La leyenda del ceibo y del churrinche
Humberto Zarrilli - El Grillo, revista escolar del Consejo de Educación Primaria y Normal, Nº 1 marzo de 1950.
Esto sucedió en la época en que las carabelas y los jinetes españoles llegaron a nuestras playas. Hasta entonces las costas del Paraná-Guazú no habían sido holladas más que por los desnudos pies del aborigen. Imaginaos el asombro de los charrúas cuando contemplaron las grandes naves y vieron que de ellas venían figuras ecuestres que parecían seres sobrenaturales, mitad hombres, mitad animal, y que en lugar de su piel, sus torsos mostraban brillante metal, y en lugar de cabellera lucían cascos como hechos de sol. De inmediato el Cacique de la tribu acude a consultar al adivino y se entabla entre ellos el siguiente diálogo:
-Acudo a tu presencia -dijo el Cacique- para que me expliques el significado de los hechos inauditos que están ocurriendo.
-Dime cuáles son y con la ayuda de Tupá, yo los descifraré.
Allí en esa línea que une el Paraná-Guazú con el reino de Tupá, allí en esa línea que jamás pájaro alguno ni canoa se atrevió a cortar, profanando su inmovilidad, yo vi de águilas gigantes, grandes olas.
-¿No sería, oh gran jefe, una engañosa figura de nube, una simple anunciadora de tormenta, un mensajero de Añang, el enemigo que siempre se complace en manchar la faz de Tupá?
Eso pensé yo al principio. Por eso demoré en traerte el anuncio.
-He visto seres horrorosos, como los que envía a los sueños de niños y mujeres el maléfico Añang. Eran mitad guerreros y mitad venados gigantes; tenían pecho de luna y cabeza de sol, y a veces resoplaban por la boca como el viento en el juncal.
-¿Dónde se encuentran?
-Allí en el monte, junto al río.
-¿Y cómo están ociosas vuestras flechas y vuestras boleadoras?
-Es que antes de combatir quisiéramos oír tus presagios; queremos saber si son hombres como nosotros o monstruos del mal.
-Bien. Id a convocar a los guerreros. que mientras tanto yo consultaré a Tupá.
Al quedar solo el Adivino imploró al dios del bien, Tupá, para que le revelase la influencia que sobre el destino de su raza tendría la invasión de los seres extraños. Cuando volvió el Cacique, el Adivino le reveló que los que habían llegado eran los rostros pálidos, guerreros que exterminarían la raza charrúa.
Ante el Cacique y los demás guerreros convocados para escuchar las extrañas revelaciones, éstos afirmaron que si eran hombres como ellos, los destruidos serían los intrusos.
-Nada podrá vuestro valor y vuestras armas contra las que ellos esgrimen, -dijo el Adivino.
-¿Entonces seremos destruidos??
-Sí, a menos que queramos someternos.
-Eso nunca, afirmó el Cacique, como si presintiera la determinación heroica de su raza.
-Durante lunas y más lunas, -continúo el Adivino-- la tierra del charrúa se regará con la sangre nuestra y la de los rostros pálidos. Lentamente les iremos cediendo la costa del Paraná-Guazú, retirándonos hacia la región de los vientos calientes.
Fue entonces que el más joven de todos los guerreros, Zuanandí, interrogó al Adivino:
-¿Quién les dirá a los hombres que vendrán, cuando nosotros ya no estemos, que era nuestra esta tierra y preferimos la muerte antes de cederla a los extraños? ¿Quién nos salvará del olvido y hará que nuestro recuerdo perdure con los ríos, con los arenales, con las palmas y los ombúes?
También para esto tuvo respuesta el Adivino.
-El recuerdo de la raza -añadió- perdurará en el rojo de la sangre del primer guerrero que muera herido por el invasor. Esa sangre no se secará porque se transformará en una flor que cada primavera resurgirá. Esta flor tendrá dedos, como una mano pronta para la caricia y la protección. Tendrá la forma de una mariposa, pero será más bella que las que revolotean en las mañanas en que la cuchilla está florida. Y será roja como los labios destinados a revelar los actos grandes del pasado, y tendrá la pureza de las bocas que nunca fueron mancilladas por la mentira.
Y cuando el Cacique le preguntó quién sustentaría esa flor, el Adivino respondióle que sería un árbol que nacería del cuerpo herido y sería un testimonio del valor que tuvo el charrúa para defender su tierra. Su tronco tendría el color de la piel del charrúa musculoso que blande la maza; lleno de espinas como el que se coloca frente a aquél que quiere esclavizarlo. Sus hojas tendrían en una faz el color de la esperanza que va a alentar la lucha, y en la otra el color de las cenizas que dejarían los huesos de los guerreros que perecerían gloriosamente.
-¿Y cómo se llamará ese árbol? -preguntó Zuanandí.
-Para los charrúas llevará siempre tu nombre, Zuanandí. Aunque también se le llamará Ceibo por los futuros poseedores de esta tierra.
-De modo que aquel que muera primero en el combate se transformará en ese árbol prodigioso? -exclamó Zuanandí-. ¡Prefiero perdurar en él a vivir un instante como esclavo!, -y diciendo esto blandió su maza y seguido por los demás guerreros se lanzó al combate.
Cuando el adivino volvió a quedar solo, se le acercó una dulce y bella doncella de la tribu llamada Churrinche, y le hizo notar al venerable anciano que una flor era insuficiente para lograr el propósito de hacer perdurar, por los siglos de los siglos, el heroísmo con que el charrúa defendería la independencia de la tierra natal.
-Yo pienso -le dijo- que aunque el árbol, por estar fijo hablará de las glorias de la raza, hablará tan solo junto a los ríos y sin más voz que aquella que le de el pampero cuando haga mover sus ramas.
-Será así -sentenció el Adivino-. ¿Pero qué deseas tú?
-Quisiera que el recuerdo y el amor a la libertad de nuestra raza, no viviera sólo en las márgenes de los ríos, sino que dotado de alas, anduviese continuamente evocando el alma del charrúa bajo el cielo de nuestra tierra.
Meditó el anciano unos instantes, y luego como inspirado por el dios de la luz, Tupá, dijo levantando la frente:
-Bien. La joven que consuele y aliente al primer guerrero herido enjugando su sangre, será como una flor del árbol que ha creado alas.
-Esa quisiera ser yo, -afirmó con entusiasmo Churrinche.
-Lo serás y llevará tu nombre: Churrinche.
Partió ya casi con la ligereza de un ave, Churrinche, al sitio de la batalla.
Los charrúas, que se habían emboscado, comenzaron a hacer bajas al invasor sin recibir ellos ninguna, y hasta lograron matar de un certero flechazo en la axila al jefe de la expedición española en el instante en que plantaba el estandarte de Castilla para tomar posesión en nombre de su rey. Pero los españoles reaccionaron y comenzaron a devolver los golpes. El primer herido fue Zuanandí, quien sostenido por el Cacique y consolado por Churrinche, volvió a la presencia del Adivino.
-Envidiadme, -dijo el heroico guerrero-. Soy el primero que derrama su sangre en defensa de la libertad, y yo seré ese árbol prodigioso que han de llamar Ceibo. Nada me importa que mi carne duela.
-Aquí tienes mis manos para restañar tus heridas -dijo ofreciéndoselas Churrinche.
-Ellas han calmado mi dolor.
-De acuerdo con mi promesa, sentenció el Adivino, transformándote tú, Zuanandí, en ceibo, y tú, Churrinche, en un ave roja como su flor y la sangre que has restañado.
Al conjuro de estas palabras el bosque nativo fue testigo del prodigio. Poco a poco, Zuanandí, que sostenido por Churrinche se mantenía aún en pie, fue trocándose en el árbol simbólico, y luego la grácil figura de su compañera, en el pájaro de su nombre, aquel que prefiere la muerte a la esclavitud.
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