Una de las preguntas que de niña
me formulaba con frecuencia era: "Adónde van los gorriones cuando
mueren?". En aquel entonces no conocía la respuesta y todavía
me intriga. Ahora, cuando veo un pájaro muerto, silenciado por alguna
fuerza maligna, se que no ha muerto. Alguien lo mato: se lo llevaron los
elementos, como alma perdida en la noche.
Cuando tenía seis años, mi
mejor amigo era un chico de la misma cuadra. Solíamos jugar en mi
arenero, conversando de cosas que los adultos habían olvidado hacia
mucho tiempo: sobre no crecer jamas, por ejemplo, o sobre los monstruos
que había bajo la cama y en los armarios oscuros. Se llamaba Tommy,
pero yo le decía Gorrión, porque era menudo pare su edad.
Resulta irónico pensar ahora en ese nombre, porque el también
murió.
Recuerdo el día en que descubrí
que Tommy iba a morir. Lo esperaba en el arenero, construyendo sin muchas
ganas el castillo que habíamos empezado el dia anterior. Sin Tommy,
yo era solo media persona; por eso lo espere lo que me pareció una
eternidad. Comenzó a llover. De pronto oí un retintín
lejano en la casa. Unos diez minutos después salió mi madre,
protegiéndose con un paraguas; aun así tenía la cara
mojada. Entramos juntas en la casa. En el umbral me volví a contemplar
la lluvia, que derribaba el castillo de arena construido por Tommy y por
mi.
Una vez dentro, con una taza de chocolate
caliente en la panza, mi madre me llamo a la mesa. Me cubrió las
manos con las suyas. Temblaban. De inmediato comprendí que a Tommy
le había sucedido algo. Me dijo que los médicos le habían
hecho algunos análisis de sangre. En los resultados había
algo malo. Ese algo se llamaba leucemia. Yo ignoraba que era, de modo que
mire a mi madre con ojos confundidos, pero con el corazón apesadumbrado.
Ella dijo que, cuando alguien se pescaba eso (mejor dicho, cuando eso pescaba
a alguien), se tenía que ir. Yo no quería que Tommy se fuera.
Lo necesitaba conmigo.
Al día siguiente quise ver a Tommy.
Tenía que comprobar si era cierto. Hice que el conductor del transporte
escolar me dejara ante su puerta y no ante la mia. La madre de Tommy me
dijo que el no quería verme. Esa mujer no tenía idea de lo
fácil que es herir a una pequeña. Me rompió el corazón
como si fuera un trozo de vidrio barato. Corrí a casa, bañada
en lagrimas. Después llamo Tommy; me pidió que lo esperara
en el arenero cuando nuestros padres estuvieran acostados. Y lo hice.
No se lo veía distinto; algo mas
pálido, quizá, pero era Tommy. Y quería verme, sí.
Mientras hablábamos de esos temas incomprensibles pare los adultos,
reconstruimos nuestro castillo de arena. Tommy dijo que podríamos
vivir en uno como ese y no crecer jamas. Yo le creí de todo corazón.
Allí nos quedamos dormidos, envueltos en una autentica amistad, rodeados
de arena caliente y vigilados por nuestro castillo.
Desperté poco antes del amanecer.
Nuestro arenero era como una isla desolada, rodeada por un mar de césped,
que solo se interrumpía en el patio trasero y en la calle. La imaginación
de los niños no tiene fin. El rocio daba a ese mar imaginario un
fulgor reflejo; recuerdo que alargue la mano para tocar esas gotas, para
ver si el agua de mentirillas ondulaba, pero no fue así. Gire en
redondo y Tommy me devolvió a la realidad con un respingo. Ya estaba
despierto, contemplando el castillo. Me reuní con el y así
nos quedamos, encerrados en la sobrecogedora magia que tiene un castillo
de arena para los niños pequeños.
Tommy rompió el silencio para decir:
"Ahora voy a entrar en el castillo."
Nos movimos como robots, como si supiéramos
lo que hacíamos; creo que, en cierto sentido, así era. Tommy
apoyo la cabeza en mi regazo y dijo, soñoliento:
"Ahora voy al castillo. Ven a visitarme. Allá estaré
muy solo."
Le prometí que lo haría, de
todo corazón. Luego el cerro los ojos y mi Gorrión se fue
volando, hacia el sitio en que (en ese momento lo supe) van todos los gorriones
cuando mueren. Y allí me dejo, sosteniendo en los brazos un pajarito
baldado, sin alma.
Veinte años después volví
a la tumba de Tommy para poner en ella un pequeño castillo de juguete.
En el había grabado: "Para Tommy, mi Gorrión. Algún
día iré a nuestro castillo para siempre".
Cuando este lista, volveré al lugar
donde estaba nuestro arenero para imaginar nuestro castillo de arena. Entonces
mi alma, como la de Tommy, se convertirá en un gorrión para
volar hacia el castillo, hacia Tommy, hacia todos los gorrioncitos perdidos:
nuevamente una niña de seis años, que no crecerá jamas.
Casey Kokoska
EN HOMENAJE A UN GRAN DOCENTE Y AMIGO, QUE
SOLO NOS DEJO FISICAMENTE:
ENRIQUE PEREZ OLIVERA |