés que en la bibliografía suscitada por ese período se le concede al examen de esos antecedentes. Fuera de que se trata de una fuente documental de valor insustituíble, el bloqueo de la consulta al público y a los especialistas y aun a las propias partes interesadas y sus abogados impuesto en todo este tiempo por una decisión anómala que no ha merecido sino comedidas denuncias en voz baja denota que sobre esas supervivencias pesa todavía la misma interdicción impuesta en ese ámbito de la historia y de la vida y de la que la sociedad demora en recuperarse. Esa morosidad de cien rostros, que nos asalta a cada paso que se intenta recorrer en busca del pasado y del destino al mismo tiempo, no nos impide, por el contrario, nos induce a ratificar, finalmente, que la justicia, en fin el derecho, no es un lastre ni un sobrepeso sino una de las bendiciones menos inconstantes que nos pueda haber deparado la creación. Y a actuar en consecuencia.

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Y así sucesivamente: huelga decir que ninguno de tales magistrados reclamó nunca ante las autoridades que debían cumplir su decisión de dar por terminada la privación de libertad del sujeto del proceso por esa dilación doblemente ilegítima. Ninguno se aventuró a examinar el origen de las confesiones extrajudiciales que generosamente descendían sobre su pupitre, ni a indagar en qué condiciones fueron producidas, ni siquiera cuando mediaba instancia de la defensa, si bien la vigilia sobre esos extremos debe ser uno de los escrúpulos más privativos de la función jurisdiccional en tanto tal, en tanto sus potestades y responsabilidades giran en torno a la averiguación de la verdad, de los que la alternativa del castigo o la absolución solo son una consecuencia. El texto de las sentencias, que hacía caso omiso de las consideraciones técnicas en que se distraían los defensores, tildadas de malsanos ejercicios especulativos, era en general idéntico en todos sus términos de un caso al otro, salvo en la cuantificación de la pena, en la que en general los tribunales militares (sobre todo el Supremo, que resolvía en segunda, generalmente preceptiva y siempre definitiva instancia) pujaban sin disimulo con los fiscales para fijar condenas más elevadas, a menudo mucho más elevadas, que el petitorio, ya de por si desmesurado, de éstos, a quienes esos sentenciantes además tachaban de benignidad, para acumular de paso méritos comparativos cifrados en un superior celo funcional y aventajar a quienes, como esos malhadados fiscales, ocupaban el mismo rango. Tales prácticas, aparte de entrañar un caso de laboratorio ilustrativo de la competencia desleal, entrañaba una perversión flagrante del sistema procesal penal, de raíz eminentemente dispositiva, que priva (y privaba) al juzgador de la posibilidad de sobrepasar en la condena el aludido petitorio, y en términos generales una imagen elocuente de tergiversación de la justicia misma como función inalienable del estado, que parece (y así resultó) el corolario previsible de una concepción que solo podía conducir a ese desenlace.

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