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Serie: Mitos y ritos (XV) Los paraísos celtas Omar Karamán Los irlandeses designaban con el nombre de Immrama (viajes) a un género de relatos cuya temática se refería a las aventuras de los héroes en tierras maravillosas, a las que se arribaba, en general, por vía marina. Esta forma de acceder a mundos más o menos exóticos ha sido desde siempre un tópico sumamente extendido a lo largo de toda la literatura oral y escrita de los indoeuropeos, no sólo en sus aspectos míticos, sino también en cuanto a lo histórico. De los célebres periplos de los antiguos, dos podrían resultarnos paradigmáticos: las aventuras de Ulises a lo largo de sus diez años de peregrinaje en busca de su Itaca natal, con geografía discutiblemente ajustada a lo real y personajes fabulosos, y el contacto de los vikingos con los habitantes de América, con menor intervención del elemento maravilloso. Las narraciones de los viajeros están cobijadas por un manto de venerable antigüedad. La Odisea, atribuida al poeta ciego que habría vivido unos nueve siglos antes de Cristo, hace referencia a acontecimientos mucho más antiguos, por el 1200 a. C. Del mismo modo podríamos considerar la historia de Bran Mac Febal, conservada en un manuscrito del siglo XI que, por supuesto, admite una vetustez considerable en cuanto a su temática. En este sentido, las tramas muchas veces convergentes pueden dar cuenta de la mayor o menor ancianidad de los textos, aunque es necesario destacar que en muchos casos bien podría tratarse de imitación de contenidos clásicos, práctica usual entre los literatos, y muy particularmente en la Edad Media. No olvidemos que la composición de los primeros textos irlandeses tuvo como responsables a los clérigos cristianos, quienes se encargaron de acompasar las viejas creencias a los nuevos tiempos y, sin duda, pusieron mucho de su elaboración personal. Por otra parte, tampoco hay que olvidar que muchas de las historias del patrimonio indoeuropeo en general pueden remontarse a los tiempos en que este pueblo aún no había tomado los caminos de su dispersión, es decir, unos dos mil años antes de la era cristiana, y que desde entonces un fondo más o menos similar puede ser detectado en gran parte de las tradiciones de cada grupo en particular. Este tipo de relatos gozó de una considerable difusión a lo largo de los siglos. Se trataba de narraciones plagadas de maravillas, pueblos y personajes asombrosos, paisajes extraños, aventuras inverosímiles, algo no demasiado diferente de muchas de las descripciones de América que hicieron los españoles. En la Grecia clásica, si bien se enseñaba, se estudiaba y se respetaba la Odisea en todas las escuelas (a pesar de que Pitágoras había visto en los Infiernos el alma atormentada de Homero, colgado de un árbol y cercado por serpientes como castigo por la forma impía en la que había tratado a los dioses), en tiempos de Luciano de Samosata (siglo II d. C.) los relatos de esta calaña habían caído en el descrédito total. Su Historia Verdadera, compuesta según las convenciones del género, ha pasado a ser un clásico de lo burlesco, concitando la atención de seguidores tan ilustres como Rabelais y Swift, cuyos personajes Pantagruel y Gulliver vivieron, según su época y su temperamento, aventuras tan fantásticas como las narradas por Luciano. Los celtas fueron grandes marinos, quizá más osados que los griegos, ya que éstos no acostumbraban alejarse demasiado de lo que representaba como guía segura el contorno de las islas del Mediterráneo y la línea costera continental; los celtas, en cambio, habrían llegado incluso a América del Norte, donde un rey galés del siglo XII, Madoc Ap Owain Gwynedd, habría convivido con la ahora desaparecida tribu de los mandanes estadounidenses, dejando la impronta de su cultura natal en la lengua, las instituciones y otros aspectos de la civilización, aunque sobre este punto existen más supuestos que hechos fehacientes. Tal vez más disfrutables sean los viajes hacia el Otro Mundo, hacia las Islas Maravillosas del oeste, donde, como lo atestiguó Bran hijo de Febal, el dolor y la muerte están ausentes y donde los placeres de la carne no tienen fin. La necesidad de hallar estas tierras paradisíacas, tan cara a la naturaleza humana, llevó incluso a reescribir historias paganas en clave cristiana, como lo atestigua el viaje de San Brandán a la Tierra Prometida de los Santos, inspirado en el viaje de Maelduin a las Islas Bienaventuradas. Ya en tiempos más modernos, Rabelais se basó en las peripecias de San Brandán para escribir el cuarto libro de su Gargantúa y Pantagruel, obra que, por otra parte, está plagada de elementos recogidos en las tradiciones de los pueblos célticos. La idea de las Immrama se basa en ciertos conceptos fundamentales: se trata de un pasaje al Otro Mundo que implica una prueba para el alma, así como una forma de superar la muerte y de adquirir poder para los logros en el plano espiritual. En este sentido, podría asimilarse a las pruebas iniciáticas que los héroes deben afrontar para adquirir las competencias necesarias para el cumplimiento de su misión. Viajar por mar y recorrer países extraños o deambular entre los recovecos de un laberinto serían, pues, formas análogas de viaje y realización. En la literatura artúrica, que, como sabemos, se ha organizado tomando gran parte de su sustrato de las antiguas fuentes célticas, el viaje a las islas occidentales, en general con habitantes exclusivamente femeninos, nos habla de lo fúnebre, de los ritos de vegetación y fecundidad, de los infiernos celtas que muchas veces son indistinguibles de sus contrapartes paradisíacas. Existen innumerables relatos que nos hablan de estas extrañas regiones. En esta oportunidad nos ocuparemos de algunas de las narraciones que contribuyen a pintar un panorama en general paradisíaco.
El viaje de Bran mac Febal El de Bran es, con seguridad, el más conocido de estos extraños periplos, preeminencia que, por otra parte, comparte con el viaje de Maelduin, formando la pareja más antigua de Immrama. La crítica textual sitúa la fecha de su composición en una forma más o menos definitiva alrededor del siglo VII, mientras que la fuente escrita más antigua no se remontaría más allá del siglo XI. Un breve resumen del poema podría estructurarse así: un día Bran escucha una extraña música que lo adormece; al despertar, encuentra una rama plateada con flores de manzana a su lado. Lleva la rama a su palacio y la muestra a los nobles; repentinamente aparece una dama que les recita las maravillas de Emhain, la Tierra de Promisión, un sitio donde no existen las penas, el odio ni la muerte, donde la música, los placeres y el vino son interminables. La mujer desaparece llevándose la rama. A la mañana siguiente Bran y veintisiete compañeros se hacen a la mar, rumbo al oeste, donde, según la misteriosa dama, hay tres veces cincuenta islas, dos o tres veces mayores que Irlanda. Al tercer día encuentran a un hombre que conduce un carro sobre las olas como si estuviese en tierra: es Manannan, hijo de Lir, uno de los principales dioses de Irlanda, el cual les habla de otras no menores maravillas. Más tarde encuentran una isla cuyos habitantes no hacen más que mirarlos y reírse. Bran envía a uno de sus hombres a investigar, pero éste, una vez llegado a la costa, se une a la multitud de los rientes. Al no poder rescatarlo, optan por continuar viaje y dejarlo en la Isla de la Alegría. Poco después llegan a la Isla de las Mujeres, cuya reina los recibe con todos los honores y los lleva a su palacio, donde hay una mujer para cada uno de los viajeros y alimentos inagotables. Bran y su gente pasan un año en Tir Na mBan, la Isla de las Mujeres. Uno de sus hombres comienza a añorar Irlanda y convence a Bran. La reina les advierte que podrían llegar a lamentar su retorno, pero los hombres igualmente parten. Ella les dice que ninguno debería tocar la tierra de Irlanda. Llegados a su patria, encuentran una multitud en la orilla. Los de la costa les preguntan quiénes son, y Bran se presenta. Los hombres le dicen que no conocen a nadie con ese nombre, aunque el viaje de Bran hijo de Febal forma parte de sus antiguas historias. Nechtan mac Collbran, el compañero de Bran que lo había convencido para volver a Irlanda, salta a tierra e inmediatamente queda convertido en polvo. Bran recita una elegía en memoria de su compañero ("Para el hijo de Collbran. Grande fue la locura de querer levantar su mano contra la edad..."), cuenta sus aventuras a los que están en la orilla y parte, sin que nadie sepa nada de él desde entonces.
Las desventuras de Oisin Oisin, hijo de Finn y Sadbh, poeta irlandés, fue amado por Niamh la de los Cabellos de Oro, quien lo llevó a Tir Nan Og, la Tierra de la Juventud, su país, donde el tiempo no existía. Esta, situada al oeste, fue una de las tierras adonde los Tuatha dé Danann se retiraron luego de ser derrotados por los hijos de Mil. Tir Nan Og era el paraíso terrestre donde el tiempo, como el tiempo en el País de las Hadas, no se medía con parámetros humanos; una tierra de belleza, donde la hierba era verde siempre y las frutas y las flores podían ser recogidas del mismo árbol a la vez, donde las fiestas, la música, el amor, la caza y otras diversiones eran interminables y donde la muerte no entraba, porque si en los combates los hombres eran heridos o muertos, volvían a gozar de todos los placeres del lugar (como en el Walhalla nórdico). Por el camino vio varias maravillas, visitó el País de la Vida, luchó con un gigante y rescató a una doncella. Ya en Tir Nan Og, se casó con Niamh y reinó tres años. Pero también Oisin extrañó la tierra de Irlanda y volvió a su país luego de que su esposa le advirtiera que no descendiese de su caballo, es decir, le aplicó una gease o tabú. Llegado a su patria, encontró que habían transcurrido trescientos años desde su partida y que los habitantes de Irlanda conocían la historia de un tal Oisin, héroe de tiempos legendarios. El cristianismo era ahora la religión de sus paisanos y la gran raza a la que pertenecía Oisin había sido sustituida por una estirpe de pequeños seres, trescientos de los cuales estaban a punto de perecer aplastados por una mesa de mármol. Compadecido, levantó la roca, pero la cincha de su montura se rompió y Oisin se halló erguido en tierra de Irlanda; de inmediato sus años cayeron sobre él, pero, a diferencia del compañero de Bran, no retornó al polvo, sino que se encontró convertido en un anciano. El relato de las desventuras de Oisin, representante de la Irlanda pagana, se une con la prédica de San Patricio en tiempos del cristianismo naciente en la isla. En efecto, el célebre patrono de los irlandeses se encontró con Oisin y logró bautizarlo. El interés del santo por las tradiciones antiguas permitió que obtuviese de este sobreviviente de las viejas glorias irlandesas informes de primera mano, todo ello en un marco de amistad y simpatía entre primeros cristianos y últimos paganos que conoce pocos parangones en otras tierras de Europa.
Maelduin y San Brandán Los viajes de Maelduin y de san Brandán pertenecen al mismo género de relatos que los de Bran y Oisin, aunque con el entorno de una cultura notoriamente inmersa en el cristianismo. Las aventuras de Maelduin fueron transcriptas alrededor de los siglos VIII-IX, aunque existen otras versiones más tardías. Este personaje decide partir en busca de los asesinos de su padre, para lo cual construye una barca revestida de cuero y desarrolla un gran viaje entre las Islas Afortunadas con varios compañeros; llegan a Tir na mBan, donde se hubiesen quedado por siempre si la nostalgia de Irlanda no los hubiese hecho retornar. Brandán, por su parte, nacido en el condado de Kerry alrededor del año 489, ocupa un lugar en las leyendas irlandesas por sus viajes maravillosos a la Tierra Prometida de los Santos, versión cristianizada de las Islas Occidentales de Bran. Brandán, movido a viajar por consejo de san Barrind, partió con diecisiete monjes en una embarcación hecha de piel y pasó siete viajando de isla en isla y viendo maravillas: lámparas que se encendían solas a la hora de los oficios religiosos, pájaros que cantaban loas al Señor, los ríos de leche y miel del Paraíso, incluyendo el desembarco en el lomo de un tiburón (o de una ballena) donde Brandán dio misa y sus compañeros trataron de calentar una olla de comida. Ahora bien, este san Barrind no es sino la versión cristiana de Barinthus, el guía de Merlín y el bardo Taliesin en su viaje al Otro Mundo en busca de un remedio para sanar al herido rey Arturo. En la mitología irlandesa equivale a Manannan, dios del mar y guardián de las islas bienaventuradas. En cierta medida, nos recuerda el papel del barquero de los muertos griego, Caronte.
La inmortalidad, esa maldición Lo interesante de los viajes de Bran y de Oisin, sin lugar a dudas, es el hecho de que la forma en que se comporta el tiempo en Tir Nan Og y en Tir Na mBan, si la comparamos con la que estamos acostumbrados en nuestro mundo cotidiano, es notoriamente diferente. Esta distorsión del tiempo no es, sin embargo, patrimonio exclusivo de las Islas Maravillosas, puesto que otros espacios son igualmente propicios para la penetración en reinos donde las leyes físicas son notoriamente diferentes. La historia del rey Herla, si bien no es propiamente un viaje al Paraíso, comparte algunos elementos con las narraciones de los viajeros que se han topado con las Islas Bienaventuradas. Su composición se remonta al siglo XII. Herla fue un legendario soberano británico que un día se encontró con un enano montado en un macho cabrío; se trataba de un extraño rey, de no menor abolengo que Herla, que tenía una larga barba roja, hirsuto pelo y pies como los de su cabalgadura. Tuvo una entrevista privada con Herla, a quien le manifestó su reconocimiento por considerarlo el mejor de todos los hombres y le reveló que el rey de Francia le daría a su hija en matrimonio a través de una embajada que llegaría ese mismo día, aunque todos los arreglos se habían hecho sin su conocimiento. "Que haya un tratado eterno entre nosotros porque, en primer lugar, estaré presente en tu matrimonio, y porque estarás en el mío un año a partir de hoy", le dijo el enigmático personaje antes de desaparecer de su vista con una rapidez mayor que la de un felino. El rey, atónito, retornó de su encuentro, recibió a la embajada francesa y asintió a sus propósitos. Cuando se celebró el matrimonio y Herla se encontraba sentado a la mesa del banquete, repentinamente, antes de que se sirviera el primer plato, llegó el rey enano con una gran compañía de pigmeos como él, que ocuparon todos los asientos a la mesa y las tiendas que levantaron en un instante en el patio del castillo. De inmediato salieron de ellas sirvientes con recipientes hechos con piedras preciosas, todos nuevos y primorosamente labrados. Llenaron el palacio y las tiendas con vajilla hecha de oro y joyas. Ni el vino ni la comida fueron servidos en recipientes de madera o plata. Los sirvientes se encontraban dondequiera que se los necesitase, y no servían nada que no fuese de sus provisiones, las cuales eran de una calidad superior a la que cualquiera podía imaginar. Nada de las despensas de Herla fue usado, y sus sirvientes permanecieron ociosos todo el tiempo. Fueron unánimes las alabanzas para los enanos. Sus vestiduras eran soberbias; en vez de lámparas proveyeron gemas rutilantes; nunca estaban lejos cuando eran requeridos, y nunca demasiado cerca cuando no se los necesitaba. Su rey se dirigió así a Herla: "Muy noble rey, Dios es mi testigo de que estoy aquí de acuerdo con nuestro tratado, en tu boda. Si hay algo más que desees, te lo proporcionaré con mucho gusto, con la condición de que, cuanto te pida una retribución, no me la negarás." Sin esperar respuesta, retornó a su tienda y partió de inmediato con sus sirvientes. Un año después apareció ante Herla y le reclamó el cumplimiento del tratado. Herla consintió y él y su comitiva acompañaron al enano hasta una caverna en un alto acantilado; después de un rato de caminar por un pasadizo oscuro, aunque algo iluminado por múltiples antorchas, llegaron al espléndido palacio del rey enano. Se celebró el matrimonio y las obligaciones de Herla fueron pagadas, después de lo cual retornó a su palacio cargado de regalos y presentes, caballos, perros, halcones y todo lo concerniente a la caza y a la cetrería. El enano los guió por el pasadizo y les dio un pequeño galgo, tan pequeño que debió ser transportado por un miembro del séquito; prohibió estrictamente a los de la comitiva que desmontaran hasta que el perro saltase a tierra, se despidió y retornó a su palacio. Herla alcanzó la luz del día y su tierra de nuevo. Encontró a un viejo pastor y le pidió noticias de su reina, usando su nombre. El pastor lo miró sorprendido y le dijo que apenas entendía su lenguaje, porque era sajón, no britón como el rey. El pastor nunca había oído el nombre de esa reina, salvo el de una que decían que era la mujer de Herla, uno de los primeros britones. Refirió una leyenda sobre la desaparición del rey en ese desfiladero, acompañado por un enano, y agregó que nunca más había sido visto sobre la tierra. A esa altura, los sajones habían reinado doscientos años en el lugar después de haber expulsado a los habitantes originales. El rey quedó pasmado, ya que pensaba que se había ausentado sólo por tres días. Uno de sus compañeros se bajó del caballo antes de que soltasen al perro, olvidándose de la orden del enano, e instantáneamente quedó convertido en polvo. El rey prohibió a los demás que se apearan antes de que el perro saltase. El perro no lo ha hecho todavía. Una leyenda dice que Herla vaga eternamente en locas jornadas con su gente, sin descanso. Muchos aseguran haber visto a su comitiva. El destino errante del rey Herla, con su gente y sus animales, nos recuerda el tópico de la "cacería salvaje", enlazando así la idea de un reino maravilloso con el mundo infernal céltico. Desde ese sitio parte en las noches el cortejo de personajes temibles y demoníacos con sus jaurías aulladoras, aterrorizando a los mortales incluso en la seguridad de sus hogares, por no hablar de los osados o inconscientes que se atreven a recorrer los caminos. Esta cacería fantasmal en horas de la noche también forma parte del folklore de las tierras nórdicas y germanas.
Damas y hadas Tan azaroso como cualquiera de los encuentros más arriba señalados es la historia del campesino tirolés que siguió a su rebaño debajo de una roca y entró en una caverna, donde encontró una dama que le dio comida y le ofreció un puesto como jardinero. Trabajó en el lugar durante algunas semanas, y entonces comenzó a extrañar su tierra. Obtuvo permiso para salir, pero cuando regresó todo era extraño en su país, y nadie lo reconoci" excepto una anciana, que se acerc" y le dijo: "Dónde has estado? Te he estado buscando durante 200 años." Le tomó la mano y el campesino cayó muerto, porque la dama era la Muerte. En el siguiente relato penetramos de lleno en el mundo de las hadas. Aquí el tiempo también se muestra con un comportamiento atípico, pero, a diferencia de las experiencias anteriores, se mueve en dirección opuesta. El protagonista es un joven pastor de Pembrokeshire, Inglaterra, el cual se une a una danza de hadas y se encuentra en un brillante palacio rodeado por hermosos jardines, sitio en el cual pasa varios años en la feliz compañía de esos seres. Sólo se le prohíbe una cosa: no beber el agua de la fuente que se halla en el medio del jardín, fuente que alberga peces de oro y plata. El pastor comienza a desear cada vez más hacerlo, hasta que finalmente introduce sus manos en el agua. De inmediato el palacio se desvanece y el pastor se encuentra entre sus ovejas, en la fría ladera de la colina. Sólo unos pocos minutos habían transcurrido desde que se unió a la danza.
Los viajes de Ulises Si nos detenemos a buscar semejanzas y paralelismos más o menos clásicos, podemos volver a considerar las aventuras de Ulises, tal vez el nauta occidental por antonomasia. Después de haber liberado a sus compañeros de la metamorfosis inducida por Circe, que los había transformado en cerdos, permanecieron en sus dominios durante un año, tiempo en que no hicieron otra cosa que vivir entre banquetes y vino. Al cabo de ese lapso, sus compañeros lo persuadieron para volver. En Ogigia, ahora solo con Calipso, la ninfa le promete inmortalidad y juventud eterna, pero el héroe continúa añorando su tierra, y finalmente se hace a la mar otra vez. Pero los veinte años transcurridos desde el rapto de Helena (incluyendo los diez del sitio de Troya) y los diez años de peregrinación una vez destruida la ciudad no parecen hacerle mella, lo cual, por otra parte, es prerrogativa de un héroe legendario. Se diría que el personaje aparece formando parte de un mundo más allá de las convenciones del espacio euclidiano, donde un año es un año aquí y en cualquier parte del globo. Estrictamente, no es el caso de Ulises, quien encuentra todo más o menos "normal" a su regreso, pero sí el de Bran, Oisin, el campesino tirolés, el rey Herla; las aventuras de estos personajes anuncian, con cientos de años de anticipación, las especulaciones derivadas de la teoría de la relatividad de Einstein aplicada a los viajes de los humanos, ya que en este mundo el tiempo transcurre más rápidamente que en el Otro Mundo de los mitos celtas. El cristianismo recuperó o reinterpretó esas tradiciones y las ensambló dentro de su esquema del mundo terrenal y del transmundo; así pudo redactarse aquella historia de los monjes que partieron de la costa de Bretaña, rumbo al paraíso, en el confín del océano, y llegaron a una ciudad de murallas de cristal, donde el aire era fragante. Ciervos de plata y caballos de oro bajaron a recibirlos y los condujeron a un árbol en cuyas ramas había más pájaros que hojas. Un día entero pasaron en el paraíso. De vuelta en Bretaña, los monjes buscaron en vano la iglesia en que antes habían servido, pero sólo hallaron un nuevo obispo, un nuevo pueblo y una nueva congregación. Ya no conocían los lugares, ni los hombres, ni el lenguaje. Derramando lágrimas se contaban unos a otros sus cuitas, pues ya no tenían patria ni gente conocida.
¿Paraíso terrenal o reino de los muertos? El encuentro de zonas de pasaje entre una y otra realidad es típico del pensamiento céltico. Según esta concepción, lo material y lo espiritual no eran estados limitados o encerrados en sí mismos, puestos que se manifestaban igualmente todo el tiempo. Así, veían puentes o pasadizos entre el mundo manifiesto y el Otro Mundo en los túmulos y cavernas. Apreciaban particularmente los sitios y momentos de alternancia entre dos realidades o dos planos, como los umbrales de las puertas, el atardecer y el amanecer, el borde del mar, donde, parados entre las olas, abarcaban a la vez el entorno terrestre y el marino. De la misma forma, ciertos momentos del año, como Samhain (festividad a partir de la cual se estableció el Halloween norteamericano, a principios de noviembre, análogo al Día de Todos los Santos cristiano) y Beltaine (alrededor del primero de mayo, la noche de Walpurgis de la tradición alemana) eran más propicios para el fácil pasaje de un mundo al otro. Asimismo, se cuidaban del océano que contenía montañas y valles, y donde la cumbre de la montaña se levantaba sobre las aguas, ellos veían los lugares donde el Otro Mundo se asomaba al nuestro. Apoyándose en las construcciones megalíticas que los antecedieron, los hicieron evidentes símbolos de pasajes. Por otra parte, sabían que sólo los iniciados podrían pasar a través de los sitios consagrados sin peligro. Los que entraban sin querer sólo podían volver si ejercitaban la cortesía y llevaban objetos de hierro, metal que rechazaba la gente del Sidhe, como acostumbraban llamar a las hadas. Estas eran amigas de los músicos y poetas, a los cuales enseñaban nuevas melodías y rimas. Así, Tomás el Rimador, en realidad Thomas de Ercledoune, personaje que vivió en el siglo XIII, se encontró con la reina del País de los Elfos y lo visitó en compañía de ésta. Allí encontró el Arbol de la Iniciación, descrito como un manzano dorado o plateado, o de frutas y flores mezcladas, fuente del regalo de la profecía, "la lengua que no puede mentir". Cuando Tomás dejó el mundo mortal por última vez, fue llevado de vuelta al Otro Mundo por una cierva. Los que han hecho visitas a la tierra de las hadas afirman haberlo visto. Por su parte, los que volvían de esas comarcas a menudo encontraban que el tiempo había transcurrido en forma diferente en el mundo terrenal, mientras que en el reino de las hadas sólo habían pasado algunas horas o algunos días. Como vemos, nada demasiado diferente les sucedía a los que visitaban las Islas Maravillosas. En realidad, la semejanza entre los paraísos terrestres como Tir Na mBan y el mundo de las hadas es lo suficientemente estrecha como para suponer que se trata de la misma cosa. Contribuye a ello el hecho de que el mortal que se aventura hacia cualquiera de ellos y retorna experimenta, en la mayor parte de los casos, y a menudo en forma dramática, una alteración del proceso usual del devenir temporal. Quienes vuelven después de una larga ausencia a menudo caen hechos polvo tan pronto como prueban alimento humano, noción conservada en muchos cuentos galeses. Según la tradición escocesa, dos hombres que habían retornado del país de las hadas un domingo fueron a la iglesia; tan pronto como las escrituras fueron leídas, retornaron al polvo. Todas estas historias sugieren que el país de las hadas es el reino de los difuntos, y que los que entran allí han muerto mucho tiempo atrás, y llevan consigo un cuerpo ilusorio que se deshace cuando encuentran la realidad de la que partieron.
REFERENCIAS Alvar, Carlos, "El
rey Arturo y su mundo. Diccionario de mitología artúrica",
Madrid, Alianza Editorial, 1991.
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