El período que siguió a la Segunda Guerra Mundial
fue una era de la ideología, dados los extraordinarios
efectos de las creencias políticas en la vida, la sociedad
y las relaciones internacionales. Las ìguerras fríasî
(conflictos de ideas o de filosofías sociales) y los ìjuegos
de lenguajeî (los discursos diversos y conflictivos de que
habla Llyotard), que caracterizaron esta época dejaron
sin medios de acción a las Naciones Unidas. Los debates
allí revelaron fundamentales diferencias en las interpretaciones
y las explicaciones de la historia, y grandes divergencias en
la filosofía social, económica y política.
Con estas diferencias no había acuerdo posible ni acción
de las Naciones Unidas que fuera universalmente significativa.
Así, pues, durante la mayor parte de este medio siglo la
organización mundial fue a la deriva, en un estado de bloqueo
ideológico.
Ideología, mito e historia La historia del evasivo consenso en el mundo ideológicamente dividido de mediados del siglo XX es bien conocida. Lo que quizás no se entienda tan bien es cuán profundos fueron los antagonismos filosóficos y político-ideológicos de la segunda mitad del siglo XX. Es igualmente notable el grado de artificiosidad de las ìrealidadesî perceptivas que los intelectuales del siglo XIX y los dirigentes políticos del siglo XX, interpretaron subjetivamente. Las visiones del mundo que proponían las diferentes elites eran en gran parte inexactas, vistas a la luz de datos concretos que los sociólogos responsables pudieran aceptar. Sin embargo, según la definición de Karl Manheim, esto es precisamente lo que hizo de ellas ideologías y no teorías. Las ideologías son falsas ideas que ocultan intereses particulares y distorsionan la percepción de la realidad objetiva al servicio de estos intereses(1). Son poderosos instrumentos políticos, y el hecho de que sus partidarios crean en ellas las refuerza aún más. El historiador William H. McNeill generaliza la noción de ideología más allá de la esfera sociopolítica y, al igual que Cassirer, Campbell y otros, hace hincapié en la historia y el poder del mito en los asuntos humanos.(2) Los mitos son creencias públicamente sostenidas que unen a los pueblos, los confortan mitigando sus incertidumbres, y los movilizan para la acción. Los mitos políticos, culturales y religiosos están en el origen mismo de la sociedad humana, dice McNeill, ìporque los mitos so exposiciones generales del mundo y de sus partesî. ìSe cree que son verdaderos, y se actúa en consecuencia siempre que las circunstancias sugieran o precisen una respuesta común. Son, para la humanidad, el sustituto del instinto(3). Además, estos mitos, ìse basan más en la fe que en los hechos (y) en la sociedad humana lo que más importa es la creenciaî.
En el presente trabajo examinamos tres mitos que compitieron para
afirmarse a escala universal en la historia intelectual de las
relaciones internacionales de mediados y finales del siglo XX:
el mito del ìcomunismo virulentoî, el de la ìrevolución
socialista mundialî, el del ìimperialismo y el subdesarrollo
económicoî. No fueron éstos los únicos
mitos de la época. No obstante, en los decenios que siguieron
a la Segunda Guerra Mundial fueron esenciales, porque conformaron
ideológicamente las luchas políticas del período.
En la medida en que ofrecieron significado y motivación
a los protagonistas de estas luchas, la comprensión de
los mitos y de su poder contribuye a explicar las relaciones entre
los diversos campos ideológicos. Algunos de los mitos de
la lucha por el poder en la posguerra eran intelectualmente compatibles
y podían facilitar alianzas políticas. Otros eran
absolutamente incompatibles: no era posible creer en los dos a
la vez, y ello exacerbaba los conflictos. Los mitos legitimaban
el comportamiento nacional, pero ese comportamiento contradecía
frecuentemente los supuestos acerca de la armonía, la comunidad
y el consenso que legitimaron las Naciones Unidas.
La paz mundial y la armonía de los intereses Desde que Inis Claude publicó la primera edición de Swords into Plowshares, señalando astutamente que los fundadores de las Naciones Unidas no fueron idealistas ingenuos, es habitual defender a dichos fundadores con el argumento de que enseguida se dieron cuenta de que la Organización no podía garantizar la paz en el mundo si no había consenso entre sus miembros. Esta esperanza hacía de ellos los representantes de una tradición intelectual que se remonta a las ideas que Emanuel Kant expuso a fines del siglo XVIII y, pasando por los razonamientos de los utilitaristas ingleses del siglo XIX, llega hasta las percepciones y normativas de los americanos del período de entreguerras, y más en particular de Woodrow Wilson.
Todas esas generaciones de pensadores coincidían en creer
que existía una armonía natural, o por lo menos
accesible, de intereses entre los Estados, que estos intereses
favorecían el mantenimiento de la paz, y que los gobiernos
podían encontrar los elementos armónicos de sus
intereses mediante el razonamiento, la orientación de la
opinión pública, una diplomacia serena y la observancia
de los principios del derecho natural y del derecho internacional
positivo, cuya validez se había verificado con el tiempo.
Las organizaciones internacionales, como la Sociedad de las Naciones
y las Naciones Unidas, eran tribunas para el discurso diplomático,
y mecanismos para la formulación y aplicación del
derecho internacional. Podían ser eficaces, porque llegar
a un acuerdo internacional era racional y, por consiguiente, un
consenso mundial era posible.
La discordancia de las esferas Los mitos sociales son narraciones que los creyentes exponen como versiones de la realidad. Estas narraciones están consteladas de símbolos que evocan emociones, facilitan el recuerdo y componen colectivamente los vocabularios propios del discurso ideológico. La veracidad de las narraciones de inspiración ideológica es aceptada por muchos de los que las proponen. Los partidarios decididos de estos mitos suelen atenerse a sus creencias pese a lo que les dice la razón, y a las contraindicaciones empíricas. Su proselitismo está animado de un celo religioso.
En cuanto a los tres mitos que influyeron en la política
mundial y en las Naciones Unidas durante la posguerra, cada uno
de ellos prevaleció en una esfera concreta en la que capturó
la imaginación y se atrajo la adhesión de una parte
de las elites del mundo. El mito del comunismo virulento inspiró
a los dirigentes estadounidenses, a sus aliados europeos más
próximos, en particular a los movimientos políticos
de centro derecha y derecha (pero también de la izquierda
no comunista), y a otras elites que se sentían amenazadas
por las organizaciones comunistas. Por su parte, el mito de la
revolución socialista inspiró a las elites comunistas
soviéticas y chinas, a los dirigentes de otros países
comunistas y a los intelectuales de todo el mundo. El mito del
imperialismo y el subdesarrollo económico fue ampliamente
creído por la mayoría de las elites del Tercer Mundo,
e inspiró su acción en consecuencia.
El mito del comunismo virulento La imagen occidental de la situación internacional después de la Segunda Guerra Mundial fue una generalización de un concepto estadounidense que apareció entre 1946 y 1950 como fruto de la reevaluación, por parte de Washington, de la política exterior soviética. El comportamiento soviético en Europa oriental y Alemania oriental, y las amenazas de Moscú contra Irán y Turquía, así como la ayuda prestada a las guerrillas en Grecia y a algunos comunistas de Italia, Francia y otros países, hicieron que los occidentales abandonasen sus aspiraciones a proseguir en la posguerra la colaboración que se había establecido entre el Este y el Oeste durante la guerra. Winston Churchill dio la alarma respecto del cambio de la situación mundial con su discurso sobre la ìcortina de hierroî, pronunciado en Fulton, Missouri, en marzo de 1946. Pero la imagen churchileana de lo que ocurría en la Unión Soviética no fue la que acabó constituyendo el núcleo central del mito del comunismo virulento. Churchill creía que se iba a producir un enfrentamiento tradicional del poder entre los principales Estados, que obedecería a aspiraciones territoriales e imperialistas de los soviéticos. En los Estados Unidos los ìrealistas políticosî, como Hans Morgenthau, Reinhold Niebuhr y sobre todo Walter Lippmann (quien recalcó que ìel autointerés nacional, y no la ideología, era lo que motivaba la política exterior soviéticaî), ofrecieron interpretaciones similares. También en los Estados Unidos hizo oír su voz el Secretario de Comercio y candidato presidencial Henry Wallace, quien aceptó la legitimidad de una esfera soviética de influencia a lo largo de las fronteras de la URSS, y adivinó contra los actos de provocación por parte de Occidente. Sin embargo, la administración Truman tenía una idea distinta de la situación mundial, y su interpretación acabó siendo la visión mundial predominante del Occidente, en la era de la guerra fría. Según las previsiones del presidente Truman y de sus asesores, la Unión Soviética aspiraba no solo al poder, sino a conquistar las mentes y las almas de las poblaciones del mundo entero. Moscú quería imponer universalmente su credo comunista, su forma totalitaria de gobierno, su rechazo de la libertad y de la propiedad tal y como se entendían, y se habían santificado, en el Occidente, su ateísmo y su Estado policial paranoico y secreto. La Unión Soviética era ìdistinta a los anteriores aspirantes a la hegemoníaî. Estaba ìanimada por una fe fanática, contraria a la nuestra, y que trata de imponer su autoridad absoluta al resto del mundoî. La nueva ìrealidadî de la guerra fría, concebida en la mente de los notreamericanos, tenía como características fundamentales el conflicto filosófico y el enfrentamiento ideológico. El enfrentamiento no se producía solo entre el poder y el interés nacional de la Unión Soviética y los Estados Unidos, sino entre el comunismo y el anticomunismo, el Occidente y el Oriente, el mundo libre y los totalitarismos en todos los lugares y escenarios del mundo. En consecuencia, los Estados Unidos, como líderes del mundo libre ña falta de otroñ se vieron obligados a limitar el poder soviético y contener el comunismo, donde y cuando amenazase con propagarse. El anticomunismo tenía que ser una cruzada. La lucha no permitía ningún compromiso, porque la fe política de cada una de las partes era antitética a la de la otra. ìNo hay una tierra de nadie seguraî, declaraba John Foster Dulles a la Associated Press en 1957. Tampoco había ninguna en 1981, cuando el presidente Reagan calificó a la Unión Soviética de ìel imperio del malî. Merece la pena señalar varios puntos respecto del mito del comunismo virulento. El primero es que la exactitud de la visión mundial es discutible: el comportamiento soviético, incluso durante el breve período de la posguerra en el que siguió mandando Stalin, y sobre todo después del él, estuvo motivado por consideraciones defensivas y ofensivas por igual, y con frecuencia Washington interpretó mal el deseo de seguridad de Moscú como un intento de afirmar el dominio mundial. Lo que es más importante, el buscar y ìencontrarî una mano subversiva comunista en casi todos los casos de inestabilidad social del mundo no comunista, distorsionó gravemente ñy en el caso de Vietnam fatalmenteñ la capacidad de los norteamericanos y de otros países occidentales de entender y abordar constructivamente el cambio social mundial en una época en que prevalecía este concepto. La propagación virulenta del comunismo no era lo más importante que estaba ocurriendo en el mundo durante los cuatro decenios subsiguientes a 1945, pero los norteamericanos, en especial, no podían darse cuenta de ello.
Imaginar la lucha entre el Oriente y el Occidente como una cruzada
casi religiosa fue solo una de las muchas interpretaciones del
conflicto con la Unión Soviética de que dispusieron
los estadistas norteamericanos a finales de los años cuarenta.
John Spanier sugiere que ìla guerra fría como cruzada
anticomunistaî fue elegida como interpretación oficial
porque era más fácil de vender al Congreso, que
hubiera retrocedido ante un panorama de ìpolítica
de potenciasî. Es probable también que la imagen
apocalíptica de una lucha inacabable, terrible, peligrosa
e imprevisible contra un enemigo fanático encajase bien
en el ambiente de desilusión que acompañó
al abrupto tránsito histórico de una guerra mundial
catastróficamente cara, librada para preservar la democracia,
y una guerra fría que amenazaba de nuevo a la democracia.
ìPorque se cierne una amenaza contra nuestro pensamientoî,
escribió W.H. Auden en 1946. ì
de más
muertes / y peores guerras, un invierno de adversión /
Que ha de durar una vida. Nuestros labios están secos,
nuestras / rodillas flaquean: la enorme decepción /
se
instala en nuestro díaî.
El mito de la revolución socialista mundial Comparemos la descripción que hace Auden de la desilusión y la resignación del Occidente, con la confianza con que el joven Yevgeny Yevtushenko habla de su experiencia en el Komsomol. ìMis manos están magulladas, / mi puño es fuerte como una tuerca. / No hay nada en el mundo / que no ose. Sonrío / al enemigo, / porque sea cual fuere estoy preparado. / Puedo enfrentarme a élî(4). Los dirigentes postestalinistas de la Unión Soviética, aún enardecidos por la desaprobación moral del capitalismo (un sistema político-económico que entendían muy mal), tenían una visión del mundo según la cual la ìcorrelación de fuerzasî les favorecía, a ellos y a su modo de vida. Como marxistas rechazaban la noción de que las relaciones internacionales podían basarse en la armonía de los intereses, cosa que tampoco creían para las relaciones internas en las sociedades industriales. En la época del capitalismo avanzado, los intereses de clase eran transnacionales y, por consiguiente, también lo eran inevitablemente los conflictos de clase. En una época así no podía haber paz, aunque ello no tenía que significar necesariamente una confrontación militar, sino solo la continuación de la lucha político-ideológica.(5) El 20o. Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrado en 1956, proclamó que el período del ìcerco capitalistaî había terminado. Se consideraba pues que se había terminado también el aislamiento soviético, porque en 1945 había nacido un sistema mundial antisocialista, y en 1956 más de un tercio de la humanidad vivía en ìEstados socialistas amigosî. Los dirigentes soviéticos de la era postestalinista imaginaban un mundo triangular compuesto de Estados comunistas en ascenso, Estados capitalistas en declive y un grupo intermedio consistente principalmente en los países del Tercer Mundo que habían adquirido hacía poco la independencia, y que se inclinaban ideológica y políticamente hacia la Unión Soviética, para formar una ìvasta zona de pazî que abarcase a la ìmayoría de la población del planetaî.(6) Los dirigentes soviéticos imaginaban que tenían otros ìaliadosî en las clases obreras de los países capitalistas. En general, no existía ya ìun equilibrio precario entre los dos campos, sino más bien un desequilibrio en el cual los Estados Unidos y los otros grandes países capitalistas se encontraban sumidos en un estado avanzado de decadenciaî. En esta situación, tal y como la percibían, el significado del término ìcoexistencia pacíficaî conoció una evolución. No se trataba ya de un estado incómodo de cosas impuesto por un equilibrio militar desfavorable, sino más bien de una estrategia para aprovechar las debilidades y contradicciones percibidas en el capitalismo que, como creían los dirigentes soviéticos imbuidos del dogma marxista, iría disgregándose hasta su desaparición final. La ìcoexistencia pacíficaî dio nombre a una época histórica (no exactamente prevista por Marx) en la cual habría Estados capitalistas y Estados socialistas en el mundo, que tenían que mantener una relación mutua formal, reservada e intrascendente. Sin embargo, durante esta fase la revolución socialista mundial continuaría, a medida que los pueblos se fueran rebelando contra la hegemonía burguesa. La Unión Soviética y los otros Estados comunistas estaban obligados a contribuir a estos esfuerzos revolucionarios. Al final, el mundo sería liberado por el comunismo. ìEl dragón orientalî, escribió el poeta chino Long Bide, ìconmocionará al mundo / Y asombrará a la humanidadî. El mito de la revolución socialista mundial patrocinado por los soviéticos no era una representación más exacta de la realidad internacional que el mito del comunismo virulento patrocinado por los norteamericanos. La confianza de Moscú en las interpretaciones históricas marxistas-leninistas no estaba justificada. Los ideólogos soviéticos infraestimaron la fuerza de capitalismo occidental. Interpretaron erróneamente las actitudes de las elites del Tercer Mundo (incluso de aquellas que se llamaban a sí mismas ìsocialistasî) y se equivocaron en su visión de los sentimientos de las clases obreras de Occidente. Por otra parte, tampoco se percataron de la fragilidad de su propia sociedad. Imaginaban un mundo en evolución durante los años sesenta y setenta, en el sentido que preferían y celebraban. Convencidos ellos mismos dijeron al resto del mundo que lo que querían estaba ocurriendo en realidad. Pero no era cierto. Se ha debatido mucho, en el Occidente, si los dirigentes soviéticos creían verdaderamente en lo que proclamaban a todo el mundo. Según la interesante perspectiva de Adam Ulam, el que los dirigentes soviéticos creyesen o no en su mito de la revolución mundial no tenía en realidad ninguna importancia. Los dirigentes soviéticos se veían obligados a comportarse como si lo creyeran, para respaldar su legitimidad interna y su posición en el bloque. Había que mostrar que el comunismo ìavanzaba a un ritmo más rápido que el de las sociedades inspiradas por la creencia rivalî. Kubálková y Cruickshank afirman que los dirigentes soviéticos postestalinistas creían ciertamente en sus mitos, porque su formación social les impedía creen en otra cosa.
En la medida en que los dirigentes comunistas soviéticos
y de otros países creían en el mito proclamado de
la revolución socialista mundial, su posición ideológica
era diametralmente opuesta a la de los norteamericanos y otros
dirigentes occidentales que creían en el mito del comunismo
virulento. Los dos mitos eran incompatibles. Durante la guerra
fría fue prácticamente imposible una cooperación
internacional significativa entre gobiernos comunistas y anticomunistas
en las Naciones Unidas o en otros foros, porque los antagonistas
ideológicos, estaban dedicados a la edificación
de mundos totalmente antitéticos.
El mito del imperialismo y el subdesarrollo económico La discrepancia entre la visión soviética del mundo, y la propuesta durante los años sesenta y setenta por numerosas elites del Tercer Mundo, no fue tan absoluta. Ello se debió en gran parte a que las interpretaciones asiáticas, africanas o latinoamericanas de los asuntos mundiales durante la transición del colonialismo estuvieran muy influidas por las doctrinas de Marx, Engels y Lenin. No hay que subestimar la influencia del pensamiento marxista en las relaciones político-económicas internacionales de mediados y finales del siglo XX. Fue una influencia considerable, y a las elites del Tercer Mundo las convencía porque proporcionaba un vocabulario conceptual y descriptivo que permitía a los analistas organizar la realidad en que se encontraban inmersos. Sus efectos eran catárticos, porque permitían explicar la miseria prevaleciente y señalar a los culpables. Jawaharlal Nehru, por ejemplo, escribió lo siguiente en su obra The Discovery of India: ìEl estudio de Marx y Lenin causó un poderoso efecto en mi mente y me ayudó a ver la historia y la situación actual del mundo bajo una nueva luzî(7). Léopold Senghor reconoció de modo similar que ìdebemos empezar por Marx y Engels. Sean cuales fueren sus limitaciones, sus insuficiencias o sus errores, estos autores, más que ningún otro, revolucionaron el pensamiento político y económicoî(8). Las metáforas militares, las exhortaciones a la revolución violenta, las protestas contra la opresión y la explotación, la denuncia de las desigualdades, la apelación a la justicia y las diatribas acusatorias contenidas en los escritos marxistas-leninistas, convencían a la indignación que fue característica de los intelectuales del Tercer Mundo durante la mayor parte de la posguerra. Los poetas han captado bien esta atmósfera emocional. El angoleño Ngudia Wendel habla de ìNuestra iraî, que ìtruena más fuerte que el cañón / en la fortaleza del verdugoî. El nigeriano David Diop considera retrospectivamente, ìaquellos días / Cuando la civilización nos golpeó la cara / Cuando el agua bendita nos mojaba la cara / Cuando el agua bendita nos mojaba las frentes humilladasî. El libanés Nizar Qabbani exhorta a los jóvenes árabes a ser ìuna generación airada / Que labre el cielo / Que haga explotar la historiaî. El mito del imperialismo y el subdesarrollo económico no es sutil. Se basa en una historia de explotación: los pueblos del mundo que fue colonial no son libres porque sus destinos económicos, y por consiguiente su autonomía y sus opciones, están controlados por el sistema capitalista mundial del que son parte integrante, aunque subordinada e involuntaria. Son pobres, impotentes y sin posibilidades de elección porque los países industrializados son ricos, poderosos y dominantes. El imperialismo significa explotación de los pobres por los ricos, y de los débiles por los fuertes. Está en la naturaleza misma del capitalismo. El imperialismo no cederá hasta que el capitalismo sea reemplazado por una economía política mundial menos voraz y más humana. Hasta entonces el mundo permanecerá dividido en Estados sojuzgados que se mantienen en una situación de pobreza e impotencia porque de este modo contribuyen a la acumulación internacional de capital. Las disparidades de poder percibidas son un elemento tan central de esta visión mundial, y tan irritante para los intelectuales y políticos del Tercer Mundo, como las disparidades de riqueza. Las bases del mito del imperialismo y el subdesarrollo económico se encuentran desde luego en la obra de Lenin El imperialismo, última fase del capitalismo. La medida en que la obra de Lenin penetró y prevaleció en reflexión de los dirigentes del Tercer Mundo antes, durante y después de la descolonización, es verdaderamente notable. Por ejemplo: Víctor Raúl Haya de la Torre., del Perú (1936): en Centroamérica, como en la mayoría de los países latinoamericanos, el capitalismo llega en una forma ya imperialista, violenta y pirática, no para construir sino solo para explotar y llevárselo todo, sin dejar casi nada detrás de sí. Jawaharlal Nehru, de la India (1946), refiriéndose a Gandhi: estimaba que esta enorme diferencia entre los pocos ricos y las masas sumidas en la pobreza se debía a dos causas principales: el dominio del extranjero y la explotación que lo acompañaba, así como la civilización industrial capitalista de Occidente. U Nu, de Birmania (1958): la rapacidad humana estimuló una búsqueda de territorios en los que las materias primas pudiesen obtenerse a bajo costo y en gran cantidad. Después de que las materias primas se elaborasen en forma de artículos manufacturados, era necesario buscar mercados sometidos a su control, para que los productos manufacturados pudiesen venderse a los precios que les convenía. Léopold Senghor, de Senegal (1959): hoy día es un hecho comúnmente reconocido que el nivel de vida de las masas europeas solo ha podido elevarse a expensas del nivel de vida de las masas de Asia y Africa. Salvador Allende, de Chile (1972): la relación dialéctica es clara: el imperialismo existe porque existe el subdesarrollo: el subdesarrollo existe porque existe el imperialismo. Con los años, la explicación de la relación entre capitalismo e imperialismo se hizo más sofisticada. El debate sobre la dependencia, iniciado en América Latina, presenta por ejemplo una imagen mucho más compleja de las relaciones entre el capitalismo mundial y las clases y fuerzas de los países en que se ha introducido. Los autores de la escuela de la dependencia llegaron a conclusiones no solo sobre la dependencia mutua de las estructuras y fuerzas económicas en los países penetrantes y penetrados, sino también sobre la dependencia mutua más amplia de enteras sociedades y cuerpos políticos(9). Sin embargo, las complejas vinculaciones de la dependencia redundaban invariablemente en beneficio de los ricos, y en perjuicio de los pobres. La ìdoctrina de la CEPALî, formulada por el economista argentino Raúl Prebisch, iba más allá de la noción de que los capitalistas occidentales explotan a los países pobres mediante el dumping de la producción excedente en sus mercados, o manteniendo un bajo nivel de salarios para que las materias primas sigan siendo baratas. Prebisch y sus colegas sostenían que la mala fe del capitalismo tenía raíces mucho más profundas: mientras subsistiese la división del mundo en una parte industrializada y otra no industrializada, los precios de los artículos manufacturados aumentarían más de prisa que los de las materias primas, y la relación de intercambio internacional seguía estando en favor de los países industrializados. Para romper este círculo vicioso, los países del Tercer Mundo tenía que industrializarse, aunque esto era evidentemente contrario a los intereses de los principales países capitalistas que iban a resistirse, por lo menos así se creía(10). La dependencia y las revelaciones de la CEPAL/UNCTAD eran variaciones del tema principal del mito del imperialismo y el subdesarrollo. Los analistas de estas escuelas no se preguntaron si existía una relación causal entre el capitalismo y el subdesarrollo económico del Tercer Mundo, sino que dieron por demostrada esta hipótesis y concentraron sus esfuerzos analíticos en explicar exactamente cómo y por qué el imperialismo y el subdesarrollo económico estaban vinculados. Que la compasión no es una característica del capitalismo es difícil de negar. Tampoco es irrazonable suponer que la riqueza contribuye al poder, o que el poder se usa a menudo para acumular más riqueza. Pero, en general, la historia asociada con el mito del imperialismo y el subdesarrollo económico es empíricamente inexacta. No es cierto que los países pobres sean pobres porque los ricos son ricos. De hecho, los países más pobres del mundo son aquellos a quienes el capital occidental ha hecho menos caso; muchos de los que obtienen mejores resultados económicos son los que más capitales occidentales reciben; los países no occidentales de economía pujante han elegido la vía capitalista al desarrollo con todas las vinculaciones al sistema internacional que ello entraña. Y a la inversa, no es cierto que los países ricos sean ricos porque los pobres son pobres. Las materias primas baratas no son la base primordial de la riqueza derivada de la manufacturación moderna: la base ha sido, y sigue siendo, la tecnología aplicada para crear un valor añadido. En la medida en que el comercio exterior y la inversión han contribuido a la creación de riqueza en Occidente, la mayor parte de los flujos económicos, incluso en los días del colonialismo, se registraban entre los propios países occidentales. El mito del imperialismo y el subdesarrollo económico es una ideología, en el sentido que Mannheim dio al término. Para muchos habitantes del Tercer Mundo ha sido fácil de propagar, y cómoda de creer. Así se fortalecía la legitimidad interna de las elites, presentadas como los custodios de las ìverdadesî aceptables. Esto elevó a algunos, como Fidel Castro, a posiciones de liderazgo internacional de los movimientos tercermundistas. Para los gobiernos frágiles este mito sustituyó a las reformas internas, y para los más fuertes, como los que se resisten a las condiciones impuestas por el FMI, dio una base ideológica a su desafío. Además, la creencia en el mito del imperialismo y el subdesarrollo económico implicaba factores intangibles que en último término resultaron muy importantes. El argumento contra el capitalismo era, en definitiva, un argumento moral. El imperialismo era malo, y cualquier explicación o confirmación de este hecho podía aceptarse como un artículo de fe. La política que cabía esperar de quienes creían y actuaban de conformidad con el mito del imperialismo y el subdesarrollo consistía en reclamar la reforma de las relaciones económicas internacionales, es decir, el establecimiento de un nuevo orden económico internacional. En innumerables organizaciones de las Naciones Unidas, entre 1974 y 1981, y más especialmente durante los períodos extraordinarios de sesiones sexto y séptimo de la Asamblea General, en 1974, los dirigentes tercermundistas defendieron el mito del imperialismo y el subdesarrollo económico contra todos los mitos, igualmente mannheimianos, de la economía burguesa ortodoxa que preconizaban los gobiernos y los intelectuales de los Estados Unidos, Europa y Japón. En las propuestas del Grupo de los 77 para la reforma del sistema económico internacional en beneficio del Tercer Mundo, ìlos instrumentos eran de carácter global y regulatorio, manipulando y superando en gran parte a los mecanismos del mercado libreî. En cuanto a la respuesta de Occidente, ìlos Estados Unidos hicieron hincapié en las virtudes del sistema de mercado como medio eficiente de distribuir la riqueza, trataron de dar realce al papel del capital privado en el proceso de desarrollo y afirmaron claramente que una mejora fundamental del Tercer Mundo dependía principalmente de la salud y el continuo crecimiento de las economías industrialesî.
En reacción contra el punto muerto a que había llegado
el enfrentamiento Norte-Sur respecto del nuevo orden económico
internacional, Mohammed Bejaoui, negociador del Grupo de los 77,
retornó, en su frustración al mito del imperialismo
y el subdesarrollo económico: ìDar plena libertad
a los intereses privados en la economía mundial significa
permitirles que se desarrollen según su propia motivación,
que les impulsa a adquirir un poder cada vez mayor, lo que supone
la negación misma de la cooperación internacionalî.
Referencias 1. KARL MANNHEIM. Ideology and Utopia: An Introduction to the Sociology of Knowledge (Nueva York: Harcourt Brace, 1936), págs. 55 a 59. Véase también el interesante estudio sobre la naturaleza de la ideología que figura en Daniel Bell, op. cit., págs. 393 a 400, y la obra de Max Lerner, ìRevolution in Ideasî, The Nation, Vol. 49 (21 de octubre de 1939), págs. 435 a 437. 2. ERNST CASSIRER. The Myth of the State (New Haven: Yale University Press, 1946). CASSIRER, An Essay on Man (New Haven: Yale University Press, 1968). JOSEPH CAMPBELL, Transformations of Myth Through Time (Nueva York: Harper and Row, 1990). CAMPBELL, Creative Mythology: The Masks of God (Nueva York: Viking Penguin, 1968). 3. WILLIAM H. MCNEILL. ìThe Care and Repair of Public Mythî, en Mythistory and Other Essays (Chicago: University of Chicago Press, 1986), pág. 23. 4. YEVGENY YEVTUSHENKO. ìIím of Siberian Stockî, en An Anthology of Russian Verse, 1812-1960, Avraham Yarmolinksy (ed.) (Garden City, N.Y.: Anchor Books, 1962), pág. 242. 5. Los dirigentes comunistas soviéticos y chinos tuvieron graves discrepancias en torno a la cuestión de la inevitabilidad de la guerra entre los Estados socialistas y los Estados capitalistas. Véase LIN PIAO. ìThe Victory of the Peopleís Warî, en PAUL E. SIGMUND. The Ideologies of the Developing Nations (Nueva York: Frederick A. Praeger, 1987). 6. V. KUBÁLDOVÁ y A.A. CRUICKSHANK. Marxism-Leninism and the Theory of International Relations (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1980), pág. 162. 7. JAWAHARLAL NEHRU. The Discovery of India (Nueva York: The John Day Company, 1946), pág. 17. 8. LÉOPOLD SÉDAR SENGHOR. On African Socialism (Nueva York: Frederick A. Praeger, 1964), págs. 26 y 27. 9. La literatura sobre la ìdependenciaî es muy abundante, y alcanzó su producción máxima en torno a 1980. Una excelente descripción, así como una contribución original, se encuentra en la obra de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, Dependency and Development in Latin America (Berkeley: University of California Press, 1978); estudios informativos sobre los trabajos relativos al desarrollo dependiente son los de Robert Cox, ìIdeologies and the New International Order: Reflections on Some Recent Literatureî, International Organization 33:2 (primavera de 1979), págs. 257 a 302, y James A. Caporaso, ìDependency Theory: Continuities and Discontinuities in Development Studiesî, International Organization 34:4 (otoño de 1980), págs. 605 a 628. 10. MOHAMMED BEDJAOUI. Towards a New International Economic Order (Nueva York: Holmes & Meier Publishers, 1979), págs. 76 y siguientes. ì la descolonización tropieza con algo aún más poderoso, la persistencia del dominio en forma de neocolonialismo e imperialismo, que trata aún de perpetuar el viejo orden económicoî. |
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