Zitarrosa: el camino hacia el mito
Sobre comienzos de los años 60 Zitarrosa se desempeñaba como locutor en CX14 «El Espectador». Entre otras cosas, leía los editoriales que se emitían diariamente bajo el rótulo «Opina el Espectador», a pesar de que ellos no eran más que el reflejo del sentir y el pensar de Vicente Basso Maglio, poeta, anarquista y uno de los fundadores de esa radio. Hasta que el 31 de agosto de 1961 la Dirección decidió que Basso Maglio no escribiera más a nombre de la emisora. En el curso del mes siguiente el ex-responsable de los editoriales fallece y su portavoz es cesado. La encendida defensa pública que Zitarrosa efectúa de su proveedor de textos le cierra una puerta y le abre otra. Aquel alegato a favor de Basso Maglio llega a ser valorado como «una carta llamativamente bien escrita» que sólo podía provenir de «un periodista en agraz». Efecto final: el locutor de «El Espectador» se convierte en colaborador del semanario «Marcha».
Zitarrosa era ducho en abandonar trabajos; del mismo modo que fue capaz de desligarse del periodismo radial, ya antes había dejado atrás la venta callejera, sus carreras de actor y de poeta, sus empleos en una imprenta y en una mutualista médica. Difícil que su vinculación con «Marcha» fuera a ser duradera. Sus conocidos no se sorprendieron demasiado, pues, cuando al tiempo lo vieron orientarse para el lado del canto; después de todo, ya hacía bastante que entonaba canciones de su autoría en varias peñas montevideanas.
¿Expresión de otro entusiasmo pasajero? Los hechos futuros se encargarían, esta vez, de demostrar lo contrario. El tornadizo adolescente empezaba a cederle el paso al adulto persistente... A fines del 64 graba su primer disco y a fines del 65 la revista «Folklore» lo sindica ya como una de la revelaciones del año.
Todavía no se desprendió de «Marcha», pero el alejamiento se veía venir. Quien lo atrajo al semanario (Hugo Alfaro) escribía en noviembre de 1966: «Un buen día, cuando todos creíamos que había vuelto a viajar, apareció con una guitarra y se puso a cantar. Lo asombroso no fue esa nueva locura: lo asombroso era que cantaba fenomenalmente bien...».
«Marcha» estaba a punto de perder uno de sus más prometedores periodistas y Uruguay a punto de ganar uno de sus más entrañables cantores.
Por guitarra y por milonga
Su afición a la música databa, sin embargo, de la infancia; y era tan fuerte que la guitarra que su madre le regaló a los 9 años se transformó en su juguete más preciado. La abuela andaluza se abocaría a introducirlo en el manejo de su mano izquierda, porque para adquirir pericia con la mano derecha bastaba -aseguraba ella- con tocar milongas.
Es así que accede a la guitarra por regalo y a la milonga por consejo; compañeras ambas que luego quedarían relegadas, a la vera del camino, esperando un reencuentro que demorará en producirse, pero que, una vez consumado, será profundo y definitivo.
Una anédocta da una idea cabal de su apego a la guitarra. Cuando en 1982 un periodista le preguntó a Alfredo qué acompañamiento elegiría para el día de su muerte, él respondió: «Me gustaría un estilo, muy bien tocado en guitarra. Me gustaría Caíto tocando Guitarra, guitarra mía». Vale decir, escoge la guitarra para que en ella se toque un tema que refiere a la propia guitarra. Todo dicho.
En cuanto a la milonga, por más que el primer contacto fue promovido por otra persona, sucederá que con los años él optará libremente por ella. Para justificar su preferencia por ese género musical, en 1972 argumentó: «Compongo por milonga porque es un estilo de expresión muy vivo en mi país y conserva una total vigencia entre las clases populares dentro del campo como de la ciudad». Aunque, por descarte, tal vez habría llegado a lo mismo, en tanto el rock no acababa de convencerlo y «la música típica» -de acuerdo a su entender- ya había sido monopolizada: «para el tango están Gardel y el Polaco».
Interpreta entonces milongas y, cuando no, opta por ritmos de similar origen campesino (gatos, vidalitas, chamarritas, zambas). Sólo excepcionalmente se aviene a incorporar a su repertorio sones de neta raigambre urbana; es el caso de sus candombes, tan celebrados como escasos.
Guitarrero y milonguero por excelencia, muchas veces campero y las menos, candombero, lo concreto e importante es que «el Flaco» va copando cada vez más el corazón de los uruguayos. En 1967 sus discos compiten en volumen de ventas con los de los folkloristas y «nuevaoleros» argentinos y con los de los archifamosos «Beatles». Y antes de culminar la década ya tiene mayor repercusión nacional que todos sus colegas, fueron ellos coterráneos o extranjeros.
Ascenso meteórico que se detendría y comenzaría a revertirse juntamente con la declinación de nuestra forma democrática de convivencia.
Otro mago y no es el mismo
Su período de ostracismo (1976-1984) no consigue, empero, otra cosa que incrementar su popularidad. Aquel 31 de marzo que marcaba el fin de su tortuoso exilio, Zitarrosa tuvo un recibimiento que lo ubicó en el pináculo de su fama.
Quien había nacido como Alfredo Iribarne, quien había crecido como «el Pocho» Durán, quien se había consagrado como Zitarrosa, era ahora ese cantor recuperado que las multitudes llevaban en andas y mimaban.
Así como le fue proporcionado por su segundo padrastro el apellido que su padre biológico le negara, la orfandad que él debió soportar durante sus primeros años le es compensada más tarde por el afecto que su pueblo le prodiga con creces. El hijo despreciado por uno devino, a la postre, hijo dilecto de casi todos.
Cosa curiosa que Gardel haya padecido, como él, la ausencia paterna... ¿Será que es necesario atravesar por ese calvario para poder trepar a las máximas cumbres artísticas y volverse mito?
Aun si respondiésemos que no, el paralelo con «el Mago» se torna inevitable; tempranamente ya, estuvo él presente, como lo evidencia la edición de fecha 25/11/71 del diario limeño «Expreso», donde es posible leer lo siguiente: «El nuevo Gardel vendrá al Festival de Agua Dulce entre el 5 y el 12 de febrero de 1972». Ligazón que se intensifica con motivo de su retorno a la patria, según lo denotan estas palabras de Rubén Castillo: «al regresar ratificamos definitivamente que era el Carlos Gardel de nuestro tiempo».
Y ni hablemos un lustro después, cuando la muerte repentina, prematura y en la plenitud del éxito, vino a aportar lo suyo para robustecer la asociación...
A partir de ahí quedó claro que, a medida que pasaban los días, Zitarrosa cantaba mejor....
Vaya, vaya...Cada medio siglo nos cae un «Mago» del cielo para hacernos más grata la existencia...
No nos podemos quejar...