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Encuestas y elección

E. Guíntaras

Un sueño fantástico de Isaac Asimov se tornó realidad tras muchas décadas en un lugar inesperado: Uruguay. Ese pequeño país sudamericano ostentaba con orgullo la sana costumbre de tener, además de elecciones, periódicos plebiscitos sobre las más variadas materias: si se vendían o no las empresas del Estado, sobre el presupuesto dedicado a la enseñanza, etc. Como es típico en ese país, aspectos positivos como se daban la mano con contracaras de manifestaciones casi irracionales.

Es así que con cada elección y plebiscito, las empresas encuestadoras se hacían cada vez más importantes. Días antes de que se abrieran las urnas ya adelantaban las tendencias y discutían sobre las opiniones del "Uruguay urbano". En el mismo día de los comicios, se apresuraban a dar resultados "a boca de urna", sin dejar casi respirar a los electores. Las premoniciones estadísticas se comparaban con la misma importancia que se daba a las plataformas partidarias. Los politólogos y numerólogos de nuevo cuño aparecían en la radio y la TV como si fueran ministros o senadores, y las empresas consultoras de opinión pública competían entre ellas como las que venden dulce de leche o alfajores.

Al otro día de la elección había ganadores y perdedores en las urnas, pero también entre las encuestadoras. Se comparaba porfiadamente cuáles estuvieron más cerca del resultado real, se explicaban objetivamente los cambios de humor de los votantes, y se analizaba el continuo dolor de cabeza que representaban los indecisos.

Estas empresas avanzaron tanto que su papel se acrecentó hasta que los propios políticos, siempre deseosos de abaratar costos, reconocieron que cada elección era muy cara, y terminaron por privatizar los comicios. Un consorcio de todas las empresas encuestadoras quedó encargado de manejar cada una de las elecciones y plebiscitos, donde votarían grupos científicamente representativos de todos los uruguayos. Así, en lugar de los dos millones de habilitados, votaban unos 200 mil uruguayos, repartidos estadísticamente entre todas las posibles variables: hombre y mujeres, jóvenes y viejos, casados y divorciados, ricos y pobres. Bajo muestras aleatorias designadas por grandes computadoras se decidía quien votaba y quien no. El truco estaba en que los votantes así escogidos se enteraban de ello el día sábado, por lo que los partidos políticos igual continuaban con toda su fanfarria publicitaria. Las muestras eran representativas, sostenían las empresas, del 95% de los electores uruguayos, y el error estandar de sus votos era apenas del 0.5%.

Tras los primeros años, los encuestadores refinaron más sus mecanismos, la representatividad de las muestras, y así fueron reduciendo el número de los que votaban: 20 mil, 2 mil, y tras haber experimentado por 15 años, llegaron a identificar a un uruguayo promedio, de traje gris, secundaria completa y clase media empobrecida. El domingo del plebiscito bastaba con un único voto para saber quien ganaría. El ministro de economía resplandecía de alegría, al haber arribado a este procedimiento superior de eficiencia.

Este proceso, típico del Uruguay, tuvo una vuelta de tuerca, también propia de este país, cuando en el referendum nacional para confirmar o no la continuidad del mecanismo de voto privatizado en manos de las encuestadoras, el único votante, contrariamente al pronóstico científico de todas las empresas de opinión, escogió la hojita del No.


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