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Desde siempre y por elección, Damiani estuvo ìfueraî,
fuera de los trillos, buscando un camino propio. Cuando el mundo
del arte moderno había decretado el repudio del contenutismo,
en la pintura de este uruguayo el contenido se mantenía
imbricado indisolublemente con la forma; y continuó cultivando
con voluntad indeclinable la naturaleza muerta en momentos en
que ése era un género agonizante.
Desde sus comienzos incurrió en la figuración ñcuanto
más figurativa mejorñ y no la abandonaría
más, ni siquiera cuando solía ser considerado ìreaccionarioî
el no embanderarse con la abstracción. Todavía,
y para peor, privilegió el entonces desdeñado oficio,
el viejo oficio de pintor, el de los maestros.
Desde ahora Damiani está ìadentroî. La (¿inesperada?)
dinámica de los hechos de estos últimos años
pudo más que las palabras de todas las décadas sumadas
de este siglo planetario: las vanguardias cedieron el escenario
y sus candilejas al llamado posmo(dernismo). Cuando cayeron muros,
dicotomías, prejuicios, famas y cronopios, entonces, recién
entonces, se pudo advertir que hasta el arte abstracto, el más,
era portador de contenidos. Entonces, recién entonces,
etiquetas como: figuración, naturaleza muerta, pintar con
oficio, fueron reivindicadas y volvieron a ser buenas palabras.
Se impone abordar la obra de Jorge Damiani desde esta nueva perspectiva,
pues lo que otrora pudo ser interpretado como ìfuera de
épocaî, ahora le confiere a su obra una dimensión
que, para la generalidad, había pasado inadvertida.
Fue después de Eugène Delacroix (1798-1863) que
comenzó a constatarse la pérdida de oficio, testimonio
de otras pérdidas. Por aquellos tiempos habría de
consumarse el divorcio entre la sociedad y los artistas, quienes
empezarán a expresarse según códigos individuales,
muchas veces herméticos, sin anclajes en ningún
canon de uso generalizado que permitiera articular el diálogo
entre espectadores y creadores. Así el artista quedaba
progresivamente aislado.
A manera de reacción, algunos procuraron apoyarse en certezas
del pasado. Por ejemplo, en la tradición renacentista.
Precisamente, la raíz italiana de Damiani se transparenta
en su pintura, gobernada siempre por la forma, pero sin la inhibición
puritana de lo estético. Damiani no le teme a la forma;
tampoco es su víctima. Sin embargo, nunca incorpora referencias
explícitas. (Ni Mantegna, ni Uccello, ni Piero, esos dioses.)
Pero obrando así, también se apoya en la tradición
local. La raíz torresgarciana de Damiani se evidencia en
el recurso a reglas, las de la ìestructuraî, como
puntal de la composición plástica de sus cuadros.
Las fuentes
Jorge Damiani es un realista, de la misma estirpe que el
nicaragüense Armando Morales. Es decir, ìrealista
de una realidad que solo él conoce, y que lo mismo puede
ser del siglo XVI que del siglo XXIî, (Gabriel García
Márquez), y que necesita tanto de la vista cuanto de la
imaginación.
Es un realista metafísico, atraído por el
sentimiento de la melancolía, el que suplanta lo viviente
por lo inerte, lo inmovilizado; el que suplanta al hombre por
las cosas. Pero un realista metafísico que quedó
al margen de las vanguardias de la misma manera que Giorgio de
Chirico (1888-1978), René Magritte (1898-1967) o Balthus
(1908).
Damiani practica esa concepción claroscurista de la pintura
florentina que convoca un mundo solidificado. De Chirico encontró
la fórmula para evitar el claroscuro: apelar a la ambigüedad,
mostrando maniquíes ensamblados con objetos y un contexto
espacial desarticulado. Pudo arribar a esta solución porque
fue permeable a la influencia cubista. En cambio Damiani, no.
En la iconografía de Damiani, objetos y seres humanos están
enclaustrados en sus cien años de soledad, fuera del tiempo
lineal, como esperando a Godot, envueltos en un clima tenuemente
melancólico. Metafísico, como en la pintura de De
Chirico.
En tanto buen clasicista, Damiani se apoya en la escultura, cristalizando
sus formas en volúmenes. Reifica, cosifica los seres humanos
de tal modo que se tornan compatibles con los sólidos arquitectónicos.
Solo una luz absoluta hará vivir estas formas nacidas de
la geometría. En contraposición, las figuras de
Cresponarios de la media tarde, de Manuel Espínola
Gómez, también son muñecos, pero son muñecos
vivos: Espínola no geometriza en la medida en que lo hace
Damiani, cuya voluntad coincide con las de Juan Gris y Joaquín
Torres García yendo de lo geométrico a lo natural.
Cosifica y petrifica. Ya la bíblica mujer de Lot, por mirar
hacia atrás, en dirección del pasado, se transformó
en estatua de sal. Mientras Magritte convierte sus objetos en
piedra, Damiani se aproxima más al universo del norteamericano
George Segal (1924), cuyas esculturas atrapan, congelan, detienen
en el tiempo, momentos cotidianos de suyo fugitivos, los que quedan
yesificados a la manera de las figuras nacidas en los huecos dejados
por las lavas de Pompeya. También las figuras y los objetos
de Damiani parecerían de yeso y no de piedra; lo que hace
admisible la posibilidad de trepanar una cabeza y mostrar su interior
en subdivisiones estructuradas. (Digamos al pasar, que una cabeza
naturalista trepanada podría resultar intolerable y solo
un arte metafórico, como el de Damiani, puede continentarla.)
Las escenas de Balthus muestran figuras congeladas en un espacio
de tiempo, entre un antes y un después, detenidas en un
gesto, fuera del fluir temporal. Instalar la iconografía
en un orbe intemporal, eternizarla, fue una de las hazañas
de la pintura renacentista (no olvidar que entre las fuentes de
Balthus está Piero della Francesca), y es también
una de las culminaciones de la pintura de Damiani. Tanto es así
que, mediante el uso del tono (esa herencia veneciana llegada
vía Velázquez), Damiani avejenta los objetos, les
otorga un aura de antigüedad, sacándolos de su cronología
temporal. Más aún, ¿qué significa pintar
cubículos, cajones bajo tierra, o cajones volando por los
aires, sino arrancarlos de la temporalidad terrenal?
Para dotar de mayor coherencia a su obra, la escala de sus figuras
oscila entre enormes primeros planos (el Renacimiento, otra vez)
y diminutas versiones de hombres y animales, tributo a un Romanticismo
subyacente.
Las naturalezas muertas
La naturaleza muerta, se sabe, es un género desprendido
de la pintura figurativa y, por sus peculiaridades, entraña
algo así como un primer atisbo de abstracción en
el terreno del arte figurativo, un primer y enorme paso creativo.
Ello fue posible dado que en este género el artista combina
formas y colores a voluntad, con independencia de cualquier afán
narrativo (en los hechos se anula todo vínculo narrativo),
ya que aquí no se desarrolla un relato ni se recuerda a
ningún personaje. El trabajar con objetos simples, desprovistos
de prestigio, habilita al artista a ser él mismo, a diferencia
del retrato donde el rostro del retratado le impone respeto y
el artista deberá refugiarse en el drapeado de las vestiduras
para jugar sus condiciones.
Este es un género en el cual Damiani ha reincidido. No
solo cuando pintó naturalezas muertas, sino a lo largo
de todos sus períodos: cuando pinta animales muertos resumiéndose
en la tierra, está mostrando a la naturaleza misma como
naturaleza muerta; también ve la figura humana como formando
parte de una naturaleza muerta. Y aquí vale proponer un
paralelismo con el filme ìEl cocinero, el ladrón,
su mujer y su amanteî, de Peter Greenway, cuyos personajes
también aparecen como formando parte de una naturaleza
muerta, como partes de una gigantesca vanitas.
En sus naturalezas muertas strictu sensu, Damiani implanta
los objetos como signos, a los cuales llega partiendo de formas
abstractas. Esa es la razón por la cual los objetos adquieren
una rotundidad formal (fomentada además por la técnica
del recorte) de la que emerge el clima enrarecido que las rodea.
La gran riqueza matérica de este período es una
constante de su pintura. Damiani incurre en una suerte de materialismo
estático y hasta el propio espatulado de la materia se
convierte en objeto. Damiani parecería disfrutar de ella
y ella parecería ser un camino a través del cual
experimenta la trascendencia, valga la paradoja.
El colombiano Fernando Botero, en la década de los setenta,
crea una serie de naturalezas muertas escultóricas (a propósito,
las pinturas de Damiani se prestan admirablemente para la transcripción
escultórica), algo inusitado si se toma en cuenta que la
naturaleza muerta había sido históricamente coto
privado de la pintura. Las de Botero comparten un aire de familia
con las de Damiani, aún cuando las imágenes de aquél
resultan anticlásicas porque no se someten a los cánones
clásicos; entre otros, porque alteran las proporciones,
apareando una ciruela, una mosca, un piolín o una cereza
al lado de un melón. Si bien Damiani también utiliza
ese elemento manierista, lo hace con un resultado clásico:
de ahí el carácter surrealista que puede atribuírsele.
Empero, debe señalarse que el surrealismo de su obra no
configura un hecho estético, pues manejar un mundo onírico
no lo aleja de su condición de pintor clásico.
El espacio inhibe los objetos en estas naturalezas muertas de
Damiani, como también acontece con las de Alberto Giacometti
(1901-1966); no obstante, en las de Giacometti las formas no son
segregadas del fondo, ya que son casi monocromas. Las naturalezas
muertas de ambos tendrían un equivalente sonoro en ìLa
ciudad silenciosaî, de Aarón Copland, donde el instrumento
solista resuena en una especie de vacío sonoro.
Podría sostenerse que, más allá de la definición
convencional del género, toda la producción de Jorge
Damiani está conceptualmente vinculada a la naturaleza
muerta por su manejo de formas aquietadas en un cierto contexto
inanimado: ve a los personajes como objetos y a los objetos como
personajes.
Las figuras monumentales
Formalmente estáticas, monumentales, casi escultóricas,
sus grandes figuras trasmiten un sentimiento de religiosidad (como
el gesto de Bebedor). Son pinturas gobernadas por un dibujo
excelso, el del quattrocento italiano, en las que la forma
no parte de un modelo sino que es idealizada, sintética,
goemetrizada. Como en la tradición de Rafael Barradas,
Damiani vacía sus ojos dejando los huecos. Como antes,
en sus naturalezas muertas, los colores son pesados, terrosos
y su materia es muy importante. En estas figuras ñtodas
ellas prototípicasñ concilia su formación
clásica con su fruición por la expresividad de la
materia pictórica.
Agonía encuentra sus ancestros en las pinturas murales
de Cândido Torquato Portinari. A partir de la temática
social de coyuntura que trasmitía el artista brasileño,
se abren paso las preocupaciones de orden intemporal de Damiani,
vinculadas con el ideario de un humanismo de raigambre cristiana,
cuyo portavoz fue por entonces Teilhard de Chardin: el hombre
enfrentado al misterio de la vida, el artista enfrentado al sufrimiento
de los personajes, que es el de la especie y no el de alguno en
particular. Es tal la conexión con Portinari (con la pintura
mural de éste), que hasta una naturaleza muerta de Damiani
resulta monumental; no obstante, esa monumentalidad es de índole
puramente visual, no es temática. Esta afinidad tiene motivos:
ambos abrevaron en la pintura italiana primitiva: ambos relacionan
figuras y objetos con un sentido estructural del espacio codificado
por el racionalismo renacentista; en ambos la objetividad de la
observación no excluye la fruición poética
del distanciamiento; ambos construyeron los volúmenes de
manera sólida y estática. (Por lo demás,
ambos sintieron la atracción del medio rural.)
Por los años 1958 y 1959, aún cuando solo en ese
período, la pintura de Damiani recupera un contacto directo
con la realidad: pintará la angustia existencial de seres
sufrientes concretos, sobrellevando sus miserias varias, a partir
de modelos reales, pero sin caer en lo sentimental.
A principios de los años sesenta crea una serie -breve,
pero significativañ de lienzos informalistas, cuyo supremo
protagonista es la materia; ellos traen a la memoria cueros estaqueados,
nidos de pájaros, reptiles, todos alusivos a lo local.
En el mismo sentido, en los cuadros matéricos del español
Antoni Tapies, que semejan muros, el espectador puede encontrar
a la eterna Catalunya y su arquitectura románica. Al igual
que Tapies, se diría que Damiani está convencido
de que también por medio del material se puede traducir
una cultura.
Cuerpos y cajones
Uno de los elementos que recorre toda la obra de Damiani son los
cajones, los que pueden ser mueble, casa, enterradero. Sueltos
o articulados en conjuntos; encima o bajo tierra, el cajón
siempre. Acaso como recuadro, como marco, para dar realce, destaque,
al punto de atención que vehiculiza el mensaje del artista.
Un cuerpo humano con cajones; una cajonera conteniendo un cuerpo
humano; un armario puede ser un cuerpo y un cuerpo puede ser un
armario: es lo que pareciera sostener al artista. Ambos continentan
o contienen; en tanto contenedores, cuerpos y armarios pueden
alojar cosas.
En los alvéolos gráficos de sus pinturas constructivas
Torres García ya instalaba signos también gráficos,
abstraídos. Damiani, por su parte, instala signos plásticos
que siguen siendo objetos, así como sus cajones
siguen siendo cajones y no fantasmas de cajones.
A Damiani le atrae la pintura del pasado, más que nada
por razones estéticas. Seguramente lo intriga un mundo
pensado y hecho para durar y un arte compuesto para durar: productos
de una fe indesmayable en el futuro. Entonces el hombre era una
especie de templo; también era una construcción.
Las cajas de Damiani suponen una manera de construir que se rige
por leyes, que tiene orden, equilibrio, razón. Las figuras
encajonadas son la pintura de seres humanos integrados a esos
cajones (cuyos ángulos, cuyos huecos, tienen la fuerza
de lo duradero).
El armario deriva del arcón, o sea, de un cajón
al que con posterioridad le incorporaron patas. Hasta entonces,
los muebles en los cuadros de Damiani lucían apoyados sobre
la tierra; estaban anclados pero seguían siendo muebles,
móviles. A partir de entonces, los cajones habrán
de transformarse en cubículos subterráneos, inmóviles.
Algunos años después levitarán, levantarán
vuelo y se metamorfosearán, quedarán fijados en
algún lugar del espacio, ajenos a las leyes de la gravedad.
Hacia 1974 comenzó a pintar una serie de lienzos compuestos
sobre la base de estructuras ortogonales, las que definen
una gran variedad de cubículos, perspectivamente incongruentes
(incongruencias que contribuyen a dotar de un aliento onírico
a estas pinturas). Los cubículos están habitados,
entre otros, por objetos de origen y destino tectónico:
huesos, calaveras trepanadas, fragmentos humanos ñun pie,
un ojo, una nariz, una manoñ o ruinas. Vale decir, objetos
pertenecientes a la herencia clásica (por ahí es
que advertimos un punto de coincidencia con el Taller Torres García
y, notoriamente, con Gonzalo Fonseca).
Los Compartimentados, así se llama esta serie, suelen
estar cobijados bajo la piel de la tierra. Yendo a su encuentro
Damiani excavó, revolvió, revisó, los estratos
profundos: pareció postular que en esta región del
globo el quehacer del artista es similar al del arqueólogo
y al del psicoanalista: debe develar todo aquello que aún
permanece soterrado.
Aquí Damiani revela la influencia de los Estampones
montevideanos de Barradas, con sus espacios totalmente inventados,
compuestos con un horizonte alto (a diferencia de Figari que lo
implantaba bien bajo) y presentando una visión esencializada
de la Ciudad Vieja.
El conjunto de los cubículos es una suma. En tanto el artista
emplea el sistema renacentista de construir analíticamente,
individualizando cada una de las formas (a diferencia del Barroco,
que postula la organicidad entre todas ellas), cada cubículo
tiene una perspectiva propia y divergente de las otras, y es la
materia y la luz lo que los unifica.
Lo escondido
Damiani hace habitar la tierra dentro de cubículos, por
debajo de la tierra. Y de esta guisa saca y deja afuera, expone,
aquello que está adentro, adentro de un cajón o
de una casa. Los cubículos subterráneos podrían
presentar lo que quizá está escondido arriba, adentro,
tapiado, amurallado; el interior de las casas. Sincrónicamente
el artista nos mostrará interior y exterior, lo que está
y lo que falta. Un recurso similar fue utilizado por algunos artistas
del pre-renacimiento: mediante la apertura del muro frontal de
una habitación, le concedían al espectador la posibilidad
de ver, a un mismo tiempo, una escena abierta (lo que acontecía
en el paisaje) y el interior de una casa contigua, como en El
nacimiento de San Nicolás, La vocación de San Nicolás
y San Nicolás y las tres vírgenes, de
Fra Angelico, o en la Historia de la hostia profanada,
de Paolo Uccello.
Estas pinturas eran derivadas de los cubículos independientes
en que estaba fragmentado el espacio de representación
de los autos sacramentales, ese prototeatro; (espacio que habría
de transformarse en el escenario teatral único renacentista).
En cada uno de aquellos cubículos la acción se desarrollaba
con independencia de los restantes, obligando al espectador a
disponer por sí mismo del tiempo que dedicaría a
cada uno de ellos. Algo similar experimenta el espectador de los
Compartimentados de Damiani, enfrentando a sus cubículos.
Los maestros del pasado, en sus predelas, desplegaban las historias
en un friso, en la horizontal; Damiani habrá de incorporarle
una nueva dimensión: la vertical. Para Damiani, pues, habrá
cubículos terrenos, cubículos subterráneos
y cubículos aéreos. Esta dimensión aérea,
que propone la vida moderna con sus viajes interespaciales, difícilmente
podían facilitarla ni la Edad Media ni el Renacimiento.
Este habitar la tierra bajo tierra también remite al cristianismo
primitivo, en una referencia más o menos clara a las catacumbas,
que constituyeran un espacio funerario y un espacio artístico,
llamativamente distinguido por una nota de alegría. A la
misma tradición se afilia la iglesia de Atlántida,
proyectada por el ingeniero Eladio Dieste, cuya organización
espacial vuelve a estructurarse ascéticamente como las
del período paleocristiano, en una actitud simbólica
que procura volver a una religiosidad más raigal, más
pura. Cuando Damiani opta por operar en el mundo subterráneo
tal vez lo hace impulsado por la necesidad de salir a la búsqueda
de un sentido cósmico, más hondo que el asumido
por la iglesia institucionalizada, pues está trabajando
en un territorio que la comunidad de los hombres lo sabe vinculado
a la tierra, ese destino final.
Los habitantes
Sobre todo fragmentos. (El legendario Alfred H. Barr jr. anotó
que el uso de fragmentos podría considerarse una de las
características del modernismo, y esto es indiscutible,
a tal punto que el collage, una de las manifestaciones plásticas
más identificadas con el siglo XX, está compuesto
a base de fragmentos; del mismo modo el cine, otra de las artes
representativas del siglo, no es sino montaje de fragmentos que,
además pueden ser actuales o pasados, jugando con el tiempo.)
Así como Damiani fragmenta el espacio en cubículos
y cajones, también fragmenta la figura en miembros desunidos.
Los fragmentos a los cuales apela no son los residuos de un estallido;
un ojo no será la parte de una cara, sino un objeto-ojo,
al que el artista destaca por su valor propio, dignificándolo;
en tanto objeto puede ser incorporado en un cubículo, en
la espalda de una figura, o apoyado sobre una mesa.
En su pintura comparecen con mayor frecuencia las zonas más
erógenas de la mujer, las que representan mediante la llama
de la lámpara, las caracolas, los senos, el sexo; fragmentos
todos tratados con inventiva plástica. Este acudir a fragmentos
desmembrados, marca otro punto de contacto con Gonzalo Fonseca:
en la obra de ambos expresa la resistencia al abandono de la figura
humana, sin caer en el retrato (de Rafael a Francis Bacon) ni
en la alegría (de Giotto a Nicolás Poussin), sino
elaborando un camino personal, por la vía de los fragmentos.
¿Nostalgia de la unidad perdida del hombre?
El fragmento (a veces un órgano, un objeto parcial), tiene
un valor simbólico: una mano a la altura del pecho y en
lugar de éste significa algo; cada objeto suscita una referencia
a lo que está pasando allí, sea contiguo o no. Cosas
que no tienen relación entre sí, por el solo hecho
de formar parte de un conjunto adquieren un vínculo.
Y también frutos: la pera, la manzana (esa obsesión
de Cézanne), y árboles, y palomas, y llaves. Otros
elementos pertenecen al paisaje americano; el mate, la guitarra.
Torres García enseñó a abrevar en el inconciente
americano para integrarlo en el arte contemporáneo, como
medio para religarlo con los orígenes. Así, cuando
Damiani incluye puntas de flecha, rebenques, morteros o boleadoras,
está asumiendo y develando iconos de los orígenes
uruguayos.
Todos pintados en el lenguaje figurativo, tributario de una rigurosa
voluntad geometrizadora, lenguaje de una tal precisión
que la línea del dibujo dejará de ser línea
y pasará a ser frontera entre dos planos de color; tanto
que podríamos caratular este aporte de Damiani como figuración
hard edge.
Una mirada a lo solitario y eterno
Con muy escasas excepciones, la pintura de Damiani está
ìbajo el signo de Saturnoî: sus figuras, sus paisajes,
son melancólicos, solitarios e intemporales. En sus pinturas,
el paisaje, las cosas, cuentan más que el ser humano. En
definitiva, la mirada contemplativa del saturnino reduce la realidad
a un conjunto de cosas, cuya ìinaccesibilidad nos deja
inconsolablesî. Pero Damiani no es un artista escéptico
como suelen serlo los saturninos.
Por consiguiente, no practica una pintura de índole psicológica.
En Figura con estancia, la mujer carece de gesto y, sin
embargo, tiene una estancia en la cabeza; no tiene gesto pero
sí mucho contenido.
Las suyas son pinturas dramáticas, en lo plástico
y en lo temático: porque una pintura hecha con criterio
bidimensional alberga ejemplos de arquitectura tridimensional;
y porque presenta un mundo tapiado, donde las cosas tienen una
vida oculta.
Damiani las des-encubre: las abre y las muestra. Pero a quien
quiera mirar, a quien quiera saber, le hace pagar un precio: mirarse
en el espejo. En La muerte es el espectador quien se mira
en el espejo, pero ¿qué es un espejo sino un ojo,
un ojo para otro ojo? Así pues, ¿quién está
mirando a quién?
Del mismo modo, ¿para qué abre ventanas en los cuerpos?
¿Para ver lo que hay escondido adentro de los cuerpos? Se
puede mirar a través de la ventana a quienese están
adentro, ¿o son ellos quienes nos miran? Una mujer está
de espaldas al espectador en Figura de espaldas, pero la
cara, de frente, nos mira desde su espalda. La cabeza, emergiendo
de una tabla, como en una naturaleza muerta, acompañada
de un pan, un reloj y una manzana cortada, puede evocar la flor
azteca. En Figura con ojos, el artista sustituye los pechos
de la mujer por dos ojos con pupila que nos encaran. ¿O serán
los nuestros mirando los pechos?
Magos: Un armario ventana deja ver adentro. Lo mismo, siempre.
la partición: el hombre y la mujer; la doble naturaleza;
el adentro y el afuera. La fruta partida deja ver el conocimiento
que se ofrece a la mirada. ¿O el sexo?
Las manzanas: la caja dentro de la caja establece una relación
con el otro: la fruta ¿prohibida? con el sexo.
Enfrentada a la pintura de Damiani, la mirada del espectador tropieza
con un espacio vacío, sin atmósfera y cuya luminosidad
proviene de un foco indiscernible que la torna inquietante. Quizá
este espacio ambivalente poblado por fragmentos pudiera inducirnos
a pensar que se trata de una obra surrealista. Pero no, porque
la inclusión de objetos no está destinada al hallazgo
desafiante, ni a un afán por descubrir asociaciones de
objetos que desconciertan. La pluralidad de objetos o fragmentos
de Damiani respira una cierta congruencia, consecuencia de la
homogeneidad del material; allí todo concierta. Antes que
surrealista, Damiani es un realista metafísico y
en tanto tal, intenta trascender la realidad hacia una realidad
que está más allá y que, si desasosiega,
es por lo que tiene de incomunicada y acaso de incomunicable.
Su realismo metafísico trae aparejada una nostalgia del
clasicismo. Damiani, pues, es un pintor clásico, afiliado
a un momento de disolución del clasicismo que también
fue delatado en las pinturas de Magritte y De Chirico. Este habría
de inventar una figura humana producto de la adición de
objetos y maniquíes, según hemos visto, Damiani
convertirá la figura humana en maniquí. Cuando Picasso
pinta la figura del guerrero en su Guernica, lo enfría,
convirtiéndolo en una escultura: tiene todavía un
aura heroica; entonces la rompe. Tal fragmentación denuncia
su resistencia al neoclasicismo. Todas estas figuras, las de De
Chirico, Picasso y Damiani, son escultóricas y no humanas.
Del mismo modo, las esculturas de Arturo Martini (con cuyas imágenes
las de Damiani resultan afines) aspiran a ser pictóricas.
Y ello les confiere una cualidad propia del manierismo.
El manierismo tuvo connotaciones religiosas anteriores al Renacimiento,
enraizadas en el medioevo, vinculadas a la muerte, que se dirían
presentes en la pintura de Damiani.
La idea del Renacimiento fue de renovación, de reconstrucción
del clasicismo. Luego, el Manierismo habrá de socavar las
bases de ese clasicismo renacido, cuestionándolo. Más
tarde, será reimplantado por el Neoclacisismo. De esos
tres momentos, Damiani tomará lo escultórico del
primer Renacimiento; también, los gérmenes anticlásicos
de su disolución: la fragmentación, la coexistencia
de escalas diversas y perspectivas contradictorias, inherentes
al repertorio manierista. En cambio, rechazó el neoclasicismo.
Visualizaciones
Artículos publicados en esta serie:
(I) ¿Universalidad del arte? (Gerardo
Mosquera, Nº116/117)
(II) Continuidad y video clip (Jorge J. Saurí,
Nº120)
(III) Una antropología del color (Mario
Cosens, Nº 123)
(IV) Una teoría del espectáculo
(L. Calamaro, R. Mandressi, Nº 124)
(V) El arte, de la estética a la historia
(Gianni Vattimo, Nº 125)
(VI) La Estética desde una ontología
de lo humano (María Noel Lapoujade, Nº 127)
(VII) Por una definición de lo espectacular.
Etnoescenología: una nueva disciplina (Lucía Calamaro-
Rafael Mandressi, Nº 138)
(VIII) Vanguardias del siglo XX, Del Cubismo
al Surrealismo (María Noel Lapoujade, Nº 142)
(IX) De Kant a Magritte Vanguardias del siglo
XX (María Noel Lapoujade, Nº 144)
(X) Montevideo
¿barroco? (Jordana
Maisián, Nº 145)
(XI) Estética del umbral (Eleonora
M. Traficante, Nº 148)
(XII) En qué sentido hay sentidos aún,
Nº 149)
(XIII) El arte, ¿forma de conocimiento?
(María Elena Ramos, Nº 151)
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