El relato de Joyce y la versión fílmica de John Huston
Las epifanías de Los muertos
Andrés Crelier
La palabra "galocha" proviene del griego kalopus, "pie de madera", por la vía del latín y del francés. Las galochas son zuecos para andar por la nieve, el agua o el lodo, por lo que sólo donde suelen reinar ciertas condiciones meteorológicas pueden llegar a ser conocidas como medio para proteger los pies de la humedad que atraviesa el calzado. Sin embargo, incluso en esos lugares es preciso que la moda, primero, y la costumbre, después, las hayan difundido.
Las resonancias de las palabras indican el recorrido de las costumbres: el susurro francés de la palabra inglesa goloshes indica que esa prenda llegó a la isla de Gran Bretaña desde el continente europeo. De hecho, en el Dublín del recién iniciado Siglo XX todavía no se trata de un implemento usual. La esposa de Gabriel, el protagonista del cuento Los muertos de Joyce (1914) , se burla de que su marido le exija usar galochas cuando nieva. Pero la solicitud de Gabriel, índice del amor por su esposa, es objeto de las risas de todos los que, en una ronda que comprende al protagonista, su esposa y sus dos tías, se burlan de esos cuidados. En realidad, todos ríen menos el propio Gabriel y la tía Julia. (Cuento incluido en Dubliners, (Primera edición: Londres: Grant Richards, 1914; edición usada: Nueva York: Dover Publications, 1991). Entre las traducciones al español se incluyen las siguientes: Dublineses, Barcelona: Lumen, 1972; Madrid, Alianza, 1974, Madrid: Ediciones El País, 2002 (en las tres, la traducción es de Guillermo Cabrera Infante); Dublineses, Madrid: Cátedra, 1993; Los muertos, Madrid: Alianza, 1994)
La tía Julia es vieja, "sus ojos lentos y labios separados le daban la apariencia de una mujer que no sabía dónde estaba o hacia dónde se dirigía". En el filme de John Huston (1987; en español: Desde ahora y para siempre) –que lleva con perfección a imagen visual lo que el cuento propone a la imaginación- la mirada algo perdida de la tía Julia se complementa con una postura corporal que tiene la incertidumbre de la vejez. Luego de haber mirado a uno y a otro mientras ríen (en el filme), "la sonrisa se desvaneció de la cara de la tía Julia y sus ojos sin alegría se dirigieron hacia la cara de su sobrino" (en el cuento): "¿Y qué son galochas, Gabriel?, preguntó".
Esta situación no parece tener nada de particular. De hecho, no entender el motivo de la risa de alguien nos sucede a diario, muchas veces por no conocer el contexto en el que se apoya el chiste. En esos casos resulta conveniente hacer pasar desapercibida nuestra ignorancia con una risa fingida, inmotivada pero de la misma intensidad. La tía Julia, en cambio, no sólo no ha comprendido, sino que se encuentra algo alejada de la mundaneidad de la reunión que se da en su casa, y no articula los recursos que le permitirían sortear su desconocimiento acerca de la evolución del idioma y de las costumbres. Su vejez no se manifiesta en una falta de memoria, de facultades corporales o en haberse quedado sencillamente en el tiempo –canta melodías ya desaparecidas-, sino en que ha perdido el savoir faire de conectarse con el mundo. Cuando le explican lo que son las galochas y que, según Gabriel, todos las usan en el continente, la tía Julia murmura: "¡Oh!, en el continente", "moviendo la cabeza lentamente en el gesto de afirmar", y poco después se escabulle para seguir recibiendo a los invitados.
Si bien esta escena, en la que Julia patentiza su desconcierto ante la marcha del mundo, es sólo un momento de la película y del cuento, su contenido es más profundo. No es común que la literatura (y el cine) capten situaciones vitales breves tan significativas como ésta. Lejos de las largas reflexiones envolventes de Proust (por poner un ejemplo extremo) que saturan de interpretaciones los pequeños sucesos –recuérdese las reuniones sociales en las que cada gesto y cada palabra son objeto de infinitas frases interpretativas que buscan agotar todas sus implicancias sociales y psicológicas- Joyce suele mostrar momentos que permanecen resonando por su propia fuerza estética en un vacío de interpretaciones explícitas pero pleno de significado. Si la frase tiene éxito, el objeto mostrado –la imagen, la situación, el gesto o la palabra- sintetiza instancias diversas que no precisan ser explicadas.
Se trata, como se sabe, de epifanías. Joyce busca en toda su obra la manifestación de algo espiritual, que trascienda lo percibido pero que sólo sea aprensible a través de los sentidos: las epifanías se encarnan, a menudo en los momentos más ordinarios, insignificantes y fugaces. De hecho, un valor espiritual se resalta mejor en el contexto de lo ordinario, y el valor eterno de un significado queda mejor grabado en el momento más evanescente.
El propio Joyce desarrolla una teoría de la epifanía en Stephen Hero, obra temprana editada póstumamente en la que el protagonista (Stephen) le cuenta a su amigo en qué consiste la belleza estética. ( Se trata de fragmentos que Joyce retomaría para su obra A Portrait of the Artist as a Young Man. Los fragmentos en cuanto tales fueron publicados trece años después de la muerte de Joyce con el título de Stephen Hero (Nueva York: New Directions, 1955). Hay traducción al español: Stephen el héroe, Barcelona: Lumen, 1978 (traducción de José María Valverde).
En un primer momento, señala, reconocemos que el objeto es una cosa separada del resto del universo, luego lo aprehendemos como una estructura analizable en partes, y finalmente se nos revela como un entramado de relaciones perfectas. Es entonces cuando adquiere un brillo que lo transforma en un episodio epifánico, en una repentina manifestación espiritual. El artista, continúa Stephen, debe recolectar esos momentos poco sustanciales de la realidad en los que se realiza la belleza estética. Para Joyce (quien habla por boca de su protagonista) la tarea del artista es capturar las epifanías como raras aves de la realidad, no explicarlas.
Precisamente, ¿qué efectos podría tener una explicación que desarrolle explícitamente el sentido estético de esos momentos especiales? Al igual que un gesto histriónico excedido de los límites que lo hacen gracioso o –peor aún- relatado por alguien sin gracia, una interpretación explícita corre el riesgo de quitarle su fuerza epifánica al momento representado. Así sucede, en cierto modo, con la propia explicación que le da Stephen a su amigo, luego de la cual ambos caminan en silencio, acusándose Stephen de haber rebajado las "imágenes eternas de la belleza" y sintiéndose por primera vez un poco incómodo en la compañía de su amigo; de modo que para volver a instaurar un clima de mayor familiaridad mira el reloj de Ballast Office, sonríe y le dice a su amigo: "no ha epifanizado todavía".
La lección es que la única manera de capturar una epifanía es mostrarla. No es que las epifanías no se puedan comunicar –por el contrario, el arte consiste en el intento de hacerlo por medio de palabras o imágenes-, sino que son difícilmente interpretables sin quitarles su sustancia estética. Una frase breve y precisa puede hacer más para transmitirlas que un envoltorio verbal innecesario. Además, la parte efectivamente comunicada abarca sólo la materialidad de un objeto memorable o vulgar, el indicio de que ese objeto es más que lo mostrado por los sentidos.
Precisamente, los sucesos relatados en Los muertos no se apartan de lo ordinario. En Dublín, una reunión navideña convoca, como todos los años, a familiares y amigos a la casa de tres mujeres dedicadas a la enseñanza y al cultivo de la música. Las pequeñas cosas que suceden revelan los tipos humanos y las relaciones entre las personas. Gabriel es conciente de la escasa profundidad espiritual de esa reunión, más aún, de su patetismo, pero debe obrar como sostén de los valores que en el fondo no aprecia, el patriotismo y la hospitalidad irlandesas.
Desde la llegada de los invitados hasta el momento de su partida se suceden las alternativas de siempre, las previsibles conductas y conversaciones. Se habla de ópera, se toca el piano, se recita un emotivo poema amoroso, se baila diferentes danzas y se come alegremente. Uno de los parientes interrumpe obstinadamente con su borrachera –como todos los años- las conversaciones, provocando risas y fastidio. Otro de ellos asume la tarea social de mantener el buen clima de la charla con chistes y comentarios destinados a hacer reír a las damas.
Para Gabriel, todo ese fluir de costumbres provincianas tiene la superficialidad y la falta de autenticidad de los encuentros rutinarios, de las celebraciones rituales. A pesar de que participa activamente de la fiesta, nos damos cuenta de que sus sentimientos tienen otro objeto. Sobre el marco de reunión familiar repetida se destacan varios signos –miradas, actitudes, comentarios- que dejan ver el amor profundo y auténtico hacia su esposa. Ese amor verdadero lo salva en gran medida de la inercia vital.
Su mujer, sin embargo, se muestra indiferente y ensimismada, no participa de la fiesta ni parece responder a los sentimientos de Gabriel. Luego de la reunión, ambos se marchan a un hotel, pero la intimidad que ahora tienen no deja de profundizar la distancia anímica que ella demuestra. Algo sucede en su interior que Gabriel no sabe. En la habitación del hotel, que el filme muestra con claroscuros de luz de luna, ella revela estar agobiada por el recuerdo de un amor intenso que tuvo en su juventud, y que fue revivido por una canción de amor que se cantó en la fiesta. Un joven –con el que sólo había paseado de la mano, "como hacen allá en el campo"- había muerto de neumonía por ir a su ventana durante las noches frías del campo cuando ella estaba por entrar en un convento, es decir, había muerto de amor por ella.
Esta revelación resulta completamente inesperada para Gabriel. Luego de muchos años de matrimonio, ha descubierto el carácter de episodio que tiene para la vida de su mujer, en contraste con el sitio que ella ocupa en su propia vida. Su mente vaga entonces entre distintas ideas, confundida por la necesidad de cambiar el sentido de cosas fundamentales. Las palabras finales del relato –acompañadas en el filme por imágenes de la nieve y de la habitación- son justamente las de su conciencia. Su mujer se ha dormido, él la mira sin resentimiento y como si fuera una extraña, pensando en el pobre papel que le ha tocado jugar en su vida. La imagina bella y joven, la razón de un amor y una muerte.
Fugazmente, le vienen a la mente los episodios de la fiesta, su tonto discurso, el vino y el baile, la tía Julia... Pronto, se da cuenta Gabriel, estará vestido de negro buscando palabras inútiles de consuelo con ocasión de la muerte de Julia. "Uno a uno –concluye- todos se estaban convirtiendo en sombras". La enseñanza que extrae de las imágenes que circulan por su mente es que resulta mejor pasar con valentía al mundo de la muerte, "en la gloria completa de alguna pasión, que marchitarse y desvanecerse tristemente con la edad". Se imagina entonces el amor de juventud de aquel joven hacia su esposa, cuya intensidad él nunca sintió. Su alma percibe incluso la región de los muertos, que vuelve incierta la existencia del mundo real. A raíz de un pequeño golpeteo producido por la nieve, mira hacia afuera por la ventana. En toda Irlanda, piensa, está nevando, incluso en el cementerio donde yace el joven que amó a su esposa. Como un elemento universal, imagina que la nieve cae sobre todo el universo, imagina que se encuentra "cayendo suavemente a través del universo y suavemente cayendo sobre todos los vivos y los muertos".
Este recorrido por ideas e imágenes es esencialmente epifánico, no sólo en sí mismo –al revelar el sentido esencialmente mortal del hombre- sino porque muestra crudamente el significado espiritual de la reunión acontecida en la primera parte del relato: todos los que allí estaban son muertos. La nieve es el elemento igualador, cae sobre los vivos y sobre los muertos, iguala las diferentes formas de vivir y de haber muerto. Cae sobre los que están vivos pero repiten ya su vida como en un esquema de costumbres y palabras ya dichas –la mayoría de los invitados a la fiesta-, sobre los que están vivos pero ya no participan de la vida –como la tía Julia-, sobre los vivos que sienten la tragedia de la vida y de la muerte –Gabriel y quizás su esposa-, y sobre los que murieron cuando más vivos estaban, como el joven que amó a su esposa.
Es Gabriel quien, a partir de las sensaciones provocadas por la fiesta, la revelación de su esposa y por sus propios pensamientos, carga de significado a la nieve, viendo en su omnipresencia blanca la del negro destino mortal. Pero, ¿existen las epifanías o son una ilusión del sujeto, de la "mente artística", un color que sólo pueden distinguir quienes usan la lente del arte y que en definitiva no es más que el producto de esa lente? Se trata, quizás, de la pregunta estética por excelencia, equivalente a preguntarse si existe el arte, al cual, desde Kant (antecesor en esto de Joyce) se sitúa en gran medida del lado del sujeto. Pero si una epifanía es tan sólo una ilusión, ¿tiene por ello menos "realidad" o "valor"? Lo revelado, después de todo, es una verdad, en el ejemplo anterior nada menos que el significado espiritual de la condición humana. Más allá de su realidad objetiva, se podría decir entonces que las epifanías tienen una innegable "realidad estética". En este sentido, Los muertos produce revelaciones de símbolos que nos suelen pasan desapercibidos. Sabemos que somos mortales pero lo olvidamos fácilmente debido a que no es un conocimiento suficientemente encarnado en lo que percibimos, y la imagen igualadora de la nieve trae ese conocimiento a la superficie.
Pero las epifanías no están siempre relacionadas con significaciones trascendentales de esa clase. Al lado de los grandes símbolos están también los pequeños episodios epifánicos. De hecho, la grandiosa epifanía final de Los muertos oculta pequeños momentos anteriores de revelación. Entre ellos está la escena de las galochas. Su relación con la muerte y con la vida es literal, ya que se trata de un calzado que protege del frío que podría causar neumonía, pero también es simbólica: las galochas representan la moda, expresión de la vida cultural; y la tía Julia, por su parte, no conoce las nuevas costumbres –como la de usar ese calzado- y en tal medida ya no pertenece al mundo de los vivos. Es así que la fugacidad de la vida, el carácter del amor intenso y del amor permanente, la vida superficial y la reflexión sobre esa vida, el momento en el que la vida comienza a ser algo ajeno y la relación de todos estos elementos entre sí, sus nexos íntimos, aparecen iluminados en esta obra desde las imágenes más imponentes y desde los objetos más insignificantes, como las galochas.
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