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Un escéptico dijo: "Puede muy bien ser cierto que este sistema teórico sea razonable desde el punto de vista lógico, pero eso no demuestra que corresponda a la naturaleza." "Tiene razón, querido escéptico. Solamente la experiencia puede decidir sobre la verdad." "Debo dar gracias a todos aquellos que me dijeron que no. Gracias a ellos, lo logré"
"El valor de lograr algo reside en buscar lograrlo." "No tengo ningún talento especial. Lo que soy es apasionadamente curioso." "La enseñanza se debiera impartir de modo que lo que ofrece se percibiera como un regalo valioso y no como un duro deber." "Las cosas más preciosas de la vida no son aquellas que conseguimos con dinero." "¿Porqué será que nadie me entiende pero todos me quieren?"
(Extraidos del libro "Einstein entre comillas" de A. Calaprice,
Ed. Norma) Albert Einstein |
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Una de las preguntas que de niña me formulaba con frecuencia era: "Adónde van los gorriones cuando mueren?". En aquel entonces no conocía la respuesta y todavía me intriga. Ahora, cuando veo un pájaro muerto, silenciado por alguna fuerza maligna, se que no ha muerto. Alguien lo mato: se lo llevaron los elementos, como alma perdida en la noche. Cuando tenía seis años, mi mejor amigo era un chico de la misma cuadra. Solíamos jugar en mi arenero, conversando de cosas que los adultos habían olvidado hacia mucho tiempo: sobre no crecer jamas, por ejemplo, o sobre los monstruos que había bajo la cama y en los armarios oscuros. Se llamaba Tommy, pero yo le decía Gorrión, porque era menudo pare su edad. Resulta irónico pensar ahora en ese nombre, porque el también murió. Recuerdo el día en que descubrí que Tommy iba a morir. Lo esperaba en el arenero, construyendo sin muchas ganas el castillo que habíamos empezado el dia anterior. Sin Tommy, yo era solo media persona; por eso lo espere lo que me pareció una eternidad. Comenzó a llover. De pronto oí un retintín lejano en la casa. Unos diez minutos después salió mi madre, protegiéndose con un paraguas; aun así tenía la cara mojada. Entramos juntas en la casa. En el umbral me volví a contemplar la lluvia, que derribaba el castillo de arena construido por Tommy y por mi. Una vez dentro, con una taza de chocolate caliente en la panza, mi madre me llamo a la mesa. Me cubrió las manos con las suyas. Temblaban. De inmediato comprendí que a Tommy le había sucedido algo. Me dijo que los médicos le habían hecho algunos análisis de sangre. En los resultados había algo malo. Ese algo se llamaba leucemia. Yo ignoraba que era, de modo que mire a mi madre con ojos confundidos, pero con el corazón apesadumbrado. Ella dijo que, cuando alguien se pescaba eso (mejor dicho, cuando eso pescaba a alguien), se tenía que ir. Yo no quería que Tommy se fuera. Lo necesitaba conmigo. Al día siguiente quise ver a Tommy. Tenía que comprobar si era cierto. Hice que el conductor del transporte escolar me dejara ante su puerta y no ante la mia. La madre de Tommy me dijo que el no quería verme. Esa mujer no tenía idea de lo fácil que es herir a una pequeña. Me rompió el corazón como si fuera un trozo de vidrio barato. Corrí a casa, bañada en lagrimas. Después llamo Tommy; me pidió que lo esperara en el arenero cuando nuestros padres estuvieran acostados. Y lo hice. No se lo veía distinto; algo mas pálido, quizá, pero era Tommy. Y quería verme, sí. Mientras hablábamos de esos temas incomprensibles pare los adultos, reconstruimos nuestro castillo de arena. Tommy dijo que podríamos vivir en uno como ese y no crecer jamas. Yo le creí de todo corazón. Allí nos quedamos dormidos, envueltos en una autentica amistad, rodeados de arena caliente y vigilados por nuestro castillo. Desperté poco antes del amanecer. Nuestro arenero era como una isla desolada, rodeada por un mar de césped, que solo se interrumpía en el patio trasero y en la calle. La imaginación de los niños no tiene fin. El rocio daba a ese mar imaginario un fulgor reflejo; recuerdo que alargue la mano para tocar esas gotas, para ver si el agua de mentirillas ondulaba, pero no fue así. Gire en redondo y Tommy me devolvió a la realidad con un respingo. Ya estaba despierto, contemplando el castillo. Me reuní con el y así nos quedamos, encerrados en la sobrecogedora magia que tiene un castillo de arena para los niños pequeños. Tommy rompió el silencio para decir: "Ahora voy a entrar en el castillo." Nos movimos como robots, como si supiéramos lo que hacíamos; creo que, en cierto sentido, así era. Tommy apoyo la cabeza en mi regazo y dijo, soñoliento: "Ahora voy al castillo. Ven a visitarme. Allá estaré muy solo." Le prometí que lo haría, de todo corazón. Luego el cerro los ojos y mi Gorrión se fue volando, hacia el sitio en que (en ese momento lo supe) van todos los gorriones cuando mueren. Y allí me dejo, sosteniendo en los brazos un pajarito baldado, sin alma. Veinte años después volví a la tumba de Tommy para poner en ella un pequeño castillo de juguete. En el había grabado: "Para Tommy, mi Gorrión. Algún día iré a nuestro castillo para siempre". Cuando este lista, volveré al lugar donde estaba nuestro arenero para imaginar nuestro castillo de arena. Entonces mi alma, como la de Tommy, se convertirá en un gorrión para volar hacia el castillo, hacia Tommy, hacia todos los gorrioncitos perdidos: nuevamente una niña de seis años, que no crecerá jamas. Casey Kokoska EN HOMENAJE A UN GRAN DOCENTE Y AMIGO, QUE SOLO NOS DEJO FISICAMENTE: ENRIQUE PEREZ OLIVERA |
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