Intelectuales y política en Uruguay
Adolfo Garcé
La historia de la relación de los intelectuales con el poder político es tormentosa, conflictiva y apasionada. En 1847, en plena Guerra Grande, los doctores "afrancesados" del gobierno de la Defensa desterraron a Rivera, paradigma de la "barbarie caudillista". En 1875, los caudillos deportaron a la Habana en la Barca Puig a un grupo de connotados "principistas". En 1958, crecientemente ofuscados con el poder político, los universitarios "conquistan" la autonomía. En 1973, los militares intervienen la Universidad Pero el balance de esta borrascosa "distancia crítica" es más fecundo de lo que podría parecer.
Se diría que los
uruguayos hemos sido capaces de comprender mejor los méritos de
nuestros caudillos que los de nuestros doctores. Para la
historiografía piveliana, los caudillos forjaron la patria,
mientras los doctores, que en realidad no entendían mucho,
suspiraban soñando con Europa. La distribución de méritos en
la innegablemente exitosa construcción del Uruguay de principios
de siglo se realiza, otra vez, solamente entre blancos y
colorados. Los intelectuales ocupan un rol secundario. La
monumental figura de J. Batlle y Ordóñez, eclipsa a la de C.
Vaz Ferreira o a la de J. E. Rodó.
Tampoco la historiografía revisionista que se dedicó, a partir
de los '50, a encontrar "las grietas en el edificio
batllista", pudo hacer una buena reconstrucción de los
aportes de la intelectualidad a la política. El problema, aquí,
era más de fondo y estaba relacionado con el paradigma marxista
al uso: la intelectualidad liberal -en tanto mero epifenómeno de
la estructura económica- sólo podía aportar insumos para
consolidar la hegemonía de la clase dominante. Más
recientemente, entre políticos pero también entre académicos,
viene circulando una interpretación de los años de la crisis
que, curiosamente, responsabiliza más a los intelectuales que a
los dirigentes políticos acerca de la crisis nacional. En este
texto presento una interpretación diferente del legado político
de la intelectualidad uruguaya.
En mi opinión, una de las mejores tradiciones de los
intelectuales uruguayos es la de tener una relación
problemática con la política. No habrán sido los responsables
de todo lo bueno, pero tampoco fueron los culpables de todo lo
malo que le ha pasado a este país. Y me pregunto dónde
estaríamos hoy si aquellos pretensiosos doctores y sus
criticones herederos sólo se hubieran dedicado a "cultivar
su jardín", haciendo caso omiso a los dilemas de la
"polis".
Una historia pendular
Cíclicamente, como obedeciendo a alguna irresistible lógica pendular, intelectuales y políticos se acercan y se alejan. Siguiendo esa pista es relativamente sencillo efectuar una periodización. Desde 1830 hasta fines de los años '80, la historia de la relación entre conocimiento y poder en el Uruguay muestra tres fases diferenciadas: dos momentos en los que prevalece el enfrentamiento y uno en el que prima la cooperación. Las fases que propongo considerar son las siguientes: i) 1830 - 1875: flagrante divorcio inicial, mutuos sueños de exclusión; ii) 1875 - 1933: acercamiento, cooperación, mínimas disonancias; iii) 1933 - 1989: nuevo y violento divorcio, adornado con una tregua -algo insólita- llamada CIDE. No voy a detenerme en justificar por qué creo que en los '90 estamos entrando en una nueva etapa. Pensándolo bien, podría ser un buen tema para otra nota.
Personalismo vs. legalismo (1830 - 1875)
Como es sabido, las primeras décadas de vida independiente de
la República Oriental del Uruguay fueron años de extraordinaria
turbulencia. Los recurrentes enfrentamientos entre los dos bandos
bélico-políticos que, con el tiempo, se llamarían Partido
Nacional y Partido Colorado, son la seña distintiva más
característica de aquella época.
Pero aquella sociedad no sólo se dividía entre
"oribistas" y "riveristas"; al interior de
ambos bandos, atravesando horizontalmente el eje
blancos-colorados, es imprescindible tomar en cuenta -como
tempranamente advirtiera Pivel Devoto- el clivaje
caudillos-doctores. La Constitución de 1830, a tono con las
concepciones teóricas predominantes en su tiempo, no preveía la
formación de partidos políticos. En realidad, para las
doctrinas prevalecientes a fines de S. XVIII y comienzos del S.
XIX, la existencia de partidos políticos era considerada
contraria al interés general. El partido, para pensadores tan
distintos como Bolingbroke, Rousseau o Madison era sinónimo de
facción, de particularismo, de egoísmo, de pasiones. Los
juristas que redactaron nuestra primera Constitución, ansiosos
por sentar las bases de una nación pacíficamente integrada, no
tomaron en cuenta que la paz civil no podía construirse negando
la principal realidad política, vale decir, el profundísimo
arraigo popular de los jefes militares. Cualquier historia de las
relaciones entre intelectuales y políticos en el Uruguay debe
empezar por registrar este flagrante divorcio inicial entre la
Constitución de 1830 y la dinámica política de la época.
"Civilizar la barbarie", según la célebre consigna de
Sarmiento significaba, en este contexto, eliminar al caudillo,
excluirlo definitivamente de la vida política. A lo largo del
período que va desde 1830 hasta el llamado
"militarismo", la élite ilustrada ensayó algunas
fórmulas más contundentes que la ya referida -y, ciertamente,
tan simbólica- exclusión constitucional. En 1847, en plena
Guerra Grande, los doctores colorados decretan el destierro del
General Rivera, jefe del Ejército de la Defensa. En los hechos,
el destierro de Rivera debilitó su prestigio personal, pero no
el arraigo del fenómeno caudillista. La "política de
fusión" (1851 - 1856) y el "Manifiesto de Lamas"
(1855) fueron nuevas expresiones de la protesta de la élite
ilustrada frente una dinámica política que persistía en
estructurarse en torno a la "barbarie" caudillista, en
lugar de asentarse en los "civilizados" y elegantes
programas de principios redactados por los "doctores".
Primer balance: el legado de nuestra primera "generación crítica"
En suma, a lo largo de esta primera fase, caudillos y doctores
aparecen francamente enfrentados. Los primeros, formalmente
excluidos, controlan el poder político real; los segundos, no
aceptan de buen grado su rol subordinado y pugnan reiteradamente
por erradicar la "nociva" influencia caudillista, y por
reemplazar "el gobierno de los hombres" por "el
gobierno de la ley". Al respecto ha señalado Ulises
Graceras: "la intelligentsia no se integró a los partidos.
Los sectores cultos militaron en general de modo esporádico en
favor o en contra de los movimientos dirigidos por los caudillos.
Pero en general los consideraban un 'mal nacional', un factor de
perturbación que impedía el libre juego de los derechos
políticos, la paz social, la lucha ideológica".
El conflicto entre caudillos y doctores revelaba, como señalara
C. Real de Azúa, el ostensible divorcio entre dos fuentes de
legitimidad diferentes y, en el marco de la Constitución de
1830, incompatibles: la necesariamente precaria legitimidad
jurídica de las autoridades formales, enfrentada a la fuerza
formidable de la legitimidad del liderazgo caudillista,
firmemente apoyada en el prestigio personal (el
"carisma", de resonancias religiosas) y, sobre todo, en
la capacidad retributiva (tierras libres, grados militares,
empleos civiles, etc.).
Desde tanta distancia histórica, puede parecer demasiado ingenua
la posición de los doctores. La historiografía nacional,
empezando por el propio Pivel Devoto, ha sido mucho más generosa
con los caudillos que con los doctores. Sin embargo, creo que las
élites ilustradas de esta primera fase fueron un factor
fundamental para el ulterior desarrollo de nuestro país.
Funcionaron como implacable "conciencia crítica" de
los excesos y de los riesgos del caudillismo. ¿Era o no
necesario afirmar la legalidad institucional y proclamar su
primacía frente a los -ciertamente legítimos- intereses y
ambiciones personales?; ¿era o no sensato proponer que la
política se asentara más en principios y menos en adhesiones
emocionales? Este conflicto abierto entre la política real y sus
críticos resultó muy fecundo si, levantando la vista, se
evalúan sus efectos en el mediano plazo. Nuestros doctores -la
primera "generación crítica" que conoció este país-
jugaron más y mejor el rol de ideólogos que el de expertos.
Subrayaron fervorosamente algunos valores desdibujados en la
práctica desordenada de la política caudillista: la legalidad,
los derechos individuales, la política de ideas. Agendaron
asuntos que se transformarían en verdaderas obsesiones
nacionales: la pacificación, la estabilidad política, la
educación del pueblo.
De los doctores generalistas a los técnicos especialistas (1875-1933)
Durante el primer lustro de la década del '70 continuaron los
enfrentamientos entre caudillos y doctores. Entre 1872 y 1875,
los doctores tuvieron su gran oportunidad: conquistaron un lugar
destacado en el Parlamento, en el que -según cuenta la leyenda-
realizaron verdaderos "torneos de oratoria" centrados
en la defensa de los derechos individuales. En 1875, a la salida
de nuevos disturbios políticos, los caudillos se tomaron la
revancha: un grupo conspicuo de principistas fue desterrado a la
Habana en la Barca Puig, mientras que los caudillos reasumían el
control del poder.
Contra lo que podría pensarse, en el mismo momento en que los
principistas sufrían su peor derrota, comenzaba una larga fase
-más de medio siglo- de incorporación efectiva de conocimientos
especializados en la política nacional. Es cierto que, como ha
alegado Ulises Graceras en el brillante estudio ya referido,
durante el período "militarista" buena parte de la
élite doctoral se apartó de la vida pública repudiando a los
"colaboracionistas". Sin embargo, a partir de 1875 es
muy visible la participación de determinados núcleos
intelectuales en la reforma de algunas políticas públicas de
gran trascendencia. La reforma educativa impulsada por José
Pedro Varela -uno de los intelectuales más brillantes de su
generación- y la modernización agropecuaria propiciada por la
élite dirigente de la Asociación Rural, son los ejemplos más
claros de la nueva pauta de relacionamiento entre Saber y Poder.
En ambos casos, los gobernantes apelan a los expertos, a los
especialistas, a quienes dominan los secretos del sector a
reformar. El telón de fondo -desde el punto de vista de las
ideas filosóficas- de este proceso fue la autocrítica
doctrinaria de los doctores, que desembocó en la crisis del
espiritualismo y el auge del positivismo.
Del maximalismo espiritualista al posibilismo spenceriano
Desde la década del '60, poco a poco, había comenzado a
cobrar fuerza dentro de la élite ilustrada una nueva concepción
acerca de cómo "civilizar la barbarie". Era obvio que
el caudillismo había logrado resistir los diversos embates
"civilizadores". Por ende, cada vez parecía más claro
que la forma de combatirlo debía ser diferente. La más clara
expresión de la nueva estrategia aparece en J. P. Varela, que
somete a una crítica demoledora a los doctores espiritualistas
de las generaciones anteriores. Según él, la guerra civil se
debe tanto a la nefasta influencia de los caudillos (y de sus
"ignorantes" secuentes) como al, no menos pernicioso
"espíritu universitario": "Un doble esfuerzo es
necesario realizar, pues, para destruir las causas fundamentales
de nuestra crisis política: el uno para destruir la ignorancia
de las campañas y de las capas inferiores de la sociedad; el
otro para destruir el error que halla su cuna en la Universidad y
que arrastra en pos de sí a las clases ilustradas, que
intervienen directamente en la cosa pública". Para
"civilizar la barbarie" se necesita algo más que
buenas intenciones o que leyes ingeniosas; es preciso
"estudiar la realidad". Vale la pena destacar que buena
parte de los dardos varelianos fueron directamente al centro del
problema, como reconoció, con singular estilo, el propio
Ramírez. Hablando en nombre de la escuela espiritualista decía
autocríticamente: "Nosotros efectivamente hemos abrazado
con fe, con entusiasmo, con encarnizamiento, una docena y media
de principios absolutos, verdades generosas que conducen nuestra
inteligencia...Hemos olvidado, en cambio, el análisis profundo
de esos mismos principios que formulábamos con admirable
claridad, el estudio de su alcance en las diversas esferas de la
vida pública...Los hechos, la experiencia, la observación, la
práctica, poco valen a nuestros ojos profundamente sumergidos en
el foco luminoso de la verdad suprema. ¿Qué fuerza agregarían
esos elementos, contingentes y finitos según la frase de la
escuela, a la fuerza universal y eterna del axioma? Que lo
desmientan, que lo contraríen, que lo modifiquen siquiera en
virtud de circunstancias imprevistas o de causas desconocidas,
nos parece absolutamente imposible...Como el enamorado fanático,
afirmaríamos la fidelidad de nuestra amada aunque la viésemos
en los mismos brazos de un rival!".
La crítica al espiritualismo estaba más que madura. Varela era
la punta más visible y acerada del iceberg positivista. La
expresión más brillante del notable predicamento que la nueva
doctrina -especialmente en su versión spenceriana- había
alcanzado dentro de una élite ilustrada que ya estaba preparada
para jugar un rol social mucho más concreto.
Del positivismo a la "paz filosófica"
Según Ardao, la influencia del positivismo debe vincularse
con "el gran giro de nuestra mentalidad dirigente que...la
condujo, del academismo de los principios constitucionales, al
realismo económico y social". Parece claro que los
principios de la filosofía positivista lubricaron la
incorporación de los doctores en los partidos tradicionales: lo
nuevo y mejor, de acuerdo a la doctrina evolucionista, debe
construirse a partir de lo que ya existe. Por eso mismo, buena
parte de los doctores dejaron de inventar nuevos partidos, aunque
los principistas más intransigentes fundaron el Partido
Constitucional (1880 - 1903). Poco a poco, los integrantes de la
activísima generación principista de comienzos de los '70
logró conquistar posiciones de gran influencia dentro de los
partidos tradicionales. Un caso muy especial es el de Julio
Herrera y Obes, espiritualista pertinaz, que alcanzó la
presidencia de la República sólo quince años después de haber
sido uno de los desterrados en la Barca Puig.
El giro positivista también coincide con otros fenómenos
sociales de suma importancia. Más específicamente, luego de la
derrota política del principismo, durante el llamado período
militarista, se produce la modernización del campo y se dan los
primeros pasos hacia la protección de la industria nacional.
Como mostraran Barrán y Nahúm, este programa modernizador fue
impulsado por la Asociación Rural, que había sido fundada en
1871. Tomar en cuenta las recomendaciones -y los intereses
particulares- de un grupo social contravenía doblemente la
doctrina espiritualista y el "espíritu universitario".
El giro positivista permitió construir un fecundo puente entre
el Estado y la Sociedad, entre los gobernantes y los productores
de la riqueza nacional, entre los dirigentes y quienes realmente
podían aportar algunas de las claves programáticas y técnicas
del desarrollo nacional.
La hegemonía de la escuela positivista duró poco. A principios
de los '90, el "partido espiritualista", encabezado por
el Presidente Julio Herrera y Obes, recuperaba el control de la
Universidad. El revival espiritualista fue aún más breve. A
mediados de los '90 -como anunciando la irrupción de Rodó y Vaz
Ferreira- la intelectualidad uruguaya estaba preparada para
superar los "ismos": "Para el dogmatismo
cientista, y en particular para el darwinismo radical, había
sonado en Europa la hora de la crisis, lo que repercutió en la
tónica de nuestros positivistas; para el espiritualismo de viejo
cuño, a la vez, había llegado el retiro definitivo, rendido
ante los progresos científicos y el triunfo universal de la idea
de evolución. Fatigadas en nuestro país las escuelas de la
prolongada y ardiente lucha, empezaron a darse cuartel en una
atmósfera de tolerancia, que a fines de siglo, con la aparición
de nuevas formas de pensamiento, conduce a la paz
filosófica".
Los más grandes filósofos de nuestra generación del 900, Rodó
y Vaz Ferreira, con indudable brillo propio, se encargaron de
transformar lo que bien pudo haber sido apenas una breve tregua,
en una verdadera doctrina "oficial" de hondo arraigo y
singular persistencia. La progresiva superación del sectarismo
filosófico fue indudablemente funcional a la pacificación
política del país.
Segundo balance: argumentos para la paz, insumos para el progreso
Desde 1875 hasta 1933 la relación entre caudillos y doctores cambió profundamente. Así como blancos y colorados aprendieron a compartir áreas de poder, inaugurando la política de coparticipación en la Paz de Abril de 1872, también caudillos y doctores comprendieron que debían interactuar siguiendo alguna pauta más civilizada y productiva que la de los mutuos destierros. La evolución del pensamiento filosófico nacional -el giro positivista y la posterior superación de los "ismos"- fue extraordinariamente funcional a estos efectos. Los intelectuales, sobre todo a partir de las masivas lecciones de tolerancia espiritual de Rodó y Vaz Ferreira, contribuyeron a la pacificación del país y a la institucionalización de la democracia. Pero, desde Varela hasta Serrato, en los ministerios o desde los directorios de las empresas públicas, numerosos expertos aportaron sus conocimientos especializados a la gestión pública, contribuyendo a incrementar la calidad de las políticas gubernativas del "Uruguay batllista".
La conciencia crítica (1933 -1989)
El golpe de 1933 representa un claro punto de inflexión en la
evolución que intentamos rastrear. La pauta predominante es el
malestar, la protesta, el conflicto, la marginación. Aunque
seguramente aún carecemos de la suficiente perspectiva
histórica como para poder apreciarlo con la distancia debida,
existen numerosos indicios de la finalización de esta fase en
los años '90.
Un buen resumen de este proceso aparece en Solari: "Hasta la
crisis de 1929, los intelectuales encontraron en los partidos
políticos tradicionales, una posibilidad de acceso y de
influencia que parece haber sido percibida como bastante
satisfactoria. Ya como técnicos independientes, ya como
dirigentes políticos sintieron que sus preocupaciones por el
país tenían un eco suficiente y se percibieron cumpliendo su
misión...En la época los intelectuales son moderadamente
inconformistas...El golpe de Estado de 1933 marca la iniciación
de un proceso de cambio profundo...Lo sustantivo es que el país
volvió a la normalidad institucional por un pacto, o si se
quiere por varios pactos, entre los políticos de la dictadura y
los de la oposición, pacto o pactos que la mayoría de los
intelectuales de izquierda consideraron una traición inadmisible
a los principios que, alguna vez, todos los dirigentes de la
oposición parecieron aceptar. Fueran los intelectuales o los
políticos los equivocados, o unos y otros, el hecho es que
comienza aquí el alejamiento entre los intelectuales y el poder
político representado por los partidos tradicionales,
alejamiento que se irá haciendo cada vez más fuerte hasta
terminar en un abierto conflicto...".
El divorcio comenzó, como en el siglo pasado, a partir de la
contradicción entre principios y hechos, entre las formalidades
legales y las modalidades de acción de los actores políticos:
los intelectuales "críticos", como un siglo atrás los
doctores, no aceptaron que las instituciones quedaran
instrumentalmente subordinadas a los avatares de las pugnas
político-partidarias. Una vez que, luego del "golpe
bueno" de 1942, lo institucional pasó a segundo plano, los
intelectuales críticos continuaron reclamando una política de
principios: frente a la política "materialista",
entendida como mero reparto de cargos públicos exigieron una
nueva política "arielista", sustentada en ideales;
frente al manejo diletante y empirista de las políticas
públicas, clamaron por una política de expertos, racional,
científica. El semanario Marcha se convirtió en la trinchera
favorita de quienes querían elevar su voz para criticar éstos u
otros aspectos del "Uruguay oficial".
La tregua desarrollista
En este proceso de progresivo alejamiento entre intelectuales
y poder político, la labor de la Comisión de Inversiones y
Desarrollo Económico (1960 - 1966), representa un momento de
tregua, una breve pero fermental sutura en la herida abierta por
el golpe del '33.
La firma de la Carta de Punta del Este (1961) que creó la
Alianza para el Progreso, fue un factor decisivo para hacer
posible este encuentro. Como forma de prevenir otras revoluciones
como la cubana, el gobierno norteamericano decidió brindar ayuda
económica a los gobiernos latinoamericanos que se comprometieran
a realizar determinadas reformas estructurales (entre ellas, la
reforma agraria) y a mejorar sus políticas sociales. En este
marco, el gobierno uruguayo nombró al director del Instituto de
Economía de la Facultad de Ciencias Económicas, un muy joven
Contador llamado Enrique Iglesias, para ocupar la Secretaría
Técnica de la comisión. A partir de 1962 se formaron diversos
grupos de trabajo integrados por técnicos nacionales y
especialistas extranjeros, contratados a través de la OEA, el
BID y la CEPAL. El primer resultado concreto de estas labores fue
la presentación del Estudio Económico del Uruguay (1963),
primer diagnóstico completo de la situación del país. Dos
años después, la CIDE produjo el Plan Nacional de Desarrollo
Económico y Social, que fue aprobado por unanimidad en el
Consejo Nacional de Gobierno en febrero de 1966.
El legado político del desarrollismo
También aquí es muy llamativa la gran simetría histórica
entre el siglo XIX y el XX. El desarrollismo juega un rol
histórico semejante al positivismo. Los desarrollistas realizan
a la "generación crítica", simbolizada y vehiculizada
por Marcha, el mismo reproche que los positivistas, un siglo
antes, le hicieran a los espiritualistas: ausencia de realismo,
de sentido práctico y de soluciones concretas. Igual que los
positivistas, los desarrollistas lograron construir un puente
fecundo entre Saber y Poder. Su casi desconocido legado es,
empero, muy visible en diversas dimensiones de la política
nacional.
En primer lugar, en el terreno de las ideologías partidarias, a
partir de la matriz desarrollista surgieron tres especies del
mismo género: i) desarrollismo "de izquierda",
obrerista y estatista, visible en muchos de los fundadores del
Frente Amplio (por ejemplo, lista 99 y PDC); ii) desarrollismo
"de centro", agrarista, identificado con Wilson
Ferreira Aldunate; iii) desarrollismo "de derecha",
empresista, liberalizador, característico de la lista 15, cuyos
principales técnicos jugaron un rol decisivo en su formulación
teórica e instrumentación práctica (A. Végh Villegas, R.
Zerbino, A. Bensión). En segundo lugar, en el terreno
institucional, la constitución de 1966 recoge buena parte de las
propuestas de reforma administrativa contenidas en el Plan de la
CIDE. En tercer lugar, en el plano de las políticas públicas,
muchas de las reformas emprendidas trabajosamente por el Uruguay
a partir de los años '60 muestran su impronta: las medidas de
promoción de exportaciones, especialmente de las de productos
industriales; las políticas sociales, especialmente la Ley de
Viviendas de 1968, la Ley de Educación de 1973 y la creación
del BPS; en el terreno financiero, la regulación de la actividad
privada y la creación del Banco Central; en el terreno
tributario, la creación del Improme (1968) y la progresiva
simplificación del sistema.
De la tregua desarrollista a la creación del Frente Amplio
Por múltiples razones, la fértil experiencia de la
planificación desarrollista fue interpretada por la mayoría de
los intelectuales que participaron en el proyecto como un
fracaso. Es probable que haya contribuido a esto el excesivo
voluntarismo de muchos de sus planteos. Por ejemplo, de acuerdo a
los postulados teóricos de la época, el Plan debía ser
aplicado in totum, ya que estaba concebido como un conjunto de
medidas "armónicas", "necesariamente
concurrentes". Obviamente, el sistema político le brindó
un tratamiento distinto. Aunque no lo ignoró, rechazó sus
pretensiones más tecnocráticas. Los partidos convirtieron el
Plan en una cantera de propuestas separadas cuya pertinencia
(sustantiva y política) debía ser cuidadosamente examinada caso
a caso. Lo cierto es que, como corolario de este balance
frustráneo de la tregua desarrollista, el enfrentamiento entre
intelectuales y poder político se agravó. El contexto general
de conflictividad social y de radicalización política coadyuvó
para que la Universidad se enfrentara cada vez más abiertamente
a los partidos tradicionales, sobre todo a partir de 1968.
La creación del Frente Amplio (1971) es inseparable de todo este
proceso. Mirado de lejos, es una de las consecuencias más
trascendentes del golpe del '33. Sin embargo, una adecuada
arqueología del frenteamplismo debería ir mucho más atrás y
hurgar en el siglo XIX. ¿Cuántas veces habían intentado los
doctores tener su propio partido, en el que las ideas y
principios reemplazaran las adhesiones emocionales y la búsqueda
de cargos? Fue el sueño frustrado de los "fusionistas"
de los años '50; la mayor ilusión de los principistas de los
'70, plasmada en el Partido Constitucional; la seña distintiva
de socialistas, comunistas y demócrata-cristianos que,
acentuando su común denominador, se llamaban a sí mismos
"partidos de ideas"; el reclamo más enfático de la
fracción demócrata-social encabezada por C. Quijano dentro del
Partido Nacional. El Frente Amplio condensa, unifica, esa larga y
compleja tradición doctoral, crítica, inconformista,
anticaudillista, principista.
Tercer balance: argumentos para el conflicto, insumos para el desarrollo
El golpe del '33 inició una prolongada fase de enfrentamiento
y de progresivo alejamiento entre intelectuales y partidos
tradicionales. Parece fácil encontrar elementos para justificar
un balance negativo de la ruptura de la pauta de cooperación
anterior: durante tres décadas, entre mediados de los años '50
y mediados de los '80, la performance nacional es muy pobre tanto
en el terreno político como en el del desarrollo económico y
social. Me parece indiscutible que, en el corto plazo, la
creciente marginación de los intelectuales respecto a los
partidos tradicionales contribuyó a debilitarlos. Sin embargo,
la crisis de la democracia uruguaya no empezó ahí. En todo
caso, ahí mismo, en ese mismo instante, se estaban creando las
condiciones para una profunda modernización de la política
nacional.
Como ya fue dicho, el período que comienza en el '33 puede ser
dividido en dos momentos que guardan, además, una gran simetría
con los sucesos del siglo XIX. Durante el primer período,
simbolizado en Marcha, predomina una denuncia genérica ante la
versión "rosada" del "Uruguay oficial".
Durante el segundo período, representado por la CIDE, predomina
la producción de conocimiento especializado apuntando a brindar
soluciones concretas a los problemas nacionales. Así como el
positivismo se apoyó en el terreno abonado por la drástica
crítica espiritualista, el desarrollismo sólo puede ser
comprendido en íntima relación con la siembra de la
"conciencia crítica" de Marcha y el tercerismo.
Incluso Aldo Solari, que no simpatizaba con la actitud de los
terceristas, lo reconocía explícitamente: "Mostrar los
males que lo corroen, los vicios de las instituciones y de la
organización social y política, la declinación constante de su
situación económica y moral es el deber, el duro y desagradable
deber del intelectual. Una actitud de este tipo puede ser
confundida por el observador superficial con un negativismo
total, con la carencia absoluta de voluntad constructiva. Una
actitud de crítica constante puede perfectamente ser una de las
mejores maneras de construir el mañana. Los 'profetas de la
desgracia' pueden terminar siendo los que han reunido, a veces
sin saberlo, los elementos necesarios para la
construcción".
Si hay que ir hasta Quijano y los de Marcha para comprender el
desarrollismo y, si es preciso ir a buscar en la experiencia
desarrollista algunas de las principales claves (programáticas e
institucionales) de la resurrección nacional, entonces,
probablemente, la "distancia crítica" haya sido mucho
más funcional de lo que a simple vista podría pensarse. Cuando
la intelectualidad abandonó los partidos tradicionales tenía
excelentes razones para hacerlo. Ejercía, con ejemplar lucidez,
su sentido crítico. Insurgía, con absoluta justicia, contra la
subordinación de la legalidad institucional a los ardores de la
competencia política. Cuestionaba, con las pruebas a la vista,
el manejo intuitivo y excesivamente particularista de las
políticas públicas. Reclamaba, con inteligencia y -casi
siempre- con responsabilidad, mejorar sustancialmente la calidad
de la política nacional.
A guisa de conclusión
A los uruguayos nos cuesta reconstruir tradiciones. Incluso a
los partidos políticos, que han sido ejemplares en la
construcción y reproducción de las suyas, les cuesta vincular
sus actuales convicciones con las de sus ilustres ancestros (las
de Lacalle con las de Herrera, las de Jorge Batlle con las de
Luis y Pepe).
El vínculo con la tradición es aún más problemático para el
intelectual, que busca afanosamente "estar actualizado"
(suele privilegiar lo nuevo sobre lo viejo) y destacarse por la
agudeza de su sentido crítico (que lo lleva, recurrentemente a
la tentación parricida). Me parece muy importante que los
uruguayos logremos reconstruir y renovar un conjunto de
tradiciones valiosas. Una de ellas es, sin lugar a dudas, la de
nuestros partidos políticos. Pero, además, es imperioso que
todos comprendamos el fermental legado de los intelectuales
inconformistas al desarrollo político, económico y social de
este país. Si alguna conclusión puede extraerse de este breve
recorrido es que la relación entre intelectuales y política no
necesariamente debe ser, siempre y en todos los casos, de amable
cooperación. Por el contrario, el argumento que debería surgir
claramente de este texto es que la experiencia uruguaya sugiere
que vale la pena contar con intelectuales belicosos, capaces de
interpelar a la política desde otros códigos, de influir en la
agenda pública con personalidad propia y de intervenir
inteligentemente en el debate político, no sólo desde la
perspectiva del experto que recomienda medios, sino desde el
arriesgado pretil del ideólogo que se pronuncia sobre valores y
fines últimos.
Comprender el papel de la intelectualidad en la historia de la
democracia uruguaya es esencial para el futuro. No falta mucho
para que los uruguayos terminen de asumir que viven en un país
del que pueden sentirse orgullosos. Si no comprendemos y
difundimos el aporte de nuestros ideólogos y expertos a la
reconstrucción nacional, cuando nuestros compatriotas busquen
una explicación del fin del "declinio", de la
superación de la manida "crisis de estructuras", sólo
contarán con la versión de nuestros partidos políticos. Es muy
sencillo imaginar quiénes serán los héroes y quiénes los
villanos en la visión que provenga de los partidos. Criticona,
impertinente, inoportuna, y/o neurótica, allí tendrá que
estar, como siempre, una versión del proceso relatada desde el
ángulo de los insufribles doctores.
Referencias Graceras, U., Los intelectuales y la política en el Uruguay, Cuadernos del País, Nº3, 1970, p.40 Real de Azúa, C., Legitimidad, apoyo y poder político, FCU, 1969, Montevideo, pp.108-126 Graceras, U., o. cit., p.46 Varela, J. P. y Ramírez, C. M., El destino nacional y la Universidad. Polémica, T.II, Ministerio de Instrucción Pública, Montevideo, 1965, p.171 ídem, p.137-138 Ardao, A., Espiritualismo y positivismo en el Uruguay, FCE, México, 1950, p.232 ídem, p.132 ídem, p.226 Solari, A. (1965), El Tercerismo en el Uruguay, en Real de Azúa, C., Tercera Posición, Nacionalismo Revolucionario y Tercer Mundo, V.3, Cámara de Representantes, Montevideo, 1997, pp.729-731 ídem, subrayados míos |
Convivencias Artículos publicados en esta serie: (I) La democracia como proyecto (Susana Mallo, Nº 126 ) (II) Nuevas fronteras -lo público y lo privado (Gustavo De Armas Nº 127) (III) Refeudalización de la polis (Gustavo De Armas, Nº 130) (IV) América Latina: entre estabilidad y democracia (H.C.F. Mansilla,132) (V) El defensor del Pueblo (Jaime Greif, Nº 133) (VI) Crimen, violencia, inseguridad (Luis Eduardo Moras, Nº 137) (VII) ¿"Fin" de la Historia? (Emir Sader ,Nº 139) (VIII) Democracia y representación (Alfredo D. Vallota? Nº 140/41) (IX) Discusión, Consenso y Tolerancia Habermas y Rawls (Jaime Rubio Angulo Nº 140/41) (X) Irrupción ciudadana y Estado tapón (Alain Santandreu - Eduardo Gudynas Nº 142) (XI) Moral y política (Hebert Gatto, Nº 146) (XII) Un señor llamado Gramsci (Carlos Coutinho, Nº 148) (XIII) La reforma constitucional (Heber Gatto, Nº 151) (XIV) Un poder central (Christian Ferrer, Nº 158) (XV) Antipolítica y neopopulismo en América Latina (René Antonio Mayorga, Nº 161) (XVI) La inversión neoliberal. Marx, Weber y la ética cotidiana en tiempos de cólera (Rolando Lazarte, Nº 164/65) (XVII) Nazismo, bolcheviquismo y ética (Heber Gatto, Nº 166) (XVIII) Marginalidad. Frente a las ideas de pobreza y exclusión (Denis Merklen, Nº 167) (XIX) La invención anarquista (Christian Ferrer, Nº 170) (XX) Violencia en el espacio escolar (Nilia Viscardi, Nº 172) (XXI) El ciudadano dividido, (Pablo Ney Ferreira, Nº 173) (XXII) Terapeutas, ciudadanos, criminales y creyentes (Christian Ferrer, Nº 176/77) (XXIII) Utopía y esperanza (Damián Mozzo, Nº 181) (XXIV) ¿Fahrenheit 451 para la democracia? (Joseph Vechtas, Nº 182) |
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