32- Regreso sobre mis pasos(*)
por María
Julia Alcoba Rossano [vecinet]
Diciembre de 1994. Llego a Bella Unión,
una pequeña ciudad del Norte de nuestro país, en Artigas, buscando algunos
recuerdos perdidos por allí, hace ya treinta años, rostros, sonrisas,
amigas.
Amanece. El pueblo no cambió tanto.
Compramos galletas para el desayuno. Charito me pondrá en contacto con las
mujeres que quiero entrevistar,
aquellas de la marcha del
64.
Ana María Silva, la que recibió el balazo en la
pierna, aquella adolescente que llegó a Montevideo en la marcha cañera, con
ilusión de ver la capital. Hoy tiene treinta y ocho años. Me recibe en su casa,
está contenta de verme y me cuenta que tiene cinco hijos, tres de los cuales
están casados. ¿Qué fue de las mujeres del Sindicato de U.T.A.A.? ¿Dónde
están?
En su rancho hay cinco niños entre uno y doce
años, dando vueltas, riendo o peleando.
-¡Sacando de
las casillas! -dice.
Los dos mayores son de ella,
los tres pequeños de la hija, que trabaja lejos, en la Barra de Cuaraí y Ana
María se los cría. Tiene cinco “crianças” a su
cargo.
El marido, desocupado, va haciendo changas
donde puede y como puede. Me dice que en Montevideo él trabajaba en muchas
cosas, pero aquí está difícil.
Ana pasó seis
operaciones en la pierna, estuvo largas temporadas internada en Traumatología.
Tenía que estar en Montevideo…
-… por lo de los
médicos. Vivíamos en el Barrio Borro. Nos volvimos a Bella Unión hace ocho años,
porque creíamos que había más trabajo y porque pensábamos que era mejor para
criar los hijos aquí, pero sólo encontramos el hambre y la
desocupación.
Ana también trabajó, aquí y allá, de
doméstica.
Cambiando de conversación, me dice que
está cansada de médicos, que la última vez le dijeron que le tenían que fijar el
tobillo de la otra pierna, porque lo tenía muy mal, por caminar torcido y que la
columna la tenía totalmente desacomodada, por lo mismo. Pero ella no aceptó esa
última operación, que significaba que quedarían rígidas las dos piernas para
siempre. Eso no lo aceptaría jamás, dijo,
preocupada.
Estaba cocinando una salsa de tomate.
Una simpática sonrisa no abandona su rostro al mirarme. Estábamos sentadas
debajo del parral. Su marido atendía con cariño a los niños, para dar tiempo a
nuestro encuentro.
Ana tiene el pelo atado con un
pañuelo verde que deja ver un pelo negro con algún mechón entrecano. Viste una
blusa larga blanca y una falda floreada. Un delantal gris ata a una mujer
preocupada por su cuerpo y por su salud.
-Tuve que
adelgazar quince kilos este año, porque no caminaba ya. Trabajé aquí de
limpiadora en una panadería, por las galletas, el pan y la leche, pero no pude
aguantar. Ahora estoy en casa. Gestioné hace dos años la jubilación por
invalidez; estoy esperando. Dicen que me saldrá por unos cuatrocientos pesos…
¿Qué hago con esa plata? Nada.
-Sé que terminaré a
los cincuenta años, postrada en una silla, porque cada vez tengo más dolores de
huesos y tomo más calmantes, pero ni plata para medicamentos tengo, ya se sabe,
primero está la comida.
¿A quién le reclama ella esa
invalidez, por el balazo recibido a los quince años de edad, por un policía que
ni siquiera sabe quién es? ¿A quién le reclama? ¿A qué gobierno? ¿A qué
institución?
Los niños juegan, corren alrededor de
la casa, con paredes y sin techo. Su marido levantó paredes hasta la viga, pero
no lo pudieron terminar. Corren detrás de un gato que les regalaron para
aumentar la familia. Tienen las cosas tapadas con lonas, porque parece que va a
llover… el verano vino llovedor.
Me pregunta por la
Chela.
-¿La has visto?
-Sí, vive en Montevideo, a veces la veo.
Chela
Fontora tiene ahora cuarenta y siete años, una hija de su primer matrimonio y un
nieto. Pasó catorce años en la cárcel, en total.
Se
había incorporado al movimiento tupamaro, cuando se dio cuenta que con las
«marchas no alcanzaba para nada».
Cayó presa en
1970, la primera vez, como integrante del M.L.N. y dirigente de
U.T.A.A.
Salió de la cárcel cuando salieron todos…
en 1985.
Se casó nuevamente. Vive en Montevideo,
porque tiene controles médicos regularmente. Ahora trabaja en temas sociales, en
un organismo de ayuda a las mujeres maltratadas. Siempre fue sensible al tema y
no tolera la injusticia. No se alejó de su gente. Está atenta a lo que pasa en
el Norte… donde están los suyos.
Su hija está en el
movimiento de mujeres que hicieron la marcha desde el pueblo Gomensoro, por
fuentes de trabajo agrícolas, de esto hace ya dos
años.
A la Chela la encuentro muy seguido en actos,
acontecimientos sindicales y velorios. Sabemos que caminamos en el mismo sentido
en el tema mujer. Escribió «Más allá de la pobreza», agotado
rápidamente.
Cuando una vecina se entera que estoy
allí, y hablamos de Chela, trae a su madre que me cuenta de aquella
época.
Se agranda la rueda de
mate…
Doña Lola, no fue a la marcha. No pudo, tenía
dos niñas pequeñas y su marido trabajaba. Ya no estaba viviendo en la azucarera,
se había casado con un policía que antes había sido obrero de la caña. Pero
recuerda toda la preparación de la marcha, no se perdía un acto y aplaudía mucho
a la Chela Fontora, porque era jovencita y hablaba muy
claro.
Doña Lola sabía de qué hablaba en U.T.A.A. y
sentía la misma bronca, que sentían ellos, «los peludos», porque ella también
peludió, allá por el año 1948, cuando llegó con su familia desde Tres Cruces,
departamento de Artigas.
-Cuando nos fuimos de allí
nos decían los vecinos: «No se vayan a CAINSA, van al azucaral a agarrar un toro
mundial».
«Entorarse» es tener una pobreza muy
grande, ni plata, ni trabajo, ni comida, nada. Eso es entorarse. Pero todos
emigraban para las azucareras, que era trabajo
nuevo.
-Nosotros también nos fuimos al azucaral, por
la novedad. Nosotros trabajábamos muy duro, para ayudar a papá. La zafra dura
cuatro meses, se trabaja a destajo, a un tanto «la
lucha».
-Una lucha es una cantidad prefijada de
surcos trabajados.
-Por cada lucha te dan un vale,
no te dan plata, después los canjeas.
Las mujeres
trabajaban fuerte en la caña. Algunas cortaban caña a la par de los hombres,
machete en mano, las mujeres solas, con hijos…
Mi
madre estaba en casa, porque había niños pequeños. Mi hermana y yo despuntábamos
caña, acarreábamos, carpíamos y a veces papá nos llevaba a
«montear».
Mi hermana y yo tuvimos suerte, porque
después de dos años en «chacra» (limpieza del suelo alrededor de las plantas
nuevas) dentro del cañaveral, nos llevaron a trabajar en la fábrica. Allí
trabajé tres años más.
En la fábrica es distinto,
pasan otras cosas, como en cualquier lugar, supongo.
Yo le pregunto:
-¿Qué cosas
pasan?
-Cosas, aprovechamientos,
abusos…
-Ahora se dice acoso
sexual.
-Sí, recuerdo que teníamos otro trato las
que trabajamos dentro de la fábrica. Los hombres de la oficina siempre se
tiraban un lance.
Sonríe.
Un día, un ingeniero que venía desde la
capital, contratado para la zafra, me dijo:
-¿Qué
haces el domingo?
-Nada -le
dije.
-¿Por qué no nos vamos al río? Llevá a tu
hermana y yo llevo un amigo para ella.
Me puse
malísima:
-¡Nosotras no acostumbramos!
¡Sinvergüenza! ¡Mosquito eléctrico!
-¿Por qué le
dijiste eso?
-Porque él era muy nervioso y
chiquito.
Doña Lola suelta una
carcajada.
-Se ganó el apodo, para toda la zafra,
porque yo le conté enseguida a todas mis compañeras y todas se reían de él al
verlo pasar. La verdad, que lo pasó mal. Siempre tenés que estar alerta, a que
no te pasen por arriba… En la fábrica también es jodido
trabajar.
Charito me viene a buscar para ver a Doña
Eva. Eva Araujo, la primera esposa de Bandera. A esta amiga, la busqué en Bella
Unión, pero estaba «para la Barra de Cuaraí», según me informaron sus hijos,
cuidando a sus padres, que son ancianos; estaría allí por unos
días.
Allí llegué buscando una casilla de madera
pintada de verde, rodeada de plantas, de aspecto muy humilde. La dirección que
me dieron no era muy clara, me costó encontrarla.
Mientras sus padres dormían la siesta, Eva tomaba mate apoyada en el portón,
mirando la calle distraídamente.
Así la encontré. Al
principio no me reconoció, pero fue muy fácil el reencuentro. Después de los
saludos la convoqué al recuerdo de aquella marcha, de 1964. Me explica que
también fue a la del 1962 y a la de 1968, pero volvimos a la que me interesaba,
a ubicar ese tiempo de encuentro de acontecimientos vividos
cotidianamente.
-Yo tenía veinticuatro años en
aquella marcha, y tenía tres hijos. Cuando llegamos a la capital, nos alojamos
en la Asociación de Estudiantes de Medicina. Estábamos allí ocho familias, había
unas diez piezas, entre todos teníamos veinticuatro niños, los mayores éramos
diecisiete. Estábamos en pleno centro, cerca del Palacio Legislativo y a pocas
cuadras del campamento de la calle Cuñapirú, donde nos reuníamos todos los
días.
Me cuenta que es brasilera, que sus padres
vinieron a trabajar al Uruguay, que ella trabajó desde niña con su familia,
regando, despuntando caña, levantando boniatos… Cuando se “aparejó” con Bandera,
él no la dejó trabajar más en la tierra, entonces trabajó en otra cosa, hacía
pan casero para vender, empanadas, lavados de ropa…
Siempre trabajó.
-Vivía con mi familia dentro de
CALPICA, el ingenio azucarero.
En esa marcha, ella
dejó el rancho para ir a Montevideo, dejó sus cositas, lo poco que
tenía…
Apronta nuevamente un mate y me alcanza una
empanada calentita.
-¿Qué hacías en esa marcha, qué
tareas?
-Yo en esa marcha lo que hacía era mantener
limpio el local.
Y se ríe, como quien dice: «¡Otra
cosa no podía hacer!».
-Era muy grande, lo hacíamos
entre todas, pero como yo tenía mi chiquita de dos meses me quedaba más tiempo
en el local y los demás se iban a manifestaciones o gestiones, se llevaban los
más grandecitos, los que no pedían brazos, así que casi siempre me quedaba yo.
Ese invierno era muy frío y muy llovedor, me acuerdo que todos llegaban con los
pies embarrados, costaba mucho mantener el local limpio. Lo tomé como mi
trabajo.
-Allí nos traían la ropa, comida, juguetes,
gente amiga que venía de todos lados.
-También
cocinábamos para nuestro grupo, separados de la olla del campamento de Cuñapirú,
para no desplazarnos de aquí para allá con la gurisada, comíamos
bien…
Se queda como
pensando.
-Recuerdo que teníamos miedo al tránsito.
Un día un ómnibus atropelló a dos niñas chiquitas, que se nos escaparon para ir
a la panadería, que quedaba a dos cuadras. Se fueron solitas y cruzaron sin
permiso la avenida General Flores, no les pasó nada, porque frenó muy a tiempo
cerquita de ellas, las pechó y las volteó. ¡Que
susto!
-Todo eso teníamos que cuidar las mujeres -se
ríe-. Como siempre, como en casa…
Eva tiene una cara
muy linda a pesar de los años y muy serena, habla pausado. Se le ve sin
rencores, asumida a sí misma, en esa suerte de mujer sola, que le tocó
vivir.
-¿Cómo terminaste esa marcha?, ¿cuándo
decidieron volver?
-Cuando volvimos a Bella Unión,
nosotros volvimos en tren y los “monos” (los bolsos, los paquetes) los traía un
camionero del mercado, que venía siempre vacío para Bella Unión. Esa noche nos
detuvieron en Colonia Palma y la policía no nos dejaba entrar al
azucaral.
Pasamos la noche a la intemperie, un frío
horrible, no teníamos ni abrigo ni frazadas, todo se nos fue en el camión. A la
madrugada nos soltaron a todos. ¿Pero sabés lo que pasó?, nos incendiaron los
ranchos en CALPICA, en la propiedad del patrón, decían eso, que estábamos en la
propiedad del patrón y que no podíamos reclamar nada, eso decían, que no sabían
quién fue que los quemó, y quién va a ser… ¡Nosotras sí
sabíamos!
Me quedé sin nada, sólo con lo
puesto.
Así nos quedamos, en un campo baldío de
Bella Unión. Armamos una casilla con las cosas que acarreábamos de todos lados,
palos, latas, cartón… Hice colchones con bolsas blancas de azúcar, que los
compañeros me traían y adentro lo rellené con pasto seco, con gramilla y así
empecé de nuevo, de la nada.
Con más dificultades.
Mi marido era dirigente de U.T.A.A. y como todos, marchó en la lista negra y no
encontraba trabajo. Yo fui sacando la familia adelante, con lavados para afuera,
y el contrabando de la Barra de Cuaraí, compraba y vendía cualquier cosa, yerba,
aceite, azúcar, ropa,.. Cuando no tenía plata para contrabandear, hacía pan,
empanadas y pizza para vender, luchando todos los días, dieciséis años fuera de
casa y yo sola con siete hijos, pero a todos mis hijos los mandé a la escuela,
terminaron primaria, y tres quisieron seguir
secundaria.
-¿Son todos hijos de
Bandera?
-Sí, todos de él. Cuando él se fue, yo
tenía siete hijos para tirar adelante.
-¿Y Bandera,
dónde está?
-El vive en Montevideo. Está enfermo.
Si, él tuvo otras parejas… No, yo no… estoy sola… no, con mis hijos… tengo
nietos también…-dice contenta-sigo trabajando… tengo cincuenta y cuatro años,
sí, claro… estoy muy bien… sí, mis hijos y yo estamos siempre con la
Policlínica, porque luchamos por todo esto… y aquí estamos, yo me quedé siempre
aquí. Y seguimos con U.T.A.A.
Al día siguiente me
visitó en casa de Charito, otra mujer de aquel tiempo, María Margarita Torres:
la Lucha, le decían en el pueblo.
Tenía veintidós
años en la marcha de 1964 y traía sus tres hijos pequeños. Tuvo catorce
hijos.
-Todos del Amaral -dice-. Vine porque sí, a
la marcha. Él no me dejaba ir a las reuniones, ni ir a la marcha, pero yo le
dije si las demás van ¿Por qué yo no puedo ir? Así que me fui yo también. Porque
yo era trabajadora, me crié en las chacras, con el salario familiar. Fui de las
primeras mujeres que hablamos de sindicato, con dieciocho años recorríamos los
ranchos, una gurisa… Claro.
-¿Con quién
ibas?
-Iba con mi padre, con Raúl Sendic, con otros.
Sí, era jovencita, pero
me gustaba el sindicato. Fui a la marcha, no sólo por
ir, sino «por no agachar la cabeza», como decía Raúl. Y fui con tres hijos
chicos, con ellos me sentía fuerte. Cuando llegué a la Capital, no conocía a
nadie, allí me sentí pequeña, era todo tan grande, la casa, el tránsito, todo…
Pero dentro de mí había algo que me decía que tenía que seguir adelante, como
decía Raúl…
Yo era
rebelde.
-¿Eras de la comisión de mujeres en esa
marcha?
-Sí, yo salía en la Marcha como las demás,
en algunas gestiones, y también salí de pegatina. Un día estaba con tres
compañeros, yo llevaba el tarro con engrudo y los rollos, ellos eran más altos y
podían pegar los carteles más arriba, de repente, los compañeros tiraron los
afiches y salieron disparando, no me dieron tiempo ni a preguntar qué pasaba y
me quedé sola, miré para atrás y vi una patrulla de los milicos. Se acercaba
despacito, me agaché contra un auto que estaba parado y después me metí debajo,
rodando. Los milicos, pasaron y no me vieron, esperé que se fueran. No perdí ni
un rollo, ni el pincel, ni el balde, ellos me dejaron todo tirado y rajaron.
Cuando pude me fui al campamento. Mis compañeros, llegaron después, tranquilos y
a las risas, contando la hazaña. No se preocuparon por
mí.
-¿Por qué no me avisaron?, les
reproché.
También vendía bonos… Los hijos los dejaba
con las otras compañeras que quedaban en el local… Si, estaba también en las
asambleas de mujeres del campamento.
Eran pocas las
que hablaban y opinaban, dos o tres, la mayoría de las mujeres callaban,
escuchaban, salía algún personalismo, si, alguna que quería sobresalir
hablando.
-¿Te sentiste valorizada por los
compañeros hombres, del sindicato, en ese período, ya que eras tan
militante?
-Sí, ellos querían que nosotras
opináramos y nos decían que éramos todos iguales.
Treinta años después, Margarita Torres está en Bella Unión, porque nunca se fue
de allí y crió sus hijos sola, sacó la gurisada adelante. Ahora tiene cincuenta
y dos años y trabaja en la chacra todavía, en la chaucha, en el tomate, en el
choclo y me cuenta que ahora, en 1994, se pagan las ocho o nueve horas de
trabajo a treinta pesos.
-Es un trabajo duro, a
destajo, tanto trabajas, tanto ganas así que te matas para ganar un poco más.
También trabajé en el hospital de Bella Unión, me despidieron por ser cañera de
corazón, por las represalias en el año 1980 en plena
dictadura.
-¿Y tu
marido?
-Cuando volvimos de la marcha, porque
hicimos todas, la del sesenta y dos, la del sesenta y cuatro, la del sesenta y
ocho, quedaba en las listas negras y no conseguía trabajo, después estuvo preso
tres años y al final se quedó por Montevideo y ahora es viejo y está enfermo,
allá en la Capital. Quiso volver conmigo, y se vino, estuvimos un tiempo juntos,
pero no fue posible, yo le puse las cosas muy claras. Preferí seguir sola sin
que nadie me mande. Estoy cerca de mis hijos y nietos… Yo sigo en la lucha, en
la zafra…, en la recolección, aunque sea por treinta pesos al día, que se le va
a hacer, pero yo sigo en el Sindicato y trabajo con Charito para la Policlínica,
para eso estamos. Trabajamos para el festival de cada año, para sacar fondos. Y
vendiendo entradas me recorro todo el pueblo.
A la
China, la busqué y la encontré en Bella Unión, treinta años después, en la misma
casa de siempre, ahora mejorada. Me cuenta que tiene los hijos casados, que dos
de ellos pudieron estudiar y trabajan.
Nos alegramos
al vernos. No tenemos prisa. Salen y entran dos nietos que se mueven por la
casa, uno de los hijos está arreglando algo en el fondo, se escuchan las risas
de los gurises que se acompasan con los golpes del
martillo.
Recordamos aquella época y me cuenta que a
aquella marcha ella fue, dice, de casualidad, casi obligada por las
circunstancias. Se ríe, se acomoda en la silla dispuesta a contar. Arregla el
mate que está con mucha yerba, con los dedos, graciosamente y dice, poniéndose
seria:
-Yo había quedado viuda, con criaturas chicas
y estaba interesada en cobrar la pensión, por eso me acerqué a los del
Sindicato. Porque mi marido trabajaba en la fábrica, en la azucarera y en el
ingenio, ellos fueron los que me explicaron como tenía que reclamar la pensión,
así fue como los conocí.
El primer local de U.T.A.A.
se lo di yo a los compañeros. Tenía una pieza chiquita en el fondo de casa, que
no necesitaba tanto y ellos no tenían donde reunirse. Al sindicato venían
muchos, en esa época entraban y salían a cualquier
hora.
La miseria en que quedé me despabiló, y entré
a buscarme caminos.
Yo en esa época tenía una
especie de venta, así nomás sin permiso, vendía tabaco y yerba, que traía más
barato, de contrabando. Le vendía a los vecinos y a los muchachos del Sindicato
también y les calentaba el agua para el mate y se las alcanzaba- se sonríe otra
vez como que le cuesta hablar de aquello. Veo que es una linda mujer, tiene
gracia en el hablar y en la mirada, está vieja, dice, pero yo la veo muy bien en
sus sesenta y pico.
“Un día me llevaron presa, y sin
saber por qué. Pasaban las horas y en la comisaría no me explicaban nada, parada
allí, de plantón. Cuando pasó el comisario cerca mío, le toqué el brazo y le
dije:
-Oiga ¿por qué estoy aquí? -él me hizo un
gesto con el brazo, como sacándome de encima, y
dice:
-¡Habrase visto una china más atrevida y
sinvergüenza!
A mí me dio tanta rabia, que cuando
empezó a caminar, de atrás yo le tironeé la chaqueta tan fuerte, que le volaron
dos botones. ¡Calabozo conmigo!
Pasé toda la noche,
así que recién al otro día me enteré que la denuncia me la puso el médico del
pueblo, porque las de la Casa de Mujeres, le dijeron que yo tenía este negocio
en casa y que yo trabajaba sin permiso y sin libreta de
salud”.
-¿Qué pasó, como fue eso? ¿Una casa de
mujeres?
-Sí. Como veían entrar tanta gente, tantos
hombres por el costado del rancho, decían que yo tenía “Casa de Mujeres”
clandestina. ¡Mentira! ¡Qué rabia me dio! Estaría señalada en todo el pueblo y
yo sin saber nada. Sin embargo lo que se estaba haciendo al lado, era el
Sindicato de U.T.A.A.
Por eso venían hombres a
cualquier hora. Venía Sendic y otros que yo no conocía, de lejos venían a pie…
pero yo quedé señalada como una puta, en todo el
pueblo.
La rabia del primer momento me dio por ir a
la casa del doctor que me denunció, porque yo quería arreglarlo por mi cuenta.
Esperé al médico en la puerta de su casa, después que su esposa me dijo que no
estaba y que volvería más tarde. Tenía tanta rabia que le bajaría los dientes a
trompadas. Él se escondía, porque yo eso lo decía en voz alta a todos los que me
quisieran oír, la mujer miraba entre las cortinas, y se escondía
también.
Pero yo sabía fijo que estaba dentro porque
en la puerta, allí, estaba su auto negro. Le hice prácticamente guardia durante
horas, después me fui a mi casa y las vecinas y los del Sindicato me amansaron,
así que lo dejé todo tranquilo… pero me rondaba en la
cabeza.
A las tres de la mañana, no podía dormir,
decidí ir a pedir permiso policial, para abrir yo, una Casa de Mujeres. Esto me
lo pensé mucho, mucho: ya que estaba señalada, como que había y no había, ellos,
el doctor y las mujeres, incluso el comisario me obligaron a hacerlo, y saqué el
permiso.
Cuando a la semana me lo dieron, fui a
Cuaraí a buscar una pupila y me traja a la Flaca.
Llevé a mis hijos a la casa de mi suegra, y empecé el negocio, que me trajo más
problemas, que ganancias, dos por tres estaba otra vez en comisaría por «riñas y
disputas».
Lo que pasaba era que a los que no
querían pagar las «facturas» yo les «arrimaba la ropa al cuerpo» -y hace un
gesto de arremangarse- y claro, después de pagar como Dios manda, iban a la
comisaría y me denunciaban, así que pasaba en líos nomás Es muy difícil llevar a
los clientes y que no se pasen contigo porque sos
mujer…
-¿Y los del Sindicato, donde funcionaban?
¿Aquí mismo?
-No. Ellos eran independientes, pasaban
por el costado, por otro portón, porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra
cosa, vos me entendés. Más o menos yo iba regentiando la casa, pero tuve un
problema con mi pupila, por cosa de hombres, de uno que pretendía de
mí…
-¿A ella también le gustaba ese
hombre?
-No, no era eso, él me frecuentaba a mí, yo
no quería mucho con él, estaba casado. Eso sí, tenía mucho dinero. Las de la
otra Casa de Mujeres estaban enteradas, porque él no iba más por allí. Así que
una de ellas le contó a su mujer, por hacer daño
nomás.
Pasó que mi pupila fue pagada, por la esposa
de este hombre, él se fue de la boca conmigo y me lo contó todo, ya se sabe en
pueblo chico… como dicen, todos se conocen.
Cuando
vino este hombre, yo puse las cosas en su lugar, lo eché porque no quería tener
problemas. Yo estaba aprendiendo a trabajar y me lo quería sacar de encima,
mucho más, si éste me creaba problemas.
Así que
discutimos en voz alta, no me acuerdo bien lo que le dije, ni lo que me
contestó. Sé que decía que quería seguir viéndome, sin ningún compromiso; yo no
quería saber nada de él y se lo dije.
-¿Y qué
pasó?
-La Flaca lo escuchó todo, porque las paredes
eran de madera finita, como una tela de cebolla, así que cuando él se fue por
una puerta, mi pupila entró por la otra con una navaja de hoja así– y señala el
ancho con dos dedos-. Ella era muy grande, ¿te acordás? Era más alta que vos.
Pero yo, con la rabia que tenía, se me duplicaron las fuerzas, ella a mi me
tajeó por muchos lados. Se me estaba mojando la ropa de sangre, en un costado,
en este brazo y por aquí -y se señala-.
Cuando la
tranqué con la pierna y la pude tirar al suelo, me le subí arriba le quité la
navaja, y se la hundí por acá y por acá -señalándose el abdomen-. Ella gritaba y
me putiaba. Cuando vi tanta sangre me asusté mucho, me incorporé y me fui al
fondo y llamé a la vecina. Alguien la llevó al hospital, yo me metí en la casa
de al lado, estaba creída que la había matado. Por la tarde me acompañaron a
curarme y el médico me preguntó, si no sería yo la que se peleó con la
flaca.
A mí me dio un miedo bárbaro y un vuelco en
el corazón. Contesté que no, que yo no era. No pregunté nada, si había muerto o
no. De allí me fui a la casa de una conocida mía, recogí alguna ropa, lo
necesario, eché llave a la puerta y me fui a esperar que pasara el momento por
las dudas. No sabía si me había denunciado o no. Al día siguiente me enteré, que
ella después que la curaron se fue para Cuaraí, para Brasil. Ella no me denunció
ni yo tampoco, porque la que empezó el lío fue ella y yo me
defendí.
-La marcha de los cañeros estaba por salir
en esos días –continuó la China-. Faltaba un día o dos, no me acuerdo, yo me
puse mejor. Con la Casa de Mujeres no quería trabajar más. Tenía miedo de caer
presa, y los del Sindicato se iban a la marcha, porque aunque no quieras, yo me
sentía protegida por ellos. Eran mis vecinos.
Lo
pensé mucho, yo también como ellos quería tierras para trabajar, le expliqué
todo eso a mi suegra y le dejé a los hijos, le dije que iba a luchar por ellos
también, le dejé toda la plata que tenía y las llaves de la casa. Y me enrolé en
la marcha a Montevideo, dejé todo y me fui con todos los peludos para
Montevideo.
Me sentía más segura en la marcha. Yo
tenía sentimiento de prófuga porque creí que la había matado. Eso de tener la
Casa de Mujeres, fue por miseria, por necesidad económica, y cualquiera lo
comprende, ¿no? Nunca pensé que todo terminaría así.
Las mujeres de la marcha también me aceptaron, aunque en el pueblo, ya había
estado en boca de todos, me respetaron y trabajé mucho por U.T.A.A. Hasta fui
encargada de la Comisión de Mujeres del Sindicato, cuando estábamos en la
capital.
-¿Nunca tuviste problemas en esa marcha,
por este pasado tuyo?
-Sí, una
vez.
En el campamento, siempre alrededor del fogón
había dos o tres compañeros en la tarea de la comida, sirviendo los platos,
cortando el pan. Fue a los pocos días de salir, antes de llegar a Montevideo,
-piensa-, no sé si estábamos acampados en Río Negro. Era la hora de la comida,
recuerdo a todos trajinando de allá para acá.
Teníamos visitas, estaban unos maestros que nos trajeron paquetes de fideos y
arroz, me acuerdo… -se pone como a pensar, con la vista perdida-, uno de ellos,
de los encargados de la comida, no me acuerdo cual, me alcanza mi plato de
comida, con una mano y con la otra, me manoteó una teta, como al disimulo, pero
con toda la mano abierta, me la apretó. Le di un tortazo y le revolié el plato
de comida, él se quedó pasmado y le dije: ¡Desgraciado! ¡A mí me vas a respetar
como mujer que soy! Todos hicieron silencio, yo me fui furiosa, y ni comí ese
día. Después se discutió este hecho en la reunión de todos los días, como ves,
me tenía que hacer respetar, por eso de lo que fui
antes.
Yo no podía con mi genio, era joven y muy
impulsiva, me tomaba la justicia por mi cuenta.
Sí,
fue la primera y la última vez que me pasó algo, yo siempre ponía las cosas en
su lugar… ¡Porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra
cosa!
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