Serie: Orbe Freudiano (XXXVII)
El amor, el deseo, la pasión
Carlos Sopena
El amor y el deseo pueden ir juntos aunque no buscan lo mismo, pues amamos a un sujeto y deseamos un objeto. En cuanto a la pasión, ella excede al amor y lo subvierte.
Encontramos distintas categorías del amor, de manera que al abordar el tema hay que aclarar de qué tipo de amor se trata: del amor sensual, del tierno, del amor a uno mismo o al prójimo, del amor fraternal; en fin, del amor al amor mismo. Nos referiremos aquí al amor de la pareja, para acotar un tema inabarcable que facilmente se nos escapa de las manos.
Luego veremos que otros afectos, como el odio, la angustia y el dolor psíquico, son compañías tan indeseables como ineludibles del amor. Pero antes nos acercaremos a ciertos fenómenos íntimamente ligados con el amor, como son el deseo, el placer, el goce y la pasión, a los que trataremos de discernir y articular a lo largo de este texto.
El amor y el deseo tienen en común que ambos nacen de una falta y que están estrechamente relacionados, aunque sean diferentes. Decía Sócrates, en El banquete de Platón, que Eros es en primer lugar amor de algo y luego es amor de aquello de lo que se carece.
Freud estableció una distinción entre el amor sensual y el amor tierno, afirmando que en el primero el interés por el objeto está centrado en el logro de una satisfacción sexual y puede desaparecer una vez conseguido ese fin. En el amor tierno, en cambio, se trata de mantener una relación duradera, por lo que el valor afectivo del objeto es sostenido. En este caso la dependencia recíproca es mayor y puede surgir la angustia por la posible pérdida del amor o de la persona amada.
El amor no es un sentimiento innato que une a las personas, sino que se genera mediante transformaciones pulsionales. Un factor fundamental que opera en la conversión de la pulsión sexual en sentimiento amoroso es la interdicción del incesto, a partir de la cual el niño permanecerá ligado a sus padres con impulsos coartados en su fin. El amor tierno se desarrolla a expensas del impulso sexual, que es desviado de su meta y convertido en tendencias sentimentales.
Al valorar el objeto más que la satisfacción del deseo, el amor pone un límite a la sexualidad y plantea otras metas y otro tipo de satisfacciones, por lo cual forma parte de los procesos sublimatorios.
Este amor apuntalado en la pulsión sexual comienza siendo narcisista, pues toma como objeto al propio Yo o, mejor dicho, a la propia imagen, antes de dirigirse a los objetos. La elección de objeto también puede ser narcisista cuando se busca a sí mismo como objeto de amor, orientándose hacia lo que uno es, lo que ha sido o hubiera deseado ser, es decir, según el modelo de la propia persona.
Pero el amor supera los límites del narcisismo. J.Kristeva dice que el enamorado es un narcisista que tiene un objeto. (1) De manera que el amor concilia, de hecho, el narcisismo y el vínculo con el objeto, que es un otro. Debe producirse por lo tanto una brecha en el narcisismo para que el objeto pueda ser encontrado en la realidad. Tanto la búsqueda amorosa como de la satisfacción del deseo están orientadas por ciertos rasgos del objeto, que son las huellas inconcientes que ha dejado el objeto primero, que es el paradigma de todo vínculo de amor. Es por eso que Freud ha dicho que el encuentro de un objeto es en realidad un reencuentro.
El amor se despliega en ese espacio entre el objeto especular, narcisista, y el objeto reconocido en su alteridad, que por ser ajeno desencadena el impulso hacia lo que apetece tener. (2)
El deseo no es un sentimiento, como el amor; es más una aspiración o una tendencia. El amor y el deseo no buscan lo mismo, ya que el deseo procura la satisfacción, mientras que el amor privilegia la unión, el vínculo con el otro, considerado como "persona total". El deseo, en cambio, tiene una marcada preferencia por objetos parciales: una parte del cuerpo que es sobrestimada, un pañuelo de la mujer deseada, etc. Tanto la pulsión como el deseo, que es un compuesto de elementos pulsionales, fragmentan y parcializan el objeto, que toma el carácter de un fetiche cuando es el único que puede despertar el deseo sexual. En este caso, vale más por lo que vela que por lo que muestra.
Cuando el amor y el deseo van juntos, el sujeto amado es también el objeto de nuestro deseo. Cuando son antagónicos, pueden perturbar la vida amorosa y crear malestares que se observan sobre todo en pacientes neuróticos. El aporte más original del psicoanálisis al estudio del amor es lo que la experiencia clínica le ha enseñado sobre las particularidades de la vida amorosa de los neuróticos.
Refiriéndose al caso de los niños "mimados", Freud dice que una madre que pretenda satisfacer las demandas insaciables de amor de su hijo contribuirá a despertar en este la disposición para contraer una neurosis. El niño quedará fijado a la madre y a un exceso de ternura que puede sofocar el deseo e impedir su desarrollo. (3)
En el caso de la histeria, el amor es la causa fundamental del padecer neurótico, sea por su falta o por sus excesos y por los inevitables sufrimientos que ocasiona. La mujer histérica busca la confirmación de ser amada, es decir, una reivindicación narcisista. El placer sexual es para ella secundario, cuando no inexistente, debido a la frecuente frigidez histérica. Si es deseada pero no amada, se siente desvalorizada y experimenta un profundo rencor.
Si sigue buscando la confirmación de ser amada, es tal vez por haberse visto decepcionada en ese sentido. Da la impresión de haber vivido desde la infancia bajo la amenaza de la pérdida del amor, sobre todo el de la madre. El rencor y el odio por las injurias sufridas son notorios en estos casos. La separación con la madre no ha podido llevarse a cabo, porque siempre quedan cuentas por arreglar.
La confirmación de ser amada la recibe la histérica de la mirada del otro, que tiene sobre ella los mismos efectos de una droga de la que no puede prescindir. Recurre para conseguirlo al conocido exhibicionismo histérico para producir un impacto en el otro. Como se siente interiormente fragmentada, es en esa mirada que puede experimentarse momentáneamente como "una" finalmente reunida. (4)
La aparición del deseo lleva a la histérica a la angustia, ya que quiere sostenerse como objeto del amor y no del deseo. Defiende a capa y espada la causa del amor, tratando de consumir el deseo en el amor, confundiéndolos a ambos.
La disociación más notoria entre el amor y el deseo sexual se aprecia en aquellos hombres obsesivos que no pueden desear a la mujer que aman ni amar a la que desean. Cuando aman, no lo hacen de una manera propiamente sensual. La mujer amada, idealizada y excluida del campo de todo deseo posible, es la heredera de toda la carga de prohibición que pesa sobre la figura de la madre. La práctica sexual solo es posible si son mantenidas separadas las relaciones que no existen sino con miras a una satisfacción sexual, de todo lo que se llama amor.
Nuestro erotismo está condicionado por el horror y la atracción del incesto. Los neuróticos, tanto hombres como mujeres, tienen restringida su capacidad de amar debido a sus fijaciones infantiles y a su dificultad para renunciar a los objetos incestuosos. Sus amores de la vida adulta reproducen con indeseada fidelidad a sus amores de la infancia. Como la interdicción del incesto, que es protectora, no está establecida con firmeza, el neurótico debe compensar ese déficit produciendo una serie de inhibiciones, síntomas y angustias que actúan como barreras entre el sujeto y el cuerpo de la madre. Evita por todos los medios dar satisfacción a sus anhelos incestuosos, aunque sin renunciar a ellos, pues no se resigna y sueña con transgredir el límite.
¿Quién es la persona amada?
Definir al ser amado no es algo sencillo, pues no tenemos que vérnoslas con un personaje simple o unívoco. Ya en su Proyecto de psicología para neurólogos, Freud se refirió a lo que denominó el complejo del semejante, afirmando que cuando percibimos a un prójimo, éste se separa en dos partes: una parte semejante (a nosotros) y una parte extraña, que se nos escapa. (5)
La presencia de lo extraño en el corazón mismo de lo semejante crea un ser mixto en el que asoma la dimensión de la alteridad o del otro, no solo distinto sino extraño. A ese otro no lo podemos aprehender, pues se resiste al conocimiento. Esa parte desconocida del otro, que por un lado es la menos fiable, por otro es la más atrayente; es el objeto en tanto "perdido" que anhelamos reencontrar. Tenemos entonces que nos identificamos con la parte semejante, que puede confundirse con la imagen del Yo y que pasa a ser la vertiente narcisista del amor, mientras que la parte extraña es un centro de atracción que sitúa lo deseable.
También duplicamos a la persona amada al internalizarla, transformando al otro exterior en otro "interno". Hay que precisar que no se trata de un doble imaginativo de la persona real, sino que es una representación inconciente, que es diferente de la persona concreta. Es aquello que queda inscripto en los sistemas mnémicos, que es una parte inconciente e ignorada de nosotros mismos, que influye decisivamente en las expectativas relacionadas con nuestros deseos y nuestra vida amorosa.
En De guerra y muerte, al referirse por primera vez al tema del duelo, Freud retoma su planteamiento del Proyecto y afirma que con la muerte de un ser amado se pone de manifiesto la alteridad de este con respecto a uno. Descubrimos -dice-que cada uno de esos seres queridos eran un fragmento de nuestro amado Yo, pero por otra parte llevaban adherido también un fragmento de ajenidad. Así, esos difuntos queridos habían sido también unos extraños que habían despertado sentimientos hostiles. (6)
En esas circunstancias, lo extraño, que nos resulta inquietante y hostil, se introduce en lo más íntimo de lo familiar. Si la persona amada puede ser también alguien ajeno a nosotros y el odio es la reacción narcisista ante el extraño, debemos concluir que la ambivalencia afectiva es universal e ineludible.
De lo dicho anteriormente se desprende que toda relación está afectada por una incertidumbre fundamental. Aun en las relaciones amorosas más estrechas el amado no queda totalmente apresado en las redes de nuestro conocimiento. Lo que siempre se escapa es el deseo en su dimensión de alteridad, que está relacionada con lo otro en uno mismo, que es el inconciente que nos gobierna, más allá de nuestra voluntad y de nuestro saber conciente.
Extraños a nosotros mismos
Si el otro es en cierta medida un extraño para nosotros, también lo somos para nosotros mismos. La aspiración narcisista de alcanzar una integración total y una comprensión plena de nuestro ser no puede ser satisfecha, por lo que en ciertas ocasiones podemos experimentar la sensación de no disponer de ciertos aspectos de nuestra personalidad que permanecen escindidos o apartados, sin que podamos reintegrarlos.
La división subjetiva es un hecho estructural, que forma parte de la condición humana. Freud afirmó que la realidad psíquica última es incognoscible, por lo que el núcleo de nuestro ser, lo más íntimo de nuestro acervo personal es al mismo tiempo nuestro mayor desconocido. La parte separada a la que no tenemos acceso resulta de la división instaurada por el inconciente.
Con el desarrollo del pensamiento, el inconciente freudiano se volvió más impersonal y extraño. Si el inconciente de La interpretación de los sueños era la "otra escena", poblada de huellas mnémicas y de representantes pulsionales articulados entre sí, cuando en El yo y el ello Freud describe el ámbito de las pulsiones y los procesos del Ello, que borran el espacio de las representaciones, lo define como "eso otro", como lo más extraño e impersonal de nosotros mismos.
El amor existe gracias a esa imposibilidad de alcanzar una integración completa, que sostiene la falta, la insuficiencia del sujeto, y da consistencia al objeto en el que lo faltante puede adquirir una figuración exterior. Suele decirse que en el otro del amor buscamos un alma gemela. ¿Esto significa que, en definitiva, amamos a una parte nuestra encarnada en otra persona? La verdad es que esa parte no es tan nuestra, puesto que es algo desconocido e inalcanzable y por eso mismo corremos detrás de ella.
El abrazo amoroso parece cumplir por un momento el sueño de unificación con el ser amado y con la parte no disponible de nuestro ser.
Más allá del amor: la pasión
¿Cuáles serían los límites del amor? ¿Hay un más allá del amor que, pasado ese límite, ya no es amor sino otra cosa? En la pasión -a la que podemos ubicar en un más allá del amor- el sujeto elige un objeto y se liga a él de una forma exclusiva y excluyente y reorganiza su percepción del mundo alrededor de ese objeto. Lo rodea de un aura que lo hace único e irremplazable, convirtiéndolo en su única razón de existir. La obstinación y el encarnizamiento que caracteriza a los actos pasionales son efectos de un empuje pulsional constante que no se detiene ante nada, causando estragos; el sujeto se convierte en objeto de la pasión y él y su mundo terminan siendo devastados.
Según P.L.Assoun, la pasión puede ser el colmo del amor y a la vez algo que está más allá del amor, que se sale del marco de la mesura y subvierte al amor mismo, de manera que lo erótico se vuelve indiscernible de lo destructivo. La pasión suele terminar mal y muchas veces de manera trágica. La muerte es el pasajero clandestino del tren de la pasión amorosa. (7)
Todos albergamos esa fuerza destructiva en nuestro inconciente, fuerza que habita también en lo profundo de todo amor. A veces soñamos con un amor loco que nos transporte a un estado de exaltación y desenfreno. Si no lo llevamos a la práctica es porque estamos defendidos de ese goce por haber incorporado límites, barreras, la primera de las cuales ha sido la interdicción del incesto.
Cuando hablamos de pasión no nos referimos a un deseo o a un amor muy intensos; es otra cosa, pues la pasión convierte al objeto del deseo en un objeto de absoluta necesidad y al amor en locura pasional. Tampoco se trata de un placer muy intenso; es goce, que tiende a borrar todo rastro de insatisfacción y que hace que la autoconservación y los demás intereses del Yo sean inoperantes. La descarga total de la tensión supone la abolición de todo límite, de toda medida, y la disolución del sujeto y del objeto en una vorágine que arrasa con todos los obstáculos morales y sociales. (8)
Pero no todas las pasiones se despliegan en el terreno del erotismo. Hay algunas que no son opuestas a la razón y que son despertadas por objetos de la ciencia o del arte, entre otros; son también objetos únicos y excluyentes que invaden al Yo y atraen hacia sí todos los intereses y las energías del ser al que poseen. El sujeto se hace uno con el objeto de su pasión, como lo revelan estas palabras de la correspondencia de Kafka: "No, querida Felice, no es que tenga una tendencia hacia la literatura, es que soy literatura". Y Freud dio también testimonio de su pasión al declarar que su vida no tenía ningún interés aparte del psicoanálisis.
El duelo poe el amor perdido
Los vínculos amorosos estables nos exponen al dolor de la pérdida. Cabe preguntarnos qué es lo que se pierde con la persona amada. ¿Por qué es un hecho tan doloroso? Debemos tener en cuenta que el destino de las pulsiones y la integración de las mismas depende en gran parte del mantenimiento del vínculo íntimo con los objetos, vínculo que contribuye a crear y sostener un nivel de organización del psiquismo. La satisfacción pulsional está anudada a la representación de determinados objetos y determinadas metas, al tiempo que es subordinada a otros intereses vitales del Yo. Esta organización permite el logro de satisfacciones reguladas dentro de ciertos límites y acordes con la realidad; también posibilita el mantenimiento de un nivel de insatisfacción tolerable. (9)
Habida cuenta de la función reguladora del psiquismo que desempeña el vínculo con el objeto amado, se comprenderá el impacto traumático que produce en el Yo la pérdida repentina de dicho objeto: J.D.Nasio señala que habitualmente le atribuimos al objeto elegido el poder de satisfacer nuestros deseos y procurarnos placer. Pero tiene también otra función no menos importante, que es la de asegurar la consistencia psíquica por la insatisfacción que procura. Nos insatisface porque excita nuestro deseo pero no puede satisfacerlo plenamente, con lo que garantiza la insatisfacción necesaria para vivir y para relanzar nuestro deseo. Al perder al ser amado se pierde también la barrera que contiene el desbordamiento de las pulsiones. (10)
El amor está fundado en una falta, decía antes. La falta va acompañada de la espera de una presencia que llene esa falta: que la persona amada venga, que me llame o me escriba. Estoy suspendido entonces en la espera de algo preciso e identificable. Y el amor es esa espera, esa ansia. Jean-Luc Marion dice que me distingo por aquello que espero, es decir, aquello que me falta y que no solo me temporaliza, sino que me identifica. Cuando desaparece el ser amado termina la espera y la misma falta llega a faltar. (11)
Paradójicamente, con el amado pierdo la falta, porque él era mi falta al ser quien le daba una figuración: "Me faltas tú". Tras su desaparición, ya no sé lo que me falta ni qué esperar. La renuncia a la espera es un hecho muy doloroso; sólo la elaboración del duelo reabrirá el espacio de la falta y me devolverá la capacidad de esperar de nuevo. El duelo no es por la pérdida de lo que fue, sino por pérdida de lo que ya no será, o por lo que ya no estará en mi vida.
En Duelo y melancolía Freud da a entender que el trabajo de desamor en que consiste el duelo, una vez concluido, no dejaría ningún resto en el psiquismo, pues el monto de afecto que es retirado del objeto perdido puede ser desplazado en su totalidad a otros objetos. (12) Años más tarde admitirá que la sustitución de un objeto por otro nunca es completa y que aunque el duelo termine, la persona que venga a ocupar el lugar del ser amado será siempre otra y que no hará olvidar a la anterior. Un objeto que es considerado como único no es fácilmente intercambiable con otros objetos; podemos reconocer su pérdida, pero otra cosa es aceptarla.
El tiempo pone un límite al amor: "Hasta que la muerte nos separe". Sin embargo, y a pesar de la consabida fragilidad de los vínculos humanos, hay amores que perduran más allá de la muerte, como una eterna ausencia inconsolable. En ciertos casos conservar el amor al difunto se convierte en un deber y hay una rebelión contra el duelo, como la que expresan estas palabras de los Salmos: "Si te olvido, que olvide mi mano derecha; que mi lengua se pegue al paladar si te olvido, si no te dejo ser mi más grande alegría". (13)
Este amor empecinado en no desaparecer da cuenta de la obstinación de la pasión más que de la constancia del amor. Un superyó tanático prohíbe el duelo, que se torna imposible al identificar una parte del cuerpo con el objeto. Ordena, por lo tanto, renunciar al deseo y a los placeres de la vida y enterrar la alegría en el mundo de los muertos.
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