Martínez Estrada, la amargura metódica

Christian Ferrer

Estaba poseído por un demonio amargo. La posesión determina menos la seña biográfica que al fogonero metodológico, menos la dolencia del pensamiento que su estimulante. ¿Cuáles son los instintos de un método amargo? Saber detectar la invariancia histórica en la rutilante novedad, olfatear la descomposición cadavérica de las cosas, reconocer el sentido trágico en las actividades urbanas plebeyas, destituir al consuelo del pensamiento: confirmar que ya no hay tiempo.

Con ellos, Ezequiel Martínez Estrada radiografió a la Argentina, diagnosticó sus males y advirtió la improbabilidad de la cura. ¿Bilis intelectual? No. En su obra las imágenes tremendas, los argumentos malhumorados, las paradojas antipáticas tensadas hasta el límite no son caprichos de escéptico sino el diario de trabajo de un descarnador. En esa faena solo cabe afilar, calibrar y pulir el órgano de la visión. Cuando se dispone de un talante pensativo y de un instrumento óptico de precisión, un hombre se basta a sí mismo para pensar y, por lo tanto, funda complejas e intransferibles relaciones entre verdad y estilo, entre falacias nacionales y violencia de la recusación lingüística, entre verdades que se resisten a evidenciarse y percepción personal atormentada.

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Un informe crudo

Una vez que M. Estrada finalizó la agronomía teórica de la pampa, dedicó algunos años a relevar el catastro simbólico de Buenos Aires. Quería saber en qué consistía la jaqueca de la nación. La Cabeza de Goliat, libro lírico y lóbrego, fue pensado en un momento histórico œnico: la década del '30, bisagra en que la era orgánica y la era mecánica se superponen en la ciudad. Estrada recorrió cien años de historia urbana, identificó los tipos caracterológicos cincelados por la vida ciudadana, balanceó la napa nutritiva y el aura menguante en las rutinas cotidianas, reunió un elenco estable conformado por costumbres, instituciones, símbolos, oficios y personajes; en suma, evidenció la anímica peculiar de la ciudad que aflora de su fragua étnico-espiritual.

En ella se licúa lo arcaico y lo novedoso, lo sublime y lo mercantil, lo que es fruto de la hazaña del habitante y lo que proviene de la feracidad predestinada. Se adivinará que M. Estrada no ofreció un "canto" a la ciudad sino un informe crudo que describe la insostenible tensión que fuerzas espirituales, mecánicas, políticas y arquitectónicas precipitan sobre Buenos Aires. El montaje de sus aguafuertes produce vértigo: se nos muestra a la psique colectiva inficionada, al porteño como "inquilino parásito", a los usos emocionales intoxicados, a los símbolos espirituales despotenciados, a los cimientos podridos. Con metódica amargura entrevió el futuro: la ciudad ya no concederá a sus hijos otra posibilidad biográfica más que el posicionamiento epocal o el sociológico.

El iluso podría recurrir aún a los placebos de la publicidad, la nostalgia, la técnica o la política, pero la esperanza desovada cada día en las maternidades, claudica por la noche en la carne de morgue. Por eso el tono de su libro es lúgubre, los momentos de humor hirientes, la perspectiva moral malhumorada, el lirismo dolorido. Porque se trata de la meditación espectral de un autodidacta solitario que analiza la descomposición orgánica de un ideal urbano portentoso: "wagneriano". Y sin embargo, es un retrato de Buenos Aires hermoso y anhelante.

En los años '50 y '60 se encomendó un diagnóstico del país a la sociología. Gino Germani, su deux ex machina, dirá de Martínez Estrada: "Hice un análisis de toda su obra para ver qué había en ella de rescatable. No hay casi nada". Cosas dichas en momentos de triunfo, pero también índice del menosprecio sufrido por la meditación ensayística. Para la sociología la ciudad era la encrucijada de contabilidad estadística y leyes científicas. M. Estrada, en cambio, percibió que vista, tacto, olfato, oído y gusto padecían y se atrofiaban en una urbe enferma, y que ninguna terapéutica era posible si se impedía la afinación de esos cinco instrumentos sonoros. El arte perceptivo de Estrada -unido a una rigurosa y admirable cultura- le permitía apreciar a la esgrima de arma corta en el truco, al humo del sacrificio en el suicidio, a la frustración sexual en el maniquí, al marido hipócrita e ideal en la voz del locutor radial. ¿Cuántos "datos" habría que amontonar en el platillo para poder contrapesarlo?

La enfermedad y la furia

A fines de los '40 había enfermado gravemente de un mal misterioso: por unos años no pudo leer ni escribir, pero se restablece cuando Perón abandona el país. Salió de la enfermedad en estado de furia: con tres o cuatro libros intentó devastar las figuras de la idiosincrasia nacional.

Pero la clase media no escucha sermones en su propio cumpleaños. La furia de un hombre solitario a quien no se le escatima la fama y a la vez se le indica que ya no es leído ni lo será, se transmuta en desesperación, que ocultó orgullosamente radicándose en la entonces reciente revolución cubana. Luego, los sociólogos, la clase media entera y casi toda la década harían su viaje iniciático a la Perla del Caribe. El había llegado antes, como también había leído y usado a Simmel, a Freud y a Spengler mucho antes de que otros lo hicieran a través de Benjamin, de la Asociación Psicoanalítica Argentina y de Heidegger.

Los sucedáneos posteriores del pensamiento social -populismo, socialdemocracia, economía liberal- han sido apenas instrucciones para huir de las fuerzas oscuras que desde siempre acosan a la Argentina. Es eso, el impulso frenético hacia lo moderno que rige al país, lo que inhabilita el método de Martínez Estrada.

¿Quién acepta hoy que "el Estado Argentino es Facundo" o que "somos un pueblo póstumo"?

Por mucho que se los reedite, los autores amargos están condenados a no tener lectores. Aún están inéditos.

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