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Goya, Olvido y misterio

Roberto Puig

Acaban de cumplirse los doscientos cincuenta años del nacimiento de Francisco de Goya y Lucientes, el eximio pintor aragonés oriundo de Fuendetodos, y fallecido en Burdeos en 1828. Su nombre se encuentra, con toda justicia, entre los de los inmortales de la pintura de todos los tiempos.

A Goya le tocó vivir en una época llena de episodios significativos para la humanidad: testigo de la Revolución Americana, de la Francesa, de Napoleón, de la independencia de las naciones americanas, de la restauración monárquica en Europa. Sin embargo, su peripecia postrera no terminó con su fallecimiento en tierra francesa, sino sólo varias décadas más tarde, al volver sus restos a su patria española.

La vida en Francia

El exilio en Francia, determinado por la victoria reaccionaria que puso en peligro o llevó a la muerte a tantos liberales, fue para Goya una forma de supervivencia. En 1824, a los 78 años de edad, solicitó licencia como Pintor de Cámara de Su Majestad para marchar a Francia, aduciendo tener que tomar baños curativos en Plombières, dado su precario estado de salud. En esos momentos todo lo que significaba liberalismo, cultura y espiritualidad era atropellado por quienes pedían ìdesterrar para siempre la funesta manía de pensarî. Del mismo modo que en épocas más cercanas a nosotros, miles de españoles debieron emigrar, muchos para siempre. Goya procura alejarse sin despertar mayores sospechas. Para ello, recurre en primer lugar al subterfugio de desprenderse de su casa, la célebre ìQuinta del Sordoî, previendo su posible incautación, lo cual lleva a cabo mediante la cesión de la misma a favor de su nieto Mariano, entonces adolescente, lo cual permite, a su vez, que el bien quede en la familia. Tres fracciones componían la propiedad, la más antigua de las cuales databa de fines del siglo XVI; en ésta erigió su vivienda el pintor, que luego mejoró notablemente, así como la quinta circundante.

En el momento de la donación, Goya vivía desahogadamente, lo cual refleja el documento notarial respectivo, donde consta que no necesita el bien porque le quedan otros suficientes para su decente manutención.

En el verano del año citado se halla en Francia. Pero no va a Plombières: de Burdeos viaja a París, y al cabo de un breve tiempo retorna a Burdeos, donde se establece en compañía de doña Leocadia Zorrilla y de la hija de ésta.

Sigue a esto otro fatigoso viaje a Madrid, en 1826, para resolver definitivamente su situación y solicitar su jubilación del cargo oficial que desempeñaba. De esta estancia en la capital queda el famoso retrato que le hace Vicente López.

Vuelto a Burdeos, alterna allí con otros emigrados, Leandro Fernández de Moratín entre ellos, entre los cuales había partidarios de tendencias diferentes, más afrancesados unos, más independientes los otros. Entre los primeros figura don Martín Miguel de Goicoechea, natural de Navarra, comerciante de profesión y ex funcionario público, unido a Goya por vínculos de amistad y luego de sangre, pues el hijo del pintor, el único sobreviviente de los tantos que tuvo de su esposa doña Josefa Bayeu, había contraído matrimonio en 1805 con la hija de don Martín. Un año después nacería Mariano, a quien las circunstancias lo pondrían en posesión de la casa quinta del abuelo en 1824.

Al quedar viudo Goya en 1812, comienza a frecuentar su hogar doña Leocadia Zorrilla de Weiss, también viuda, quien será la compañera de los últimos años del artista, y cuya hija Rosario Weiss, que creció en la Quinta del Sordo, habría de recibir allí lecciones de pintura, que complementaría posteriormente en Francia.

Una carta de Moratín nos describe el estado de salud de Goya al ingresar a Francia: ì…Goya ha venido efectivamente ciego, viejo, inútil y débil, sin saber una sola palabra de francés y sin un servidor (que nadie necesita tanto como él), pero muy contento y deseoso de ver el mundo…î. No menciona su antigua sordera, que da por descontada.

En Burdeos las amistades alegran al pintor; la más entrañable es, precisamente, la de su consuegro Goicoechea. Las relaciones con Leocadia no son siempre placenteras, según testimonios contemporáneos, pero conocen también momentos de armonía. La primera casa que habitan es pequeña y la abandonan al cabo de unas semanas. La segunda, más espaciosa y con jardín, es la última que habrá de ocupar nuestro personaje. En su fachada lucirá mucho después una placa recordatoria, obra de Mariano Benlliure. Es posible que el traslado a esta finca coincida aproximadamente con la muerte de Goicoechea, ocurrida el 2 de julio de 1825.

Goya en esos momentos trabaja a menor ritmo. Su voluntad se mantiene incólume; no así sus fuerzas. A pesar de ello, logró llegarse hasta Madrid en 1826, como decíamos, y de algún modo visita nuevamente la capital al año siguiente. Vuelto a Burdeos, acostumbra en horas libres pasearse por las calles, luciendo sus característicos sombreros de alta copa y sus levitas grises. Carece de apremios económicos, y se da el gusto de hacer gastos, a veces dispendiosos, que doña Leocadia solía reprenderle. No obstante la disminución de sus facultades, salen en esos años de su pluma y de su pincel obras magníficas, entre las cuales se destaca La Lechera de Burdeos, elaborada lentamente y como pasatiempo, retocada una y otra vez, que luego de su muerte será vendida casi de inmediato por su compañera. Realiza también retratos de personajes que lo rodean en el exilio. El último de ellos representa a don Pío de Molina: según algunos críticos, lo dejó inacabado. Pudiera haber deseado que quedara así, como si fuera un anticipo del impresionismo que surgiría impetuoso décadas después. Una nota entonces anexa a esta obra dice que fue ejecutada en Burdeos en 1828, cuando Goya tenía ochenta y cinco años (había sólo alcanzado los ochenta y dos), y que murió el 16 de abril de ese año en brazos de su amigo D. José Pío de Molina, cuando pintaba ese cuadro.

La noticia de la desaparición del artista no parece haber tenido mayor repercusión en su patria, que tiene problemas ingentes que atender. Es también el momento de surgimiento del Romanticismo; es la época de Byron, de Victor Hugo, de Lamartine, de Géricault, de Chopin, de Heine. Beethoven acaba de morir en una pobre habitación de Viena; Walter Scott, Wordsworth, Rossini, siguen creando obras memorables; Verdi solo cuenta 15 años. Entre nosotros, el Estado Oriental dará pronto paso a la República, que tempranamente se verá envuelta en problemas internos y conflictos bélicos que caracterizarán su existencia en el siglo XIX.

El olvido

El mismo día del deceso, el Cónsul de España se hace presente en la casa mortuoria, y levanta un acta del hecho. El sepelio debió ser sencillo. Los restos se depositan en el cementerio de la Cartuja de Burdeos, en una sepultura propiedad de la familia Muguiro de Irivarren, junto a los de su amigo Goicoechea, señalada con el número 5 de la 7ª serie. Se colocan sendos epitafios para los consuegros; en el de Goya, redactado en latín y donde persiste el error de atribuirle tres años más de los que en realidad tenía, se hace alusión a su calidad de peritissimus pictor.

En tal lugar habrán de quedar los despojos del excelso artista, prácticamente olvidados, nada menos que durante cincuenta y dos años, al cabo de los cuales, un diligente Cónsul de su país, don Joaquín Pereyra, comenzaría una desalentadora campaña de repatriación.

Estimamos de interés transcribir fragmentos de una carta ilustrativa al respecto, fechada el 24 de mayo de 1891, proveniente de la pluma de Pereyra, motivada por una de sus visitas al cementerio, donde yacía su esposa, que le permitió advertir el calamitoso estado de conservación de la tumba de Goya. Dice así: ì…á los pocos días de haber sido nombrado Consul de España en esta ciudad (se refiere al año 1880) fuí á visitar el cementerio de la Chartreuse y la casualidad hizo tropezara con el panteon en que está enterrado el inmortal Goya habiéndome sonrojado y sufrido una dolorosa impresion al considerar que en aquel panteon casi en ruinas y en completo estado de abandono y en suelo extranjero reposaban en el mayor olvido cenizas de uno de nuestros más esclarecidos compatriotas, orgullo y gloria de la noble nación española. Desde aquel instante concebí la idea de hacer cuanto de mí dependiese para que fuesen trasladadas á España, y habiendo sabido que uno de los mejores amigos que en vida había tenido Goya había sido el señor Silvela padre del actual Ministro de la Gobernación, (…) aproveché la oportunidad de haber sido nombrado nuestro Embajador en París para darle cuenta de este asunto enviandole un dibujo del panteon que encierra los restos del insigne pintor para que pudiera juzgar de su estado ruinoso y encareciéndole la conveniencia de que interpusiera su poderoso influjo para conseguir de nuestro Gobierno que dispusiera la traslación de estos restos mortales á un panteon digno de contenerlos…î

Una segunda carta, no fechada pero probablemente del 13 de noviembre de 1894, dirigida por el citado Cónsul al Ministro de Estado, agrega, entre otros numerosos detalles, que en la mencionada tumba solo reposaban los restos de Goya y ìdel súbdito español y antiguo Gobernador Civil de Madrid durante el reinado de José Bonaparte don Martín Goicoechea, y que la familia Muguiro de Irivarren hacía muchísimos años que había desaparecido de Burdeos, habiéndose perdido por completo su trazaî.

A esto siguen diligencias varias durante un tiempo, sin mayor resultado; se analizan las dificultades, se proponen soluciones de traslado, algunas no acordes con la categoría de los fallecidos, o del fallecido. Entran en juego influencias y presiones varias a partir del momento en que el gobierno español tiene noticia oficial del caso, es decir, en 1884; se suceden las idas y venidas, las consultas, las cartas, los pareceres, las demoras.

Finalmente las Cortes votan los fondos para la erección de un panteón en Madrid, pero siguen siendo escasos los recursos para el traslado decoroso de los restos, a los que parecía se les otorgaba mayor consideración que al principio de las gestiones. Y de acuerdo con la disposición de traslado, se verifica en el cementerio de la Cartuja la primera exhumación y reconocimiento de los despojos del insigne fallecido.

El misterio

Una carta del mismo Cónsul, fechada el 17 de noviembre de 1888 (no disponiendo nosotros del texto del acta) nos provee otra vez de la información del caso, que ahora encierra un elemento de misterio: ì…Abierta la tumba, nos encontramos en presencia de dos cajas, una de las cuales estaba forrada interiormente de zinc y la otra de madera sencilla sin ninguna placa ni inscripción exterior y ambas de igual longitud, por lo que procedieron á abrirse ambas. En la que estaba forrada de zinc se encontraron los huesos completos de una persona y en la otra estaban todos los huesos de un cuerpo humano escepción hecha de la cabeza que faltaba por completo, lo que no dejó de sorprendernos grandemente á todos los allí presentes. Y precisamente todo induce á creer q.e los restos encerrados en esta última caja son los de Goya por ser los huesos de las tibias mucho mayores q.e los contenidos en la caja de zinc y ademas haberse encontrado en ella restos de un tejido de seda color marron que deben ser los del gorro conque se presume fué enterrado Goya, así como porque estando más próxima de la entrada del caveau debió ser la última que en él se colocó. No habiéndose encontrado en la caja de mader traza alguna de q.e hubiere sido abierta ni la mandíbula inferior ni diente alguno todo induce á creer que á Goya lo enterrarían decapitado, bien por un médico ó por algún amador furibundo de notabilidades…î

Sugiere entonces, por lo que se ve, dos posibilidades para la anomalía comprobada: la intervención de un médico o de un apasionado. Pudo haber sido un frenólogo, ya que las teorías del alemán Franz Gall, muerto precisamente el mismo año que Goya, habían sido divulgadas en los medios científicos, y por razones de estudio anatómico era corriente que algunas personas procurasen cadáveres, no siempre honestamente. Probablemente en el caso de Goya se hubiera contado con la connivencia de un guardián del cementerio, ya que a los cuerpos se les enterraba luego de permanecer unas horas en la capilla, momento en el cual hubiera podido ocurrir la profanación. Esto es solo una conjetura; menos probable hubiera sido que el hijo del pintor hubiera dado su visto bueno para separar la cabeza del tronco para su estudio, como solía también suceder en esa época de experimentación anatómica, en que no era raro que el interesado se valiera de medios violentos o ilícitos para satisfacer sus propósitos.

Por eso el Cónsul, ante la duda, propone trasladar a España los restos de ambos cuerpos, para tener la seguridad absoluta de que Goya sea realmente repatriado. Pero mientras los trámites se repiten y prolongan, los restos, ya pulverizados, se vuelven a colocar en dos pequeñas cajas rectangulares y así se inhuman por segunda vez, a la espera de alguna resolución o concreción oficial. Transcurren así otros dos años. Estamos ahora en 1891. El pintor Raimundo de Madrazo, de paso para París, visita Burdeos, y el Cónsul Pereyra aprovecha la oportunidad para plantearle la situación. El pintor entiende también que los restos de Goya no pueden continuar en un nicho prestado y en tierra extraña. Escribe cartas; se ocupan del problema personalidades diversas, opina la Academia de Historia; la prensa hace un llamado al honor nacional, se forman comisiones, interviene el Ministro de Fomento… se suceden cuatro años más. Diversas personalidades intervienen entonces, de un modo u otro y con mayor o menor eficacia, en las gestiones iniciadas por Pereyra. Es justo citar entre ellas a D. Emilio Nieto, Director General de Instrucción Pública y luego Consejero de Estado; a Leopoldo Anglés, alcalde de Zaragoza; a Aureliano de Beruete, miembro del Círculo de Bellas Artes y, sobre todo, al más expeditivo de todos, el Marqués de Pidal, Ministro de Fomento. Sus esfuerzos, de los que da cuenta la correspondencia que guardan los archivos, dan la tónica del momento, tan rico en episodios memorables y en acontecimientos que caracterizan este período de transición, en que la situación política y la guerra de Cuba son prioridades. Pero surge asimismo la generación del 98, que procura la reconquista espiritual de la sociedad, y gradualmente se inicia así una nueva época en la historia de España.

Pero volvamos a Goya. En 1899, año también en que se celebra el tricentenario del nacimiento de Velázquez, se vuelve a tratar el tema del traslado de sus restos. Esta vez se ultiman detalles: ya no hay dilaciones, los obstáculos quedan atrás.

Satisfechos todos los requisitos, se cumple finalmente lo dispuesto: el 5 de junio de 1899 se procede a la segunda exhumación, en presencia de los enviados oficiales de Madrid, y se despachan los restos por ferrocarril esa misma noche hacia Irún, en la frontera. El 6 de junio llegan al Bidasoa, al cabo de setenta y un años de permanencia en el cementerio bordelés. Una vez en Madrid, se depositan provisionalmente en una cripta de la Colegiata de San Isidro. El panteón que los recibiría no está pronto aún, y a él se trasladan el 11 de mayo de 1900. Pero este nuevo enterramiento no habría tampoco de ser el último: en noviembre de 1919 se exhuman una vez más los restos para ser llevados para su descanso, ahora sí definitivo ñsiempre junto a los de Goicoecheañ, a la antigua Iglesia de San Antonio de la Florida, en las proximidades del Manzanares, ya declarada Monumento Nacional, en el mismo edificio donde pueden admirarse los frescos que pintó el genial aragonés a fines del siglo XVIII, cuando la vida brotaba del él a borbotones.



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