Serie: Los Pliegues de la Lectura

La cocina del diccionario

Héctor Balsas

Un diccionario -sea cual fuere su finalidad- es siempre una suma de voces y combinaciones de voces que tiene como objetivo principal el poner en conocimiento de alguien contenidos de significación. Por su intermedio se llega a la raíz de un vocablo o de un concepto para extraer de ella la carga que se requiere y que pone en relación directa e inequívoca a un agente (emisor) con un paciente (receptor).

Los diccionarios abundan. Son incontables, porque también son incontables las partes en que se fraccionan el conocimiento y la experiencia. Nada escapa a la atención y el interés de quienes desean dejar constancia de que, hoy y aquí -como ayer y allá-, se encuentran palabras y expresiones que tienen que ver con la vida del ser humano mirada desde el punto de vista que se quiera. En la realidad de los hechos, que es esa que rodea permanentemente al hombre, se comprueba que hay masas de ideas o nociones que merecen registro explícito para la cabal comprensión de su contenido y uso.

Esta inquietud cultural arroja un resultado asombroso: cientos y miles de libros que reúnen ordenada y sintéticamente (en mayor o menor grado de síntesis, según el asunto desarrollado), para beneficio del lector, un cúmulo de términos y explicaciones que giran alrededor de un mismo tema. Los temas son múltiples: arquitectura, filosofía, carpintería, lengua materna, habla regional, ortodoxia, lesbianismo… Quien tenga tiempo y curiosidad podrá darse una vuelta por una librería bien surtida de Montevideo, Buenos Aires o Nueva York y tendrá, para su solaz, si lo siente así, un despliegue de diccionarios que van desde el más simple y escolar (de la lengua, por supuesto) hasta el más complejo de electrónica o de sabiduría oriental.

Hasta la mínima parcela del pensamiento o de la imaginación recibe un tratamiento de búsqueda, disección y ahondamiento que conduce a corporizarla. Una vez lograda esa forma visible, casi todo está hecho: solamente falta la puntada final, que corre por cuenta de quien se atreva a hojear el resultado, es decir, el diccionario.

Mente abierta

Crear un lexicón es tarea dura, absorbente y colectiva. Sin la conjunción de esfuerzos, provenientes desde distintas fuentes con trabajos de naturaleza dispar, no hay diccionario posible. Por más que una obra de este tipo puede llevar en la portada el nombre de una persona, que se responsabiliza por el contenido como autor, siempre hay detrás de ella colaboradores que acercan su saber en favor del gran libro. Esta verdad suele olvidarse llegado el momento de hacer el balance de los resultados a la vista: se hace recaer cualquier defecto -y siempre los hay por más que se pretenda la perfección- en quien da su nombre para acompañar al título del libro. Precisamente, por sus características de labor colectiva, el diccionario conjunta fallas que podrían evitarse en caso de reducir su preparación a una o dos personas solamente. Pero, siendo así, habría otras fallas que se eluden con la reunión de esfuerzos y talentos en cantidades superiores a dos, por cierto.

Como se aprecia, es imposible obtener un producto redondeado, sin errores, abarcador del máximo de voces. Cuando el consultor se dispone a buscar una palabra, debe ir con la mente despejada y despojada de prejuicios y saber que puede encontrar deficiencias, ausencias e imperfecciones que, en un primer momento de entusiasmo e irreflexión, no imaginaba.

Se puede decir que, así como todo lo existente es diccionarizable, no hay diccionario completo. Por un lado, se presentan facilidades magníficas que permiten recorrer cualquier recoveco de la sabiduría o de la fantasía humana; por otro, se tiene la barrera infranqueable de la cantidad millonaria de términos en circulación o en depósito, que hace materialmente imposible su recolección y, por ende, su archivo en las columnas de diccionarios.

Ayer y hoy

Lo dicho no es obstáculo para los lexicógrafos, que siguen al pie del cañón con un entusiasmo que parece renovarse con las dificultades diarias, las que, multiplicadas a cada paso, se van abatiendo en la medida de lo posible. El lexicógrafo procede con la paciencia de un hurgador (palabra tomada con el sentido que se le da en el español del Uruguay: individuo marginal que, en la ciudad, se dedica a recoger basura con el fin de venderla para subsistir), con su calma inmutable, con su andar cansino porque el tiempo le sobra, con su actitud casi intemporal; en resumen, con la tranquilidad que el buscar y el rebuscar requieren para que haya un final feliz. Si no fuera así, no existirían en la actualidad esos tesoros invalorables que son, por ejemplo, el Diccionario de la lengua española (DRAE), cuyo autor es la Real Academia de la Lengua (Espasa. Madrid. 1992), el Diccionario de uso del español, de María Moliner (Gredos. Madrid. 1966) y el Websterís enciclopedic unabridged dictionary of the English language (Gramercy Books. New York/Avenel, New Jersey. 1989).

Sopesar mentalmente estos libros deja la certeza de que su preparación obligó al cumplimiento de una tarea inusual en la creación de obras escritas. Y muchos lectores se formula la misma pregunta: ¿Cómo se hace un diccionario?

No es fácil contestarla porque no hay una única respuesta para satisfacer la curiosidad intelectual de todos, ya que no hay un camino exclusivo de necesario transitar para llegar a la meta. Sin embargo, dentro de las variaciones de modos de creación se encuentran ciertos factores o elementos comunes e inevitables si se quiere decir que el resultado ha de ser de categoría elevada. A esos elementos básicos que cualquier lexicógrafo, profesional o aficionado, se adhiere con fervor se les puede echar una mirada escrutadora para asentar algo así como el modo medio de proceder en la estructuración de un diccionario.

Alrededor de una mesa

Sin una mesa amplia no se trabaja en condiciones aceptables. Será un lugar de acumulación de papeles, cajones de archivos, libros de consulta, computadora y demás objetos de uso obligado en los menesteres lexicográficos.

Parece trivial -hasta infantil- esta mención, pero es así. Querer eludir esa herramienta de trabajo es una idea impensable. Mesa y palabras: he ahí dos cimientos para iniciar, desenvolver y concluir un diccionario. Claro está que el hombre, con su fuerza intelectual y su poder espiritual, aparece al lado de ella como el conductor que sabe por dónde dirigir los pasos si quiere arribar a buen puerto.

Sentarse a una mesa no es el primer acto que se realiza. Mucho se ha producido antes; de ahí que se esté frente a ella cuando otras etapas están cumplidas y esperan el momento de su consideración para aceptarse o rechazarse. La mesa es el punto físico que da la idea de que el diccionario toma cuerpo. Lo hará con rapidez o no, pero siempre a partir del instante en que cinco o seis personas -por dar una cantidad prudencial- dirijan su capacidad de reflexión hacia el intercambio de ideas, de donde saldrá una luz clara y confiable.

La mesa -ahora en sentido figurado- coordina, ordena, estudia, decide y concreta. A sus integrantes -llámeselos comisión, comité o grupo- llegan los materiales que han costado sudor y lágrimas en recorridas penosas por lugares alejados, en entrevistas fatigosas a gente no siempre amable, en ambientes poco agradables, en lecturas tediosas y de escaso rendimiento para el fin perseguido, en conversaciones casuales, en un sinfín de actividades similares a las enumeradas, todas ellas difíciles de dominar por la presencia palpable de la rutina y el cansancio. Pero de ese conglomerado de situaciones se extrae la materia prima del lexicógrafo, quien, luego de lograda -por sí mismo o por medio de colaboradores- se dispone a desbrozarla, para dejar visible aquello que lo merece por razones de actualidad, frecuencia, tipicidad, por un lado, y de arraigo, regionalidad, tradición, por otro.

Hablar, hablar, hablar

El grupo que se organiza para dar forma al diccionario, con el material en sus manos, debe apoyarse en el hablar. Las propuestas que llegan a la mesa de trabajo despiertan el flujo verbal de cada uno y, de ahí en adelante, el torrente es imparable. Sin la base del hablar no hay resultado posible. Parecería que esta aseveración valiera para cualquier actividad en la que intervienen hombres y mujeres y, aunque ello es cierto, no hay duda de que, sin hablar continua, fluida y concienzudamente, ningún diccionario vería la luz. No se trata de disponer en columnas una lista de vocablos servidos en bandeja por otros, sino de tomar esos vocablos para su definición (o definiciones), su acomodamiento dentro de un marco de señales orientadoras, su ordenación en el todo final. Y esto no se cumple con sencillos movimientos de tablero, sino con la conversación incisiva, directa, de lucha frontal propia de un combate para convencer, aceptar, rechazar, modificar.

Muchos términos consumen un tiempo considerable, contado algunas veces en horas. Solamente así se puede estar seguro de que una explicación que merezca el hombre de definición tiene garantía suficiente para valer, ser entendida y aplicada.

Una comisión lexicográfica llega a la aceptación total de una palabra o de una expresión en el momento en que se logra la unanimidad, pero, sabido es, la igualdad de pareceres no es cosa fácil, en particular tratándose de algo tan sutil y resbaladizo como las dicciones. En consecuencia, para alcanzar una definición que dice ìdata o indicación del lugar y tiempo en que se hace o sucede una cosa, y especialmente la indicación que se pone al principio o al fin de una carta o de cualquier otro documentoî y que corresponde al la primera acepción de fecha (ver DRAE), se recorrió un largo camino erizado de dificultades que no se traslucen en el conjunto de palabras que configuran la definición. Todas ellas son sencillas, claras y conocidas, pero también son el producto de discusiones más o menos inflamadas por el entusiasmo o la pasión.

Es cierto que hay palabras que no exigen el largo tiempo de que se viene hablando para verse definidas, pero es corriente que un verbo o un adjetivo ocupen la atención general durante un lapso desusado, que podría calificarse, en ciertos casos, como desmedido o interminable, según la óptica del lexicógrafo.

Una vez que la palabra está comprendida y explicada sin la oposición de nadie o quizá con alguna débil resistencia subsanada democráticamente, se procede a situarla dentro de un marco que aclarará muchos puntos relativos a ella y que le dará el perfil completo para eliminar dudas sobre aspectos laterales del término.

El trabajo microestructural más valioso es el de la definición, pero ella sola, si bien ayuda mucho al consultor, no alcanza a menudo; por eso, es necesario incluir a su alrededor datos aclaratorios de gramática, etimología y procedencia, localización geográfica, cronología, ámbito del saber, nivel sociocultural, estilo de lengua, valoración del hablante, señales pragmáticas, cita, ejemplos y toda otra indicación supletoria que se crea conveniente y útil a los efectos de proporcionar una completa ficha del vocablo.

La adición señalada origina más conversación, pues cada punto que debe acompañar al vocablo definido es como una pulga en la oreja. Cada lexicógrafo aporta su parecer y no habrá duda alguna de que, si hay cinco personas alrededor de la mesa, habrá dos y hasta tres posiciones distintas, señal de que, en un comienzo, la unanimidad es casi imposible. Se dice que de la discusión nace la luz. Vale el dicho para estas reuniones lexicográficas, pues, aunque hay que hablar extensamente, siempre el resultado reflejará un criterio consensual, indicador de asperezas limadas y de acercamientos mentales muy positivos para el logra final.

La determinación del nivel de lengua al que pertenece el término en tratamiento es quizá el punto secundario más discutido. Los límites entre un nivel y otro son borrosos y, puestos en situación de absoluta rigidez, errar es muy fácil. Tómese el vocablo chanta, procedente de chantapufi, término más usado antes que ahora. La forma acortada ganó adeptos y desplazó casi totalmente a la otra. Ya para su definición habrá dificultades, porque se encuentra más de un significado, aunque siempre la idea de falsedad, trampa o farsa está presente en ellos. Así se desprende de la consulta de libros de Gobello, Payet, Chiappara, Barcia, Casullo y Tino Rodríguez. Estos libros, que son la base de la discusión que llevará en algún momento a las definiciones de este vocablo, son el punto de partida para moldear una concisa y seria explicación del término; pero esto que parece tan simple de dilucidar toma su tiempo porque las argumentaciones en un sentido u otro no se desdeñan, deben ser escuchadas, rebatidas o aceptadas con total o parcial complacencia.

La confluencia de opiniones en una o varias acepciones no termina con la consideración de la voz, sino que es solamente una base de apoyo para seguir hablando y hablando sobre los aspectos laterales que el término presenta y que solicitan aclaración exacta y definitiva.

El nivel de lengua a que pertenece chanta dará mucha tela para cortar. Ya en los autores consultados (y mencionados) se halla alguna discrepancia digna de ser tomada en cuenta, porque no son improvisaciones de lo que escriben sino personas de serio comportamiento intelectual. Los lexicógrafos que tomen chanta para darle entrada en un diccionario (el que fuere) no pueden eludir nada de lo que esos libros proporcionan, así como tampoco pueden escapar de sus propias ideas al respecto, tan valiosas como las escritas, por pertenecer a la experiencia personal de cada uno. Seguramente habrá dos posiciones sobre chanta y su nivel sociocultural: será vulgar o popular. Esto no implica que alguien proponga que se la considere en el nivel familiar, lo cual no es disparatado, habida cuenta de cómo, de un tiempo a esta parte, las palabras de las hablas populares se encumbran o, por lo menos, se alzan de un nivel a otro con mayor velocidad de la conocida hasta el presente. Sea como fuere, el caso da para hablar extensamente, lo cual confirma que, sin intercambio de ideas, no hay resoluciones válidas.

Se vuelve al comienzo: los límites son borrosos. No solamente para el rubro nivel de lengua, sino también para otros, como es el caso de las marcas pragmáticas: humorístico, hipocorístico, despectivo, burlesco, afectivo, hiperbólico y demás. Cuando estas señales se entrecruzan se hace más compleja la elección de una u otra o se busca una solución salomónica que no contradiga a la realidad.

El justo medio

Abundar en apreciaciones sobre cómo se desarrolla el proceso creacional de un lexicón sería reiterar lo expuesto, pues, en esencia, las voces lematizadas, entradas y definidas en un diccionario surgen del constante debatir en que se convierten las sesiones lexicográficas. Por ello no hay minimización ni exageración cuando se asegura que el hecho de hablar es la base de la actividad de quienes se dedican al estudio de los vocablos para introducirlos en un diccionario. La imaginación de la gente suele volar muy alto y atribuir actos poco menos que mágicos para la realización de esta tarea intelectual o, por el contrario, suele desecharla como cosa pequeña y desvalorizada. Ni lo uno ni lo otro.

Al tener un diccionario en las manos y recorrerlo de adelante para atrás y viceversa, se verá que, si bien impuso a sus creadores una labor exigentísima, no los llevó al éxtasis ni los rodeó de un halo misterioso. Por otra parte, también se advertirá que hubo que hacer de tripas corazón y encarar problemas de resolución ardua e inmediata, con los pies en la tierra. Y siempre quedará, en la conciencia del lector del diccionario, que eso que maneja, a veces como al descuido, otras veces con unción, es un producto cultural de elaboración lenta, complicada, parlanchina, pero hecho por gente como él mismo.


Los pliegues de la lectura

Artículos publicados en esta serie:
(I)Leer, buscar y encontrar (Rosa Márquez, Nº 61).
(II)Umbrales del texto (M. E. Burgueño y S. Viroga, Nº 61).
(III)Aprendiendo a leer (Rosa Márquez, Nº 63)
(IV)Cuatro pasos en el leer (Héctor balsas, Nº 63)
(V)Comprensión lectora (Rosa Márquez, Nº 67)
(VI)Personaje, no persona (M. E. Burgueño y S. Viroga, Nº 84).
(VII)La muerte de la lectura (Héctor Balsas, Nº 84).
(VIII)Los estilos de recepción (Michael Glówinski, Nº 87).
(IX)Don Quijote y sus antinomias (James A. Parr, Nº 89).
(X)Lectura de vacaciones (M. E. Burgueño y S. Viroga, Nº 92/93).
(XI)El genero como medio de comunicación (J. A. Parr N 95)
(XII)El árbol de la letra y el carnaval de la escritura (Gabriel Saad, Nº 119)
(XIII)Lectores en vez de reconocedores (Héctor Balsas, Nº 135)
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