Política verde

Eduardo Gudynas

A los debates políticos tradicionales, que siguen sin saldarse, se han sumado nuevos temas, entre ellos el ambiental. Desde un nuevo enfoque de la escasez a los valores propios de la Naturaleza, la política verde está surgiendo en Uruguay. Su desafío está en volver a poner en manos de la sociedad la construcción de la política.

Una nueva invitada a las discusiones políticas ha sido la preocupación ambiental. De alguna manera los sistemas políticos no han estado preparados para la eclosión de la preocupación ecológica. Aunque en los países industrializados esta discusión tiene más de treinta años, y ha transitado tanto por la emergencia de partidos verdes, como por la ecologización de los demás partidos políticos, las polémicas siguen abiertas.

Muchos creerán que este debate no está presente en Uruguay. Sin embargo, ya existen signos claros de una discusión pública, aunque en una escala criolla, con declaraciones y réplicas aquí y allá. A ello se suma el aumento de la preocupación ciudadana por temas ambientales (tal como demuestran dos encuestas del pasado otoño). Al sumarse a la agenda de temas relevantes, la manera bajo la cual los partidos políticos y el Estado maneja esos problemas, a su vez influye en otros procesos más amplios, como la credibilidad del propio sistema político.

Hay muchos estudios sobre la dinámica política desde las ciencias políticas y los propios políticos. Pero en este breve comentario se propone una agenda inversa a la usual: no se parte de las ciencias políticas, algo que escapa al autor, sino desde el ambientalismo. Es entonces una mirada a algunos de los principales temas en juego en una incipiente ecología política nacional.

Escasez

Un punto de partida ineludible para las políticas ambientales es el concepto de escasez. Los recursos naturales están limitados y son por ello escasos. El agua que disponemos está limitada, la superficie de las praderas para nuestro ganado también está acotada, y así sucesivamente enfrentamos límites ecológicos que condicionan las posibilidades de desarrollo. Esa constatación fue la que desencadenó gran parte de las polémicas sobre desarrollo y conservación en los años 70 y que aún sigue sin resolverse.

Las dimensiones políticas de este hecho son muy importantes. William Ophuls de la Universidad de Yale, en su crítica de 1973 al sistema político estadounidense advertía que "La escasez ecológica nos fuerza a confrontar una vez más, tal vez en una forma particularmente aguda, las duras realidades y crueles dilemas de la política clásica", y agregó "que debemos reexaminar las preguntas políticas fundamentales a la luz de la ecología"1. En sus análisis insistía que tanto los valores como las instituciones políticas estaban mal preparadas para enfrentar los problemas ambientales.

En efecto, si los recursos son limitados, todo lo que hoy se aproveche reducirá aún más las posibilidades de usarlo en un futuro. Más allá del optimismo científico-tecnológico que puedan sostener algunos (donde siempre se desarrollarán alternativas a recursos en inminencia de desaparición), lo cierto es que las actividades actuales limitan las posibilidades de las generaciones futuras.

El consumo de recursos naturales, como el petróleo del Medio Oriente o las arenas de nuestras costas, limita las posibilidades de que otro tanto puedan hacer nuestros nietos, bisnietos y demás descendientes. La advertencia ambientalista recuerda que lo que hoy se aprovecha de la Naturaleza se está tomando prestado de las generaciones futuras.

Este problema descubre una serie de retos formidables para una ecología política. En primer lugar cambia radicalmente los horizontes temporales a considerar en las propuestas de desarrollo del país. Muchos de nuestros políticos y funcionarios gubernamentales piensan en términos de unos pocos años, a lo sumo de los cinco que dura un mandato presidencial. Por el contrario, los debates deberían apostar a escalas de tiempo mucho mayores.

En segundo lugar, la consideración de las generaciones futuras impone un sentido de humildad a nuestro tiempo. No se puede estar seguro sobre los valores y prioridades de quienes nos sucederán, y por lo tanto las discusiones sobre qué se sacrificará hoy a costa del futuro, debe ser sopesada desde varios flancos, que además del económico, debería incluir consideraciones éticas.

Utilidad

Otra línea de argumentación en la construcción de una ecología política se basa en apelar a la utilidad de las especies de animales, plantas y microorganismos. La fundamentación es más que evidente: la agricultura depende de insumos de plantas silvestres, gran parte de las drogas que se usan en la medicina provienen de plantas y animales, los ecosistemas naturales mantienen el ciclo del agua, generan el oxígeno atmósferico, etc. Su valor económico es formidable. Por ejemplo, los 20 medicamentos que más se venden en los EE.UU. provienen de plantas, animales y microorganismos, alcanzando un monto agregado de 6 mil millones de dólares.

Este tipo de argumentos de utilidad económica se han usado para evitar la transformación de un área silvestre bajo un proyecto como un puente o una carretera. La discusión política se mueve hacia un terreno económico, donde se ponen en la balanza los beneficios de esos proyectos de desarrollo y los de mantener los ambientes intocados.

El caso más debatido en Uruguay es el propuesto puente sobre la Laguna Garzón, que liberaría al turismo y la urbanización convencional una de las últimas áreas costeras silvestres que quedan en el país.

La importancia de estas discusiones radica en la evidencia de los aportes económicos de la Naturaleza, algo que muchos pasan por alto. Pero pueden quedar acotadas en el presupuesto de que el ambiente es una canasta de recursos a ser usada en beneficio de las personas.

Derechos de los animales y plantas

Otros caminos en el debate político no apelan a una postura utilitarista, y por el contrario sostienen que los seres vivos poseen valores que le son propios. Una primera manifestación de esta tendencia son las reacciones contra ciertas formas de crueldad sobre los animales. Diversas protestas se han sucedido en Uruguay en ese sentido (contra la experimentación quirúrgica en la Facultad de Medicina, contra las zafras de lobos marinos, etc.).

El debate público en este terreno ha llevado a que varios países sancionaran leyes de protección a los animales, especialmente los domésticos (Uruguay es uno de los pocos países que carecen de ese marco legal), donde se reconocen ciertos derechos propios en los animales y se penalizan las formas de crueldad innecesarias. Esta es una perspectiva totalmente distinta a la utilitarista, donde la discusión no se centra en un uso inmediato, sino que se traslada a un terreno ético.

Un segundo paso transita por ampliar estos derechos a un conjunto mayor de especies, y en lugar de enfocarlos en animales como individuos, sostener que es toda una especie la que los posee. En el contexto internacional es bueno recordar un episodio clave: en 1969, el Servicio de Bosques de los Estados Unidos le otorgó un permiso a la compañía Walt Disney para construir un complejo de descanso y entretenimiento en el valle Mineral King, en California, una zona muy respetada por sus bosques. En ese momento una organización ambientalista, el Sierra Club, inició una serie de medidas legales para impedir la construcción del complejo, en especial por los impactos de las rutas de acceso que atravesarían los bosques.

En un inicio, de acuerdo al marco legal estadounidense, la demanda se debía sostener en que el Sierra Club en sí mismo era el afectado por las obras de la empresa. Con una postura muy original, los abogados de aquella organización liderados por C. Stone, sostuvieron que los que serían dañados eran los árboles, y que el Sierra Club se constituía en su guardián legal. La idea clave en el proceso pasó a ser si los árboles, como especie, poseían derechos propios o no. El caso, que llegó a la Suprema Corte de Justicia de los EE.UU. si bien no prosperó, inició un debate con amplias ramificaciones 2.

En Uruguay no se reconocen derechos propios ni a los animales ni a las plantas. No es posible iniciar una acción judicial invocando esos derechos, y aquel que desee reaccionar ante un impacto ambiental debe demostrar que está siendo afectado directamente. Por ejemplo, enfocando el problema de los Bañados del Este, sólo los dueños de predios afectados por los canales y represas podrían iniciar medidas judiciales. Por el contrario, no puede iniciarse ninguna acción judicial invocando el peligro que sufren los cisnes de cuello negro o los carpinchos, ni como individuos, ni como especie en su conjunto. Las posibilidades de proceder en el terreno de derechos difusos, amparados en que la destrucción de esos humedales perjudica a toda la nación, no han tenido buenos antecedentes. Por el contrario, en EE.UU. la herencia del conflicto que se ejemplificó arriba fue una ampliación de los intereses personales, hasta aceptar que serían afectados por lo que sucede en el ambiente a una escala regional, e incluso global.

Las posturas tradicionales afirman que los seres vivos son apenas depositarios de derechos otorgados por el ser humano, de donde en realidad son una extensión de una propiedad personal. El centro de la discusión sigue en el ser humano.

En cambio, los defensores de los derechos propios, sostienen que los seres vivos poseen valores intrínsecos que son independientes de la valoración humana. Se admite que es el hombre quien reconoce esos derechos, pero el centro de la discusión es otro: está en el valor de las plantas y animales.

Lindos y feos

En buena medida la discusión sobre los valores intrínsecos derivó de la preocupación de grandes grupos ciudadanos por la suerte de varias especies salvajes, próximas a su extinción. Desde los años 50 se han sucedido campañas para salvaguardar los tigres, las ballenas y los elefantes. En casos como estos el desencadenante eran especies llamativas o muy bellas, que movían a acciones fuertemente ancladas en valoraciones afectivas y estéticas. Debe reconocerse que los pedidos de protección en Uruguay de aves como el cisne de cuello negro, o de los lobos marinos, están asociados a estas conductas.

Ciertamente es mucho más difícil sostener este tipo de campañas con plantas o animales que sean concebidos como feos o comunes. Por ejemplo, ¿qué argumentos usaría para defender la Dugenesia ururiograndeana, un gusano aplanado, que en el mundo sólo es conocido para la Quebrada de los Cuervos, en Treinta y Tres?

Un caso ilustrativo ha sido la controversia con los lobos salvajes en los países nórdicos. Allí, los pastores de ovejas los persiguieron por los daños que ocasionaban sobre su ganado, hasta casi extinguirlos. Ciertamente los lobos no mueven a la simpatía general, pero en Noruega se logró desarrollar una postura conservacionista desde un punto de partida en los valores intrínsecos: tanto el lobo como el hombre tienen derechos a disfrutar de los recursos de la Naturaleza y comparten un mismo ambiente 3.

Interés privado e interés ecológico

El reconocimiento de la necesidad de proteger ambientes naturales y las especies que allí habitan termina en muchos casos en conflictos con intereses privados. En efecto, acciones como la construcción de una represa, un complejo turístico o la agropecuaria pueden amenazar los ecosistemas. En Uruguay se enfrentan varios casos de este tipo: la forestación en varias cuchillas está arrinconando a la fauna y flora serranas; la urbanización en la costa está destruyendo paisajes de dunas y bañados; y así sucesivamente con otros temas.

Sin embargo, esas acciones humanas son presentadas como necesarias e inevitables; serían parte del proceso de desarrollo económico. Pongamos por caso al dueño de un predio rural, el que tiene derechos sobre su propiedad, y que aspira a forestarla con pinos y eucaliptos. Sin embargo, si ello se hace por ejemplo en la zona de la Sierra de Minas, se puede poner en peligro a una especie de anfibio, el sapito de San Martín, que es conocido únicamente en esa zona. En este caso existe un conflicto entre un interés legítimo de realizar una acción económica, contra la necesidad de proteger especies nativas. Se oponen los intereses individuales contra otros que podríamos denominar ecológicos.

Este es un caso común en otros países. Incluso se han llegado a impedir obras faraónicas para proteger especies que a primera vista podrían resultar insignificantes para un uruguayo (como por ejemplo, la detención de la construcción de la represa de 120 millones de dólares en Tennessee para salvaguardar a un pequeño pez de esa zona).

En uno de los marcos legales más conocidos, el Acta de Especies Amenazadas de los EE.UU. de 1973, los intereses ecológicos prevalecen sobre los individuales. Allí se sentencia que las acciones que se realizan no deben poner en riesgo "la continua existencia de una especie amenazada" ni deben "resultar en la destrucción o modificación del hábitat".

La legislación uruguaya no posee una norma análoga pero sí se ha iniciado una polémica a raíz del proyecto de ley sobre protección de áreas naturales. Luis Romero, desde el suplemento agropecuario de El Observador alertaba que el proyecto podría "lesionar el derecho de propiedad" del titular de la tierra 4. Es bien cierto que si se le prohíbe al productor rural del ejemplo precedente forestar en la zona de Minas, éste posiblemente perderá dinero a costa de favorecer al sapito y a toda la nación. En sentido estricto, el problema no está en el derecho de propiedad, sino en cómo compensar a aquellos que atienden, por voluntad propia o por imposición legal, a un interés que redundará en beneficio de la comunidad en amplio sentido.

En otros países, este debate está mucho más diversificado que en Uruguay. Por ejemplo, en las discusiones actuales en los EE.UU. de los efectos del Acta de Especies Amenazadas, las grandes compañías y el ala conservadora republicana sostiene que esa norma limita el desarrollo económico, manejando los fantasmas de la pobreza y el desempleo. En un caso que llegó en 1995 hasta la Suprema Corte de Justicia, se sentenció con un fino sentido ambiental, concibiendo que el "daño ecológico" englobaba las "modificaciones del hábitat que resultasen en daños o muerte a los miembros de una especie amenazada o en peligro". La salida transitó por acuerdos entre el gobierno y los propietarios privados que ven limitados sus opciones económicas, otorgándoles distintas compensaciones 5.

Existen posibilidades de avanzar en este camino en Uruguay en tanto hay varias normas que regulan los intereses personales en relación al interés colectivo. Por ejemplo, en la ciudad de Montevideo se imponen condiciones a la construcción de edificios de manera de atender cierta armonía general para la ciudad. De la misma manera, la ley de Conservación de Suelos, impone estrictas condiciones a los propietarios para cuidar adecuadamente sus tierras.

Imposición desde el mercado

El problema de cómo conciliar los intereses privados y los ecológicos ha sido considerado desde otras perspectivas esencialmente centradas en la economía. Esto no puede sorprender, en tanto el concepto de escasez es también un elemento clave en las consideraciones económicas. En ese sentido, se ha reconocido que en muchos casos no se analiza adecuadamente los impactos ambientales, y dando un paso más, se admite que la crisis ecológica responde en parte a lo que se llama "fallas del mercado".

Entre esas fallas está la transferencia de los costos de la contaminación desde quien la produce (por ejemplo una fábrica) hacia quienes la sufren (los vecinos), la ausencia de precios de mercado para muchos elementos ecológicos, y la falta de propietarios para recursos públicos como el aire, por lo tanto cuando son contaminados, nadie sale en su defensa.

El debate político se traslada entonces a la esfera del mercado, donde tanto los argumentos como las herramientas de análisis exigen que los elementos naturales pasen a tener un valor monetario. La Naturaleza pasa a tener un precio. Esta es la aproximación defendida por el Consejo Superior Empresarial del Uruguay.

Pero es extremadamente difícil otorgar un precio a plantas o animales, y de hecho gran parte de nuestra fauna y flora no tiene precio, está subvaluada, o no se sabe bien cómo otorgarles un valor monterario. Por ejemplo, ¿cuánto vale un carpincho? Meses atrás, el Ministerio de Ganadería multó a un cazador en siete mil dólares por matar una carpincha que aún amamantaba a sus crías 6. ¿Es ese el valor del animal? Avanzar en este terreno es tan resbaladizo como son los cálculos de indemnizaciones de las compañías de seguro por las mutilaciones que resultan de accidentes. Además, la valoración económica del ambiente es parte de procedimientos de análisis que no pasa por la discusión pública, sino que se remiten a un ámbito técnico.

Sin desatender otras críticas que pueden señalarse a estos procederes, es bueno recordar que la valuación económica es incapaz de atender la pluralidad de valores en juego en una sociedad. No todos pueden valorar el ambiente en pesos, y muchos desean protegerlo por intereses como la salud, el disfrute estético, la compasión y aún la preocupación religiosa. A estas dificultades se suma el hecho que las políticas ambientales orientadas a solucionar las "fallas del mercado" terminan potenciando un tipo de desarrollo economicista regulado por la expansión continuada, la maximización material y la competencia individual, posturas que están en la base de muchos de los problemas ambientales contemporáneos 7.

Es por razones de este tipo, que en un clásico de la ecología política, Mark Sagoff sostiene que "las fallas del mercado no pueden ser la base de la regulación social" 8. En efecto, la política no puede restringirse a las preferencias propias del mercado. Ello no quiere decir anular el mercado, y como advierte Sagoff, este podría ser el medio más adecuado para resoluciones que no son políticas, tales "como cuántos yoyós se deben producir", pero no para problemas colectivos como la protección ambiental o la calidad de vida.

Límites ecológicos

Aunque lejos de las exageraciones derivadas desde el mercado, que están dominando gran parte de las políticas ambientales, no debe descuidarse el otro extremo: una imposición desmedida desde la ecología. Al menos en el debate académico ha existo preocupación porque los argumentos ecológicos se convierten en justificativos para sostener medidas autoritarias. En la diplomacia internacional, algunos países industrializados han intentado intervenir en asuntos internos de los países del sur en base a ese tipo de argumentaciones. En nuestro continente, Brasil ha sufrido esos intentos a fines de los años 80.

Aunque este extremo puede existir, tampoco puede caerse en la ingenuidad de que el reconocimiento de la escasez ecológica es de por sí una forma de autoritarismo verde. El hecho es que estas limitantes ambientales están más allá de las voluntades individuales y colectivas, y es desde ellas que se deben generar las políticas ambientales.

Validez científica

Sea en el terreno ecológico, como en el derivado de la economía, surge un problema clave para las políticas ambientales: las articulaciones entre una gestión técnica y la discusión política.

Actualmente es precisamente la gestión técnica la que se expande e invade los ámbitos políticos. La política, en su amplio sentido, se reduce ante el avance tecnocrático. Una cierta pretensión de validez emerge desde los ámbitos técnicos, lo que es muy evidente desde la economía. Este no es un problema que sufra únicamente el ambientalismo. Puede recordarse cómo, en las políticas sociales, las justificaciones se intentan en base a la sentencia de los técnicos y no desde los argumentos políticos. El medio para convencer a la ciudadanía de las bondades de una propuesta se ancla en su certeza científica y su viabilidad técnica. El político partidario es suplantado por un técnico.

Pero si se examina con un poco más de atención este tipo de situaciones se verá que esa pretensión de verdad es muy endeble. Una vez que se comienzan a consultar a otros técnicos aparecen nuevas opciones. Un buen ejemplo lo constituyen las obras de manejo del agua en los Bañados del Este. Dejando de lado por un momento los grandes impactos ecológicos que han tenido, lo cierto es que en el terreno propio de la regulación hídrica se realizaron las proposiciones de los mejores técnicos del país, las que sin embargo no resolvieron los problemas planteados. Al poco tiempo se han sucedido oleadas de nuevas proposiciones. Mirando la sucesión de informes cabe preguntarse cuáles son las diferencias sustantivas entre las soluciones que aportan los ingenieros y las opiniones de los paisanos de la zona.

La pretensión de validez técnica crea la ilusión de una certeza mayor que la discusión política, pero en realidad representa otro tipo de debate, que para la ciudadanía resulta más lejano e incomprensible. No quiero decir que se deba renunciar a la ciencia ni a la técnica. Son fundamentales, en tanto han sido especialmente los ecólogos profesionales los que han alertado sobre problemas ambientales que pasan desapercibidos. Pero es necesario convertir a las opiniones técnicas en argumentos para ser discutidos públicamente.

Política verde

Esta apretada síntesis ilustra una agenda amplia y compleja para la política ambiental uruguaya. En la actual ola de descrédito con el ámbito político son las soluciones técnicas las que se fortalecen o su contracara anclada en populismos mesiánicos. Desde una perspectiva ambiental esos dos extremos son inviables. La temática ambiental se mueve en un terreno donde aún los aspectos técnicos son plurales y multidisciplinarios, y ni siquiera pueden escapar a las valoraciones personales.

El terreno que en otros países exploran tanto académicos como algunas propuestas partidarias pasa por devolver a los individuos la construcción de la política, como personas con capacidad de juzgar y evaluar entre diferentes opciones. Por supuesto que este propósito está más allá de la especificidad propia de la temática ambiental. Pero no olvidemos que la construcción de una política ambiental requiere de un marco político fuerte y vigoroso.

La temática ambiental deja, a mi entender, dos desafíos planteados. Uno, referido a un nuevo concepto de escasez y limitación que debería ser contemplado en cualquier programa de desarrollo. Otro, centrado en volver a un primer plano la consideración social de valores y metas.

Es cierto que no pueden sustentarse posturas que prescriban cómo deben ser los valores sociales ni las prioridades, por lo cual no puede imponerse una sensibilidad ecológica a todos los uruguayos. Pero el ambientalismo sí busca que las instituciones sociales permitan una libre discusión de esas ideas con igualdad de oportunidades. No debe confundirse la neutralidad de las instituciones, en la medida que permitan una libre expresión y confrontación de ideas, con que las políticas sociales y ambientales deban ser neutras. En esta trampa se mueve el sesgo del reduccionismo de mercado actual, invocando políticas neutras que dejan en manos del mercado la adjudicación y distribución de recursos. Por el contrario, el ambientalismo busca fortalecer la discusión y argumentación para volver a poner en nuestras manos la construcción de políticas comprometidas.

El presente artículo es parte de las investigaciones en Democratización de la Gestión Ambiental, desarrolladas por el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES) con apoyo de la Fundación F. Ebert en Uruguay (FESUR).


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