pistas
En el principio, el Universo era un hermoso agregado de ceros y unos. Como un plasma inabarcable se extendía hacia todos los rincones del espacio, en un continuo homogéneo. No existía allí un orden, y los ceros y unos estaban alineados al azar. En ese principio, Dios enfrentó ese caos binario y decidió darle un orden. En su primer día de labor comenzó por ordenar los ceros y unos, y para ello creó el byte. Se entretuvo en distinguir las parejas de 00, 11, y la de 01 o 10 que eran las que más le divertían. Por unas horas intentó otros sistemas de ordenación, por tríos o cuartetos, pero finalmente se decidió por las parejas. En el segundo día de trabajo comenzó a crear un paraíso para esas parejas de bytes. Comenzó por entramados de cobre y otros minerales, delicadamente ordenados unos frente a otros. Creó albergues de placas, chips y cables para que los códigos binarios pudieran ir y venir a su antojo. Con esa chispa vital, las computadoras computaron, ergo existieron. En el tercer día, Dios puso todas sus energías en crear delicadas pantallas donde podía ver a los bytes. Los pensamientos computrónicos aparecían en las pantallas, como destellos de largas planillas de ceros y unos que se deslizaban hacia arriba. En el cuarto día tuvo un arranque de creatividad, y unas tras otras aparecieron unidades periféricas. Las computadoras emitían sonidos, unos graves, otros agudos. Enviaban sus impulsos hacia unos artilugios de impresoras, donde las matrices de ceros y unos dejaban escapar preciosos cálculos. Aquellos primeros cuatro días fueron grandiosos, pero ya al quinto las computadoras comenzaron a mostrar síntomas preocupantes. Los diálogos se iban apagando, las pantallas permanecían oscuras y las impresoras dejaron de repiquetear. Poco a poco las máquinas comenzaron a aburrirse. Dios quedó perplejo, y dedicó el quinto día a meditar sobre ello. Por estas razones, en el sexto día, para que las computadoras no se aburrieran, y volvieran a su vitalidad cibernética, Dios creó al hombre. Se sentaron frente a las máquinas, tecleaban sus mensajes, las incitaban a calcular, atendían a las pantallas, y se guardaban las impresiones. Feliz y contento, Dios descansó el séptimo día. Cuando regresó a su trabajo creativo ya fue muy tarde: los hombres habían estado trabajando todo el domingo con sus terminales, crearon Internet, y terminaron por desterrar a Dios del paraíso.
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