Es discutible que con la llamada
"pulsión de muerte", Sigmund Freud haya introducido
un nuevo tipo de pulsión opuesto a las pulsiones sexuales.
Más bien en su obra hay razones que dan a pensar que lo
que hizo fue describir el aspecto más radical de la sexualidad,
dominado por el vértigo de lo absoluto, que anula toda
diferencia y que está emparentado con la muerte. La pulsión de muerte ha sido y continúa siendo uno de los conceptos más controvertidos del psicoanálisis, y durante varios años fue un tema tabú. Muchos analistas no la admiten. E. Orozco (1994) no juzga imprescindible el concepto para explicar ciertos fenómenos clínicos. Entiende, por ejemplo, que para el desarrollo del aparato psíquico la fuerza motora atribuida a la pulsión de muerte no es diferenciable de la derivada del malestar de la frustración. Otros sí lo hacen, aunque no en los términos en que la planteó Freud. Considerarla un concepto metapsicológico, del mismo orden que Eros, implica reconocerle un grado de abstracción que la diferencia de representaciones concretas de la muerte y de ciertos datos clínicos observables, como la envidia y el odio, que el psicoanálisis trata de explicar a través de la teoría de las pulsiones.
Es generalmente admitido que el antagonismo
entre Eros y la pulsión de muerte está relacionado
con la oposición entre un funcionamiento psíquico
en el que predominan los procesos de ligazón, que inhiben
la tendencia a la descarga inmediata, y otro cuya meta es la desligazón
y la desorganización psíquica. Este me parece un
tema indicado para iniciar el desarrollo de este trabajo.
Energía libre y energía
ligada Ya en los Estudios sobre la histeria Breuer había planteado la existencia de dos estados de la energía de investidura: un estado de energía tónicamente ligada y otro de energía móvil, de libre circulación, tendente a la descarga. Fue una primera formulación de lo que luego se llamaría el proceso secundario y el proceso primario. La ligazón de la energía es una de las principales funciones del aparato psíquico, y se convertirá en Más allá del principio de placer en la obra de Eros. Freud definió la pulsión como un concepto límite entre lo psíquico y lo somático, como el representante psíquico de las excitaciones provenientes del cuerpo. De la exigencia de trabajo impuesta al psiquismo por el empuje pulsional resultará el proceso de ligazón, mientras que las energías que permanecen libres penetrarían en el aparato psíquico de un modo directo, sin sufrir ninguna mutación. Debemos pensar que las primitivas descargas de la tensión se producen básicamente a nivel motriz, pues aún no está constituido el aparato psíquico. Progresivamente, la excitación somática se va ligando a determinadas representaciones relacionadas con experiencias de satisfacción que dejan huellas mnémicas. Se inicia así un proceso de ligazón psíquica que permitirá contener y moderar el monto de excitación, evitando su descarga inmediata. El trabajo psíquico da lugar, en primer término, al registro de experiencias de satisfacción y de los rasgos de los objetos a ellas asociados a las mismas. A partir de ahí la satisfacción podrá ser alucinada, lo que implica una inhibición de la motricidad y la postergación de la satisfacción. El aparato psíquico irá aprendiendo a detener la primitiva tendencia a la descarga, lo que entraña una transformación de la meta del placer, que no será ya la de reducir toda tensión a cero y de obtener placer a todo precio, sino la de guardar constante un nivel de tensión. Así se van perfilando dos modos de funcionamiento que responden a tendencias distintas: un principio del cero y un principio de constancia, que procura restablecer el equilibrio de las tensiones y regular la homeostasis del organismo. Si la alucinación posibilita la suspensión de la tendencia a la descarga, también se encuentra en la génesis del acceso a la realidad, por la paulatina discriminación entre el objeto alucinado y el objeto percibido, lo que dará lugar a la separación del deseo y de la realidad. Tenemos entonces que la pulsión es ligada al entrar a formar parte de un sistema de representaciones, lo que posibilita no solo el aplazamiento de la descarga sino también que el monto de excitación pueda ser mitigado al integrarse lo corporal con lo psíquico, estableciéndose el predominio del principio de placer. La energía pulsional sexual se organiza y constituye como tal al fijarse a determinadas zonas erógenas y a determinados objetos. La representación inconciente de objeto, que resulta de la represión originaria, es el punto de fijación del deseo, que orienta a la corriente pulsional al darle una meta y un objeto. De lo anterior puede deducirse que el campo en el que se ejerce la supremacía del principio de placer es el de la representación, en que la búsqueda de la satisfacción está guiada por la reactualización de la huella mnémica y se ubica en la confluencia del goce corporal y de la actividad representativa.
Pero el placer está relacionado
no solo con la descarga de la tensión sino también
con la reactivación del deseo, es decir, con variaciones
de intensidad de las excitaciones, a condición de que éstas
no sobrepasen un umbral marcado por la señal de angustia.
La señal de angustia, que advierte al yo del peligro que
significa para su organización el incremento pulsional
y que posibilita la puesta en funcionamiento de la defensa, es
el guardián del principio de placer.
La representación de objeto
y la cosa En el deseo la excitación está asociada a una representación, que es la huella de una anterior satisfacción que se busca reiterar. El deseo encuentra su cumplimiento en la reproducción alucinatoria de las percepciones que se han convertido en los signos de la satisfacción. Si el deseo consiste en la alucinación de la satisfacción, como ha dicho Freud, es menos del orden del acto que del registro de la representación; depende menos de objetos reales que de fantasías, que no pueden satisfacerlo pero sí pueden darle una figuración y significarlo. Hay que tener en cuenta que la representación del objeto no es una mera reproducción en imagen, sino que depende fundamentalmente del significante, es decir, de la función de diferenciar y nombrar, por lo cual pertenece a un campo heterogéneo al de lo real. La representación implica la pérdida del objeto real, como lo ejemplifica el juego del fort-da mencionado en Más allá del principio de placer. Al nombrar el vacío creado por la ausencia de su madre haciendo desaparecer y reaparecer a la bobina, el niño pierde a la madre, que al ser disociada de su presencia real guardará una presencia más allá de su desaparición. La integración de ausencia y presencia es lo que caracteriza a la representación. El juego implica una renuncia pulsional y repite algo desagradable, pero para elaborarlo y adquirir un cierto dominio sobre lo real, por lo cual esta repetición no va contra el principio de placer. La pérdida del objeto real y la ausencia de satisfacción pulsional son el verdadero fundamento del deseo, que no cesará de representar al objeto. De modo que el símbolo, como expresa Lacan (1953), se manifiesta en primer lugar como muerte de la cosa, y esta muerte constituye en el sujeto la eternización de su deseo. El deseo se originaría para Lacan más que en la reproducción alucinatoria de una satisfacción primaria, que es más mítica que real, en la falta de objeto, objeto que está estructuralmente perdido y que es causa del deseo en el inconciente. La cosa es el objeto caído al quedar fijada la representación inconciente de objeto en la represión originaria. Es el objeto absoluto, fuera de la representación y del significado. El deseo persigue sus huellas y es alrededor de ella que gira el incesante movimiento de la representación gobernado por el principio de placer, sin poder encontrar ningún objeto absoluto. Es por el desprendimiento de lo real del objeto representado que el deseo nunca se satisface completamente y se fija de continuo nuevas metas. Mientras que el deseo está sostenido por la actividad fantasmática y busca el placer, la pulsión de muerte, que desborda al principio de placer y a los intereses del yo, es apetito de goce que apunta a la cosa misma. Es la tendencia a encontrar la cosa y el goce absoluto, más allá de toda mediación de lo imaginario y de lo simbólico. Aspira a la realiación del fin, que es la muerte del fin y la del deseo. Tanto el deseo como la pulsión de muerte apuntan a lo mismo: a la cosa, objeto causa del deseo. Pero mientras que el deseo lo hace a través de representarla y de metonimizar al objeto perdido, la pulsión de muerte no admite mediaciones y busca la satisfacción directa, a través del acto, para lo cual tiende a la desligazón de la satisfacción con la representación de objeto, a la que retira la investidura. Pienso que en este sentido puede entenderse la función desobjetalizante que A. Green atribuye a la pulsión de muerte.
La pulsión de muerte plantea
una exigencia de goce absoluto, es decir, fuera de sistema, anulando
la dimensión de la pérdida. Pero esto no significa
que haya que concebirla como una pulsión en estado natural
o como una destructividad innata, puesto que también ella
es producto del sistema, como lo es la existencia de la cosa.
Es inabarcable por lo simbólico, pero solo puede existir
como resto del sistema al que se resiste y trata de desorganizar.
¿Dos energías o una?
¿La energía de la pulsión de muerte tiene un estatuto distinto que la de la pulsión sexual, como plantea Freud? ¿O ambas pulsiones corresponden a distintos estados de una misma energía, uno libre y otro ligado? En el Simposio sobre la pulsión de muerte realizado en Marsella, J. Laplanche (1984) sostuvo que lo que hizo Freud al introducir la pulsión de muerte no fue tanto definir un nuevo tipo de pulsiones como profundizar en ese concepto, por lo cual la segunda teoría pulsional, más que reemplazar a la primera, la completaría. Este autor ubica a la pulsión de muerte en el campo de la sexualidad, representando a la sexualidad no ligada, cuyo único fin es la descarga total de las tensiones al precio del aniquilamiento del objeto y de la desestabilización del yo. Sería el aspecto demoníaco, más radical, de la pulsión sexual, supeditado al proceso primario y a la compulsión de repetición. Eros no abarcaría entonces la totalidad de la sexualidad sino los aspectos tendientes a conservar al objeto y la organización yoica. J. Laplanche reformula la teoría de las pulsiones manteniendo la concepción dualista, aunque sobre la base de un monismo de base. El dualismo opone dos tipos de funcionamiento psíquico: uno liado y otro no ligado. Resulta en efecto bastante sorprendente que la sexualidad, que era el polo conflictivo en la primera teoría de las pulsiones, se convirtiera en la segunda en el polo positivo, identificada con el amor, mientras que la pulsión de muerte pasaba a ser la responsable del odio, la discordia y la destructividad. Este desplazamiento del conflicto llevó a muchos analistas a prestar mayor atención a las pulsiones destructivas que a las sexuales, que quedaron relegadas a un segundo plano y frecuentemente consideradas como una defensa.
Se ha llegado a tal punto que A.
Green (1996) acaba de publicar un artículo en "The
International Journal of Psycho-Analisis" titulado "¿Tiene
la sexualidad alguna relación con el psicoanálisis?",
en el que se pregunta cuál es el sentido y la significación
de la sexualidad en el psicoanálisis actual. Este autor
llama la atención sobre el hecho de que en los últimos
años la sexualidad ha ido desapareciendo de la clínica
psicoanalítica, apreciándose una tendencia a poner
el énfasis en las relaciones objetales, las fijaciones
pregenitales, la patología border line y las teorías
y técnicas inspiradas en observaciones del desarrollo infantil.
Concluye que todo esto ha hecho perder de vista el significado
y la importancia de la sexualidad genital y del complejo de Edipo
en la teoría y en el trabajo clínico.
La compulsión a la repetición
Uno de los puntos de controversia en el Simposio de Marsella fue el relacionado con el papel desempeñado por la compulsión a la repetición en la concepción de la pulsión de muerte. H. Segal y J. Laplanche estuvieron de acuerdo en que ambas estaban íntimamente vinculadas. A. Green planteó, en cambio, que la compulsión repetitiva no caracteriza a la pulsión de muerte, pues es lo propio de todo funcionamiento pulsional. E. Rechardt recordó, por su parte, que Freud había considerado la repetición como la forma básica del trabajo psíquico, pues tiende a ligar la excitación a contenidos psíquicos para poder mitigarla y elaborarla. El problema que plantea la compulsión a la repetición se debe a que no responde a una única tendencia, existiendo repeticiones de distinta índole que pueden obrar prevaleciendo unas sobre otras. La inclinación a repetir forma parte de la definición misma del inconciente y del retorno de lo reprimido. La repetición es también lo que distingue a una serie de fenómenos clínicos como el síntoma, los rasgos de carácter y las neurosis de destino. Freud no considera, por ejemplo, que la repetición de transferencia sea contraria al principio de placer, puesto que si se opone a la rememoración es para evitar el displacer que causaría el recuerdo de las vivencias traumáticas y de los deseos censurados. También ha dicho en Recordar, repetir y reelaborar (1914) que repetir era una forma de recordar y que las repeticiones que se muestran en la transferencia llevan luego al despertar de los recuerdos. La compulsión repetitiva estaría en este caso subordinada al principio de placer y posibilitaría la simbolización. Pero no siempre la repetición de transferencia está al servicio del placer y de la cura, puesto que puede también convertirse en un obstáculo para el proceso analítico al producir momentos de estancamiento en torno a las satisfacciones que procuran el padecimiento de la enfermedad y el propio análisis, a las que no se quiere renunciar. Aquí entra a jugar una compulsión más elemental, independiente de la obtención de placer, que es reiteración de un sufrimiento voluptuoso, dominado por la pulsión de muerte. En el síntoma ocurre algo semejante. El síntoma que se repite tiene una palabra a decir y en tal sentido está abierto al Otro. Pero hay otro aspecto a tener en cuenta, que es la satisfacción secreta e inconciente que produce, que no nos permite reducir el síntoma a un puro registro expresivo, pues en ese goce mudo que proporciona, la dimensión de la significación se encuentra relativizada. De lo expuesto se desprende que la compulsión a la repetición no sería atribuible, en todas sus manifestaciones, a la pulsión de muerte. Freud asigna a la repetición una función de ligar las impresiones traumáticas que habían dejado huellas mnémicas que no se encontraban psíquicamente ligadas. También reconoce que la repetición, por sí misma, nos es fuente de displacer sino que, al contrario, como lo demuestran ciertos juegos infantiles, puede constituir una fuente de placer. Lo que él trata de explicar con la pulsión de muerte es la compulsión a la repetición que es contraria al principio de placer. Si la repetición cumple la función de ligar psíquicamente las excitaciones, es porque las articula en el sistema de representaciones. Según Lacan, la repetición es la insistencia de la cadena significante, que funciona autónomamente sin que el sujeto pueda hacer nada por evitarlo. Es la red de significantes la que hace posible el trabajo de rememoración, mientras que lo real, que está más allá del automatismo de repetición, es el obstáculo contra el que va a chocar el retorno de los significantes. Como nos lo recuerda S. Aparicio (1985), esto no es lo que pensaba Lacan en la época en que daba supremacía a lo simbólico, en que consideraba que la insistencia repetitiva estaba más allá del principio de placer. Pero al ir centrándose en la dimensión de lo real cambió su planteamiento anterior, afirmando que la insistencia de los signos está dominada por el principio de placer y que el más allá de ese principio es el encuentro con lo real.
Tendríamos entonces una repetición
de los signos, que está subordinada al principio del placer,
y una compulsión a la repetición que está
más allá de él, determinada por el empuje
de la pulsión no articulada al significante, y que nos
lleva a pensar en la insistencia del ello más que en el
automatismo inconciente y el retorno de lo reprimido.
Para concluir Una meta fundamental del análisis es lograr que el paciente se reapropie sus potencialidades pulsionales para hacer algo con ellas en la realidad. Toda reorganización libidinal supone un proceso de desinvestiduras y reinvestiduras, de desestructuraciones y reestructuraciones, en el cual la desligazón cumple un papel esencial que ñcomo se pone en evidencia en el caso del dueloñ propende a la liberación de la libido para que pueda encauzarse en nuevos vínculos y reintegrarse a la corriente de la vida. Obviamente, esta desligazón no parece depender de la vida. Obviamente, esta desligazón no parece depender de la pulsión de muerte sino más bien ser aliada de Eros, que trata de formar unidades cada vez más amplias que alcanzan al ámbito social. En este sentido es interesante el planteamiento formulado por A. Green (1994), según el cual la pulsión de vida podría admitir en ella la coexistencia del mecanismo de la ligazón con el de la desligazón, mientras que la pulsión de muerte solo procuraría la desligazón, con un propósito completamente distinto. La socialización de la pulsión, sometiéndola a la regulación del placer, sería el trabajo exigido por la energía pulsional a lo psíquico. Pero es indudable que toda la corriente pulsional no puede ser gobernada por el principio de placer, por lo que siempre queda un resto de pulsiones desencadenadas que lo desbordan y que son experimentadas como angustia o como goce. Esa fuerza pulsional irreprimible, que apunta a la cosa sin mediaciones, fuerza en principio desestabilizadora de la organización subjetiva, puede no obstante convertirse, en aquellos individuos que han desarrollado una suficiente capacidad sublimatoria, en un incentivo y hasta en una exigencia para la creatividad.
El arte no cesa en su empeño
por presentar lo irrepresentable, lo mudo, el vacío que
está en su raíz; trata así de dar presencia
a la cosa, dejando entrever lo que comúnmente no vemos.
Roberto Juarroz lo expresa en pocas palabras al comienzo de un
poema: "Desbautizar el mundo, sacrificar el nombre de las
cosas para ganar su presencia".
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