El próximo 8 de diciembre la ciudanía deberá resolver si aprueba o rechaza el proyecto de ley constitucional sancionado por el Parlamento con la oposición del Frente Amplio. El tema no es menor puesto que el pueblo uruguayo se pronunciará sobre modificaciones de su pacto constituvo, que da forma a su organización política y positiviza su carta de derechos.
No es esta sin embargo, una opinión unánimemente
compartida, existen dirigentes políticos, especialmente
entre los opositores al proyecto, que consideran que el tema constitucional
no es importante, afirmando que no preocupa a la ciudadanía.
¿ES IMPORTANTE LA REFORMA? Dos son los grupos y los supuestos de esta última posición. En el primer grupo, el más numeroso y trabajado, aparecen aquellos que en función de una posición filosófica de base, entienden que en la problemática de cualquier sociedad lo jurídico institucional es necesariamente adjetivo. Para ellos, en tanto las colectividades humanas están estructuradas por su infraestructura económica todo el resto, incluyendo la Constitución y el sistema político, tiene carácter superestructural o derivado, por lo cual poco se avanza en lo sustancial, modificando unicamente lo normativo. Para su visión el estado democrático-liberal es una envoltura que encubre o disimula, bajo una fachada de igualdad formal, el dominio burgués el que debe sustituirse tan pronto ello sea posible. Mientras no se modifiquen las relaciones de producción capitalista, aquellas que verdaderamente determinan la vida de la gente y de las organizaciones sociales, la explotación y la enajenación de las grandes masas serán el fundamento de cualquier régimen social en ellas basado. Sobre esta posición, derivada de un marxismo mal leído y peor aplicado, no vale la pena extenderse, porque ha sido refutada por la propia historia que presuntamente la validaba. Por lo que bien puede decirse que se trata de una de las pocas teorías en la historia del pensamiento que se ha autorrefutado. Sencillamente el devenir histórico, que era la prueba final de su teoría y de su práctica concluyó falsándola. Un naufragio con el que Marx poco tiene que ver. En un sentido opuesto ha sido la propia historia la que ha demostrado que la actividad política y las instituciones que la continentan y señalan los límites de su desarrollo, no constituye un fenómeno derivado, un subsistema condicionado por realidades subyacentes, sino una de las más importantes áreas de decisión de una sociedad. Un área, a decir de Castoriadis, de verdadero carácter instituyente. Aquella donde se conforman las pautas básicas de la vida en común, definiéndose la distribución de recursos de que dispone cualquier sociedad. Pese a lo cual, el extremismo de izquierda de proyección antisistémica, mediado por el legítimo reclamo de justicia y de esperanza utópica, sigue manteniéndose vigente como ideología política. Especialmente en aquellas áreas del mundo donde el capitalismo no ha demostrado una especial capacidad para superar el subdesarrollo, ni la democracia ha estado asociada siempre con el crecimiento. Y desde esa vigencia continúa determinando posiciones como por ejemplo, la subestimación del campo de lo institucional. En una posición donde las derechas fundamentalistas, temerosas de todo cambio, también se desinteresan de cualquier ingeniería institucional, identificándose en su crítica con el radicalismo de izquierda. Existen por otro lado algunos sectores y dirigentes, que sin sustentar posiciones sociopolíticas radicales, entienden que la actual Constitución permite gobernar y que en cualquier caso el tema no importa a los ciudadanos, un sentimiento al cual se deben los políticos en tanto representantes de ellos. Omiten sin embargo, que la organización institucional vigente es profundamente deficiente, adaptada a un gobierno de dos partidos que hace ya tiempo fue sustituido por un pluripartidismo en ascenso. Y olvidan que las trabas y deficiencias del sistema, han ayudado bastante al proceso de estancamiento político, social y económico, presente desde hace años en el país. Por otra parte, el rechazo de la reforma basado en el presunto desinterés público por el tema, más que falacioso, constituye en realidad una postura epidérmica e impresionista. Es muy posible que la ciudadanía ignore que institutos de la Carta no funcionan adecuadamente y por consiguiente qué modificaciones precisas deben introducirse para mejorarlos. Pero lo que sí saben, porque lo vivencian, es que el gobierno es ineficaz, que los acuerdos políticos son precarios y difíciles de alcanzar y que los cambios que el país reclama se dilatan, frenados por la burocracia y la inoperancia gubernamental. Todo ello se manifiesta como una distancia cada vez más pronunciada entre la política y las preocupaciones ciudadanas; como un retiro a la privacidad y un creciente abandono de la vida pública. Como un clima psicológico en suma, que en nada favorece a la democracia, urgida de participación ciudadana si es que pretende mantenerse viva y palpitante. Por otro lado pero concomitantemente, la gente es conciente de que cuando va a votar, el destino de su elección es incierto. Que sufraga por un candidato a Presidente y su voto colabora para elegir a otro que puede no gozar de sus simpatías, y que lo mismo le ocurre al escoger a los diputados. Una molestia que tampoco se expresa -aunque a menudo lo haga- por la denuncia específica del doble voto simultáneo, pero que está fuertemente presente -como lo revelan las últimas encuestas (Cifras, El País, 3-11-96), donde resulta claro que los uruguayos saben que en el próximo plebiscito constitucional decidirán sobre el candidato único por partido y la doble vuelta para elegirlo. Dos temas que en definitiva constituyen las variables esenciales de la reforma propuesta.
Por ello, decretar como se hace, que a la ciudadanía no
le importa la modificación de las estructuras político
institucionales, es tanto como proclamar que la ignorancia de
un enfermo respecto a la causa de sus dolencias lo convierte en
sano o lo desinteresa de sus dolores.
NO MAS DOBLE VOTO SIMULTANEO Entrando al análisis de los sustancial del proyecto propuesto, pueden anotarse concordancias y disidencias, como siempre sucede en un texto que es producto de un acuerdo largo y trabajoso entre fuerzas de perfil disímil. En materia electoral se avanza enormemente en la senda de la cristalinidad. El doble voto simultáneo, esa particularidad única del sistema electoral uruguayo que en la elección presidencial y departamental obliga a votar a un candidato en la interna partidaria pero que luego canaliza ese voto hacia el ganador de ella, aunque el mismo no coincida con el elegido por el ciudadano, se deroga en los hechos. Como se sabe, ese voto de doble función, termina generalmente por frustar la voluntad del elector, quien escoge sí un lema, pero luego ignora a cuál de los varios candidatos dentro de él, su voto terminará apoyando. Lo cual, como también es conocido, no otorga siquiera garantía de coherencia ideológica dadas las diferencias en esa materia que separa a las distintas fracciones de un mismo partido. Por más que esta derogación no resulta total en el ámbito departamental, donde el proyecto, sin excesiva coherencia pero mejorando la actual situación, limita a dos o en casos excepcionales a tres, el número de candidatos a intendentes por cada partido. Esta curiosa modalidad del doble voto simultáneo, presente en el país desde comienzos de siglo, se extiende a la elección de candidatos para las cámaras legislativas, donde se realiza una primaria dentro de cada fracción o sublema y simultáneamente se sufraga por los ganadores de ella -sin conocerse exactamente al momento de sufragar, quiénes serán éstos- para las elecciones nacionales. Este atípico sistema ha sido criticado casi unánimemente por los politólogos y por la izquierda en su conjunto, desde hace más de setenta años. La razón es que no solamente le ha quitado transparencia al proceso electoral -en el Uruguay, se sabe cuándo se vota pero no por quién se vota- sino que ni siquiera ha contribuido a mantener la unidad de los partidos. Paradojalmente, más parece que ha ayudado a su fraccionamiento, en tanto que constituir una fracción no tiene costos mayores, pero paradojalmente bien puede contribuir a acrecentar el caudal de votos partidarios.
Derogar el doble voto simultáneo es pues una necesidad
impostergable si queremos devolverle al votante el derecho más
sagrado de la democracia: elegir con pleno conocimiento a los
ciudadanos que lo representarán en el gobierno. Y a la
vez otorgarle a los partidos la posibilidad de organizarse y mantener
mínimos de disciplina y coherencia ideológica. Este
es el mérito mayor del proyecto, un mérito nada
despreciable que reintegra al país al concierto de las
naciones con sistemas electorales respetuosos de la voluntad de
los ciudadanos.
EL BALLOTAGE, UN INSTITUTO DISCUTIBLE Lamentablemente la inclusión del ballotage hace disminuir, a nuestro juicio, el entusiasmo que la anterior derogación generaba. La segunda vuelta, explicable en los sistemas parlamentaristas, donde se procura que el jefe de Estado, en atención a sus funciones de mediación y equilibrio, goce de una legitimidad incontestable, no tiene justificación en el presidencialismo uruguayo. Quizás pueda tenerlo en el antecedente francés, donde la segunda vuelta se aplica a la elección presidencial pero se extiende a la parlamentaria, otorgando así coherencia al sistema, por más que ello sea al costo, como señalan sus muchos críticos, de su indudable falta de representatividad. En cualquier caso, en esta reforma se pretende conferirle apoyo ciudadano pero no dotarlo de competencias acordes, con lo que se fabrica una bomba de efectos retardados. Porque o bien el presidente no siente que esa segunda vuelta le agregue más legitimidad que la obtenida en la primera, en cuyo caso el sistema sólo sirve para torcer artificialmente la voluntad ciudadana- o realmente piensa que se la otorga, con lo que el eventual choque con un Parlamento contrario a su política se hace potencialmente peligroso. Para ello solo basta con unas gotas de mesianismo, para nada ajeno a la historia del presidencialismo uruguayo. Lo dicho no sugiere que a la segunda vuelta hubiera que sumarle un superpresidente a la francesa o a la argentina. El desvío monárquico nunca fue una buena receta por más que sea coherente con el ballotage. Sólo quiere decir que las soluciones deben guardar una determinada lógica. Los hibridismos en materia institucional no suelen constituir el mejor camino, ni pueden desecharse ligeramente las soluciones probadas por decenios de prácticas en otras naciones. Ciertamente, la única solución adecuada para superar el bloqueo del sistema de gobierno uruguayo, radica en su parlamentarización. Sólo cuado el gobierno sea producto de las mayorías parlamentarias, exista correspondencia entre los poderes, y el pueblo sea el árbitro de los eventuales enfrentamientos de poderes, el sistema político obtendrá la coherencia y la eficacia que se le reclama. Pero esa solución, la única compatible con el multipartidismo, todavía está lejana en el Uruguay, un país hipnotizado con la vieja tradición hispánica del caudillo salvador. Desde tiendas de blancos y colorados se ha dicho, para apoyar al ballotage, que lo importante en una reforma constitucional es la valoración de la mejora en el funcionamiento institucional con independencia de las consecuencias inmediatas y coyunturales que ella pueda acarrear sobre tal o cual grupo. El argumento, confieso, no me parece absolutamente válido, en tanto cualquier partido puede legítimamente pensar que su acceso inmediato al gobierno es el mejor argumento para instaurar la pública felicidad, y que todo aquello que lo obstaculice en ese objetivo no hace más que diferir ese deseable momento. No obstante, aún siendo cierto que la segunda vuelta pueda coyunturalmente perjudicar al Frente Amplio, debe aceptarse la evidencia de que sectores enormemente importantes del éste no comparten esta crítica ni ella fue utilizada en su momento por los frentistas hoy opositores, para negar su concurso a la reforma. Parece claro por ello, que la doble vuelta está lejos de ser una conspiración de la derecha para impedir el triunfo de las fuerzas progresistas. Sin embargo, como decíamos, sus eventuales beneficios son bastante ambiguos. El argumento principal de quienes han impulsado su inclusión es que la doble vuelta, además de ampliar las posibilidades de los votantes, otorgándoles mayores oportunidades de elegir, facilita la generación de coaliciones. Los contendientes en el ballotage -se sostiene- procurarán acuerdos preelectorales con las fuerzas no participantes en éste, facilitando de ese modo la formación de coaliciones que aseguren la futura gobernabilidad. No es ésta sin embargo la experiencia internacional, donde los efectos de la segunda vuelta son bastantes menos claros. En primer lugar es sabido que un importante porcentaje de los votantes no obedece en esa nueva instancia a las órdenes o exhortaciones de sus partidos, lo que debilita el atractivo de tales acuerdos. En segundo lugar es bastante común que los partidos perdidosos en la primera vuelta dejen en libertad a sus votantes, para luego a la vista de los resultados definitivos, examinar sin riesgos la posibilidad de formar coaliciones con el triunfador de la segunda ronda. Una estrategia muy factible cuando los resultados de las encuestas posteriores a la primera vuelta muestran paridad de fuerza y son varios los acuerdos posibles. En suma, como sostiene Flisfischf ("Parlamentarismo, Presidencialismo y Coaliciones Gubernamentales"), si bien la segunda vuelta genera condiciones proclives a la formación de coaliciones, que esas condiciones efectivamente operen depende de que lleguen a predominar expectativas de un cierto tipo muy especial, que confieran a la votación de los perdedores de la primera vuelta el carácter de auténticos recursos de negociación. "Nuevamente, no son las reglas del juego las que determinan que ello suceda, sino elementos contingentes que van a variar de una elección a otra". Por último y fundamental, lo importante para la gobernabilidad, no es tanto la posibilidad de la formación de coaliciones sino las condiciones institucionales que favorezcan su prolongación en el tiempo. Poco se ganaría en términos de estabilidad, si una coalición de gobierno mayoritaria se rompiera a los pocos meses de haber nacido. Tal como sostiene también Flisfischf, la variable crucial en la preservación de una coalición radica en el comportamiento que observarán en ella los partidos minoritarios. En todo momento esos partidos son desertores potenciales, un recurso que utilizan como coacción para obtener ventajas e imponer sus puntos de vista en la marcha del gobierno. La estimación de estos beneficios, en términos de poder, es clave para explicar su actitud: abandonar o no la coalición dependerá de sus expectativas sobre qué produce más réditos electorales: permanecer en ella y ser gobierno o abandonarla y ser oposición. Si la gestión es exitosa y por ende la popularidad del gobierno de coalición es alta, el incentivo para desertar es bajo y el gobierno mantendrá su estabilidad. Pero, si tal como suele suceder por estas latitudes, la gestión es dificultosa, la motivación para abandonar la coalición aumenta vertiginosamente. En un gobierno presidencialista, con o sin segunda vuelta, los incentivos para desertar si la popularidad del gobierno es baja, operan sin trabas institucionales. "Puestas las cosas esquemáticamente, puede decirse que las reglas del juego presidencial dejan inerme al liderazgo de la coalición, sin proporcionarle una estrategia adecuada para intentar modificar el cálculo de utilidades de los desertores potenciales, reorientándolos hacia una decisión de permanecer en la coalición. Adicionalmente, esas reglas del juego proporcionan a los desertores tanto el tiempo institucional como el espacio institucional requeridos para un despliegue óptimo de las estrategias de deserción y oposición". El aspecto crucial de estas reglas de juego del presidencialismo que explican estos efectos sobre las coaliciones radican en la rigidez del período electoral para el que el gobierno fue electo. Tanto el presidente como los parlamentarios conservan sus puestos hasta la próxima elección. En ningún momento el partido mayoritario tiene posibilidades de abandonar sus responsabilidades o solicitar el arbitraje ciudadano para reforzar su gestión. En esas condiciones abandonar la coalición no tiene para los desertores, riesgos mayores. Muy otra es la situación bajo un gobierno de tipo parlamentarista. Aquí la prerrogativa del jefe de gobierno de disolver el Parlamento y convocar anticipadamente a elecciones hace imposible identificar un momento oportuno para desertar. Careciendo los desertores de un período predeterminado para estructurar una estrategia opositora con posterioridad a su abandono de la coalición, las posibilidades se emparejan. Ambos partidos, el del presidente y su reciente aliado, quedan igualados en cuanto a padecer los costos por el desempeño gubernativo realizado. La prudencia impone aquí otro manejo de los tiempos políticos. "En suma, bajo condiciones presidenciales desertar es un asunto estratégicamente más simple y tentador. Por consiguiente, la probabilidad de que la coalición se mantenga es baja. Bajo condiciones parlamentarias el cálculo de una estrategia de deserción es difícil y los resultados de la ruptura son altamente inciertos. En consecuencia, "ceteris paribus", las coaliciones tendrán una vida más larga." (Flisfischf, ob.cit.)
Es cierto sin embargo, que en el actual proyecto el presidente
cuenta con un disuasor: la posibilidad de sustituir, siempre con
venia del Senado, a la dirección política de los
entes autonómos y servicios descentralizados. Su poder
como mecanismo, obviamente, no es el mismo que el que supondría
una disolución anticipada del parlamento con un llamado
a elecciones. No obstante, puede afirmarse que dada la apetencia
que esos cargos suelen generar en los elencos políticos
sumada a la creciente importancia de los mismos (que ultimamente
han otorgado visibilidad y destaque a varios dirigentes), su operatividad,
como disuasor de las deserciones y en su caso como estímulo
para la formación de coaliciones de reemplazo, no será
nulo. Por lo que su inclusión en el proyecto es adecuado
a los objetivos buscados.
¿UN SUPERPRESIDENTE? Derogación casi total del doble voto simultáneo y separación de elecciones nacionales y departamentales vs. ballotage, he ahí, en su crudo esquematismo, el balance que la ciudadanía recelosa o directamente opuesta a la segunda vuelta, deberá realizar. Por un lado, las ventajas de devolverle al votante la posibilidad de utilizar libremente sus potestades como ciudadano, ayudar a descentralizar, devolverle a los departamentos una autonomía política imprescindible y ayudar a encauzar la vida interna de los partidos; por el otro, el precio de un infeliz mecanismo de elección presidencial y de sus eventuales consecuencias. Allí en esa valoración, en ese cotejo institucional, debe o debería, decidirse el voto. Todo lo demás en puridad, es adjetivo. Para quien esto escribe, sin duda, las virtudes de la reforma superan a sus falencias. Especialmente porque la doble vuelta, pese a sus evidentes defectos, no modifica sustancialmente el funcionamiento de las instituciones. Y porque es cierto que pese a sus defectos en lo que hace a la legitimación diferencial de los poderes, aumenta la libertad del votante. Un hecho nada despreciable. Sucede sin embargo que para los opositores a la reforma, inhibe de votarla no sólo el ballotage en cuanto obstáculo institucional al eventual triunfo de la izquierda. Sostienen, por ejemplo, que la reforma tiende a crear un superpresidente de poderes omnímodos, un monarca sin corona encaramado sobre una democracia fuertemente debilitada. Un argumento que importa particularmente a quienes siempre hemos criticado la tendencia uruguaya y latinoamericana a reforzar el presidencialismo. E importa porque de ser fundada, esta objeción estaría anulando, en el necesario balance, las bondades reformistas. Vale la pena por tanto, examinar su alcance. Tres son los mecanismos del proyecto que, según se sostiene, aumentan notoriamente el poder presidencial. El más importante es la doble vuelta, que al aumentar el apoyo electoral al presidente, acrece su legitimidad institucional. Sin embargo una cosa es el apoyo conseguido en la primera vuelta y otro, muy otro, el que confiere la segunda vuelta, donde las opciones han desaparecido, y el votante se enfrenta a una decisión cuasi plebiscitaria: por un candidato, por otro o por ninguno. De allí que ningún presidente con un mínimo de discernimiento, podría confundir los semiforzados votos obtenidos en el ballotage, con un indiscriminado apoyo a su persona. Por su parte, la experiencia mundial con la segunda vuelta no ha encontrado que ella suponga una especial propensión institucional al autoritarismo. Incluso ello no ha sucedido en aquellos casos donde el ballotage se extiende al poder legislativo, en cuyo caso sí aumentan los poderes del partido del presidente. Lo deseable sería que el mecanismo funcionara como en Francia, donde el presidente -segunda vuelta mediante- suele operar como un jefe de Estado, con fuerte contenido arbitral. En cualquier caso, en este proyecto, aun cuando se aumenta la legitimidad electoral de la presidencia, no se varían sus competencias. De allí que aún cuando no se comparta el instituto, no por eso debe compartirse que por sí solo el ballotage configure un presunto "superpresidencialismo". Las otras dos modificaciones son muy menores. Por la primera, en lugar de exigirse los dos tercios de la Asamblea General para levantar los vetos presidenciales se requiere los dos tercios de cada cámara. Matemáticamente ningún cambio se introduce, sólo se apuesta a que dividiendo entre ambas cámaras las mayorías que hasta ahora se requerían de la Asamblea, pueda resultar algo más dificultoso obtenerla en el Senado. Por la segunda se disminuye de noventa a setenta y cinco días el lapso para la aprobación ficta de los proyectos de ley remitidos por el Poder Ejecutivo con carácter de urgente consideración. Con ello sólo se impone mayor diligencia a la actividad parlamentaria, que siempre dentro de ese lapso, podrá dejar sin efecto la mencionada declaratoria de urgencia y con ello la virtualidad del proyecto para quedar sancionado fictamente.
Como se ve, ninguno de los tres mecanismos institucionales, ni
siquiera la suma de ellos, amplifica sustancialmente la competencia
del presidente. Sostenerlo, como se hace, constituye un notorio
exceso y más un recurso retórico que un argumento
consistente.
CONCLUYENDO La reforma es buena para las instituciones, aún al precio de un ballotage incongruente. Apuesta fundamentalmente por los derechos ciudadanos y por los partidos: dos persistentes ausencias en las anteriores reformas y un cambio de perspectiva más que saludable. Por último otras reformas incluidas, como la descentralización territorial y la constitucionalización de la protección del medio ambiente, por más que formuladas en términos vagos, deben mirarse con simpatía.
Por eso bien puede decirse que a la hora de los balances y de
la contrastación con la constitución vigente, el
proyecto merece ser apoyado. No hacerlo implicará aplazar
por mucho tiempo la posibilidad de mejorar las instituciones.
Un costo nada despreciable en términos del funcionamiento
de la democracia uruguaya.
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