Hitler, hombre y circunstancia

Joachim Fest

Se viene hablando desde hace algún tiempo de una "hitlermanía". También se habla de una "nostalgia" de Hitler. Las biografías de Hitler aparecen como la cresta de esa ola. La vida de Hitler despierta el interés de los historiadores y del pœblico. Fueron los nœmeros, los niveles de ventas, los que dieron apoyo a la tesis de la llamada "hitlermanía", la Hitler Welle. Pero interés y nostalgia no deben ser confundidos.

Si hubo en alguna época una nostalgia de Hitler, fue en los primeros años de la década de los 50, cuando los que de una manera u otra habían servido al régimen nazi se acordaban del pasado: oficiales alemanes que no habían conseguido ganar la última batalla; altos funcionarios que "no sabían de nada" y por lo tanto no cargaban ninguna responsabilidad; pequeños funcionarios que habían tan solo "cumplido con su deber" y así hasta los criados, choferes, y otras personas simples que, como sabemos, constituían desde el inicio el ambiente político que hizo posible a Hitler.

Todos se olvidaban de aquellos años turbulentos que les habían proporcionado aventuras y contacto con la Historia (o con la lata de basura de la Historia), y había medios tonos de nostalgia en sus recuerdos. Pero esta nostalgia existente en la Alemania de posguerra estuvo siempre limitada a una minoría.

En Alemania más bien no había gran interés en relación con Hitler, al régimen nazi, a la guerra y a los infortunios inevitablemente relacionados con esos asuntos. Los que habían vivido todo aquello y no habían olvidado sus propias fallas morales, sus errores y sufrimientos, no querían remover la memoria, es comprensible; es una reacción psicológica perfectamente comprensible.

¿Una "onda Hitler?

Lo que ocurrió, y de cierta manera aún está ocurriendo fue exactamente lo contrario: una represión de Hitler. Al punto que las conversaciones de hoy día sobre la onda Hitler, este hecho sale a la luz como un eco distorsionado. Basta comparar el número de publicaciones sobre las figuras históricas que tuvieron el mismo efecto de terremoto para notar inmediatamente una enorme discrepancia: hay centenares o millares de estudios sobre Federico el Grande, Napoleón, Bismarck y Lenin, pero no pasan de dos o tres docenas los libros acerca de Hitler.

La verdrangung -la represión- a la que me estoy refiriendo, no se expresa sólo cuantitativamente en el escaso número de biografías de Hitler. Durante mucho tiempo la propia naturaleza de la presentación biográfica también fue determinada por una necesidad de reprimir. Predominaban dos tipos de retratos, el primero tendía a hacer del hombre un demonio, a transformarlo en una especie de bestia del Apocalipsis; el otro apuntaba a reducirlo al nivel del ridículo. Hitler aparecía entonces como un furibundo, una caricatura chapliniana, o simplemente como un maniático.

Ese doble padrón de interpretación, que a veces se verificaba en un mismo estudio, correspondía a una curiosa ambivalencia de sentimientos en relación con Hitler. Pues sus contemporáneos (en la Alemania como en muchas otras partes del mundo) habían sido partidarios de o derrotados por él y, al mismo tiempo, lo habían despreciado, despreciado sin piedad sus características bajas, sucias. Hitler era "el bichicome más vulgar" que alguien pudiera encontrar, como dijo cierta vez Neville Chamberlain. En esa mezcla aparentemente paradojal de demonización y descrédito, los contemporáneos podían mirar a Hitler como siendo simultáneamente invencible ("¿Quién le podría resistir?") y despreciable. El era un verdadero demonio, salido de un lugar bastante vulgar, el infierno.

Naturalmente, esas interpretaciones también fueron influenciadas por el horror que se difundió en la posguerra en cuanto a todo lo que se relacionase con el nazismo. La extensión monstruosa de los hechos acababa de ser conocida y superaba todo lo que había ocurrido antes en la Historia

La demonización de Hitler, entonces, fue también un intento de separarlo de la humanidad, de evitar que la noble imagen del homo sapiens fuese corrompida por aquel hombre y por sus crímenes. Del otro lado, entre tanto, del lado subjetivo, también podemos discernir un esfuerzo -tal vez inconciente- de justificar la falencia moral de cada uno, de explicar los numerosos compromisos visibles o invisibles asumidos con este hombre por cada uno y por todos.

Hubo -y hay- otra forma de represión

Hay una represión más sutil y probablemente más frecuente: se expresa curiosamente por un excesivo énfasis en el aspecto moral. Aquí, Hitler y el nacionalsocialismo se reducen a ser objetos de una siempre renovada indignación, de siempre renovadas expresiones de disgusto. Para evitar malentendidos, me apresuro a decir que ese juzgamiento es perfectamente comprensible y doblemente comprensible y justificable en lo que se refiere directamente a los crímenes de Hitler. Es también necesario, a fin de que, en una época de confusión moral como la que siguió a Hitler, los padrones morales -la noción de lo acertado y de lo errado, del bien y del mal- puedan ser reinstaurados en su debido lugar.

Pero mirando en una perspectiva más amplia, este juzgamiento contiene un importante elemento, el de no aceptar enfrentar los hechos. No basta decir que Hitler es el mal; al menos, esto no es suficiente, si es que pretendemos establecer defensas eficaces contra fenómenos de este tipo. La pura emoción (en la medida en que ella no se basa en el conocimiento) ¿no es acaso siempre reversible?

Recuerdo que mi padre fue perseguido político durante aquellos años. Después de haber más o menos conseguido sobrevivir ese período, ya no quería pensar y hacer un análisis racional del nacional-socialismo, se contentaba con la aversión. Aplicar su esfuerzo intelectual a un fenómeno tan sórdido, tenía para él el sentido de una traición al espíritu humano. No quería nada con aquello. Para él (y para muchos con su experiencia, su amargura y su coraje), Hitler era y es una especie de "anti mito", se debe dejar que se disipe en la soledad y el olvido apropiados, como un monumento siniestro de otra época.

De lo emocional a lo racional

Ese punto de vista, aun siendo comprensible, no es de mucho valor. Peor aún, contiene un elemento de duda derrotista en relación a la propia razón. Tal vez no pueda desembarazarse de esta duda la generación que experimentó tanto el triunfo como la derrota de Hitler, como una demostración de la trágica impotencia de la razón. Pues la lógica, los argumentos y las explicaciones inteligentes obtuvieron poco o nada de las masas horrorizadas, durante los años críticos de 1929 a 1933. Tales experiencias son inolvidables y a la vez son experiencias que no se pueden transmitir, no son transferibles. Cada generación habrá de enfrentar de nuevo el problema y procurar su propia perspectiva en relación con él.

Hoy esa perspectiva, según me parece, debe ser más fría, menos emocional de lo que ha sido hasta ahora. Una nueva generación alemana y europea, casi sin experiencia personal de Hitler, o con experiencia tan solo indirecta, llegará a estudiarlo y también el comportamiento de sus contemporáneos -su franqueza, coraje, corruptibilidad o miedo- con ojos menos apasionados. Los acontecimientos que para tanta gente estaban ligados a problemas centrales de su vida personal y ligados con sentimientos de vergüenza por un lado, y con recuerdos dramáticamente emocionales por el otro, están comenzando a volverse históricos. Por primera vez es posible, en Alemania, pasar del involucramiento emocional al análisis racional.

Por esto, por ejemplo, es que importa el problema de saber cómo se originó el odio de Hitler por los judíos, y como él transformó esa actitud emocional en un arma demagógica; importa más que una amplia descripción acerca de cómo fue cometido el genocidio en el Este. ¿Será ésta una injusticia con las víctimas? Al contrario. En cuanto el hombre formula preguntas y pide respuestas -procurando justificaciones ideológicas hasta para el crimen- es aconsejable depositar más confianza en el argumento intelectual que en el moral.

De todas maneras, creo que es más útil demostrar procesos, analizar la evolución y la tendencia de los crímenes, que describir el propio crimen, pues estas descripciones no llevan a ningún esclarecimiento; por el contrario, incluyen siempre un poco de la fascinación por el mal, por la vileza absurda que esas descripciones, ostensiblemente, incriminan. Durante años, muchos escritores bien intencionados tomaron prestado un poco de ese brillo siniestro para ocultar su flaqueza intelectual en el terreno de la interpretación racional.

La nueva perspectiva

Esta nueva perspectiva tampoco deja duda de que a Hitler, desde el punto de vista moral, era un criminal. Pero esto es exactamente lo que vuelve tan profundamente perturbador el problema de saber de qué manera él fue capaz de conquistar (o por lo menos de volver dóciles a sus propósitos) primero a los alemanes, y después a una parte considerable del mundo.

Como forma de documentar este fenómeno -y para cambiar de registro- no debe apuntarse simplemente hacia las masas, cuya exaltación facilita una sensación de superioridad tan fácil de conseguir y tan agradable a los que no pertenecen a ellas.

Hay todo un ejército de peregrinos impresionados, muchos de los cuales se portaron al principio friamente para luego aplaudir: lo integraron los políticos de la República de Weimar y la lista interminable incluyó a los Simon y Eden, a los François-Poncet y Toynbee, a los Beck, Phippse y Daladier, no olvidando a Mussolini, que al final sucumbió a su anteriormente despreciado epígono al punto de llegar al total sacrificio de sí mismo. Y no nos olvidemos de la alta sociedad de nobles florentinos que comenzaron comportándose irónicamente, pero que después de una rápida visita entregaron al anfitrión "sus mentes y sus corazones" (como escribió el conde Ciano); o de los frecuentadores de un cine londinense que, en el otoño de 1933, cuando Alemania abandonó la Liga de las Naciones, rompieron en aplauso ruidoso en el momento en que Hitler apareció en la pantalla.

Todas las interpretaciones

Las interpretaciones acerca de Hitler han partido de la premisa -expresa o no- de que Hitler era el gran adversario en su época; y de que la época (por lo menos fuera de Alemania) lo sabía. La situación pudo, ciertamente ser encarada así, pero sólo si se reduce un poco el ángulo de la visión. Las señales de la época parecían apuntar a la creciente autodeterminación, a la libertad, a la comprensión entre naciones y el progreso humano; esto es, en dirección a tendencias contra las cuales Hitler se planta como un fenómeno fantástico y singularmente absurdo.

Entre tanto, no se puede escapar a la pregunta: ¿no fue él, al mismo tiempo, el representante de poderosas aspiraciones y tendencias de nuestra época? No solo de poderosas tendencias en Alemania, sino de fuerzas que, por encima y más allá de todas las fronteras, formaron parte del propio carácter de la época. Para mencionar solo algunos factores, la necesidad de seguridad, o por lo menos de una fuerte sensación de integración social; la necesidad de grandes hombres, de pompa y de pathos, de grandes experiencias de identificación colectiva, de intoxicación, o de aquel espíritu de aventura para el cual los Estados modernos dejan tan poco espacio.

Estas, pensando bien, fueron las primeras interrogantes que vuelven el tema nuevamente problemático. Son, creo, algunas de las preguntas a las que todo biógrafo de Hitler debe responder, aun si a ellas se les prestó poca atención en lo que se escribió hasta ahora sobre Hitler. En la famosa biografía de sir Allan Bullock, que durante muchos años fue la mejor, esos problemas eran planteados de una manera muy periférica.

Allan Bullock respondió la pregunta decisiva con que se enfrenta cada biógrafo -la cuestión del impulso dominante en una vida- a través de la referencia al apetito de poder de Hitler. Si eliminamos todos los detalles, todos los disfraces ideológicos, nos encontramos delante de un Wille zur Macht que se conocía y deseaba solo a sí misma. Visto bajo esa luz, Hitler surgió como el prototipo del hombre puro de poder, y el historiador de Oxford interpretó la insipidez personal de su héroe y su falta de personalidad como consecuencias del apetito de poder que sobrepujaba a todo y extinguió todos los otros vestigios de sustancia humana.

Esa interpretación es esclarecedora bajo muchos aspectos. Como es bien sabido, ella se basa, entre otras fuentes, en el libro de Herman Rauschning La Revolución del Nihilismo, donde Hitler y los nacionalsocialistas son definidos como revolucionarios sin metas ideológicas, hombres que no tenían una causa propia y se limitaban a utilizar la ideología para una única finalidad: la obtención, conservación y desarrollo del poder personal. Esta tesis tiene a su favor, por sobre todo, el hecho de que sin una obsesión maníaca por el poder, Hitler es realmente inconcebible.

¿Pero esto sería realmente todo?

Si damos ese valor absoluto al Machtlust de Hitler, ¿no nos quedan por explicar muchos de sus padrones de comportamiento? ¿Sería posible establecer una unión racional entre esa idea y sus discursos, Mein Kampf, o Zweites Buch, o Tischgesprache o las anotaciones de la primavera de 1945? ¿Son estas, realmente, las producciones de un cínico maquiavélico o, por lo contrario, las de un carácter furiosamente poseído de innumerables preconceptos, temores y resentimientos?

Fue Hugh Trevor-Roper quien, al final de la década de los 50 , descargó el primer golpe -que fue también definitivo- contra la tesis del exclusivo apetito de poder de Hitler. Una conferencia que pronunció en Munich, en aquella época, sobre los "Objetivos bélicos de Hitler" presentó por primera vez al hombre como un político dominado y dirigido por consideraciones ideológicas: como un hombre cuyo delirio y crueldad derivaban no tanto de una monstruosa Wille zur Macht como de las certezas producidas por una visión cerrada del mundo. Desde entonces, muchos libros, entre ellos el más reciente el Hitlers Weltanschauung de Eberhard Jackel, ampliaron y documentaron esa idea.

La teoría del exclusivo apetito de poder de Hitler también fue puesta en cuestión desde otro ángulo. Es obvio que esa tesis establece la imagen del gran individualista que determina el curso de la historia de acuerdo con sus propios humores. Esto da a todos los acontecimientos históricos un carácter fuertemente subjetivo, volviéndolos dependientes de una œnica persona y de sus fantasías.

Pero era Hitler

¿Era Hitler, simplemente, la expresión de su propio deseo de poder? ¿Esto lo explicaría adecuadamente? La teoría también no resulta más plausible cuando se amplía (antes y después de Bullock) incluyendo el apetito de poder de todo un pueblo, el alemán, con su propia tradición y su psicología particular. Pues hubo fenómenos semejantes al nacionalsocialismo en muchos otros países europeos con diferentes tradiciones, psicología diferente y otro background histórico.

¿Había, debemos preguntarnos, factores comunes a todos ellos? ¿Y cuáles eran las diferencias? ¿Podría el nacionalsocialismo ser considerado una forma particular de aquella reacción defensiva militante descripta con el término bastante inexacto de fascismo? ¿Y éste tendría, por otro lado, características inequívocamente alemanas? Finalmente (y aquí llegamos al centro de la pregunta) ¿cuál fue la contribución personal de Hitler a este fenómeno? ¿Cuáles eran sus motivos y dónde es que ellos se originaron? Todos esos acontecimientos, al final, serían comprensibles aun sin la presencia de Hitler?

No puedo, evidentemente, más que sugerir las respuestas exigidas por este amplio abanico de preguntas. Para ser breve, me parece que el motivo central en la vida de Hitler y en la vida de las masas que lo siguieron era el miedo. En el plano individual, este elemento ya se vuelve evidente en el joven Hitler. Por vagos que fuesen los términos en que se expresaba su compromiso político, por pesada y amorfa que fuese a su persona como un todo, Hitler estaba evidentemente, y desde muy joven, bajo la presión de la angustia. Y nunca pudo expulsarla. Primero fue el temor austro-alemán de ser racialmente oprimido; más tarde, en la Viena de la vuelta del siglo, el temor del hijo de una familia de clase media a caer en la escala social. Pero existió también el miedo de una convulsión social más amplia, cuyo aspecto más visible es resumido en la expresión "revolución industrial"; el miedo a una era nueva y extraña anunciada por un proceso amplificado de emancipación.

Otras motivaciones del miedo pueden ser observadas más tarde, después de la Primera Guerra Mundial, en las masas pequeño-burguesas que se sentían igualmente amenazadas de descender en la escala social, mientras el sentimiento latente de vivir en una época de grandes crisis era gráficamente confirmado por la visión de la Revolución que, partiendo de Moscú, procuraba conquistar primero a Alemania y después al mundo. Esto parecía a muchos el preanuncio de aquella nueva edad contra la cual todas las energías se rebelaron.

El éxito de Hitler se basó en buena parte en la capacidad de emplear su gran talento retórico para transformarse en el portavoz de esos temores y para transformar la atmósfera de pánico en agresión, o por lo menos en un sentimiento de fuerza. El proclamaba conocer el camino de la salvación, la manera de recuperar la honra y de estimular la grandeza. Así, gradualmente -después de alguna duda en cuanto a si él, el hijo de un funcionario aduanero y hasta entonces una simple víctima de las circunstancias, había sido realmente escogido por el destino- Hitler creció en el papel de Retter, el "salvador".

Podemos determinar con bastante exactitud lo que provocó la irrupción de esa nueva autoconfianza. Fue la experiencia obtenida (teniendo casi 35 años de edad) en ocasión del putsch de noviembre de 1923, acerca de la flaqueza y cobardía de las antiguas clases dominantes. A partir de este momento, el se identificó totalmente con su papel, el que dio solemnidad, pathos, impaciencia. Era el impulso esencial de su vida, la fuerza que lo estimuló y que todavía lo gobernaba durante las semanas y días de su caída en una Berlín casi arruinada. Correspondía, como una fórmula mágica, a la ecuación de su personalidad: primero el miedo, después su necesidad de exhibición y su voluntad de poder; y esto también le permitió que diese un aire de consagración a su brutalidad fría, a través de la asociación con un motivo sublime.

Si, más allá de esto, aún hubo otro motivo dominante en la vida de Hitler, fue ciertamente la tendencia a la destrucción. Dirigida en primer lugar contra todo lo que él odiaba, y en particular contra el mundo burgués, con su método, su moralidad, su seriedad: el mundo en que él había fracasado y que lo rechazó tan bruscamente a él, su tartamudo admirador. El nunca olvidó esa desilusión prematura. Pero más allá de ese resentimiento personal, estaba también la fascinación de los grandes colapsos catastróficos, y de ese aspecto su temperamento pesimista extrajo una profunda satisfacción.

Este es el momento de mencionar lo que creo que fue el papel de extrema importancia desempeñado por Richard Wagner. Como mœsico, pero también como escritor politizante o simplemente como personalidad, Wagner fue (en mi opinión) de larga y gran influencia en el desarrollo intelectual de Hitler. El lector sabe en qué medida la obra del gran compositor está poblada, por un lado, de todo un ejército de hombres providenciales, de salvadores y caballeros de armadura deslumbrante, mientras por otro lado está repleta de una atmósfera germánica de fin de mundo, y hasta qué punto el consintió a la intoxicación de la catástrofe, mientras esperaba ansiosamente por el crepúsculo de los dioses.

Las objeciones

Hasta donde esas fases pueden ser diferenciadas, el último mencionado fue el segundo estadio en el abordaje del asunto, un estadio que no puede ser caracterizado tan solo por preguntas sino por el descubrimiento de respuestas, por lo menos de carácter provisorio. Pero después de eso, otras objeciones, más fundamentales, comienzan a surgir.

Existía la afirmación, muy comœn, de que las biografías ya no son posibles o, para ser más exacto, ya no son esenciales para la comprensión de una época. Dos razones principales acostumbran ser adelantadas. La primera dice que ningœn individuo aislado puede representar auténticamente las cualidades latentes de una época, su trama de intereses conflictivos, sus fuerzas políticas, sociales y económicas. Todos los estadistas serían simplemente los agentes de fuerzas y condiciones sociales. La segunda objeción establece que toda biografía -y especialmente una biografía de Hitler- se coloca conciente e inconcientemente, al servicio de una estrategia amplia de justificación. Su punto de partida -cuando dice que los hombres hacen la Historia- concentra toda la culpa en un sólo hombre y, consecuentemente, disculpa a la masa de seguidores y de aprovechadores.

Por cierto que hay alguna verdad en esas objeciones: no hay duda de que el papel del individuo en el proceso histórico se está reduciendo cada vez más. Hay muchas razones para esto, pero no pretendo abordar aquí el tema. Diré sí, que si los hombres ya no hacen (por lo menos en la misma medida) la Historia como la hacían en épocas pretéritas, este hombre, este Hitler, hizo más Historia que otros. Todo lo que es típico del nacional-socialismo, todo lo que lo distingue de otros movimientos fascistas, es impensable sin Hitler. Si se lo saca, hipotéticamente, de esos acontecimientos, el tema pasa a ser algo básicamente diferente. Los hechos vaciados de la contribución especial de Hitler, de su dinamismo y de la inmensa energía que él imprimía a todo, así como -desde el punto de vista moral- de la nueva y desconocida dimensión del barbarismo que él trajo. Sin Hitler, el nacionalsocialismo, de acuerdo con toda conjetura legítima, no siquiera sería un movimiento de importancia semejante a la del fascismo italiano, habría permanecido como una fuerza secundaria, liderada por un Ludendorff o un Gregor Strasser, llena de conflictos internos, dividida en facciones hostiles, tal como cualquier grupo extremista; no sería más que un fenómeno periférico de la política.

En cuanto a la segunda objeción -la de que los individuos no pueden dar expresión auténtica a su época- a pesar de ella este individuo la expresó mejor que todos sus rivales. ¿Quién diría que Hungenberg o Bruning, Otto Weis o Rudolph Breitsheid eran más representativos de aquella época, para no hablar del líder comunista, Ernst Thalmann? Hoy en día, cuando vemos viejos filmes de las reuniones del Reichspartei, con la presentación de las banderas, las columnas que marchan y las manos levantadas, cuando asistimos a esa mezcla casi indescriptible de pathos e histeria, tenemos muchas veces la sensación de estar asistiendo a un ritual ridículo y anacrónico. Pero la época, o por lo menos muchos de los que vivieron en ella, se reconocían en este ritual. Y si muchas de aquellas personas, cuando la pesadilla acabó, daban como disculpa haber sido engañados por Hitler, entonces el los engañó con alguna cosa que ya existía hace mucho tiempo dentro de ellos. En este punto, Hitler estaba sincronizado con su época. Uno de los problemas más difíciles con que se enfrenta el biógrafo es exactamente el de determinar esa mutua interacción entre el espíritu de la época e Hitler; definir la relación en que se encontraban uno con el otro.

Estrechamente unidas

Muy ligada a estos planteos aparece la pregunta acerca de la modernidad de Hitler. Sabemos que él estaba unido al siglo XIX de una manera profunda, casi narcotizada, que los padrones mentales, fijaciones, temores y resentimientos de aquel siglo eran también los suyos. Pero eso no nos dice claramente todo lo que hay que saber sobre Hitler.

Como mero anacronismo, Hitler habría provocado apenas la risa. Las masas no siguen a las momias; Hugenberg o Papen descubrirán eso a su propia costa y pagarán su precio político. Así que quien describa a Hitler solo como volcado hacia atrás, como un "reaccionario", está dejando de lado importantes características de la imagen de ese hombre. Más bien se trata de saber hasta dónde -y especialmente en sus métodos- Hitler pertenecía al siglo XX y hasta tal vez fuese una figura de vanguardia extraída del arsenal de utopías pesimistas de un Zamyatin o un Orwell.

De todos modos, en Alemania Hitler destruyó muchas estructuras superadas, liquidó las viejas clases, redujo a pedazos a venerados petrificados. Es verdad que la modernidad que creó, o cuyo camino preparó, no correspondía a la imagen interna que lo inspiraba. Le gustaban la AntigŸedad clásica y el siglo XIX, inclusive de sus características idílicas, pastorales, antimodernas. Pero, para alcanzar sus objetivos, tenía, por lo menos, que preparar el terreno de la modernidad. La guerra de conquista que orquestó desde el principio, así como la dominación de vastas áreas, exigía tanto un nuevo hombre, liberado del burgués del siglo XIX y de sus características morales, un ejecutor de nada impedido, como exigía también el Estado industrial moderno, funcionalmente estructurado, que Hitler detestaba. El no podía tener una cosa sin tener también la otra.

En varias ocasiones, y de manera altamente emocional en un discurso del principios de 1939, lamentó ese dilema. Pero nunca dudó, se decidió sin reparos en favor de su visión y de sus prerrequisitos. Sus incertidumbres se revelan tan solo en ataques ocasionales de apatía. En este sentido, yo lo considero el más importante fenómeno de la revolución social de Alemania, conciente de que esta clasificación sólo tiene una importancia relativa. Quien recuerde de las dificultades de Weimar y las exigencias de las antiguas clases dominantes, no podrá huir a la curiosa constatación de que la República Federal de Alemania -cosa que Ralf Dahrendorf fue el primero en percibir- debió parte de su estabilidad a la revolución provocada por Hitler, por más paradojal que esto pueda parecer.

Fines y logros

Esto nos lleva, finalmente, a preguntar si Hitler, en todos los planos (o en casi todos) no terminó consiguiendo el puesto que pretendía.

Como sea, él destruyó tanto la vieja Alemania como la vieja Europa, para la cual, Áen la primavera de 1945!, todavía consideraba que él era su "œltima chance". Pero también consiguió que casi todos sus temores se realizasen. Aceleró fuertemente la ascensión de la era democrática e igualitaria contra la cual luchó con desesperada energía, apresuró también el fin de la división entre naciones gobernadas y naciones esclavizadas, división sobre la cual se apoyaba ideológicamente el mundo colonial; volvió posible la creación del Estado de Israel en esta precisa época, y acercó a Europa a la Rusia Soviética, la misma que quería expulsar más allá de los Urales. Y finalmente, terminó por destruir el mundo burgués que había simultáneamente odiado y admirado.

A continuación de todas los otros, viene el tema irritante de la insignificancia de Hitler. Hasta ahora todos sus biógrafos han luchado, de manera más o menos visible, con el problema de relacionar el poco peso y el vacío interior de Hitler con las dimensiones de la catástrofe que provocó. El hecho de haber sido grande en la destrucción no lo vuelve grande. Por otro lado, el hecho de haber sido un individuo inferior no lo vuelve insignificante. Este es el filo de la navaja sobre el cual a mayoría de los biógrafos tiene que mantener el equilibrio. Tal vez una de las lecciones específicas a ser extraídas de la carrera de Hitler, es la de que las catástrofes de este mundo también pueden ser provocadas por una nulidad.

Es de Hannah Arendt la famosa expresión "la banalidad del mal"; ella se aplica no a Hitler, sino a un tipo de ejecutor comœn. En Hitler, había mucha energía personal, sombría originalidad y audaz locura. Pero la consideración de su vida vuelve imposible que olvidemos el hecho de que él fue el hombre a través del cual el mal fue capaz de expandirse de una manera tan banal.

Todo esto lleva a creer que este hombre debe ser visto con algo de más problemático, más complicado, de lo que era la norma. ¿No es verdad que llegamos a simplificar mucho las cosas al tratar este asunto? Es bueno no olvidar que las condiciones bajo las cuales Hitler llega al poder aœn están en gran parte activas. En un mundo en crisis y en cambio, aún hay mercado para hombres fuertes con sus soluciones simples: persiste aún el deseo de un triunfo del orden sobre el caos invasor; la voluntad de escapar de la realidad; la nostalgia de lo irracional; todos los temores y aspiraciones que provocan la ascensión no sólo de Hitler, sino de personas del mismo tipo. El que el Hitler histórico acabara como acabó, no representa una garantía contra nada.

Sin respuestas

Una pregunta planteada en el inicio de esta discusión permanece sin respuesta. Si como dije, no hay "hitlermanía" o nostalgia de Hitler en Alemania, ¿cómo explicar el éxito innegable de los libros que lo toman como tema?

Para disgusto de los comentaristas, los hechos no poseen, muchas veces, la magia siniestra que los miembros de esta profesión gustan de encontrar en ellos. Temo que, también aquí, la explicación esté desprovista de aspectos dramáticos, que sea casi un lugar comœn.

El renovado interés sobre Hitler, por lo menos en Alemania, es entre otras cosas un despertar de intereses por nuestra propia Historia. Un factor importante aquí, es la distancia temporal de los hechos; el tiempo cura las heridas y los complejos. Esto también significa que, para los alemanes, Hitler está comenzando a transformarse en Historia. Se está volviendo, al final, objeto de análisis sobrios.

La objetividad que mucha gente pide ahora nada tiene que ver con la búsqueda de un señuelo. Esta exigencia no busca evitar la confesión de errores personales, o el reconocimiento de la culpa histórica o el de la responsabilidad política. Las personas, simplemente, quieren que su propio fracaso sea tomado un poco más en serio, y que no les sea constantemente exhibido por escritores tan valientemente lúcidos, tan valientemente inocentes. Comprender significa tanto perdonar sino más bien, simplemente, encarar los hechos.

Otros puntos de vista también pueden ser importantes en el renacimiento del interés por la persona Adolfo Hitler. El también puede ser visto, creo, como una reacción a la despersonalización de la Historia difundida por las teorías marxistas hasta hace poco tan de moda. Y finalmente, el problema de las generaciones también tiene su importancia; hay una nueva generación, relativamente desprendida de preconceptos, que quiere "saber lo que realmente ocurrió", ya que muchos de ellos no estaban allí para verlo por sí mismos.

A éstos no debería dárseles una respuesta meramente emocional, una que empuja al exorcismo y transforma a Hitler en el "antimito". Esto no basta. Si, como creo, el fascismo es una irrupción de lo irracional, una gran expulsión de la razón, no se puede luchar contra él a través del escepticismo en relación al conocimiento y al análisis.. En lugar de la falta de confianza en la fuerza de la razón, la razón debería ser empleada siempre en la prevención de los peligros de la desconfianza hacia ella…


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