cuentario

El Gran Shopping

Duilio Luraschi (De: "El Duelo", Vintén Editora)

Eran aquellos los tiempos en que el Estado dejaba su función paternalista y las empresas privadas se apropiaban de cuanto éste abandonaba.

Fue así el caso del Ministerio del Interior, que tenía un Centro Penitenciario en un barrio residencial, quiso venderlo y puso un aviso en la prensa.

Las bases de la licitación exigían, dado que el edificio era de época de la Colonia, que se mantuvieran las fachadas externas y que se cuidara especialmente el parque que lo bordeaba.

Hubo varias ofertas: un Complejo Deportivo, un Hotel 5 Estrellas, y un Centro de Compras. Este último -los detalles de la licitación no los sé- fue el que se quedó con el predio.

Muy pronto miles de personas: albañiles, carpinteros, diseñadores, ingenieros, tuvieron como misión hacer un Centro de Compras modelo.

La inauguración fue un 25 de Agosto y concurrieron las más altas personalidades de la política, el arte y la industria.

Una vez cortada la cinta, un mar informe de gente se abalanzó para conocer las modernas instalaciones. Yo no fui.

No fui ese día ni al siguiente. Tampoco finalizado el mes.

Una pequeña tarde de sol, luego del prolongado almuerzo, Alcides me pidió que lo acompañase al "Gran Shopping". Quería comprarse un saco.

No hizo caso a mi negativa y me arrastró hasta la parada del 121 para que lo aconsejase.

Llegamos al Centro de Compras.

Dimos primero unas pocas vueltas circulares tratando de conocer el nuevo coloso lleno de luces y brillo, de aquellas chicas que solo se ven en las revistas. Luego nos dirigimos a la tienda de ropa masculina: El lagarto, así se llama, me decía Alcides y me empujaba siempre del hombro.

Eligió un saco azul cruzado con botones dorados.

- Está bien -le dije, o algo así, no comprometiéndome demasiado con la respuesta, siempre con los brazos cruzados- vamos es tarde -culminé y observaba la vidriera de enfrente.

- Primero te invito a tomar algo fresco.

Fuimos a un café, allí mismo, y bebimos y fumamos un rato. Pagamos y nos encaminamos a la salida.

Al llegar vimos con asombro que las rejas de la puerta estaban cerradas. Me dirigí a un oficial que ordenaba a sus subalternos.

- Disculpe, señor ¿ya cerraron?

- Como usted ve está cerrado.

- Nosotros querríamos salir.

- Imposible.

- Pero nos retrasamos un poco solamente.

En eso vi todo un despliegue de tanquetas y carros policiales. Volví a preguntarle:

- ¿Qué sucede?

- ¿No se enteró? Hace exactamente dos horas se dio un Golpe de Estado. El Comando Conjunto se está haciendo cargo de la situación y el Ministerio del Interior confiscó todos sus establecimientos vendidos por los políticos. Esto, señor, es otra vez una cárcel.

- Debe haber un error.

- Imposible.

- Pero nosotros no hicimos nada.

- Los inmuebles incautados junto a toda mejora y personas que allí estuviesen pasan a órbita del Ministerio. Esto es una cárcel. Si usted está de ese lado es porque está preso. Si hubiese estado allí -y señaló con la fusta la parada del ómnibus- la cosa sería distinta.

- Yo voy a quejarme, dígame ¿quién está supervisando esto?

- Yo.

- ¿Con quién podría hablar entonces? ¿Quién dio la orden?

- ¿Conoce algún jerarca castrense?

- El tío de mi esposa es Mayor del Ejército. Si usted me presta un teléfono…

- Imposible. Las llamadas desde el interior no están permitidas.

- Entonces ¿cómo puedo avisarle?

- Por carta.

- ¿Usted pretende que escriba una carta y la manda hoy mismo por Correo?

- No, la correspondencia semanal sale el jueves.

- ¿Tengo que esperar hasta el jueves para salir?

- No. Para mandar la carta. Luego viene el papeleo.

- ¿Y cuánto tiempo piensa que me llevará el trámite?

- Eso no puedo asegurarlo.

- Esto debe ser un sueño. Un mal sueño.

- No lo es.

- Debo salir hoy. No puedo quedarme aquí una semana o un mes.

- O más. No olvide que esta no es una prisión, sino una penitenciaría. Aquí la pena más baja es de tres años.

- Pero yo no he hecho nada.

- Eso lo va a decidir la Junta.

Lo dejé a dos pasos de distancia. Alcides se perdía en un mar de cabezas desordenadas y temerosas. Observaba las decenas de policías y soldados que vigilaban desde los muros. La gente era toscamente empujada hasta el primer piso. Las ollas con los guisados para la noche. Los perros. Los alambrados. Los cascos. Las celdas. Cerré los puños. Me volví y lo miré con un gran desconcierto. La gorra. El espeso bigote. La corbata. Los botones dorados. El arma. La mano extendida. El sable. El canto del sable. Me adelanté unos pasos.

- ¿Tiene papel y un lápiz?


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