Serie: Alternativas (IV)

Galileo

Guillermo Boido

1.-¿Qué es una ìrevolución científicaî?

Ciertos historiadores actuales intentan elaborar una historia de los significados atribuidos a la expresión ìrevolución científicaî que atienda, por una parte, a la percepción histórica, testimoniada, de este género de episodios y, por otra, a la evaluación que de ellos realiza hoy el historiador.

Un producto elaborado de este tipo de investigaciones es un denso tratado de I. Bernard Cohen, Revolution in Science, de 1988. Sin duda, avanzar en esta empresa no ha sido sencillo. La utilización del término ìrevoluciónî en su acepción política actual es reciente: no se remonta a más allá de mediados del siglo XVII. Incluso, una vez adoptado, si significación ha sido cambiante con el tiempo. Lo mismo sucede con el término ìrevolución científicaî. Aquí tenemos, pues, a nuestro historiador, provisto de un poco de teoría, de mucho testimonio y, sobre todo, de infinita paciencia, dispuesto a tratar de contestar, entre otras, la pregunta acerca de qué evidencias históricas le permiten afirmar que cierto suceso del pasado merece ser llamado una ìrevolución científicaî.

Criterios e inventos

Los historiadores comprometidos con el proyecto que estamos comentando no pretenden ofrecer una definición acerca de qué se debe entender por ìrevolución científicaî, asunto que delegan en la filosofía de la ciencia y la epistemología. Filósofos como Karl Popper, Thomas S. Kuhn e Imre Lakatos han propuesto modelos alternativos y polémicos acerca del desarrollo de la ciencia, y en este ámbito corresponde discutir acerca de la coherencia interna, la pertinencia universal o la utilidad de tales propuestas epistemológicas para la comprensión del fenómeno científico y en particular de la naturaleza de las revoluciones que asociamos a los nombres de Newton, Lavoisier, Darwin, Einstein o Bohr. Como escribe Cohen, definir qué es una revolución científica es tarea de filósofos, pero el historiador puede determinar si, en cierto momento del pasado, se ha producido o no una revolución aunque carezca de tal definición.

Los historiadores pretenden, más bien, analizar las etapas de desarrollo, las pruebas de existencia y la transformación de ideas que caracterizan a los episodios que, por consenso, han sido considerados revolucionarios. (Consenso que, probablemente, no se advertiría a la hora de señalar qué tienen en común tales episodios.) Por tanto, lo que se estudia es el modo en que los participantes y los analistas posteriores observan los cambios revolucionarios en los cuatro siglos de existencia de la ciencia moderna. A partir de las consideraciones anteriores es posible sentar las bases de una investigación histórica de carácter testimonial que recoja la percepción histórica de las revoluciones por parte de protagonistas, testigos, historiadores y científicos del pasado y de la actualidad.

Cohen ha diseñado a tal efecto cuatro criterios o pruebas de aplicación universal para el análisis de estos episodios, revolucionarios o pretendidamente revolucionarios, basados en el análisis de testimonios: i) de los protagonistas y sus contemporáneos, científicos y no científicos; ii) de quienes pudiesen reflejar el impacto más o menos inmediato de las ideas presuntamente revolucionarias sobre la disciplina en cuestión; iii) de los historiadores (en particular de la ciencia y de la filosofía), pasados y presentes, y de otros estudiosos con visión histórica tales como filósofos y científicos sociales; y, finalmente, iv) de los actuales especialistas en la disciplina, que recogen las creencias de los científicos en actividad sobre sus antecesores. Estos cuatro criterios no son en absoluto excluyentes ni carentes de cierta subjetividad, pues tienen un carácter consensual, pero pretenden complementarse mutuamente ante la posibilidad, por ejemplo, de que parte de la documentación vinculada con las revoluciones científicas fuese inaccesible al historiador actual. Según cree Cohen, en conjunto constituyen condiciones suficientes, al menos para los intereses de la historia de la ciencia, para corroborar o refutar el juicio de que determinado episodio del pasado constituye una revolución científica.

Este género de investigación histórica pone en evidencia que, en ciertos casos, un historiador del pasado, quizá por no disponer de información documental de primera mano (la que se requiere para aplicar los dos primeros criterios) ìinventaî una revolución. A fines del siglo XVIII, Jean-Sylvain Bailly, historiador de la astronomía, construyó la ficción de que Copérnico había realizado por sí mismo una revolución astronómica acabada, opinión que fue sostenida durante dos siglos a partir de entonces. Copérnico fue llamado un ìarquitecto cósmico rebeldeî, que provocó ìuna alteración drástica de la comprensión humana de la naturalezaî, ìintrodujo el verdadero sistema del mundoî, ìsacudió el yugo de Ptolomeoî, etcétera. Pero en realidad Copérnico no pretendía subvertir la astronomía, como pensaba Lutero, sino restablecer y enriquecer la antigua, cosa que no logró, Kepler y Galileo, más de medio siglo después de la publicación de su libro, adhirieron al heliocentrismo como posición cosmológica general e iniciaron, utilizando a Copérnico como estandarte, una revolución que prácticamente no dejó en pie ninguna afirmación copernicana: a la hora de la publicación de los Principia de Newton (1687), De revolutionibus era ya una reliquia histórica.

Resulta pues que, de acuerdo con los criterios expuestos por Cohen para detectar la existencia de revoluciones en la ciencia, nunca hubo una revolución astronómica debida a Copérnico. Esto debería haber quedado explícito si los historiadores y filósofos hubiesen indagado en los detalles técnicos de su teoría planetaria o en las tareas cotidianas de los astrónomos, quienes no adoptaron mayoritariamente sus procedimientos de cálculo. Probablemente el tratamiento no tanto mítico que Kepler y Galileo destinaron a Copérnico y a su obra (que no deja de ser conmovedor) favoreció la opinión de que De revolutionibus fue un libro revolucionario en el campo astronómico.

Como señala Cohen, aún hoy se percibe en algunos historiadores una suerte de nostalgia ante la imposibilidad de presentar a Copérnico en los términos grandilocuentes de antaño. En ciertos textos todavía predomina la ambigüedad. Por ejemplo, el notable libro La construcción de la ciencia moderna, de Richard Westfall, se inicia del siguiente modo: ìCuando comenzó el siglo XVII, la revolución copernicana en astronomía tenía más de cincuenta añosî. Al parecer hubo una revolución producida por Copérnico. Pero ahora, quizá inconcientemente, el autor demostrará que no la hubo. ìQuizá sería mejor decir que el libro de Copérnico tenía más de cincuenta años. Que el libro fuese a iniciar una revolución era algo aún no determinado, y dos hombres que apenas habían cruzado el umbral de sus carreras científicas en 1600 habría de ser los agentes principales en asegurar que la iniciase.î O sea que el libro de Copérnico, por sí mismo, no había producido revolución alguna. Siguen las ambigüedades: ìAmbos, Kepler y Galileo, reconocían a Copérnico como su maestro; ambos consagraron sus carreras a confirmar la revolución en la teoría astronómica que él había empezado.î Entonces la hubo, y a Kepler y Galileo les correspondió confirmarla. Pero, ¿en qué consistió esta confirmación? Fue una modificación tan drástica del copernicanismo, afirma Westfall, ìque el maestro no la habría aceptadoî. En síntesis, la revolución no fue copernicana, sino kepleriana y galileana. Y para que no queden dudas, Westfall comienza aquí a hablar de Copérnico como autor de una ìreforma limitadaî que, con el tiempo, se convertiría en una ìrevolución radicalî. Luego inicia su exposición del desarrollo de la revolución científica con la obra de Kepler, habiendo destinado a Copérnico tan solo esta breve introducción.

La historia debe ser social

¿Significa esto que el papel de Copérnico ha sido desdeñable en la historia de la revolución científica? En modo alguno. Señaló la posibilidad de una cosmología alternativa a la aristotélica, y su compromiso heliocéntrico (junto con los problemas astronómicos y mecánicos que implicaba, y que él mismo no pudo resolver) se trasmitió a Kepler y Galileo. De revolutionibus fue un libro trascendental menos por lo que dice que por lo que hizo hacer a otros, y en tal sentido la revolución científica merece ser llamada con justicia ìcopernicanaî en homenaje al gran astrónomo polaco. Por otra parte, Copérnico acabó con la tradición instrumental vigente en la astronomía de su época, lo cual, desde el punto de vista filosófico, resultó crucial para el desarrollo de la revolución científica.

Como escribe Galileo en el Dialogo, Copérnico sabía que ìse podían salvar las apariencias celestes mediante suposiciones de naturaleza esencialmente falsaî, pero comprendió que ìsería mucho mejor si pudiera derivarlas de suposiciones verdaderasî y por ello ìaceptó el nuevo sistema y encontró en él la paz de espírituî. En este ámbito, más que en el campo particular de la astronomía de su época, es posible hallar el aporte específicamente ìcopernicanoî a la revolución científica que habría de culminar con la obra de Newton.

Como hemos señalado, el debate epistemológico actual muestra la dificultad de caracterizar con precisión lo que deberíamos entender por ìrevolución científicaî, término que, en principio, debería poder ser aplicado a todos los episodios de esta naturaleza.

¿Qué decir de lo que en este libro hemos llamado la revolución científica por antonomasia, el acontecimiento fundacional de la ciencia moderna? ¿Emplean esta expresión todos los historiadores con el mismo significado? ¿Coinciden en cuanto al período histórico en que el episodio habría sucedido? La respuesta es negativa. A fines de los años treinta de este siglo, en sus Estudios galileanos, Alexandre Koyré intentó ofrecer una caracterización conceptual de la revolución científica. Se trataría de una auténtica mutación del espíritu humano: la sustitución, por Galileo y Descartes, de un cosmos cerrado, concreto, cualitativo, jerarquizado y finalista por un universo infinito, abstracto, regido por la geometría euclideana, sin jerarquías ni finalismos, evento dramáticamente revolucionario que habría ocurrido en el transcurso de pocas décadas, a fines del siglo XVI y comienzos del siglo XVII.

Posteriormente, Koyré consideró necesario ampliar el período para incluir la obra de Copérnico y la de Newton, con lo cual su definición original perdió nitidez y se volvió menos precisa. Cercanos a esta tenencia conceptualista de Koyré, historiadores como Thomas S. Kuhn y Richard Westfall trataron luego de ofrecer sus propias elucidaciones de lo que deberíamos entender por la revolución científica. Sin embargo, otros expertos consideran que estos enfoques son excesivamente filosóficos y que solo serían aplicables al ámbito de la astronomía y la mecánica. Se niegan a excluir episodios que a su juicio serían igualmente revolucionarios, vinculados a campos científicos tales como la óptica, la electricidad, el magnetismo, la química y la biología, a ignorar innovaciones metodológicas e institucionales de la época o cuestiones tales como la sustitución del pensamiento místico por otro de carácter racional. Herbert Butterfield, Mari Boas Hall y A. Rupert Hall pertenecen a esta segunda tendencia, que podría ser llamada estrictamente histórica. (De hecho, en escritos de distintas épocas, Hall situó a la revolución científica en períodos no coincidentes: 1500-1800, 1550-1700 y 1500-1750.) ¿Será entonces la expresión ìrevolución científicaî un mero rótulo, una suerte de metáfora?

En un notable estudio reciente de la cuestión, The Scientific Revolution. A Historiographical Inquiry (1994), el historiador holandés A. Floris Cohen niega que así debamos admitirlo. En cierto momento, Europa logró adquirir un dominio intelectual y operativo de la naturaleza gracias al cual emprendió un rumbo desconocido hasta entonces en materia cultural, social, económica y política, de proyecciones internacionales. Existen suficientes aportes de la historia de la ciencia como para realizar una labor de síntesis, afirma Floris Cohen, pues conocemos rasgos comunes del episodio, tales como su discontinuidad histórica, la sustitución del cosmos tradicional por el universo infinito, la matematización de la naturaleza, el empleo de analogías mecánicas y la difusión de la experimentación.

Pero una historia puramente internalista no será suficiente para emprender la tarea, agrega, pues el modo en que era la nueva ciencia se difundió en los medios institucionales y sociales de la época nos enseña que su aceptación no se debió a su sola superioridad intelectual. La historia social de la ciencia es por tanto imprescindible a la hora de abordar esta síntesis, un desafío que aguarda a los historiadores del futuro.

2.-¿Libreprensador o creyente?

La farsa jurídica que significó el proceso y la condena de Galileo acabó por destruir transitoriamente la ciencia en Italia pero no pudo impedir su acelerado desarrollo en el siglo XVII en los países desvinculados de la autoridad romana, en especial Holanda e Inglaterra, donde fructificaría el pensamiento del gran humillado.

En su libro Aeropagitica, de 1644, John Milton escribe a propósito de su viaje por Italia en 1638: ìHe tomado asiento entre hombres eruditos y se me ha considerado dichoso al haber nacido en tal lugar de libertad filosófica como se supone que es Inglaterra, mientras ellos mismos no hicieron sino lamentarse de la condición servil a que se ve reducido el saber entre ellos. (…) Fue allí donde encontré y visité al famoso Galileo, envejecido y prisionero de la Inquisiciónî. Tal estado de cosas en Italia movió a Leibniz, en los últimos años del siglo XVII, a gestionar sin éxito ante las autoridades romanas la liberación del Dialogo.

El desenlace del proceso a Galileo fue considerado insensato por todos aquellos que, en el campo eclesiástico y fuera de él, confiaban en erigir una Iglesia renovada capaz de coprotagonizar sin antagonismos la construcción de un tiempo nuevo. No estaban equivocados. A medida que la ciencia lograba desembarazarse de sus componentes metafísicos y religiosos originales, nuevos sectores del mundo natural quedaban subsumidos bajo la explicación científica y la teología se refugiaba en aquellos dominios en los que la ciencia, hasta ese momento, había sido incapaz de acceder. De ese modo, el ámbito en el cual la teología parecía insustituible se volvió paulatinamente cada vez más estrecho. Las esferas celestes del universo de Dante eran impulsadas por una jerarquía de ángeles, pero Newton mostró que los movimientos planetarios podían ser explicados casi sin necesidad de recurrir a la intervención de Dios.

Los cálculos de Newton indicaban que el sistema solar debía ser inestable, y supuso que el Creador intervenía periódicamente para evitar una catástrofe planetaria. Los teólogos, de haber adoptado en su momento las recomendaciones de Galileo, debieron haber rechazado la interpretación newtoniana de un Dios tan ìchapuceroî (la ironía es de Leibniz) que se ve obligado de tanto en tanto a poner en hora el reloj que él mismo ha creado. Pero no lo hicieron. Cuando un siglo después se creyó haber demostrado que las estimaciones de Newton eran erróneas y que el sistema solar es en realidad estable, Dios ya no fue necesario allí y hubo que buscarlo en otra parte. Lo mismo ocurrió ante la evidencia científica de que la edad de la Tierra no es compatible con una creación divina relativamente reciente, como se desprende de una interpretación literal de la Escritura, o la del evolucionismo biológico, opuesto al bíblico fijismo de las especies.

Biblia y ciencia

Como si el caso Galileo no bastara, todavía hoy algunos teólogos aficionados creen que las teorías científicas pueden ser invocadas para corroborar esta o aquella afirmación bíblica, entendida literalmente, acerca de cuestiones naturales. El propio Pío XII, en una conferencia pronunciada en 1951 ante la Pontificia Academia de las Ciencias, elogiaba la teoría cosmogónica del abate Lemaître (antecesora de la hoy conocida como del Big Bang) por su carácter ìprobatorioî de la creación del mundo en algún instante del pasado. Lo que no se comprende en estos casos es que, en virtud de la propia dinámica interna de la ciencia, alguna teoría cosmogónica alternativa que pudiese ser formulada en el siglo XXI, más eficaz desde un punto de vista estrictamente científico, podría ser esgrimida, de manera igualmente inatingente, para ìprobarî lo contrario. Actualmente, Juan Pablo II no se presta a tales malentendidos: ìEl cristianismo tiene en sí mismo la fuente de su justificación y en absoluto espera que la ciencia se convierta en su apologética fundamentalî.

La revolución científica inició lentamente la disolución del dogma identificaba la narración mítica de la Biblia con la historia factual. El mito dramatiza en términos temporales lo que en rigor es ajeno a la categoría del tiempo y pertenece a la eternidad, pero el cristianismo tradicional ha afirmado enérgicamente que la narración mítica, entendida literalmente, realmente sucedió en la historia. Aferrado a este dogma, el fundamentalismo teológico llevaría la peor parte en la controversia entre ciencia y religión desatada a partir del siglo XVIII, y su papel se redujo, como escribe el historiador Lynn White, a ìdesarrollar acciones de retaguardia con cortinas de humo intelectual para cubrir la retiradaî.

Finalmente, la interpretación literal de un relato que transcurre entre la caída de Adán y el Juicio Final debió ser abandonada. Se había destruido la realidad bipolar del cristianismo, la del mito y la historia, y solo perduraba el polo de la eternidad. Para muchos sinceros creyentes, esta orfandad del mito, sin referentes en el tiempo histórico de la geología o del evolucionismo darwinista, pudo suponer el fin del cristianismo. Pero en rigor ello acabó por redundar en una depuración deseable del pensamiento religioso, condición esencial para que éste prosiga formando parte de la mutante cultura de nuestra época. Pues como ha escrito Alfred Whitehead a propósito de la religión: ìPor muy eternos que puedan ser sus principios, su expresión humana requiere un desarrollo constante (…). El pensamiento religioso va afinando cada vez más la exactitud de sus expresiones, despojándolas de simbolismos accidentales; la interacción producida recíprocamente entre la religión y la ciencia constituye un factor importante en la promoción de este desarrollo

Desde este punto de vista, la ruptura de la bipolaridad entre mito e historia ya no tiene las catastróficas consecuencias que le asignaron filósofos y librepensadores del pasado. Adán y la serpiente han desaparecido de la historia natural del planeta Tierra, pero el dilema ético que propone el mito aún persiste. Hoy no remite a una temporalidad concreta sino al corazón del hombre: la serpiente está allí para recordarnos la tentación ante el poder y el riesgo que involucra su ejercicio. El mito subsiste porque su significación es eterna. Lynn White ha escrito acerca de ello lo siguiente: ìA medida que se asienta el polvo levantado por las controversias entre ciencia y religión, una cosa resulta más clara: al igual que los primeros discípulos, aún nos hallamos frente a una cruz, un amor y un sufrimiento que requieren una explicación. Apoyándose en las tradiciones judías, la Iglesia primitiva puso una manzana a un lado de la cruz y una trompeta en el otro. Esa simetría ha sido destruida, pero el misterio perdura. En todas las épocas los hombres han forjado una red de símbolos para apresar la verdad, y está en la naturaleza de los símbolos el que su fina trama oscurezca cuanto apresan. Pero en cada generación ese hombre que fue crucificado rompe la red que lo envuelve y nos toca con manos sangrantes: y nosotros podemos tocar su costado.î

Dios y el telescopio

El conflicto entre Galileo y la Iglesia, como señalara hace varias décadas Giorgio de Santillana, no puede ser comprendido en la media en que ambas partes en litigio acepten, tácitamente, un mismo malentendido, un maniqueísmo encubridor de las complejidades de la historia. Dicho con sus propias palabras, ìlos librepensadores se muestran demasiado contentos de colocar a toda la Iglesia romana bajo acusación en el asunto, en tanto dentro de la jerarquía eclesiástica poderosos intereses de cuerpo se hallan dispuestos a aceptar el terreno elegido por los atacantes antes que permitir que se muestren a la luz de la historia algunos de sus miembros, fallecidos hace largo tiempoî.

Ciertas imágenes fuertemente sesgadas de Galileo, como la de Brecht, pueden ser entendidas como personajes de ficción, admisibles a cabal derecho en tanto tales, mas poco tienen en común con las que ha construido el análisis histórico. Galileo no afirmaba que su telescopio había demostrado la inexistencia de Dios en los cielos, sino más bien que el telescopio no es un instrumento adecuado para hallar a Dios.

A su modo y desde su tiempo, señaló a los teólogos los peligros de sostener una concepción primitiva y fundamentalista de lo religioso, de identificar la atemporalidad del mito narrado en la Escritura con la temporalidad de la historia. En ese marco imaginó una modalidad de diálogo entre la ciencia y la fe, tal como lo reconocen hoy los fundamentos del examen del caso por Juan Pablo II a propósito de la cuestión hermenéutica.

En lo que llamara una ìconjura de la ignorancia, madre de la malignidad y de la envidiaî, Galileo no pretendía involucrar a toda la Iglesia. Como escribía a Peiresc en 1635, desde Arcetri: ìNo espero ningún consuelo y ello es así porque no he cometido ningún crimen. Podría esperar obtener perdón si hubiese errado; porque es a las fallas a lo que los príncipes pueden conceder indulgencia, en tanto que contra quien ha sido condenado siendo inocente, es propio sostener rigor, para hacer alarde de severa legalidad. (…) Pero con cuánta claridad aparecería mi muy sagrada intención si algún poder sacara a la luz las calumnias, el fraude, las argucias utilizadas en Roma dieciocho años atrás [en 1616] para engañar a las autoridades. Habéis leído mis escritos y a través de ellos comprendido ciertamente el verdadero motivo que causara, bajo la fementida máscara de religión, esa guerra contra mí que de continuo me restringe y domina en todas direcciones.î

Fueron sus herederos quienes construyeron la leyenda del librepensador enfrentado a un oscurantismo incompatible con el progreso de la ciencia, sostuvieron la imposibilidad de conciliar la fe cristiana con la investigación y declararon con intransigencia que toda creencia religiosa es, esencialmente, prejuicio, término ante el cual Galileo se hubiese mostrado cuando menos desconcertado. La tesis según la cual el desarrollo de la ciencia es totalmente autónomo y desgajado de factores culturales, metafísicos y aun religiosos, entendidos necesariamente como obstáculos al progreso del conocimiento, es sencillamente falsa, como el rechazo de una historiografía whig ha puesto en evidencia.

En el ámbito de la historia de la ciencia, el siglo XIX fue pródigo en manifestaciones de que el avance de la ciencia supone a cada paso una victoria en la declarada ìbatallaî entre conocimiento y dogma religioso, para lo cual basta citar, a modo de ejemplo, el conocido libro History of the Conflict Between Religion and Science (1875), del químico inglés John W. Draper. A esta tesis se opone actualmente el presupuesto que John H. Brooke, en su libro Science and Religion (1991) llama ìla diversidad de la interacciónî, y que, en suma, sin negar la existencia de conflictos o episodios de intolerancia, incluso trágicos, pretende establecer las múltiples vinculaciones entre el pensamiento judeocristiano y el desarrollo de la ciencia occidental.

Como escribe el historiador Miguel de Azúa, ìlo que la actual investigación histórica contribuye a disipar es la leyenda de una ciencia que progresa irremediablemente impulsada por un dinamismo intrínseco, aislada de cualquier otra dimensión del pensamiento y solo detenida por las barreras que el ëprejuicioí metafísico y a fortiori el religioso, habrían interpuesto con el solo derecho de la fuerzaî.

La Iglesia errada

Mas también carecen de todo fundamento las razones que a veces, desde el campo católico, se invocan para demostrar que Galileo traicionó a su Iglesia: la inconveniencia de haber publicado el Dialogo sin disponer de pruebas que avalasen el copernicanismo, el haber pretendido enseñar su oficio a los teólogos, el haberse negado a sostener el instrumentalismo de Bellarmino o a aceptar el sistema ticónico para permitir una transición gradual hacia el heliocentrismo, evitando así el ìescándalo copernicanoî.

Estos malentendidos subsisten incluso en la literatura católica reciente, como se desprende de libros como el ya mencionado Galileo y la Iglesia, de Brandmüller, en el que se insiste en la tesis instrumentalista de Duhem para afirmar que Galileo ìse equivocó en el campo de la cienciaî y que ìla iglesia tuvo razón al exigir a Galileo que defendiera solo como hipótesis el sistema copernicanoî. Y reaparecen, sugestivamente, en las conclusiones del comité de expertos que se pronunció en 1992 a propósito del caso por requerimiento de Juan Pablo II. Se trataría, al parecer, de que el buen creyente debió haber renunciado a su condición de científico, cuando la prueba documental en realidad parece avalar una tesis reciente de Stillman Drake, según la cual fue precisamente un ìexceso de celo católicoî lo que motivó su tragedia. Las muestras de respeto y deferencia hacia doctrinas y dignatarios de la Iglesia que se advierte en los documentos galileanos han sido tradicionalmente entendidas como meramente protocolares, pero Drake ha mostrado convincentemente que se trata de una lectura sesgada por el espíritu de la época en que tales escritos de difundieron, el siglo XIX, en el cual la mayoría de los historiadores de la ciencia, de extracción positivista, admitía sin más que la brecha entre ciencia y religión era insalvable.

El examen del caso Galileo por Juan Pablo II, acerca de cuyas ambigüedades y malentendidos nos ocuparemos en el Capítulo 13, pretende recuperarlo plenamente para el catolicismo, pero a la vez que lo hace silencia lo que bien podríamos llamar el ìcaso Santo Oficioî. El suplicio de Giordano Bruno, la ética inquisitorial del terror y las atrocidades cometidas en nombre de la caridad cristiana aún aguardan la palabra papal. Brandmüller exige para la Iglesia ìel derecho a equivocarseî, pero al parecer no se lo concede a los disidentes que en su momento sufrieron humillación, tortura, cárcel y muerte.

De allí que, en el proceso de incomprensiones mutuas entre ciencia y religión que hoy tienden a resolverse en una suerte de nueva armonía, el caso Galileo permanezca todavía como un hito revulsivo de tremenda significación cultural. La historia de la ciencia ha destruido parte de una leyenda acerca del comportamiento y las intenciones de sus protagonistas, pero lo esencial del episodio permanece intacto. Ni la prohibición del pensamiento, ni el fanatismo fundamentalista, ni los procedimientos inquisitoriales han desaparecido del mundo moderno.

Hay quien obliga a abjurar, hay quien abjura. Y ningún revisionismo puede silenciar esas palabras lacerantes, yo, arrodillado ante vosotros, juro que creo, y abjuro, maldigo y detesto mis errores, y me someto a las penas establecidas, ni el sentido de un texto cuya aterradora actualidad nos recuerda que hay, o puede haber, un inquisidor o un Galileo en cada uno de nosotros.

(Estos artículos integran el libro ìNoticias del planeta tierra. Galileo Galilei y la revolución científicaî (A-Z editora, Bs. Aires, 1996) que acaba de aparecer.)


Alternativas

Artículos publicados en esta serie:
(I)Vieja y Novísima Gestalt (Claudio Naranjo, Nº 144)
(II)El éxtasis, por otra vía. Ayunos, flagelaciones, meditación y sexo. (Juan E. Fernández Romar , Nº146)
(III)La urdimbre del psicodrama (César Wenk, Nº 147)
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