vecinet No. 1.119 – Especial  05 de AGOSTO 2016

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[Este boletín, incluye al final un cuento del libro "Las mujeres ¿dónde estaban?" de María Julia Alcoba Rossano]

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Falleció el ministro de Defensa Nacional, Eleuterio Fernández Huidobro

Jorge Menéndez asume cartera de Defensa

Nin Novoa destacó la figura de Fernández Huidobro como parlamentario y ministro de dos gobiernos

https://www.presidencia.gub.uy/comunicacion/comunicacionnoticias/eleuterio-fernandez-huidobro-velatorio-vazquez-nin-novoa-ministerio-defensa-menendez

     Con la presencia del Presidente Tabaré Vázquez, ministros, otras autoridades y dirigentes de distintas fuerzas políticas, se realizó el velatorio de Eleuterio Fernández Huidobro, fallecido en la madrugada de este viernes. El canciller Rodolfo Nin Novoa, en nombre del Gobierno, resaltó la labor de quien fue ministro de Defensa en dos períodos, su rol en el movimiento tupamaro y su forma particular de vivir...

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Las mujeres ¿dónde estaban?

 
32- Del azúcar a la sal(*)
     por María Julia Alcoba Rossano [vecinet]
     A Doña Eva la conocí en la marcha de los cañeros. Facciones aindiadas, tez blanca, cabello castaño y ojos verdes. Tenía en ese momento cinco hijos. No hablaba casi nada, siempre con la cabeza gacha. Con los extraños hacía poca amistad; era difícil hablar con ella. Para contestar, miraba al marido como esperando su aprobación: «¿No, viejito?».
     Pero lo que más me impresionó de aquella mujer, fue la dulzura con que trataba a sus hijos. Con acento fronterizo en la voz, melosa como el azúcar, les hablaba, jugaba y reía continuamente con ellos. Era un juego de piel, besos, caricias; y a veces, palmaditas. Por primera vez vi “dar la teta” con mutuo placer de intercambio. No tenía nada. Vivía en una carpa con su compañero y sus hijos, pero ella disfrutaba ese momento, con los suyos, prescindiendo del entorno. No se quejaba ni pedía nada para ella.
     Estaba en la marcha de los cañeros acompañando a su marido. Aquí, haciendo, igual que allá, la tarea de todos los días, con un fueguito en el suelo, en cuclillas, igual que allá. Aquí la carpa de tela que les prestaron; allá el ranchito de paja y terrón en la tierra del patrón, frente al río.
     Recordó su rancho cerquita del río. Los patos salvajes y algún carpincho engordaban la mesa a veces. El cañaveral, tan verde y el sonido de la caña al viento en las tardecitas.
     Quiso recordar. Su marido llegaba de la caña, tan negro, lleno de hollín, sólo le blanqueaban los ojos y los dientes…
     Pero no pudo seguir porque se le boleó la olla y se le apagaba el fuego. ¡Y ella recordando verdes! ¡Bobadas!
     Años después la reencontré en La Coronilla.
     Los tiempos estaban cambiando. Los primeros presos gremiales y políticos, los primeros estudiantes asesinados en las calles de Montevideo.
     A nosotros nos habían prestado un rancho. Nos dijeron que doña Eva estaba allí, con sus hijos. No fue difícil encontrarlos; en ese entonces había unos diez ranchos en el pesquero y todas las familias se conocían.
     Fue muy lindo volver a verlos. Los niños y ella estaban espléndidos, negritos, les blanqueaban los dientes, curtida la piel del aire salado. Estaban tan felices de vernos como nosotros a ellos. Eva estaba más gordita, siempre con la falda larga, el pelo recogido en la nuca, más claro por el sol. Sus ojos tenían un nuevo brillo, se la notaba feliz, tranquila.
     -Estábamos pasando mal en Montevideo después del desparramo de los peludos. Unos fueron para Artigas, otros para Treinta y Tres y nosotros terminamos aquí.
     -Nos trajo el Bebe -dijo su compañero-. Aquí salgo a la pesca, tenemos unos conejos en la isla, hijos de los que largamos allí con el Bebe, y vivimos, no más. Pero el aire es más sano para la gurisada.
     El compañero de Eva se crió en Artigas trabajando la tierra, muy lejos del mar. Ahora es pescador, aunque le tiene terror al mar.
     Es el trabajo que hacen los hombres aquí. No es fácil el cambio de cañero a pescador, es como ir del azúcar a la sal, pero él sigue igual, de buen carácter, dicharachero, con ojos de picardía, siempre sonriente.
     El pesquero está rodeado de médanos calientes. Más allá el océano Atlántico, bravío, salado, profundo y frío.
     Lo difícil es el invierno y el carácter de la gente del pesquero. Él venía de un trabajo colectivo y le resultaba difícil el trabajo aislado.
     -El carácter de la gente es distinto. Es otro clima, tuvimos que adaptarnos a su modo de ser, silencioso.
     Ellos dos se juntaron en el azúcar y en la sal, en las alegrías y en las tristezas. Él creció sin padre y ella se quedó con el padre y una mujer que no era su mamá; la suya se había ido y no le permitieron verla más. Dos infancias de soledad los unían.
     La década del setenta, como a muchas familias, los golpeó. Cuando vinieron a buscar a su marido, ella quedó sola con los hijos, rodeada de arena y mar. Siete largos años, sola. Fue difícil, muy difícil para ella empezar de nuevo y sin él.
     -Desaparecieron los vecinos, no llegaba nadie por el rancho. Pasaban de largo, sólo una o dos vecinas llegaban. Fue como si estuviéramos apestados. Quedamos solos los hijos y yo en este rancho.
     En el pesquero de La Coronilla no hay trabajo para mujeres solas. Algunas van a arrancar mejillones y berberechos al Cerro Verde para vender en los hoteles. Las que tienen su hombre que sale al mar, salan el pescado que ellos traen, para preparar el bacalao.
     Eva en ese entonces ya tenía seis hijos. El mayor empezó a salir en las barcas al mar, tenía 14 años, trabajaba para otro, pero no alcanzaba el dinero, y Eva le tenía tanto miedo al mar. Pero ahora estaba sola y tenía que salir adelante. Y los vecinos pasaban de largo por su rancho porque su marido estaba preso por tupa.
     -Era como estar apestada.
     Un día se armó de coraje y le dijo a una vecina:
     -Mañana, ¿puedo ir con usted a juntar mejillones? Usted me enseña, ¿no, vecina? Porque yo nunca lo hice, pero no será difícil, lo único... el mar.
     Nos contaba, tomando mate y mirando lejos:
     -“Los mejillones se arrancan en la madrugada. Hay que levantarse a las cinco de la mañana, aprovechar la bajante, porque después sube la marea y no podés adentrarte en la roca. Está oscuro, el cielo y el mar, todo negro, y el ruido de las olas te parece más fuerte todavía. Pero ésa es la hora. Yo le tengo mucho miedo al mar, pero tenía que ser fuerte. Tenía que poder, para conseguir la comida.
     Arrancábamos los mejillones de la roca con una especie de uña. Eso sí, no te podés descuidar, yo no sé nadar y cuando viene con fuerza el mar, podés perder la estabilidad y te lleva... Mi vecina era más baquiana que yo y me cuidaba. Cuando venía una ola y me llevaba, ella me traía, aunque fuera de las patas. Otra vez sobre las rocas...
     Yo aprendí y arrancaba rapidito antes que viniera la otra ola más fuerte. Da tiempo, es como un ritmo, un vaivén, vienen dos olas cortas y una más larga y más fuerte. No me podía distraer, estaba atenta y la esperaba agarrada de la roca con las dos manos, para que no me llevara.
     Así pasé cuatro años metida en el agua, mojada de pies a cabeza en el agua salada. Se me dormían las piernas, se me acalambraban. Me latía fuerte el corazón. El mar te da miedo y te atrae a la vez, te sentís parte de él.
     A veces pensaba qué vida distinta llevaba ahora, tan lejos del campo, del río, de los teros. Me acordaba de mi gallinero, de mi quinta, del río, cuando con mi viejito íbamos a pescar en agua dulce. ¡Qué agua tan distinta!
     Pero, sobre todo me acordaba de mis plantitas, mis verduras, mis flores.
     Aquí sentía la arena caliente, pero por las mañanas y las tardecitas estaba fría. Se me ocurrió intentarlo.
     Empecé a probar a plantar en la arena algunas muditas de plantas. A mediodía las tapaba con la ropa recién lavada para protegerlas del sol y empezaron a crecer muy despacito. Acarreábamos abono de caballo, resaca del mar y algunas tierritas de más lejos que traíamos con mis hijos para mezclar con la arena y así fui armando esa quintita de a poquito.
     ¡Que nos dio de comer!, ¡qué alegría! Llegué hasta a vender verdura para comprar aceite y queroseno. Cosechamos habas, papas, tomates, choclos, arvejas, lechugas, ¡hermosas lechugas! La teníamos cercada con cañas por los animales que andaban sueltos por la noche, ocupaba todo el costado del rancho. ¡Sí que nos dio de comer esta quintita!
     ¡Qué trabajo! Venía de arrancar mejillones, lejos, como a tres quilómetros, del Cerro Verde, con los mejillones a la espalda. Descansaba un poquito y los llevaba a vender al hotel, otros cinco quilómetros entre ida y vuelta, por la arena. Como a las once volvía, tomaba mate cocido y me metía en la quinta a regarla con agua de la cachimba, a limpiarla, a arrancar yuyos malos. Ponía la comida al fuego, después dormía un poquito y cuando quería acordar llegaban los gurises de la escuela. Iban a la escuela rural, de diez de la mañana a tres de la tarde. Los veía llegar desde lejos, alegres con las bolsitas de tierra que me traían para la quinta.
     Empezaba otra vez: lavar la ropa que traían sucia para que estuviera pronta al día siguiente, hacer la cena, para estar adentro del rancho con la puerta cerrada a eso de las seis de la tarde, porque ya no salíamos más, traíamos los baldes de agua para adentro y nos trancábamos.
     Con toda esa gurisada, saltando, corriendo y llorando a la vez, yo escuchaba la radio, una chiquita a pilas que tenía. Los más chiquitos, después de cenar se iban durmiendo. Yo quedaba con los más grandes escuchando música, informativos y charlando. A veces nos reíamos de cualquier cosa.
     Apagaba el farol y dormíamos con el ruido del agua tan cerca o con el silbido del viento que sopla mucho aquí. Al poco rato, ya eran las cuatro de la mañana y me tenía que ir al Cerro Verde a arrancar mejillones, otra vez. Todos quedaban durmiendo, solitos. La más grande los levantaba, los preparaba y se iban a la escuela. Así, así, todos los días así.
     Cuando mi viejito estaba preso, yo trabajé con las otras mujeres en lo único que podía hacer, juntar mejillones y caminar todos esos quilómetros para venderlos. Aprendí a caminar ligerito como ellas, a la par de ellas y a cargar la bolsa hasta con 50 kilos. ¡Qué no haría uno por los hijos! ¿No? Aprendí a comprar y a vender y ellos también me ayudaban. Salimos todos juntos adelante.
     Cuando trabajé esos años con ellas, una de las vecinas me ayudó a pedir la asignación familiar en Castillos, porque no alcanzaba la plata y lo pasábamos mal.
     Muchas veces, me acuerdo cuando los hijos me pedían pan de noche y no había. Entonces les prometí una cosa: “Si llego a sacar la asignación familiar, cada vez que vaya a cobrar les traeré un pan para cada uno”, y así lo hice. Cada vez que iba a cobrar a Castillos, traía un pan para cada uno. Me parece verlos -cuenta entre risas y lágrimas-, les daba un pan y lo comían todo, sentados abajo de un árbol que yo había plantado. Que comieran cuanto quisieran, les decía y reían con lágrimas y cuidaban y guardaban sus pedacitos para comer después.
     ¡Eramos felices con tan poquito! ¡De tan poquito nos reíamos! Los recuerdo cuando por la arena, mis negritos, riendo a carcajadas, me iban a alcanzar, con la pata en el suelo. Vivíamos muy unidos, igual que ahora. Mis hijos aunque eran pequeños, me ayudaban a vivir.
     A mi viejito lo podía ir a ver al Penal de Libertad, de tanto en tanto. Salía muy caro el pasaje desde Rocha a Montevideo. Esa noche dormía sentada en la agencia de la O.N.D.A. A la mañana viajaba al Penal.
     Después vinieron días peores, no podíamos arrancar más los mejillones porque vino una especie de enfermedad, se murieron los que había y las nuevas colonias demoraron en formarse. Yo lo que sé, es que me quedé sin trabajo.
     Eso significaba hambre otra vez para nosotros. Con una vecina y sus hijos emigramos a Punta del Diablo, porque nos enteramos que allí había movimiento de turistas. Se podía trabajar en algunas cosas más. En un ranchito de una pieza nos metimos todos, y empezamos a trabajar de nuevo.
     Mis hijos ya estaban más grandes y trabajaban todos. Unos en casas de familia, otros en la construcción, o en la pesca y yo y la más pequeña, haciendo collares de caracoles para vender a los turistas que llegaban en sus autos.
     Aquí en Punta del Diablo se trabajaba mejor y podía ir una vez al mes al Penal y llevarle cosas.
     Hace cinco años que estamos aquí, es distinto ahora, tengo luz eléctrica, agua y hasta heladera tengo. Con la ayuda de mis hijos y mi marido, cuando salió del Penal, construimos este rancho grande. Tiene techo de quincha, no se llueve, paredes de bloque y pisos de portland.
     Tengo hijos casados y nietos. Aquí sigo enhebrando collares. Cuando mi viejito salió del Penal encontró a toda la familia esperándolo y siguió saliendo al mar y salando bacalao, de eso vivimos todavía... pero es zafral, claro. No siempre tenemos plata.”
     ¡Qué largo camino! Ella quedó sola y aprendió a comprar y a vender, a decidir, a pelear. A veces no encuentra su antiguo monedero. Está un poco distraída.
     -Bah!, no importa, no tiene nada, ¿no, viejito?, y blanquean los dientes en su abierta y esquiva carcajada.
[vecinet]
(*) De su libro "Las mujeres ¿dónde estaban?" Publicación en vecinet autorizada por María Julia.

Leer cuentos anteriores "Regreso sobre mis pasos" http://www.chasque.net/vecinet/noti1117.htm#mujeres

Inicio del Libro "Las mujeres ¿dónde estaban?" http://www.chasque.net/vecinet/noti1078.htm#mujeres

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Libro "Las mujeres ¿dónde estaban?" Publicación en vecinet autorizada por María Julia..

Capítulos del libro ya publicados en vecinet

 0- ¿Dónde estaban las mujeres en los momentos de lucha? http://www.chasque.net/vecinet/noti1078.htm#mujeres
16- Jorgelina y Delia en Budapest http://www.chasque.net/vecinet/noti1094.htm#mujeres
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