Serie: Visualizaciones (XII)

En qué sentido hay sentidos aún

María Elena Ramos

El emblema de un "Encuentro sobre Utopías", muestra un hombrecillo semidesnudo que se lanza, con la esfera terrestre como base y el cielo y las nubes como panorama. El primer golpe de vista me hizo pensar en una metáfora del hombre que quiere ser aéreo; del sueño reiterado del hombre que vuela.

Lanzado hacia arriba y hacia adelante, el cielo parece su destino. De inmediato, una segunda mirada parece ponerme las cosas en su verdadero lugar: no se trata de un hombre que vuela; no es la flecha apuntando hacia lo alto y hacia futuro sino, más bien, es un nadador lo que se anuncia: el hombrecillo parece sugerir, desde su cuerpo ligeramente arqueado, la inminencia del trazo de una parábola.

Línea curva que ha de subir para, de inmediato, devolverse hacia la zona baja del mundo: el mar en este caso, que alojará al nadador cuando deje de ser la potencia que ahora es y se convierta en buzo actuante, que va a buscar en lo profundo, en lo pasado y en lo concreto: el mar aquí acaso como símbolo del espacio arcaico del origen del hombre, pero el mar, también, como realidad concreta de un planeta constituido, en un alto porcentaje, por agua.

Pero, cuando ya he ido dejando atrás la figura del hombre que vuela hacia futuro y la he corregido por el hombre que se lanza en picada a bucear en su propia historia, noto de repente que los organizadores del evento movieron esta peculiar escultura y la colocaron al borde de la acera, de frente a la calle. Y noto, con preocupación y también con algo de alegría, que me han cambiado todos los sentidos. Ya no hay flecha al cielo por-venir, ni parábola hacia el acogedor y maternal líquido, sino solo la peligrosa posición del hombre sin ropas y dejado al frío que aparece ahora como queriendo lanzarse hacia la contaminación gris de la ciudad, pero que, en realidad y sin parábola alguna, está apuntando definitivamente al asfalto que habrá de recoger lo que quede de su vida tras meteórico vuelo. Apuntando también a la ciudad, que es aquí también una metáfora: del mundo actual, de lo real, en presente. De lo real aún.

Lo que me interesa tomar del hombrecillo de nuestro cuento es, puntualmente, lo que es título de este trabajo.

El problema del "sentido"; y del "sentido aún".

Hay tres acepciones del sentido que, creo, deben estar presentes. Las dos primeras que señalaré hacen un llamado especial a los filósofos; la última, hace su llamado especial a quienes somos amantes del modo estético de entender el mundo, del temple estético.

Las dos primeras acepciones, caras al filósofo, y que nuestro hombrecillo nos sugiere son:

* el sentido, como significado;

* el sentido, como dirección;

* orientación, tendencia.

¿Qué significa este personaje? Y, así, ¿qué sentido tiene? Pero, también, ¿hacia dónde se dirige? ¿cuál es la tendencia que sigue y, por lo tanto, ¿cuál tender define su sentido? ¿hacia arriba? ¿hacia adentro? ¿atrás? ¿hacia lo aún no existido que el futuro sugiere? ¿hacia lo ya borrado por la memoria y a lo que el pasado, exigente, lo conmina? ¿es la tendencia -tal sentido- una quimera sin-sentido? O, más bien, ¿tiende el sentido a enraizarse, a buscar la raíz perdida en las deseadas seguridades del origen? (Que el sentido es meta pero también origen, dirían los medievales).

Pero, además del sentido como significado y del sentido como tendencia, orientación, direccionalidad, nos encontramos con ese tercer "sentido del sentido", cara a los estetas, artistas, cultores de la cultura y otros afines: es el sentido multiplicado por cinco. Sí, ni más ni menos, nuestros buenos, vigentes y silenciosos acompañantes de toda la vida: nuestros cinco sentidos. Esos que son base de la sensibilidad. Y de la capacidad de percepción.

Detengámonos ahora. Retomemos la pregunta que se nos formula ¿en qué sentido hay sentidos aún?

Diré que no voy a tomar la opción de agregar más preguntas a la pregunta hecha al comienzo. Lo considero un sistema muy válido y necesario, tomando en cuenta que el pensar la cultura se nutre, muchas veces, más de preguntas que de respuestas y que si se logra con más preguntas dar espesor y densidad, a la vez que sutileza al problema, ya se está haciendo un aporte al debate. Pero, "ni respuesta, ni espesamiento de las preguntas" dirán ustedes. Y entonces, ¿qué?

Simplemente, voy a aproximar algunas ideas acerca de ciertas características en el sujeto que considero óptimas para un preguntarse por el sentido aún. Aquí entra la palabra aún a protagonizar. Porque este aún implica el presente. Ese presente que el hombrecillo nadador (o volador, si queremos) de nuestro emblema está actuando para nosotros cada vez que entramos o salimos de este edificio, pero que sabemos está allí en movimiento potencial, suspendido porque necesita ser representacional, suspendido porque es un emblema fijo y no una película, pero que en su movimiento potencial se anuncia como alguien que -en su presente- está aún sobre tierra firme pero está ya próximo a lanzarse al vacío.

Lo que quiero decir es que preguntarse por el sentido, en general, no es lo mismo que preguntarse por el sentido aún o por el sentido hoy. El preguntarse por el aún implica una necesidad de conocer quién es el ser epocal, quién es ese ser-aún. En presente.

El aún involucra nuestra circunstancia. Desde cierta óptica, crítica, la circunstancia del hombre de hoy le dificultaría el sentido. Y el conocer del sentido. Impediría o dificultaría rescatar viejos sentidos. Impediría inventar del todo sentidos nuevos para un nuevo siglo, y, más aún, un nuevo milenio que se nos viene.

Pero este modo crítico acaso no tome en cuenta suficientemente el otro temple, ese que voy a llamar por un momento (y con solicitud de disculpas, porque es una visión parcial) un temple estético. Temple estético oportuno para abordar el problema del sentido hoy. Es decir, aún vigente, pero ya diferente al sentido del hombre anterior, para el que lo que parecía permanecer aún eran la certeza y la creencia, y para el cual la respuesta a la pregunta de este panel habría sido acaso menos angustiosa, menos necesaria y acaso habría tenido más posibilidades de ser racionalmente respondida desde la filosofía, la religión o la ética (aunque de eso no estamos tan seguros, pues el hombre siempre es contemporáneo a algún tipo de incertidumbre, o de catástrofe de valores).

Entrar para encontrar

Vuelvo aquí ahora a uno de los sentidos que di al sentido: ése caro al esteta, ése que pasa por los cinco sentidos, y que involucra nuestra entera sensibilidad.

El hombre presente, el hombre aún, ha de tener el talante del perceptor atento, que como con unas finas antenas y con una sensible piel vaya penetrando las zonas aún incomprendidas de la gran urbe total que le rodea. El sentido aún puede ser un sonido claro, a ser encontrado en medio del ruido.

Dice Italo Calvino, en "Las Ciudades Invisibles": "El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días (...). Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio."

Este pensamiento de Calvino es, en definitiva, un llamado a entrar para encontrar. A saber ver para elegir. A atender concentradamente antes de elegir. A gozarse con lo que, por fin, se elige. Entregarse abierto, con la capacidad de sorpresa disponible, con la disponibilidad de no rechazar "por principio" aquellos aspectos que no se nos parecen y con la disposición de encontrar aspectos que se nos parecen. Y darle, a eso por fin elegido, espacio, ahondar o, hacerlo crecer y durar. Profundizar-se uno mismo en eso otro.

Para quien no capta la particularidad de ese talante, esa desnudez (necesaria para entrar en la ciudad total que es objeto de su incomprensión) se vuelve una desnudez que irrita. Tal desnudez, en realidad, no se soporta si no se tienen alerta todos los sentidos: los del cuerpo, los de la razón, los del espíritu. Requiere de sentidos tensos pero a la vez dúctiles. Entrenados, pero siempre capaces de ser sorprendidos. Estructuradores, pero hábiles también en comprender lo desestructurado, capaces ellos mismos de desestructurar. Sentidos conocedores, pero listos para la entrega. E incluso dispuestos a la sincera y modesta confesión de perplejidad.

El temple estético

Digamos ahora algunas condiciones, apenas, de este temple:

Los sentidos están dispuestos tanto para la atención concentrada como para la atención receptiva. Se trata de ser capaz de "concentrar el alma entera en el objeto de percepción", como querían San Agustín y la escolástica pero, también e intensamente, ser capaz de asumir la existencia multiatencional de ese mundo moderno pleno de shocks, de los que tanto habló Walter Benjamín.

Porque aún hay tiempo, y espacio, y silencio para penetrar el mundo con nuestra atención. Pero ya no hay demasiado tiempo, ni demasiado espacio; ni demasiado silencio para regodearnos en ello. Por otra parte, se requiere tomar del temple estético su carácter mediador entre extremos. El sentido no suele encontrar hábitat en ningún extremo y el temple estético sabe producir y tejer los puentes. Ya Schiller señaló que ese temple estético mediaba

entre: el estado físico y el deber moral

entre: el impulso sensible y el orden racional

entre: la pura sensación y la conciencia

entre: el individuo y lo social

entre: la verdad interior y el goce de la apariencia, y la tendencia al juego

entre: la seriedad y la ligereza

entre: la dignidad y la felicidad

entre: la belleza como estado nuestro y la belleza del mundo como acción que nosotros ejercemos sobre el mundo.

Pero se requieren también temples comprehensivos, tanto en el sentido de poder abarcar como en el otro sentido, el de poder entender.

Se requieren temples concientes de la temporalidad. Primeramente de la propia temporalidad, no ya la de una vida -la de cada uno de nosotros- que habrá de concluir con la muerte, porque eso ya lo hemos aceptado en más o en menos; sino que se trata incluso de entender la temporalidad -breve- de nuestros procesos, de nuestros éxitos, de nuestros fracasos, de nuestra fragilidad, y de nuestra fuerza. Y se trata de entender la -corta- temporalidad de los procesos de la historia que nos es presente. Nada es para siempre, y para encontrar sentido (o más aún, para construir utopías) parece imprescindible renunciar a la utopía de creer que algo, por sólido que parezca, es para siempre.

Se requiere por otra parte temples abiertos a la disposición, más que al valor consagrado de la iniciación. Es el temple de la apertura por encima del que implica el cierre. Es el temple del que sabe ver.

Walter Benjamin va a hacer una crítica a cierta miopía de su época y de las inmediatamente anteriores. Recurre, como es su costumbre, a la cita, esta vez la de un corresponsal, quien en 1838 dice: "Heine ha estado muy enfermo de los ojos en primavera. La última vez he recorrido con él los boulevards. El esplendor, la vida de esta calle única en su género me lanzaba a una admiración sin límites mientras que Heine subrayó en esta ocasión con eficacia lo que hay de horrible en este centro del mundo".

Está aquí, con ironía, planteado el problema del poder ver, del saber ver, del disponerse a ver. Benjamin asoma aquí su propio estar abierto a lo visible en cualquier zona -incluso en lo dispersante y ruptural, desconcertante urbe. Poder ver es algo más amplio aquí que lo que implicaba el armónico concepto de aura -tan valorado ciertamente por Benjamin y por cada uno de nosotros los que tenemos una actitud estética ante las cosas. El asunto es más amplio, decíamos. Y lo óptico se puede ensanchar, en ese disponerse a ver lo que -aún- no entendemos, eso que parecería requerir una bien nueva y diferente capacidad: la disposición, más que la iniciación. Este "no ver" en Heine, como un "no poder ver" es una ceguera simbólicamente referida, en realidad, a un no estar disponible para ver.

Nos referimos, pues, a un temple que conoce del peligro. Pero no solo del peligro del afuera que nos agrede, de ese afuera urbano, por ejemplo, que espera que nuestro hombrecillo se lance con la posibilidad de estrellarse contra el asfalto. También Benjamin va a señalar otro peligro menos masivo y menos visible pero constitutivo de una parte de la historia del hombre: la lectura (del mundo, o de la cultura) como zona de peligro. El carácter de este modo es lingüístico, pero algo tiene también de metafísico: porque todo adentrarse en lo esencial de lo leído, pone en peligro.

Tal legibilidad, al implicar el eventual revelarse en un ahora, implica también un encuentro crítico, peligroso "que está en el fundamento de todo leer". Peligro, pues tal legibilidad quiere eternamente poner en el punzante ahora las distintas preguntas por la verdad y por el sentido: el de la teología, el de la historia, el de la moral, el de la conciencia social.

También el hombre contemporáneo es un hombre que lee (lee la cultura y lee el mundo). Y también por ello está en peligro. Lee el pasado que vuelve ahora para hacerse legible; pero, más aún, debe también hacer legible para sí mismo lo que -por serle demasiado contemporáneo- aún no comprende. Y esa lectura debe darle razón de su propia vida: del ser lo que es (y cómo lo es): un hombre de su tiempo.

En definitiva, todo hondo adentrarse -en la ciudad, en la historia, en la búsqueda de sentido- pone en peligro. Todo adentrarse en el real que es contemporáneo, también pone en peligro.

Aceptar la ciudad

También, en definitiva, nuestro hombrecillo está desnudo, pero no solo desnudo porque va a bucear en el mar buscando las certezas del pasado; ni solo desnudo por valiente ante el peligro.

Está desnudo porque se sabe frágil y precario, un tanto desapegado, sin los revestimientos ya que le darían la fuerza de los códigos; y sin las modas de algún ropaje que lo harían aparecer solo exteriormente como un moderno. No se es moderno en plenitud, en esto de buscar el sentido, por el ropaje, sino más bien por un cierto talante desposeído, aún en medio de la apariencia del confort y el progreso que nos cobija cálidamente en su regazo muelle.

Encontrar sentido, hoy, aún, implica un talante semejante al asumir la ciudad y se peligro como el sitio de nuestra plena adultez. Pienso que llegar a ser adulto es un acto semejante al aceptar plenamente y en todo su riesgo lo que es la ciudad moderna. Por eso decía que me sorprendió y me alegró ver al hombrecillo de nuestro emblema, intentando buscar sentido -que es como un fabricante su propia adultez- mientras apuntaba al smog y al asfalto. Y es buena esta metáfora porque la ciudad es el instante en que logramos entender que conviven estrechamente la zona de nuestra paz y la de nuestro frecuente desasosiego.

Así, aceptar la ciudad es como aceptar una parte impostergable de nosotros mismos: nuestro ser adulto. Pero, a la vez, y acaso paradójicamente, la ciudad toca en nosotros la fibra de una juventud permanente. Si bien lo vemos, las generaciones más jóvenes son las más auténticamente urbanas, las más capaces de sucumbir ante el encantamiento pero también las más pragmáticas ante los peligros, las más hábiles para encontrar en la ciudad maravillas escondidas, y para develar realísticamente sus señuelos.

Y, sobre todo, las menos nostálgicas de algún edén rural perdido.

El espíritu del buscador de sentido, hoy, es el de un adulto todavía joven; el de un ser intermedio entre pasado y futuro. El de un ser intermedio entre la búsqueda de sentido para sí y el reconocimiento de la multiplicidad de sentidos.

Posiblemente sea allí, en el peligroso asfalto que es nuestro aún, y no en el fondo del mar de nuestra historia, donde más puntualmente le sea dable al hombre de hoy -al hombre aún- encontrar los sentidos. Y encontrarlos, aún, en medio de la desesperanza.

O como diría Leonardo Padrón, un joven venezolano, poeta de lo urbano, cuando estimula a "exaltar y reconciliarse con la sensibilidad propia de su hábitat." Y entre metáfora y literalidad propone: "...Registrar el polvo, descubrir la estética de los puentes, jugar con las perspectivas del paisaje, indagar en el alma de los vagabundos, encontrarse con la voz de la multitud, perseguir el resto de la feria de cada calle y transformar a la ciudad en la interminable mujer de tu deleite, a pesar de la fatiga, que es falsa, y de la desesperanza, que es puro humo."



Visualizaciones

Artículos publicados en esta serie:
(I) ¿Universalidad del arte? (Gerardo Mosquera, N?/117)
(II) Continuidad y video clip (Jorge J. Saurí, N?)
(III) Una antropología del color (Mario Cosens, N° 123)
(IV) Una teoría del espectáculo (L. Calamaro, R. Mandressi, N° 124)
(V) El arte, de la estética a la historia (Gianni Vattimo, N° 125)
(VI) La Estética desde una ontología de lo humano (María Noel Lapoujade, N° 127)
(VII) Por una definición de lo espectacular. Etnoescenología: una nueva disciplina (Lucía Calamaro- Rafael Mandressi, N° 138)
(VIII) Vanguardias del siglo XX, Del Cubismo al Surrealismo (María Noel Lapoujade, N° 142)
(IX) De Kant a Magritte Vanguardias del siglo XX (María Noel Lapoujade, N° 144)
(X) Montevideo... ¿barroco? (Jordana Maisián, N° 145)
(XI) Estética del umbral (Eleonora M. Traficante, N° 148)
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