22- La
marcha(*)
por María Julia Alcoba
Rossano [vecinet]
Aquí estoy, con una taza de té que me
preparé a media tarde. Estoy sola, escuchando música. Seco cuidadosamente la
cucharita con la servilleta de papel y como jugando, la hundo en el azucarero.
Me entretengo mirando el movimiento que hace el azúcar, tan blanco, tan fino,
tan dulce. Pienso. ¿Sabrán las mujeres montevideanas, el sabor amargo que tiene
para algunas familias este azúcar?
El silencio de la
casa me permite reencontrar recuerdos de mujeres que conocí hace ya
tiempo.
Cuando las mujeres hablamos de nosotras, a
veces decimos: «Nosotras, las amas de casa». Nos referimos a un tipo de mujer, a
un tiempo de mujer y nos incluimos. Pero yo sé de otras mujeres, otras amas de
casa, otras madres, con otra suerte de vida. No es lo mismo vivir en la ciudad
que en el campo. No es lo mismo tener tu salario que depender del salario de tu
marido, del clima, de la zafra, o estar sin trabajo por largo tiempo. No es lo
mismo tener tu casa que vivir en la tierra del
patrón.
Revolviendo el azúcar en la taza, cierro los
ojos y me parece que veo a algunas de aquellas mujeres. Las siento muy cerca,
escucho otra vez sus relatos.
Esto no es un cuento,
no puedo decir: «Había una vez...». No, porque estas mujeres existen, están
entre nosotras, dispersas en distintos lugares del país. A algunas de ellas las
conocí en Bella Unión, Artigas, en 1963, a otras cuando llegaron en la Segunda
Marcha a Montevideo con su familia, en 1964. Venían de Bella Unión, frontera con
Brasil; el lugar más al norte de nuestro país, lugar de tierras coloradas, de
ágatas, de amatistas, las tierras ricas de los ingenios
azucareros.
Como otras mujeres de los sindicatos
montevideanos, formé parte del movimiento solidario. Conseguimos comida, abrigo,
carpas y un terreno baldío para que se alojaran. Fue lo que pidieron: querían
estar todos juntos. Montevideo era muy grande y desconocido para
ellos.
Los cañeros hicieron la marcha a pie,
buscando una solución a sus problemas. Llegaron con las manos vacías, igual que
allá. No eran nómadas, ni desclasados. Eran obreros agrícolas de nuestro
campo.
Los políticos y la prensa de derecha
quisieron hacer circo de la llegada de la marcha.
La
marcha de los cañeros asombró a los obreros de la ciudad: «los peludos» no
llegaron solos, trajeron sus familias a correr su misma suerte, como allá. Su
familia, sus hijos, eran todas sus pertenencias.
Las
mujeres nos hablaron de otra geografía, de una frondosa vegetación, de un verdor
vecino y ajeno, de un río que atardecía con puestas de sol anaranjado, que
pintaba con ese color la tierra y la gente. Otro clima donde el verano es el
calor y sus consecuencias y el invierno, sin trabajo, es frío y
hambre.
-Se nos venía la hambruna. Por eso nos
vinimos a pedir a los políticos la expropiación de tierras, para que se reparta
entre las familias desocupadas, para poder trabajar todo el año y no depender
solo de la zafra de la caña de azúcar.
Arrastraron
su miseria de norte a sur. Atravesaron el país. Eran unas cuarenta familias.
Traían una consigna: «Por la tierra y con Sendic», su compañero. «El que camina
adelante», decían, refiriéndose a los carteles con la foto de Sendic que
encabezaban la marcha.
-Raúl Sendic fue el primero
que nos explicó qué es un salario, qué es una cooperativa, que hay leyes y que
podemos pedir una expropiación de tierras.
Él,
simplemente, les hizo entender que había donde trabajar todo el año, que las
máquinas se podían alquilar al principio y que la cosecha se repartiría entre
todos, igual que el dinero recaudado.
-Cerca del
pueblo de Bella Unión, hay treinta mil hectáreas que tienen buenas aguas y nadie
las trabaja. Están llenas de yuyales, de chilcas.
-Eso es un egoísmo: no darla para que nosotros la
trabajemos.
-Tienen dueño. Es de una sucesión, de la
viuda de Silva y Rosas.
-Nosotros solo las queremos
para trabajar, para comer.
Los cañeros querían pedir
que el gobierno expropiara esas tierras y las administrara, y que el Ministerio
de Agricultura se las entregara a ellos para trabajar. Así planteado era muy
fácil de entender.
-¿Verdad? No se pierde nada. Hay
que pedirlo en Montevideo, en el Parlamento, allí donde se hacen las leyes. Sí,
es posible. Allá vamos.
No tenían dinero para el
pasaje. Hacer la marcha a pie no era un problema, de a poco llegarían,
decían.
-Estamos acostumbrados a
caminar.
-Y aquí vamos.
-No nos podemos quedar de brazos cruzados, ¿esperando qué? Nuestros hijos tienen
hambre ahora -explicaban a los grupos que se acercaban en el
camino.
-No podemos
esperar.
Las mujeres de la marcha contaron que se
largaron a caminar, como si fuera una mañana cualquiera. Habían preparado los
bolsos, el mate, el termo, la yerba. La bombilla y las galletas criollas fueron
lo primero que se acordaron de poner en el paquete de viaje. Distribuyeron el
peso, los ataditos, de acuerdo al tamaño de cada hijo. Les resultó fácil porque
no tenían mucho. Los pañales, las mamaderas y la ropita, abultaban muy
poco.
Una manta, cruzada a la espalda de cada uno.
Abrigo, llevaron todo el que tenían, o el que les prestaron los que fueron a
despedirlos al rancho del Sindicato.
El grupo lo
conformaban hombres y mujeres de todas las edades. Los mayores tenían cincuenta
o sesenta años, había adolescentes, niños y bebes.
Nombraron encargada del botiquín a una enfermera del pueblo, Angela Alvarez que,
junto a un joven que estaba haciendo el último año de magisterio, decidió
acompañarlos.
Salieron por la carretera con la
fresca de la madrugada, antes que asomara el sol. Al poco rato les saludó un
rojo amanecer, con cantos de pájaros. Esas eran las últimas imágenes que
recordaban de allá, del norte. Esas mujeres iban a vivir como cada día: sin
casa, mal vestidas, casi descalzas.
Colectivizaron
los comestibles que al paso del camino manos solidarias les hacían llegar.
Amigos, que los acompañaban unos kilómetros y se despedían con
abrazos.
Pintaban los muros: «Expropiación de las
treinta mil hectáreas de Silva y Rosas», «Reparto de la tierra a los
trabajadores desocupados del Norte». Los muros escritos iban quedando atrás,
como testigos de su paso.
En esa marcha, las mujeres
fueron las primeras en colectivizar: el cuidado de los hijos, las mamaderas, los
llantos. También compartieron ilusiones y anhelos. Cada una esperaba lograr
diferentes cosas de ese sacrificio.
-Cuando salía la
marcha, aquella madrugada, junté los restos de comida que me quedaban. Fideos de
distinta clase, un poco de arroz, un poquito de azúcar y lo entregué al paquete
común. Pensé que lo que deseaba para todos nosotros era ¡la
abundancia!
-Cuando escuché que había que llevar
calzado y ropa cómoda, pensé que no tenía mucho para elegir. Yo deseo eso: no
estar toda la vida pelada y ganar para comprar ropa para
todos.
Ana María, de quince años, dijo riendo, que
con conocer Montevideo ella ya tendría bastante.
-Desde que vivo con Don Lema en el Ingenio, ni muebles tengo. Una cama, una mesa
de tablón y bancos de tronco que arrastramos del
monte.
Pero ella había visto la casa donde iba a
entregar la ropa limpia, había visto que se podía vivir de otra
manera.
-¡Qué cocina tenían! ¡Un lujo! ¡Qué muebles!
Todos pintaditos. No sé cómo tendría dentro de la casa, yo entraba solo a la
cocina. ¡Y qué cortinas! ¡Preciosas!
Ella sería muy
feliz teniendo cada cosa en su lugar.
-¡Podés
ponerle cortinas a la aripuca!
¿Qué es una aripuca?
-pregunté.
Ahora sí se reían todas con ganas Se
daban cuenta que las montevideanas sabíamos poco de cómo se vive
allá.
Una aripuca, es un montón de ramas de caña
puestas en forma de cono. Los cañeros, y algunas familias, duermen allí durante
las largas semanas de trabajo. También los llaman benditos, porque parecen manos
en posición de oración.
Charlando, la rueda se va
agrandando. Unas sentadas o en cuclillas otras paradas. Dos de ellas cebando
mates. Hablan de su vida y su deseo de vivir mejor. La esperanza asoma a los
ojos oscuros y vivaces en las caras de sonrisa fácil. Por esas ilusiones
caminaban hacia la Capital. Creían en un proyecto de ley que les permitiera
trabajar, tener un hogar fijo, una casa y comida para todo el mes, todo el
año.
En el camino, coreaban consignas, entonaban una
canción o hacían silencio por largo rato. Pensativos, caminaban mirándose los
pies; cansados, sucios de tierra, lastimados,
vendados.
A veces, camioneros que marchaban en la
misma dirección les llevaban las cajas más pesadas por un trecho y si había
lugar, se trepaba alguna de las mujeres con los niños y esperaban al grupo unos
cuantos quilómetros más adelante. Lo contaban a las risas, como niñas
traviesas.
Cuando estaban muy cansados y el sol caía
de plano al medio día, acampaban al costado del camino, si era posible en un
lugar con sombra y un arroyo de agua fresca. Un grupo de hombres se ponía a
cocinar.
Las mujeres aprovechaban para bajar al
arroyo, a lavarse «por aquí y por allá», lavar la ropa interior de ellas y de
los hijos, los pañales, las camisetas de los maridos. Las tendían en las ramas
de los árboles. Los árboles quedaban florecidos de calzones de todo tamaño y
color, Se quedaban un rato con «las patas» en el agua que corría. Pies con
ampollas sangrantes se refrescaban allí. Se probaban las ropas de otras mujeres
que se acercaron a darles ropa usada. Allí quedan, recogiendo el lavado,
cambiándose de ropa y comentando las cosas que veían y oían de la gente que se
acercaba y les preguntaba por el motivo de la marcha. Lavaban a los niños y los
mandaban a sentarse con los demás, a esperar la comida que hacían en grandes
tachos. Después de comer se estiraban en el suelo a dormir la siesta a la
sombra, con la gurisada, cara al cielo mirando las hojas de los
árboles.
Se oía algún llanto de gurí, que extrañaba
a la abuela. Los más grandecitos preguntaban cuántos días iban a estar en la
Capital, si iban a vivir en una casa.
En los
descansos los niños se agrupaban alrededor del maestro, que organizaba juegos.
En una caja de cartón guardaban los lápices de colores, cuadernos, libros de
cuentos, crayolas y plastilinas. Dos de los niños mayores se ocupaban
repartirlos y recogerlos al final del juego.
En otra
caja de cartón, guardaban los regalos que les daba la gente y que también se
vuelven colectivos: autitos con tres ruedas, muñecas rengas, libros de cuentos
con alguna página de menos, maravillas que esos niños nunca habían visto,
caramelos con papeles lindos que el maestro les pedía que no tiraran porque los
aprovechaba para hacer manualidades los días de
acampada.
El círculo de los niños era el más
barullento, era imposible hacerles hablar en voz
baja.
Mientras descansaban, antes de empezar la
caminata nuevamente, algunas carcajadas recorrían el tendal de trapos y gente
desparramada.
Los sindicalistas de los pueblos a los
que iban llegando, salían a las afueras a recibirlos y les buscaban un campo
baldío para acampar.
Allí empezaba todo otra vez;
hacer fuego, conseguir agua, víveres, realizar las entrevistas con las radios
locales y los sindicatos. A veces se conseguían locales para que durmieran por
la noche los niños y las mujeres. Durante el día estaban todos
juntos.
La solidaridad llegaba en ropa, comida,
abrazos, apretones de manos, adioses y bienvenidas. En cada lugar se repetían
las mismas escenas.
Cuando dejaron atrás el
cañaveral de Artigas fue cambiando el paisaje. Al entrar a Salto el camino fue
llenándose de naranjales y limoneros. Cambiaron los colores, los olores, las
frutas, los sonidos, había más tránsito de autos y camiones en la carretera. Los
niños jugaban a elegir autos y colores, «Este es mío… El que viene allá es mío».
Les alcanzaban cajas con naranjas, para el camino.
Después que cruzaron el río Queguay, apareció Paysandú, tan movido, tan
industrial y comercial.
En el puente los salieron a
alcanzar los obreros de Paylana, Paycuero y personal del hospital. Llevaban
cajas con comestibles que habían juntado para los días que los cañeros acamparan
en Paysandú.
-La olla sindical -les dijeron- está
asegurada.
En Paysandú el abordaje de los
periodistas fue más concreto Algunos que venían en busca de la noticia,
terminaban asumiendo un compromiso personal con la
causa.
La enfermera se acercó a los periodistas y
pidió medicamentos y que algún médico se acercara al campamento. Lo pidió en voz
alta, en grupo, como en un mitin. Ángela ya no era tan
tímida.
La gente de Paysandú fue muy generosa. El
hospital brindó toda clase de asistencia, vacunaciones, atendió alguno que otro
dolor de muela.
Aparecieron problemas de salud no
previstos. A solas, la enfermera me comentó que la prostitución en los pueblitos
fronterizos, muchas veces, es un trabajo casi normal que completa el salario
familiar. A veces, la sífilis es la herencia. Es difícil detectarla cuando no
hay asistencia médica.
Después de pasar unos días en
Paysandú, continuaron el quehacer diario de avanzar cada día, cuanto más, mejor.
Los médicos les habían aconsejado que controlaran la alimentación, que comieran
fruta y verdura, controlaran la tensión arterial, que buscaran supervisión
médica en los pueblos en que acamparan y que bebieran agua, mucha
agua.
Me gustaba mucho escuchar ese hablar
fronterizo, mezcla de palabras portuguesas y castellanas. Tonos dulces y
melodiosos, en las bocas desdentadas.
Explicaban
sencillo, a los periodistas, que allá en el norte crece el hambre y crece la
rabia, la impotencia de los trabajadores, que hay tierra y no hay
trabajo.
Contaban que la muerte visita a los niños
en verano, diarreas, parásitos, mal de ojo.
-¿Curarlo de mal de ojo? Lo que tiene es hambre -había dicho la curandera-. No
me lo traiga doña, es comida lo que le hace falta al
gurí.
Tranquilas, sin saberlo, hablaban de reforma
agraria, porque eso de repartir las tierras para trabajar... era lo que quería
Artigas, ¿no?
Ignorantes de política, hablaban de
política y se volvían subversivas.
¡Y ellas sin
saberlo!
Treinta mil hectáreas verdes, prolíficas,
hojas de savia y sangre humana tiñendo el suelo de tierras coloradas. Todo al
alcance de la mano, pero tiene dueño. Tierras vírgenes puestas por Dios allí,
pero tienen dueño. No las pueden trabajar. La tierra les besa los pies, pidiendo
ser fecundada, pero no los dejan.
Y los niños mueren
de hambre.
De a poco fueron acortando distancia:
Fray Bentos, Mercedes, San José.
Días que pasaban
lentamente, cansadas las piernas y el corazón
agitado.
Daban charlas al costado del camino a los
grupos que se acercaban, a estudiantes, a obreros, a maestros, a enfermeros a
grupos de las parroquias. Hacían conocer otro Uruguay. Los escuchaban en
silencio porque esta gente hablaba distinto, tenía propuestas concretas y formas
diferentes de hacer sindicalismo.
En cada lugar
recibían una borrachera de bienvenidas, de adioses, sonrisas y lloros de gente
que no conocían y que se emocionaba al verlos pasar. Estaban orgullosos,
ilusionados, convencidos de que lo que hacían era bueno, era justo. No
mendigaban nada, solo explicaban que querían trabajar para vivir dignamente,
como se merecían.
Era tan fácil de
entender.
Los gremios de Montevideo anunciaron su
llegada. Mucha gente salió a esperarlos a Plaza Colón. En Belvedere se hizo un
acto donde hablaron dirigentes sindicales de Montevideo y cañeros de
Artigas.
En ese otoño gris, húmedo y lluvioso, se
instalaron en un terreno baldío en la calle Cuñapirú cerca del Mercado del
Abasto y de la fábrica textil Alpargatas.
Levantaron
unas cuantas carpas de lona. El terreno estaba rodeado por un muro como de dos
metros de alto. Entraban y salían, atareados todos los
días.
Salían en pequeños grupos a pedir verdura al
mercado, para la olla común. Los puesteros colaboraban siempre. Recogían cajones
de madera, que servían de asientos, de mesas y para alimentar el
fuego.
Los hombres acarreaban tachos de agua de
casas vecinas Los llevaban entre dos, colgados de un palo de escoba que agarraba
uno por cada punta y los volcaban en unos tanques más grandes, para todo
uso.
En el ángulo del terreno más alejado, hicieron
el pozo para hacer un baño con paredes de tabla y lo techaron con
chapas.
-Todo es provisorio porque, apenas terminen
las entrevistas en el Parlamento, nos vamos -decían
ilusionados.
Los estudiantes de magisterio, de
asistencia social, de medicina, vendían bonos solidarios, para sostener la
propaganda. Se ofrecían modestamente a trabajar en lo que fueran útiles,
acompañaban al médico a quien lo necesitara, a hacer documentos de identidad a
quien no lo tenía, a sacar el carnet de Salud Pública gratuito para poder
atenderse.
Por las tardes los visitaban algunas
obreras textiles, de FUNSA, vecinos, personas aisladas, que se acercaban
solidarias al campamento.
Se mueven mucho, hay un
gran ir y venir dentro del campamento. Algunos llevan abrigos grandes sobre los
hombros para protegerse de la llovizna que cae desde hace días. El trajinar de
tantas personas amasa un gran barrial en el centro de la
toldería.
Están muy ocupados. Salen y entran todo el
día por ese agujero en la pared. Se turnan de a dos para hacer guardia en la
puerta, tomando mate. Preguntan quién es el que llega, si es una delegación,
apuntan en un cuaderno y uno de ellos los acompaña hasta donde está la comisión
directiva, reunida alrededor del fuego. El mate circula, manteniendo las manos
calientes. Saludos y empieza la reunión con los visitantes. Algunos tienen
familiares en Montevideo o amigos que los vienen a
visitar.
Los sindicatos montevideanos debieron tomar
cartas en el asunto. Agarraron el tema como a una papa caliente. Se discutía
método, estrategia, formas de lucha, no todos están de acuerdo con esa manera de
presentarse en Montevideo, así, como una visita no anunciada. Algunos dirigentes
se sintieron embretados y tuvieron que dar su opinión El gobierno, por otro
lado, no quería sentar el precedente de una expropiación de
tierras.
¡Y ellas que lo tenían tan claro! ¡Era tan
fácil de entender! Pero ellas no sabían de política Están preocupados. Algo va
mal. Muchas reuniones.
En general, son los hombres
los que hacen las gestiones en los sindicatos y en el Palacio Legislativo, allí
se nombró una Comisión especial para tratar el tema.
Hay periodistas que buscan a las mujeres y a los niños para fotografiarlos.
Quieren mostrar las miserias de pagos alejados de la capital. Buscan esos ojos
negro azabache y la mirada misteriosa de los niños de pelo negro y pinchudo, o
los ojos almendrados y las caritas de risa fácil. A los niños les gustan las
fotos, se despiden pidiéndoles una. No les importa en qué periódico saldrán, ni
que dirán. Las mujeres contestan algún reportaje. La prensa da información a
medias sobre lo que piden y no siempre publica las verdades que
cuentan.
Los niños son muy cariñosos. Cuando llegás
al campamento, se acercan, te rodean, si te conocen, te llaman por el nombre
vienen corriendo, se te cuelgan del cuello, como si te estuvieran
esperando.
Las niñas grandes quieren saber que
hacemos, donde trabajamos. Nos miran de arriba abajo, la ropa, los zapatos, nos
abrazan.
Yo tenía que ser cuidadosa, visitarlos a
todos, o al menos intercambiar saludos. Ellas me veían llegar y me esperaban
para charlar.
Todas las tardes, de alguna carpa,
sale ese olor característico de las tortas fritas. Unas amasan la harina con
agua y sal, la moldean en las rodillas, y las cocinan en cuclillas frente al
fuego. El fuego se arma entre cuatro piedras, apoyada sobre las piedras va una
rejilla hecha con alambres cruzados que sostiene una sartén donde hierve la
grasa de vaca. El olor de las tortas fritas atrae a muchos amigos que aprontan
el mate y se acercan.
Las cuerdas que atraviesan el
baldío en todas direcciones, sostienen un gran tendal de ropa mojada de todos
colores y tamaños. Tarda días y días en secarse, cuando al final ya está seco,
huele otra vez a humo y a comida.
Al atardecer
empieza a caer el rocío y termina de mojar el piso de tierra, blando y
pisoteado, amasado por los pies durante todo el día.
El rosario de fogones, armados cerca de la puerta de cada carpa, el olor a leña
traída del mercado y las risas por algún cuento, mitigaban el frío; lo aliviaban
hasta que llegaban el silencio y el sueño. Tres o cuatro compañeros vigilaban
durante la noche que todo estuviera bien en el campamento, conversando bajo
alrededor del fuego, con una manta sobre los hombros y esperando la vuelta del
mate.
Hay mucho trabajo. Se forman comisiones: de
limpieza, de almacenamiento y reparto de comestibles y ropa que llevan vecinos,
sindicatos y parroquias.
Los estudiantes ayudan en
la venta de bonos y en las manifestaciones casi diarias, alrededor del Palacio
Legislativo. Paran el tránsito, reparten volantes, hechos por ellos mismos a
mimeógrafo.
Los cañeros seguían adelante con su
propósito, estaban seguros de conseguirlo. Preparaban entrevistas con distintos
círculos sociales: sindicatos, políticos, parlamentarios, y prensa. Se tuvieron
que despabilar pronto y solos.
El movimiento fue
creciendo. Mucha gente se incorporaba, sensibilizada con el tema, las parroquias
juntaban comestibles y ropa… Era más que un sindicato, pasó a ser un movimiento
generador de opiniones y se volvió peligroso.
Pasadas seis semanas no hay muchas novedades. Colacho llama a asamblea casi
diariamente, en el centro de la toldería.
-¡Asamblea! ¡Asamblea!
Todos quieren saber qué pasa
con las gestiones. ¿En qué está la solicitud de tierras? ¿Qué pasa en la
Comisión especial que trata el tema de la expropiación? ¿Quienes son los que se
oponen?
Pero el gobierno está duro, no negocia. Se
acabaron las conversaciones. [vecinet]