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En Millesgarden, en la isla de Lidingö, cerca de Estocolmo,
se encuentra espléndidamente expuesta la obra del gran
escultor sueco Carl Milles. En una reciente visita al lugar, pude
apreciar el grupo escultórico La Fuente de Aganipe
bajo una nueva perspectiva. En esencia, su tema es clásico;
sin embargo, la representación de Milles es idiosincrática.
En Millesgarden, en la isla de Lidingö, cerca de Estocolmo,
se encuentra espléndidamente expuesta la obra del gran
escultor sueco Carl Milles. En una reciente visita al lugar, pude
apreciar el grupo escultórico La Fuente de Aganipe
bajo una nueva perspectiva. En esencia, su tema es clásico;
sin embargo, la representación de Milles es idiosincrática.
Se cuenta que el manantial de Aganipe, en las laderas del Monte
Helicón, en Grecia, servía como fuente de inspiración
para artistas y poetas. Milles representa a Aganipe bajo la forma
de una figura femenina, reclinada, pero en movimiento, en el borde
de la pileta y reflejándose en ella. Desde la fuente emergen
varios delfines, con el cuerpo arqueado en pleno salto. Tres de
los delfines llevan hombres en su lomo, los que simbolizan la
música, la pintura y la escultura. El agua surge de la
nariz de los delfines.
Lo que se divide, lo que se une
Las fuentes nos hablan del agua, de su movimiento, de cómo
se divide y vuelve a unirse mientras fluye. También nos
hablan del artificio, de lo real y lo imaginario; de lo natural
y lo artificial. Esta última dicotomía es la que
deseo analizar en este ensayo. Primero, mostrando cómo
el artista y el científico, con buenas razones, pueden
omitir esta distinción y luego demostrando que ésta,
después de todo, tiene alguna justificación.
Una de las figuras que emerge de la fuente representa la escultura.
Se trata de un hombre equilibrado en el lomo de un delfín.
Es de tamaño natural, de mayores dimensiones que el estilizado
y reducido delfín, sin que esta desproporción tenga
importancia alguna. El hombre está danzando y en él
la fuerza de gravedad apenas se percibe. El tema recurrente del
arte de Milles era vencer la gravedad. ¡Y precisamente en
una escultura de bronce! El agua, que brota en finos chorros de
la nariz del delfín, tiene un ángulo tal, que cae
hacia atrás debido a la fuerza de gravedad natural, rociando
al joven.
Este se estira hacia atrás y sobre su mano extendida descansa
un caballo (éste no sería el verbo más apropiado
para la escultura de Milles, sería más exacto ìse
equilibraî). El caballo es pequeño, del tamaño
del antebrazo del hombre, pero es real y está galopando
en el aire. Sobre la cabeza del caballo, como último desafío
a la gravedad, otro hombre pequeño se equilibra, como volando,
cayendo, volando.
¿Qué es natural y qué artificial en esta obra
que es fuente y escultura a la vez? Como todas las fuentes, es
evidentemente sintética, artificial y no natural. Alguien
concibió un ingenioso artificio que combina el arte y la
ingeniería hidráulica para jugar, con propósitos
estéticos, con el agua, uno de los elementos esenciales
de la vida y de la Tierra. Las fuentes son esculturas con una
característica peculiar: en ellas se utiliza el agua como
un elemento escultórico; lo esencial de su atractivo radica
en el contraste que existe entre el bronce o la piedra sólidos
y el agua, móvil y aparentemente libre. ¿Qué
podrían tener en común estos elementos? Sin embargo,
esta dinámica escultura los integra.
Lo artificial está en que el agua no ìdeseaî
subir, como tampoco pasar por canales predeterminados y, mucho
menos, a través de la nariz del delfín. Nos las
arreglamos, a través de elaborados mecanismos, para encauzar
el agua, para elevarla de manera que parezca fluir naturalmente
y para que, al buscar su equilibrio, en algunos segmentos incluso
parezca subir en línea recta. Surtidores, medidores, válvulas
¡Oh, Dios!, ¡todos esos ocultos mecanismos de lo artificial!
¿Qué podría ser más sintético
que una fuente?
Las figuras de la fuente están moldeadas en bronce, sus
componentes mecánicos están hechos de otros metales.
El bronce en sí es artificial. ¿O no lo es? El bronce
es una aleación de cobre y estaño, quizás
con un poco de plomo y de zinc, una aleación de considerable
importancia en la historia de la humanidad (como para que una
Era lleve su nombre). Esta aleación es más resistente
y más fácil de fundir que los elementos que la componen,
los que, a su vez, son extraídos de sus minerales y refinados,
por la mano del hombre y por la máquina, en un proceso
metalúrgico admirable. Los minerales de cobre y de estaño
(la covellina, la cuprita, la casiterita y otros) son, por cierto,
naturales. Si embargo, no siempre se han hallado en la Tierra
en la forma en que los conocemos. Surgieron bajo la acción,
por un lado, de la geoquímica, que opera en forma más
débil y durante un período de tiempo mayor al que
requiere la metalurgia humana. Por otro lado, con mayor fuerza
y en un período de tiempo menor, por acción de las
transformaciones nucleares ocurridas en los primeros segundos
de vida del universo.
De este modo, en la fuente de Milles un hombre natural usa los
minerales naturales, la fundición artificial y la tecnología
de la aleación en un acto escultural evidentemente artificial,
con el objeto de manipular al más natural de los elementos,
el agua, y de construir imágenes del hombre, del caballo
y del delfín, todos ellos seres naturales. Todo esto lo
percibe mi ojo biológico como una fuente que me produce
placer y que puedo comparar con las fuentes romanas que jamás
he visto, excepto a través de imágenes artificiales
impresas en papel, natural aunque elaborado. Concebir cualquier
separación de lo natural y de lo artificial puede llevar
a confusión, no solamente al examinar la fuente de Milles,
sino también al realizar un análisis meticuloso,
ya sea estético o científico, de cualquier objeto
de nuestra experiencia.
Probablemente a los científicos, especialmente a los químicos,
les guste este razonamiento. A menudo sienten que la sociedad
los ataca porque producen materiales ìartificialesî
o, a veces, francamente peligrosos. Un examen somero de los medios
de comunicación muestra el uso permanente de términos
descriptivo-negativos cuando se menciona la palabra química.
Adjetivos como explosivo, tóxico o contaminante,
que se encuentran tan estrechamente asociados con sustantivos
relativos a la química, se han convertido, ellos mismos,
en sustantivos de uso corriente. Así como las expresiones
natural, cultivado orgánicamente, no adulterado,
etc., tienen una connotación positiva, lo sintético
parece, en el mejor de los casos, algo condicionalmente bueno.
Sin perjuicio de ello, lo sintético es profusamente fabricado
y consumido en cuanto nos resguarda, nos sana, nos facilita la
vida, la hace más interesante y más llena de colorido.
Los químicos reciben señales contradictorias y desconcertantes
de la sociedad: ésta recompensa a la química en
cuanto se reconoce materialmente dependiente de ella pero esto
va aparejado con una actitud agresiva de los medios de comunicación
y de algunos intelectuales.
Más distingos
Se debería hacer la distinción entre las expresiones
creado por el hombre (o la mujer), sintético
y artificial. Las palabras del lenguaje corriente deben
entenderse según los distintos significados que el uso
les ha conferido.
Desde la expresión creado por el hombre hasta la
expresión artificial hay una variedad de connotaciones
tanto positivas como negativas; sin embargo, usaré estos
términos como sinónimos porque creo que así
son empleados entre la gente y cuando se habla de productos químicos.
De este modo, los científicos acogerán con beneplácito
lo que me parece innegable: que en cualquier actividad humana,
ya sea ésta el arte, la ciencia, los negocios o la crianza
de niños, no tiene mucho sentido separar lo natural de
lo artificial. Están inextricablemente entrelazados y cualquier
intento de separarlos se estrella con ambigüedades intrínsecas
a ello.
El químico insistirá, al igual que yo, en que todas
las sustancias como el agua, el bronce, la pátina de ese
bronce, las manos de Milles o mis ojos tienen cierta estructura
microscópica. Están compuestos por moléculas.
Los átomos constituyentes, así como su disposición
en el espacio, le confieren a estas sustancias macroscópicas
sus numerosas propiedades físicas, químicas y biológicas.
Una diferencia tan sutil como el hecho de que una molécula
sea la imagen especular de otra, determinará que, en vez
de ser una golosina, sea un veneno. La mayor parte de la belleza
de la bioquímica moderna reside en descifrar los mecanismos
de acción directa de los procesos naturales y biológicos:
cómo exactamente se enlaza el O2 a
la hemoglobina en nuestros glóbulos rojos de la sangre
y por qué el CO se enlaza mejor. No es producto de la casualidad
el hecho de que el nailon reemplace a la seda en las medias que
usan las mujeres; hay semejanzas considerables en el nivel molecular,
en la composición y en la estructura de los dos polímeros
(la amida, los grupos carbonilos, las estructuras de láminas
plegadas, el número de enlaces de hidrógeno). La
conquista intelectual más señalada de la química
de esta época es la comprensión que nos ha dado
de la estructura de las moléculas, desde la del agua pura
hasta la de la aleación de bronce o la de la rodopsina
de los conos de mi ojo.
No obstante, para que los científicos no se sientan demasiado
a sus anchas, procederé a defender la distinción
entre lo ìnaturalî y lo ìartificialî.
Hay buenas razones para la persistencia de esta distinción
en la historia. Las inquietudes intelectuales concretas no desaparecen
de la mente de los científicos o del resto de la gente,
por mucho raciocinio que se emplee en refutarlas.
En química, la dicotomía natural-artificial
tiene una historia interesante. Las primitivas distinciones entre
sustancias orgánicas e inorgánicas fueron abandonadas
al demostrarse (por parte de Wöhler en 1828, en lo que respecta
a la urea) que es posible sintetizar, a partir de elementos completamente
inorgánicos e inanimados, sustancias que aparecen naturalmente
en el ámbito de lo orgánico. Obsérvese aquí
la sutil diferencia en el énfasis: orgánico versus
inorgánico, no natural versus artificial.
Fue, sin embargo, la manipulación artificial de moléculas
las que nos mostró que no hay diferencia sustancial entre
moléculas orgánicas y moléculas inorgánicas.
Los químicos podrían reflexionar sobre el hecho
de que, a pesar de la aparente irrelevancia de las distinciones
orgánico-inorgánico o natural-artificial,
aun en su propio lenguaje y ámbito profesional, la dicotomía
tiene vigencia. Por ejemplo, en los círculos de la química
molecular la gente habla de síntesis de productos naturales,
es decir, la síntesis de moléculas que se encuentran
en la naturaleza, para distinguirla de la síntesis de las
moléculas que nunca antes habían existido en la
Tierra. Pero, significativamente, ningún químico
usaría la expresión productos artificiales,
excepto en broma. El sentido del humor que esconde sutilmente
la frase productos artificiales delata, como a menudo lo
hace el humor, los sentimientos encontrados que los químicos
tienen habitualmente respecto de este tema.
La conducta personal de los científicos también
es reveladora. La historia que viene a continuación proviene
de mis experiencias recientes. No hace mucho fui invitado a almorzar
por el gerente de una importante empresa química. Iba preparado
para conversar de trivialidades, lugares comunes y de un poco
de buena ciencia. Sin embargo, mi anfitrión procedió
a endilgarme una exaltada perorata en contra de unos jóvenes
(el equivalente norteamericano de ìlos Verdesî de
Europa) que le habían hecho pasar un mal rato en una conferencia
de prensa esa mañana. Nos encontrábamos en un lujoso
restaurante recientemente inaugurado, que se enorgullecía
de haber traído la Nouvelle Cuisine a ese rincón
de los Estados Unidos. Las sillas eran de madera liviana, delicadamente
enjuncadas y las servilletas eran de una delicada tela.
Estos jóvenes se apoderaron del debate después que
él hubo presentado un plan para construir una nueva planta
agroquímica de plaguicidas y herbicidas. Le preguntaron
si se tomarían adecuadas precauciones sobre la posibilidad
de que las sustancias químicas que fabricarían pudieran
producir mutaciones y cuestionaron el manejo que la firma hacía
de sus residuos. Parecía que cuestionaban la necesidad
de plaguicidas para controlar el gusano del trigo; pensaban que
los métodos naturales para el control de plagas eran suficientes.
El empresario, un distinguido químico y, desde luego, un
excelente hombre de negocios, se irritaba con la desconcertante
anarquía de esta gente y aludía también a
móviles políticos subyacentes. Los excelentes vinos,
primero un Chardonnay del estado de Nueva York, y luego
un Saint Emilion, lo calmaron. Después del vino
blanco se permitió bromear acerca del entonces reciente
escándalo provocado por una adulteración de vino
austríaco. Más adelante, se dio el gusto de relatar
a su asequible invitado el hallazgo que hiciera de una rara cesta
indígena en una tienda de antigüedades (ambos compartimos
un interés por el arte amerindio). Después de almuerzo,
dimos un paseo por los jardines de la casa, donde se podía
admirar los colores púrpura y negro de los tulipanes en
flor.
Preferimos lo natural
No se necesita un gerente de empresa ni un restaurante moderno
y de lujo para esta historia. Imagino que aun los más acérrimos
defensores de la imposibilidad de distinguir lo natural de lo
artificial, al regresar a sus hogares encuentran ventanales panorámicos
y no grandes ampliaciones fotográficas de paisajes exóticos
que los reemplazan. En sus casas crecen plantas verdaderas y no
hay artefactos de plástico, ni telas sintéticas.
Me queda claro que, a pesar de que el científico y el técnico
se quejan de la gente ìirracionalî que no es capaz
de ver la imposibilidad de separar lo natural y lo sintético,
son testigos de la gravitación que tiene dicha separación
a diario en la propia psiquis de cada cual.
¿Por qué preferimos lo natural, sin importar quiénes
somos y qué hacemos? Veo en ello el resultado de una combinación
de motivos emocionales y psicológicos, entre los que puedo
enumerar seis: la idealización romántica, el
afán de distinción, la huida de la enajenación,
el rechazo de la imitación, la saturación y
la necesidad espiritual.
La idealización romántica: en el segundo
acto de la ópera de Tchaikovsky La Dama de Pique
se encuentra intercalado el cuadro pastoral La pastora fiel,
lo que no sucede en la historia original de Pushkin. En él,
Dafne y Cloe cantan, en un maravilloso dueto mozartiano, a los
deleites del contacto con la naturaleza. La añoranza de
lo bucólico es tan antigua como la de las fuentes, ya que
su encanto se origina en el deseo imposible de lo que no puede
ser o ya no es más o, a veces, en lo que uno desea alejar
de sí mismo.
La ironía de estas elaboraciones irreales, artificiales
y fascinantes, supuestamente acerca de lo natural, reside en que
las pastorales eran agradables para todos, excepto para
aquellos que hacían del pastoreo su vida. A pesar de que
las cortes ya se han ido, las tradiciones románticas persisten.
Un ansia de la naturaleza, del auténtico bosque, del olor
del heno, de la sensación del viento en las aspas del molino
todavía domina nuestros deseos. No importa que el
establo oliera mal o que las estaciones de trenes fueran edificios
sucios y ruidosos. En mi mente, el establo huele maravillosamente.
El afán de status: el verdadero éxito de
lo sintético se debe a una combinación de bajo costo,
mayor durabilidad, mayor flexibilidad y, aún, a propiedades
inexistentes en los materiales naturales. Este es el siglo del
polímero, época en que las grandes moléculas
sintéticas han desplazado, uno tras otro, a los materiales
naturales: el nailon en lugar del algodón en las redes
de pesca; la fibra de vidrio en vez de madera en los cascos de
embarcaciones. Cada sustitución o nueva aplicación
(por ejemplo, el polietileno usado como envoltura para los alimentos)
es invariablemente un proceso democratizante, ya que pone al alcance
de un mayor número de personas una gama más amplia
de materiales de un modo más económico.
El suministro de agua potable y la eliminación de desperdicios,
así como una mayor gama de colores, mejores viviendas y
la disminución de la mortalidad infantil están hoy
al alcance de un grupo de gente más numeroso que el que
cien años atrás podía disfrutar de artículos
de lujo y de elementos esenciales. Los químicos e ingenieros
pueden estar realmente orgullosos de haber logrado todo esto,
aunque aún nos quede un largo camino por recorrer.
No obstante, los seres humanos son (afortunadamente) extraños.
Cuando poseen algo, quieren más; o simplemente, desean
algo mejor que lo que tiene su prójimo. Cuando lo sintético
se transforma en algo barato y al alcance de todos, se produce
un curioso cambio en el gusto: los árbitros de la elegancia
decretan que lo ìnaturalî es más distinguido.
Si se nos dice que una camisa de algodón es más
elegante que una de material sintético que ìno se
arrugaî, con seguridad terminaremos por considerarla así.
Del mismo modo, un piso de madera se considera más fino
que uno de linóleo y mientras más escasa sea la
madera, más apreciado es el piso. Quizás he sido
muy negativo en esto último. Tal vez lo que deseamos no
es tanto sentirnos superiores a otros, sino que en cierto modo
(¡no demasiado!) sentirnos diferentes. Debido a su infinita
variabilidad, lo natural nos proporciona la oportunidad de ser
levemente diferentes.
La huida de la enajenación: nos encontramos separados
de nuestros medios y del efecto de nuestras acciones. Lo comprobamos
en el trabajo rutinario en una cadena de producción, en
la venta de lencería, incluso en la investigación
científica. Trabajamos con una parte de algo, pero no con
el todo. Para ser eficientes hacemos de nuestra labor algo repetitivo
y, de este modo, incluso podemos llegar a perder interés
en el todo. Montañas de papeles nos aíslan de los
seres humanos que son afectados por nuestras acciones. Nos rodea
una proliferación de máquinas, cuyo funcionamiento
no comprendemos. Dudo que haya alguien entre mis colegas que pudiera
hacer lo que pudo hacer, en la Corte del Rey Arturo, el Yanki
de Connecticut de Mark Twain; esto es, reconstruir nuestra tecnología
a partir de todas esas ecuaciones diferenciales parciales que
conocemos. Presionamos botones y los ascensores vienen (o no vienen).
Peor aún, presionamos botones y se lanzan misiles, y solamente
las víctimas ven la sangre.
Lo sintético, lo artificial y lo no natural es casi siempre
producido masivamente en una fábrica, lo que explica su
bajo costo. Para producir algo en serie, ello debe ser cortado,
moldeado o prensado en forma repetida. Los productos así
fabricados resultan idénticos. En principio, el diseño
podría ser bueno; en la práctica se sacrifica el
diseño en aras de la economía. El típico
objeto producido en forma masiva muestra muy poco de la historia
de su fabricación, tanto en el diseño como en su
realización. Por ejemplo, los antibióticos de tetraciclina
se aíslan de un cultivo de organismos vivos, siendo después
químicamente modificados y purificados y, por último,
envasados, por medios y elementos extremadamente ingeniosos. Sin
embargo, la apariencia uniforme de un frasco de tetraciclina de
cincuenta cápsulas oculta por completo ese ingenio, así
como el esfuerzo realizado por los seres humanos que se valieron
de esos mecanismos que tan laboriosamente idearon.
El rechazo de la imitación: lo falso posee una connotación
negativa en todas las cosas de importancia para los seres humanos.
Decir mentiras, aparentar ser lo que no se es, no es bueno. Gran
parte del mundo de las sustancias químicas sintéticas
no solamente es artificial, en el sentido de haber sido hecho
por el hombre, sino también a menudo simula ser lo que
no es. En cierto modo, ésta es una consecuencia natural
de reemplazar algo conocido por otra cosa no muy diferente pero
más firme, más resistente al calor, o algo semejante.
Así, los platos de plástico suelen llevar el diseño
de la porcelana y las cubiertas plásticas de los muebles
con frecuencia imitan las vetas de la madera. Las servilletas
simulan bordados de hilo y encaje. Existe el antiguo oficio del
jaspeado. Una vez me contó un joven aprendiz de este respetado
arte que, para practicarlo, no basta con estudiar el mármol,
sino además se debe pensar, mientras uno pinta, en las
fuerzas geológicas que actuaron sobre él.
Bien, algo de eso es bueno; pero mucha imitación, se traduce
en aversión. ¡Cómo se añora lo auténtico,
lo real!
La saturación: puede haber demasiado de una cosa.
Demasiado y punto. El primero cenicero de plástico, o las
alhajas de titanio, o (en la URSS) el retrato de Lenin, parecen
interesantes, pero cuando un cierto volumen del mismo artículo
invade nuestro medio visual, rápidamente comienza a aburrirnos.
El carácter repetitivo de la producción (clave de
su éxito económico) es frecuentemente la única
cracterística, en cuanto a estilo, que nos trasmite un
objeto en serie.
Algunas veces la simple sobreabundancia de objetos artificiales
en nuestro entorno, más que la repetición de un
mismo artículo, nos desagrada. Por ejemplo, la habitación
de un típico motel norteamericano nos brinda poco respiro
de lo artificial.
La variedad de plásticos y fibras para amoblar una habitación
de este tipo es sorprendente e incluso interesante desde el punto
de vista intelectual: como modelo para un curso de polímeros,
o bien, para imaginar los problemas que tal habitación
puede plantear a futuros arqueólogos. Sin embargo, difícilmente
uno se siente atraído por ese ambiente.
La necesidad espiritual: ¿qué mueve a los científicos
(y de hecho a todos nosotros, ya que ellos no son diferentes de
los demás) a buscar lo natural? No basta una simple explicación
psicológica o sociológica. Creo que nuestra alma
tiene una inclinación innata por lo azarosa, lo especial,
lo enriquecedora que es la vida. Imagino un abeto tratando de
crecer, aparentemente sin humus, en la grieta de la ladera de
un risco de granito en Millesgarden. Suecia; pienso cómo
el árbol, o su descendiente, podrá partir finalmente
la roca. Las plantas que intentan sobrevivir en mi oficina me
recuerdan este árbol. Hasta la veta de la madera de mi
escritorio, aunque me habla de muerte, también me transporta
a ese abeto. Imagino a un niño satisfecho después
de ser amamantado y su sonrisa me abre un sendero neutral hacia
el recuerdo de mis hijos sonriendo, cuando eran pequeños;
hacia una hilera de patitos formados en pos de su madre; hacia
ese árbol. Como sostiene A.R. Ammons: ìla naturaleza
que en mí canta, es tu naturaleza que cantaî.
Me parece que estas seis categorías superpuestas y entrelazadas
son algunas de las muchas razones para sostener la supremacía
de lo natural. Algunas proceden de la debilidad de los seres humanos,
y otras, de su fortaleza. Lo que aún parece incomodar a
algunos tecnólogos y científicos es que la separación
de lo sintético, artificial o no-natural de lo natural,
y su implícita connotación negativa surge en algunos
de sus semejantes sobre la base de temores que, para el
tecnólogo de caricatura que he descrito, son irracionales.
Diálogo ciencia y arte
A través de miles de años hemos llegado a aceptar
los peligros que encierra la naturaleza. Tenemos menos temor y
eso se debe a la ciencia, ya que ésta nos ha servido
para comprender un poco mejor la naturaleza, desde el comportamiento
de los lobos hasta las inundaciones primaverales. Por supuesto,
la naturaleza nos sorprende de vez en cuando, a su manera azarosa
y vivaz, con una erupción volcánica o con el sida.
A este repertorio de amenazas hemos sumado algunas otras creadas
por el hombre, como la de Chernobyl, la de la talidomida, la de
Bhopal, la de los lagos ecológicamente destruidos por la
lluvia ácida. Estos peligros, de suyo reales, son además
magnificados por nuestra imaginación, que exagera esa realidad,
al igual que lo hacen los libros que hemos leído sobre
bosques peligrosos o los cuentos de fantasmas. Debido a que estos
desastres provocados por el hombre han ocurrido bajo el control
de gente que se suponía inteligente y con experiencia,
la autoridad de los expertos en general se ve menoscabada. Y el
peligro pasa a ser considerado insidioso, ya que se encuentra
fuera del control de la gente de la calle. No es de extrañar
que se aguarde con temor la próxima infusión de
lo sintético o lo creado por el hombre, ni que la palabra
ìartificialî tenga tales connotaciones negativas.
Yo diría que el temor irracional que algunos científicos
ven tr as la oposición a lo sintético o artificial
debería considerarse, más bien, como una respuesta
racional, o por lo menos, aceptarse como una reacción comprensible,
de naturaleza racional y emocional, de los seres humanos. El temor
se manifiesta en una separación de lo natural y lo artificial,
y una anatematización de lo no natural como perverso. Se
traduce en actitudes ambivalentes hacia los que producen lo artificial,
y también hacia la extensión irrestricta del conocimiento.
Pienso que la respuesta a ese temor debería abarcar al
menos: i) la razón, ii) la capacitación (ceder control
a la gente); y iii) la compasión. A través de la
educación se genera comprensión y capacitación;
obviamente los científicos deben entregar más información
a la gente sobre su actividad. La ciencia es observación
y sentido común lógico; se puede enseñar.
Aunque algunos científicos piensan que es más difícil,
y que se requiere mayor inteligencia e inspiración creativa
para adquirir nuevos conocimientos que para enseñarlos,
quizás lo verdadero sea justamente todo lo contrario.
No se les hace ningún favor a los científicos con
el supuesto de que ellos y solo ellos hablan en nombre de la razón.
En primer lugar, eso es ciertamente falso: la amplia variedad
de modos de comportamiento personal, asociados con el éxito
en la adquisición de conocimiento que es posible observar
entre los científicos, habla en su contra. Lo mismo hacen
ciertas creencias políticas e ideológicas de algunos
buenos científicos. En segundo lugar, la pretensión
de basarse exclusivamente en la razón es deshumanizante
y empobrecedora. Las fuerzas creativas que subyacen lo nuevo y
lo profundo en la ciencia o en el arte son gatilladas por otros
rasgos de nuestra psiquis. Las emociones y lo irracional importan
tanto como la fría razón.
La capacitación requiere asegurar acceso al conocimiento
y un sistema democrático de gobierno. El mejor de los actuales
sistemas de gobierno es solo una aproximación a la democracia
ideal. Sin embargo, ningún conocimiento, sin importar cuán
hábil o ampliamente sea difundido, aplacará el temor
a lo sintético, a menos que la gente sienta que tiene algo
que decir, desde el punto de vista político, sobre el empleo
de los materiales que la alarman.
Supongo que la capacitación tiene un papel protagónico
en la evaluación del riesgo personal. Nos sentimos más
seguros al conducir un automóvil que al viajar en un avión,
a pesar de que las estadísticas sobre accidentes avalen
lo contrario. ¿Por qué? Debido a que somos nosotros
los que conducimos el vehículo, en cambio es otro el que
pilotea el avión. La mayor parte del miedo a la generación
de energía nuclear y a otros riesgos tecnológicos,
reales o irreales, no se origina tanto por la ignorancia de los
procesos como por la sensación de que no tenemos el control
de ellos en las manos.
Es fácil sentir compasión por los niños y
por los desvalidos, pero no tanto por el adulto que teme un desastre
hipotético. Los científicos, enfrentados al miedo
a la tecnología, casi nunca reaccionan con compasión.
Por el contrario, tienden a concentrarse en los aspectos que uno
podría considerar pertinentes en el laboratorio: por ejemplo,
en sí el procedimiento analítico que demuestra la
presencia de un contaminante, a un cierto nivel, es confiable
o no. El científico que reacciona en esta forma solo logra
mostrarse a la defensiva. Existe un espacio para el discurso racional
sobre los procedimientos analíticos, pero solo después
de que uno se gana, por medio de la simpatía, la confianza
de la persona preocupada. La compasión y la empatía
deben ser la primera respuesta.
Los científicos deben dejar de alegar que las respuestas
negativas se basan en el ìtemor irracionalî, ya que
esto solamente provoca ira. Me parece que pueden lograr mucho
más a través de un diálogo en el que participen
tanto la ciencia como el arte. Es obvio que la distinción
entre lo natural y lo artificial es puesta en jaque por tanto
arte grandioso. Lo deja en claro la discusión sobre la
fuente de Aganipe, al igual como lo haría un análisis
de la cerámica japonesa o de La Dama de Pique, de
Tchaikovsky. La compasión, la empatía y la comprensión
también se harán realidad si los científicos
meditan acerca de cómo explicar por qué un grupo
de ellos se inclinan por lo natural, mientras otro grupo sostiene
que lo natural y lo artificial están relacionados de modo
inextricable.
(Agradezco la colaboración de Emily Grosholz.)
Fuente: Revista Universitaria
Pensamiento
Artículos publicados en esta serie:
Artículos publicados en esta serie:
(I) Supratemporalidad de las Humanidades (María Noel Lapoujade,
Nº 148)
(II) La idea de problema (Mario Silva García, Nº 149)
(III) Filosofía, camino y experiencia (Mario A. Silva García,
Nº 150)
(IV) ¿Crisis de la racionalidad científica? (Ezra
Heymann, Nº 151)
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