La responsabilidad política consiste en la imposición
de sanciones, cuya naturaleza es precisamente política,
a los gobernantes por el modo en que éstos ejercen el poder
político.
Responsabilidad política Esta definición, puramente convencional, suscita de inmediato dos interrogantes: primero, ¿en qué consisten las sanciones y quién las impone?; segundo, ¿cuál es la fuerza vinculante de esas sanciones? Para responder la primera de estas cuestiones, hay que observar cómo la responsabilidad política puede ser, al menos, de dos tipos: difusa e institucional. La responsabilidad política difusa está ínsita en el concepto mismo de democracia. Estriba en el juicio negativo que los ciudadanos pueden dar a la actuación de los gobernantes y se manifiesta, ante todo, en un estado de la opinión pública. Cuando este juicio negativo se refiere a cargos públicos electivos (diputados, senadores, concejales, etc.), la responsabilidad política puede traducirse, además, en un determinado comportamiento electoral: sancionar a la persona que se reputa políticamente responsable no votándola en la siguiente elección. Se dice que esta forma de responsabilidad política es ìdifusaî por dos razones: porque la sanción no es impuesta por alguien en concreto, sino por la generalidad de los ciudadanos y, además, por que la sanción consiste en una mera opinión negativa que, solo eventualmente, puede tener repercusiones en sede electoral. Puesto que es expresión del peso de la opinión pública, la responsabilidad política difusa existe en todos los sistemas políticos democráticos. Además, en su sentido amplio de mero juicio negativo por parte de la opinión pública, la responsabilidad política difusa afecta a todos cuantos ocupan algún cargo público, incluso de naturaleza no electiva; y ello, porque la libertad de crítica acerca del modo en que se conducen los asuntos públicos es una de las características fundamentales de la democracia. Esta última observación es importante porque abarca no solo a los poderes legislativo y ejecutivo, sino también al poder judicial, cuya función no tiene una naturaleza primariamente política. Cuando se afirma la libertad de disentir en público de las resoluciones judiciales, no se está haciendo otra cosa, en el fondo, que sostener que ni siquiera la actuación de los tribunales, al menos en aquellas de sus facetas con relevancia política, está exenta de valoración crítica por parte de la opinión pública. La responsabilidad política institucional, en cambio, consiste en la posibilidad de que un órgano del Estado repruebe el modo en que otro órgano del Estado ejerce sus funciones y provoque, en su caso, el cese o la dimisión del titular de este último. El esquema arquetípico de la responsabilidad política institucional viene dado por un órgano ejecutivo que depende de la confianza de una asamblea. Así, por ejemplo, hay exigencia de responsabilidad política institucional cuando el Parlamento retira su confianza al Gobierno, forzándole a dimitir. Esta retirada de confianza puede producirse mediante distintos mecanismos institucionales, que varían de un país a otro, tales como la moción de censura, la cuestión de confianza, etc.
Lo que importa subrayar aquí es que, a diferencia de la
responsabilidad política difusa, la responsabilidad política
institucional no constituye una característica necesaria
de todos los sistemas políticos democráticos. Hoy
en día, éstos suelen clasificarse en dos grandes
formas de gobierno: parlamentarismo y presidencialismo.(2)
Pues bien, la diferencia última entre ellas estriba en
que solo en la forma parlamentaria de gobierno existe una genuina
responsabilidad política institucional. Es más:
la responsabilidad política institucional es la piedra
angular de la organización y el funcionamiento del parlamentarismo.
En la forma presidencial de gobierno, por el contrario, tanto
el poder ejecutivo como el poder legislativo emanan directamente
del electorado, ante el que son autónomamente responsables;
y, de este modo, no conocen otra forma de responsabilidad política
que la difusa.
La fuerza vinculante de las normas Para afrontar el problema de la fuerza vinculante de las sanciones políticas es preciso observar, ante todo, cómo la idea de responsabilidad suele aplicarse en los ámbitos de la moral y del derecho. Así, la responsabilidad puede ser moral o jurídica, dependiendo de la naturaleza de las normas que la regulan y del tipo de sanciones que lleva aparejada. La responsabilidad jurídica presenta, a su vez, diversas variantes: civil, disciplinaria, penal. La responsabilidad civil hace referencia a los perjuicios que una persona puede ocasionar a otra; la responsabilidad disciplinaria, a la posición de un individuo que se halla en una relación jerárquica (militares, funcionarios, etc.); la responsabilidad penal, en fin, a aquellas conductas que el ordenamiento jurídico califica de ilícitas y cuya comisión reprime mediante la imposición de una pena meramente aflictiva, es decir, una sanción cuya finalidad no es forzar al infractor a reparar el daño causado sino únicamente castigarle privándole de un bien (libertad, propiedad, etc.) ¿A cuál de los dos grandes tipos de responsabilidad, moral o jurídica, pertenece la responsabilidad política? Conviene comenzar señalando que las sanciones de naturaleza política (reacción negativa de la opinión pública, resultados electorales adversos, retirada de la confianza parlamentaria, etc.) son impuestas en virtud de un criterio de oportunidad. Ello significa que no siguen un criterio estrictamente moral (bueno o malo) o jurídico (legal o ilegal). La oportunidad valora las acciones según se adecuen o no a ciertos objetivos y valores políticos. De aquí que el juicio de oportunidad sobre una acción determinada, en virtud del cual se hace valer la responsabilidad política, sea independiente del juicio moral o jurídico que esa misma acción pueda merecer. Así, una misma actuación política puede ser perfectamente moral y legal y, al mismo tiempo, políticamente inoportuna; y, viceversa, una actuación políticamente oportuna puede ser contraria a ciertas normas morales o jurídicas. Del mismo modo que lo moral y lo legal no siempre coinciden, éstos tampoco están siempre en consonancia con lo políticamente oportuno. Desde el punto de vista del criterio empleado, pues, la responsabilidad política no pertenece a ninguno de los dos grandes tipos de responsabilidad, sino que constituye una categoría diferenciada. Ello no implica, sin embargo, que la responsabilidad política no esté, al menos parcialmente, regulada por normas morales y jurídicas. Por lo que se refiere específicamente a estas últimas, es indiscutible que el derecho no es del todo ajeno al modo en que puede hacerse valer la responsabilidad política. Particularmente clara resulta, a este respecto, la responsabilidad política institucional: los procedimientos a través de los cuales se desenvuelve suelen estar regulados por los textos constitucionales, así como por otras normas de rango inferior, tales como reglamentos parlamentarios. Por ello, desde el punto de vista de las normas que la regulan, la responsabilidad política es, al menos en parte, una variedad de la responsabilidad jurídica. Aun así, conviene hacer dos precisiones. Por una parte, hay que recordar cómo en Inglaterra, donde surgió y se desarrolló por vez primera la forma parlamentaria de gobierno, la responsabilidad política institucional ha estado siempre regulada por un tipo especial de normas. Albert V. Dicey, uno de los clásicos del constitucionalismo inglés, bautizó esas normas en su influyente libro Law of the Constitution, de 1885, como constitutional conventions.(3) Estas convenciones constitucionales no están contempladas en texto legal alguno, sino que se han formado por medio de la práctica política. Ello no implica que no tengan carácter vinculante, pues muchas de las normas constitucionales inglesas ñrecuérdese que en Inglaterra no hay una Constitución escrita, en el sentido de un documento o carta constitucionalñ tienen su origen en costumbres y precedentes judiciales; y esta naturaleza consuetudinaria o jurisprudencial no ha inducido jamás a los juristas ingleses a dudar de su carácter vinculante. Lo que verdaderamente distingue a las convenciones constitucionales no es su origen, sino el hecho generalmente reconocido de que la observancia de las convenciones constitucionales no puede ser impuesta por los tribunales. De su no justiciabilidad, Dicey extraía una conclusión: las convenciones constitucionales no son genuinas normas jurídicas, sino más bien normas de comportamiento político. Esta construcción no ha sido después rechazada por otros constitucionalistas, que consideran arbitrario reducir el ámbito de lo jurídico solo a aquello que es aplicable en sede judicial. Es ésta una de las más famosas polémicas constitucionales inglesas.(4) Por otra parte, cualquiera que sea la postura que se adopte a este respecto, una cosa parece clara: también en otros países, donde las normas relativas a las relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo están explícitamente recogidas en los respectivos textos constitucionales, los tribunales son reacios a darles aplicación; y ello porque los litigios que surgen acerca de la observancia o inobservancia de dichas normas están poderosamente condicionados por un juicio de oportunidad, en el cual más determinantes que las circunstancias objetivas son las opiniones políticas de cada uno. Incluso en un contexto ajeno al parlamentarismo es comprensible de renuencia de los tribunales a dejar que las vías judiciales sean empleadas para resolver conflictos de oportunidad política entre los poderes públicos. Así, por ejemplo, ello ha sido justificado por el Tribunal Supremo norteamericano mediante la llamada ìdoctrina de las political questionsî(5) En el fondo, la razón última no es muy diferente de la que late bajo las convenciones constitucionales: se trata de normas relativas a las relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo que, a causa de su intrínseca politicidad, no resultan idóneas para su plena aplicación en sede judicial. Cabe concluir, pues, que las normas sobre la responsabilidad política son normas jurídicas solo en la medida en que están recogidas en textos constitucionales o legales; y éstos suelen limitarse a la regulación de procedimientos. Por ello, solo los aspectos procedimentales de la responsabilidad política pueden llegar, en su caso, a ser justiciables. En España, por ejemplo, el Tribunal Constitucional ha reconocido ñen sentencias como la 161/1988 o la 220/1991, referentes a asambleas legislativas autonómicasñ que la facultad parlamentaria de recabar y obtener información del poder ejecutivo está tutelada por el art. 23 de la Constitución, en cuanto elemento indispensable para el ejercicio del cargo representativo.
Desde un punto de vista sustantivo, el criterio de la responsabilidad
política es siempre la oportunidad. De aquí deriva,
precisamente, la mayor dificultad para la efectividad de la responsabilidad
política, especialmente en su variante institucional: ¿cómo
hacer que, en una forma parlamentaria de gobierno, funcionen con
fluidez los mecanismos constitucionales de control sobre el poder
ejecutivo (comparecencias de los miembros del gobierno ante las
Cámaras, interpelaciones parlamentarias, comisiones de
investigación, etc.)? El diseño normativo, tanto
a nivel constitucional como de los reglamentos parlamentarios,
es indudablemente importante. Piénsese, por poner un único
ejemplo, en la creación de comisiones de investigación:
no es lo mismo exigir el voto de la mayoría que el de una
minoría cualificada. Con todo, habida cuenta de la difícil
justiciabilidad de esas normas, el factor determinante para la
efectividad de la responsabilidad política es siempre la
práctica y la cultura políticas que imperan en cada
país, es decir, las convenciones constitucionales. Ofrece
pocas dudas, por lo demás, que la transformación
de éstas en un sentido cada vez más riguroso y exigente
no puede ser sino un empeño colectivo, en el que han de
participar la clase política, la opinión pública,
los medios de comunicación, etc.
Diferencias estructurales Uno de los problemas cruciales de la criminalidad gubernativa es que, sobre unos mismos hechos, cabe hacer una valoración política y una valoración jurídica, particularmente penal. ¿Cuáles son, entonces, las diferencias y las relaciones entre la responsabilidad política y la responsabilidad penal? Ante todo, una advertencia: el derecho penal, expresión de la potestad sancionatoria del Estado (ius puniendi), tiene por finalidad salvaguardar los bienes más valiosos y esenciales para el mantenimiento de un orden social determinado y, por tanto, castigar aquellos comportamientos que resultan particularmente lesivos para el mismo. En este sentido, la responsabilidad penal no es tanto un instrumento ordinario de regulación de la convivencia, cuanto el instrumento último al que acude el Estado cuando los demás mecanismos normativos se revelan insuficientes. No todas las infracciones de normas jurídicas dan lugar a responsabilidad penal. Ello es predicable también de las infracciones cometidas por los gobernantes: solo en ciertos casos son constitutivas de delito. Es importante, pues, no olvidar que la relevancia jurídica de los hechos ilícitos de los gobernantes no se agota en el ámbito penal. Puede dar lugar también a responsabilidad civil individual, a responsabilidad civil del Estado, etc. Abordando ya las relaciones entre la responsabilidad política y la responsabilidad penal, puede ser útil recordar que Herbert Hart, uno de los más grandes filósofos del derecho de este siglo, ha mostrado cómo el término ìresponsabilidadî es usado, al menos, en cuatro sentidos diferentes: 1) capacidad, entendida como aptitud para realizar actos conciente y voluntariamente; 2) titularidad de un deber, una función o una competencia; 3) atribución causal de un hecho a una persona; 4) imputación de los resultados y consecuencias de un hecho a una persona.(6) Aunque esta clasificación de los distintos significados jurídicos de la palabra ìresponsabilidadî procede de la lengua inglesa, su trasposición al castellano no parece ofrecer grandes dificultades. Es indudable que la responsabilidad penal es, en términos de Hart, responsabilidad tanto en el sentido de capacidad como en el de atribución causal de un hecho. Es bien sabido cómo, a partir de la Ilustración, la responsabilidad penal solo resulta axiológicamente aceptable si está configurada sobre determinados principios: la personalización y la tipicidad.(7) La personalización significa que la responsabilidad penal debe estar basada, precisamente, en una atribución causal del hecho ilícito a la persona que, según una reconstrucción racional de los acontecimientos, lo haya efectivamente cometido; y significa, asimismo, que la responsabilidad penal debe estar basada en la culpabilidad de la persona y, por tanto, en un estado psicológico de entendimiento y voluntad. Por su parte, la tipicidad queda plasmada en la máxima ìno hay delito sin ley previaî (nullum crimen sine lege): la definición de los delitos y de las penas correspondientes debe estar fijada de antemano y con suficiente precisión. La tipicidad sirve para evitar la arbitrariedad a la hora de determinar los hechos penalmente relevantes, así como para fijar los mecanismos de imputación de los mismos a quienes los hayan cometido. ¿Puede decirse lo mismo de la responsabilidad política? Ciertamente, la responsabilidad política requiere un mínimo de capacidad. Sería absurdo considerar que alguien cuyas condiciones de entendimiento o voluntad están disminuidas es responsable de sus actos. Por ejemplo, salvo que se exija un comportamiento heroico, es difícil reputar políticamente responsable a un gobernante secuestrado. Es claro, igualmente, que la responsabilidad política exige un mínimo nexo causal entre el comportamiento del gobernante y los hechos que se le reprochan. Ahoran, a diferencia de la responsabilidad penal, la responsabilidad política no es solo responsabilidad en los sentidos de capacidad y de atribución causal de un hecho, También es, de modo muy principal, responsabilidad en el sentido de titularidad de una función pública; y, en la medida en que dicha titularidad lleva siempre aparejado un determinado deber de diligencia, la responsabilidad política es, además, responsabilidad en el sentido de imputación de los resultados y consecuencias de un hecho. De aquí que no sea necesario valorar los requisitos de capacidad y causalidad con el mismo rigor que en sede de responsabilidad penal. El acento ha de ponerse, más bien, en la diligencia desplegada en el cumplimiento de los deberes inherentes a la función pública desempeñada. Por esta razón, no es descabellado afirmar que, en ciertas circunstancias, la responsabilidad política puede llegar a ser objetiva; esto es, la imposición de la sanción política puede ser correcta sin necesidad de que haya habido culpabilidad por parte del gobernante sancionado. El supuesto arquetípico es el de la responsabilidad política de un gobernante por los hechos de sus subordinados, pues es perfectamente concebible que, a pesar de dirigir y supervisar celosamente la actividad de sus subordinados, descubra que éstos han hecho ño, en su caso, dejado de hacerñ algo cuyas consecuencias políticas revisten gravedad. ¿Qué actitud debe adoptar ese gobernante? En la práctica constitucional inglesa, parece prevalecer la idea de que los gobernantes tienen una responsabilidad política objetiva por los hechos u omisiones de sus subordinados. Un ejemplo real puede ilustrar la situación: la invasión argentina de las islas Malvinas en 1982 sorprendió desprevenidos a los servicios de inteligencia británicos. Lord Carrington, a la sazón secretario del Foreign Office, reaccionó de inmediato y, tras cesar a quienes consideraba responsables directos de esa desinformación, dimitió.(8) Ciertamente, puede haber quien piense que su reacción fue excesiva y que, habida cuenta de que no se consideraba personalmente culpable de esa omisión, políticamente habría bastado sancionar a sus subordinados; y, ciertamente, la práctica constitucional de otros países es mucho menos diáfana y exigente que la práctica constitucional inglesa. No obstante, es igualmente claro que la idea de responsabilidad política es perfectamente compatible con esa visión rigurosa.
El nudo de la cuestión radica en que, a diferencia de la
responsabilidad penal, la responsabilidad política no es
típica. En el mejor de los casos, solo los procedimientos
para exigirla (interpelaciones parlamentarias, moción de
censura, etc.) están jurídicamente regulados. Los
hechos reprobables, la magnitud o intensidad de la sanción
e, incluso, la decisión de poner en marcha los mecanismos
de exigencia de la responsabilidad política dependen, por
definición, de un juicio de conveniencia u oportunidad
política; y éste es fundamentalmente subjetivo,
ya que está en función de las convicciones y los
intereses de cada uno. Por ello, lo que es razonable esperar y
exigir de los gobernantes depende de las prácticas políticas
o, si se prefiere, de las convenciones constitucionales imperantes
en cada país. Puesto que, incluso entre países que
poseen una forma parlamentaria de gobierno, las prácticas
políticas varían, no es de extrañar que haya
también notables diferencias de rigor sobre lo que es políticamente
oportuno. Conviene no olvidar, en todo caso, que las prácticas
políticas distan de ser inmutables.
Los riesgos de confusión A la vista de todo cuanto precede, es indudable que la responsabilidad penal y la responsabilidad política pueden entrecruzarse. Sus relaciones pueden resumirse sintéticamente: la responsabilidad penal y la responsabilidad política ni se implican ni se excluyen. No se implican, porque en un mismo hecho puede ser jurídicamente lícito y políticamente inoportuno y, viceversa, delictivo y oportuno; no se excluyen, porque un mismo hecho puede ser simultáneamente delictivo e inoportuno. Ello es de una lógica incontestable; pero ocurre que, en la realidad política, ambas formas de responsabilidad son a menudo confundidas, con el perverso resultado de que una tiende a anular a la otra. La absorción de la responsabilidad penal por la responsabilidad política se produce cuando se estima que lo políticamente reprobable es, en sí mismo, constitutivo de delito. Se trata de una idea cuya más depurada formulación histórica se debe, probablemente, al pensamiento jacobino, del que la han tomado otros movimientos revolucionarios. El discurso pronunciado por Maximilien Robespierre el 3 de diciembre de 1792, durante el juicio a Luis XVI ante la Convención, ofrece una inmejorable muestra de esta actitud: ìLa Asamblea ha sido arrastrada, sin darse cuenta, lejos de la verdadera cuestión. No se trata aquí de ningún proceso. Luis no es un acusado. Vosotros no sois los jueces. Sois, no podéis ser otra cosa, que hombres de Estado y los representantes de la nación. No tenéis que dictar sentencia a favor o en contra de un hombre, sino tomar una medida de salud pública, ejercer un acto de providencia nacional Luis fue rey y ahora ha sido fundada la República: la famosa cuestión que os ocupa viene decidida por esas simples palabras. Luis ha sido destronado por sus crímenes; Luis denunciaba al pueblo francés como rebelde; reclamó, para castigarle, las armas de sus cómplices los tiranos. Mas la victoria y el pueblo decidieron que él era el único rebelde: de modo que Luis no puede ser juzgado. Ya ha sido condenado, o la República no es firme. Proponer el proceso a Luis XVI, de la forma que sea, es retroceder hacia el despotismo real y constitucional; es una idea contrarrevolucionaria, pues es poner a la propia Revolución el litigio. Realmente, si Luis puede ser todavía objeto de un proceso, entonces es que puede ser absuelto; puede ser inocente. ¡Qué digo! Lo es mientras no sea juzgado. Pero si Luis es absuelto, si Luis puede ser presunto inocente, ¿en qué queda la Revolución?î(9) Este largo pasaje pone de manifiesto en qué consiste diluir la responsabilidad penal en la realidad política: es una operación revolucionaria. En cuanto tal, está bien para hacer una revolución; pero no sirve para el más modesto objetivo de gestionar un Estado democrático de derecho. La dificultad no estriba tan solo en que se trate de una manifestación extrema de la idea de justicia política y que sea, en consecuencia, incompatible con ese postulado básico el Estado de derecho que es el principio de legalidad. La dificultad es también de índole política y afecta al funcionamiento mismo de la democracia. Como ha observado Lawrence Tribe, un destacado constitucionalista norteamericano contemporáneo, hacer depender la responsabilidad penal de los gobernantes de meros criterios políticos no solo implica afirmar la impunidad de quienes están apoyados por la mayoría, sino, sobre todo, permitir a esa última la incriminación de las minorías y de los disidentes.(10) Hoy en día, sin embargo, es mucho más frecuente el fenómeno opuesto: la responsabilidad política tiende a ser absorbida por la responsabilidad penal. En los últimos años, un ejemplo extremo de esta actitud reduccionista puede hallase en las vicisitudes de ìManos Limpiasî (Mani Pulite), la vasta operación judicial contra la corrupción política en Italia.(11) Desde sus comienzos en 1992 y en virtud de un extraño consenso, basado probablemente en la conciencia de culpa, la clase política y los medios de comunicación sostuvieron que pesaba el deber de dimitir sobre cualquier cargo político al que fuera notificada una informazione di garanzia. La definición de este instituto, extremadamente técnica, se halla en el art. 369 del nuevo Código de Procedimiento Penal de 1988: ìA partir del primer acto al que el abogado defensor tenga derecho a asistir, el ministerio fiscal enviará por correo, en sobre cerrado, urgente y certificado, una información de garantía a la persona sujeta a investigación y a la víctima, con indicación de las normas legales que se presumen violadas, así como de la fecha y el lugar del hecho, invitándolas a ejercer la facultad de nombrar un defensor de su confianza.î En el nuevo proceso penal italiano, caracterizado por la supresión de la figura del juez de instrucción y la consiguiente atribución de toda la actividad de investigación al ministerio fiscal, es claro que la intención del legislador el introducir este instituto era precisamente garantista: evitar que el ministerio fiscal, que luego habrá de ejercer la acusación en el juicio, pueda llevar a cabo toda la investigación sin que el sospechoso pueda ser asistido por un abogado. Es importante señalar que quien recibe una informazione di garanzia no es aún un imputado, pues es perfectamente posible que, tras las necesarias indagaciones, el ministerio fiscal concluya que no hay elementos de prueba suficientes para sostener la acusación.(12) Pues bien, la informazione di garanzia ha experimentado en la práctica una profunda mutación de significado, hasta transformarse, de hecho, en un estigma. Ha sido sistemáticamente presentada por los medios de comunicación, sin que casi nadie osara desmentirlo, como la existencia de sólidas pruebas de cargo contra la persona investigada. De este modo, no solo ha sido menospreciada la presunción de inocencia, sino que el destino de cualquier carrera política ha sido dejado en manos del ministerio fiscal. Es curioso, sin embargo, que el deber de dimitir ha sido predicado únicamente de los cargos gubernativos (ministros, subsecretarios, etc.) y de los puestos directivos dentro de la organización de los partidos políticos; nunca, del mandato parlamentario. Una variedad distinta, a la vez menos drástica y más insidiosa, de absorción de la responsabilidad política por la responsabilidad penal ha tenido lugar en España, a raíz de los múltiples escándalos que han estallado en los últimos tiempos. La táctica adoptada por el gobierno y por la mayoría socialista en el Parlamento ha consistido, desde el comienzo, en rechazar de plano la posibilidad misma de responsabilidad política por hechos de corrupción o abuso de poder aún no verificados en sede judicial.(13) Parafraseando una antigua máxima procesal francesa, la actitud gubernamental podría resumirse diciendo que ìlo penal detiene el curso de lo políticoî (le criminel arrête le politique en cause).(14) En apariencia, se trata de una actitud diametralmente opuesta a la imperante en Italia, pues su finalidad declarada es evitar que puedan lanzarse graves acusaciones sin suficiente fundamento y, por tanto, que pueda vulnerarse la presunción de inocencia; pero el resultado práctico no ha sido tan diferente: en la medida en que se afirma que la responsabilidad penal constituye una cuestión preliminar con respecto a la responsabilidad política, se ha dejado la depuración de esta última a la merced de la administración de justicia.
En cualquiera de sus manifestaciones, el enfoque reduccionista
consistente en diluir la responsabilidad política en la
responsabilidad penal se presta, al menos, a dos graves objeciones
en un Estado democrático de derecho. Por una parte, tiende
a dañar la imagen de la judicatura como una institución
razonablemente neutral en la lucha política partidista;
y ello, porque le encomienda una misión cuyo grado de politicidad
es elevadísimo. Diluir la responsabilidad política
en la responsabilidad penal es, en este sentido, un modo de fomentar
el fenómeno usualmente conocido como ìjudicialización
de la políticaî.(15) Cuando los
gobernantes ponen la responsabilidad política en un plano
subordinado, no parece que esos mismos gobernantes tengan luego
una particular autoridad moral para reprochar a los jueces su
intromisión en cuestiones de naturaleza política.
Por otra parte, implica una regresión del constitucionalismo
a una fase primitiva de indiferenciación de los posibles
tipos de responsabilidad de los gobernantes. Ello deteriora el
funcionamiento de la democracia, porque empuja al Parlamento,
e incluso a los ciudadanos, a hacer dejación de sus deberes
en favor de los jueces.
Referencias 1. El origen de la idea de responsabilidad política y las distintas modalidades de la misma son el objeto de dos notables monografías de G.U. Rescigno, La responsabilidad política, Giuffrè, Milán 1967, y de G. Marshall, Constitutional Conventions (The Rules and Forms of Political Accountability), Clarendon Press, Oxford, 1986. Puede ser útil, asimismo, la consulta de J.R. Montero y J. García Morillo, El control parlamentario, Tecnos, Madrid 1984, pp. 123 ss. 2. La clasificación de los actuales sistemas políticos democráticos en dos grandes formas de gobierno (parlamentarismo y presidencialismo) está perfectamente afirmada en toda la literatura constitucional y politológica contemporánea. Exposiciones clásicas de esta distinción pueden hallarse, por ejemplo, en K. Loewenstein, Teoría de la Constitución (trad. cast.), 2ª ed., Ariel, Barcelona, 1982, pp. 89 ss., o en A. Lijphart, Le democrazie contemporanee (trad. it.), Il Mulino, Bolonia 1988, pp. 57 ss. Para un tratamiento más actualizado, véase M.S. Shugart y J.M. Carey, Presidenti e assemblee (Disegno costituzionale e dinamiche elettorali) (trad. it.), Il Mulino, Bolonia 1995, así como, en tono crítico de la práctica del presidencialismo, J.J. Linz y A. Valenzuela, Il fallimento del presidenzialismo (trad. it.), Il Mulino, Bolonia, 1995. 3. A.V. Dicey, An Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 10ª ed., Macmillan, Londres, 1985, pp. 417 ss. 4. Sobre esta célebre polémica constitucional inglesa y el estado actual de la cuestión, véase G. Marshal, op. cit., pp. 3 ss. 5. Véase E. Alonso García, ìEl Tribunal Burger y la doctrina de las political questions en los Estados Unidosî, Revista Española de Derecho Constitucional, nº 1 (1981), pp. 287 ss. 6. H.L.A. Hart, Punishment and Responsibility (reimpr. ed. 1968), Clarendon Press, Oxford, 1992, pp. 210 ss. 7. Acerca de las exigencias impuestas por la tradición ilustrada en materia criminal (personalización, tipicidad, etc.), así como sobre la arriba mencionada función subsidiaria de la sanción penal, es de suma utilidad la obra de H.L. Packer, I limiti della sanzione penale (trad. it.), Giuffrè, Milán, 1978. 8. Véase G. Marshall, op. cit., pp. 61 ss. 9. B. Muniesa, El discurso jacobino en la Revolución Francesa, Ariel, Barcelona, 1987, pp. 49-51. Sobre la concepción jacobina del Estado, que tantas y tan variadas influencias habría de tener en el pensamiento político posterior, véase L. Jaume, El jacobinismo y el Estado moderno (trad. cast.), Instituto de España/Espasa-Calpe, Madrid, 1990. 10. L. Tribe, American Constitutional Law, 2ª ed., Foundation Press, Mineola (Nueva York), 1988, pp. 294-295. 11. Una clara exposición de la ìoperación Mani Puliteî y de su contexto histórico se encuentra en el libro de M. Braun, LíItalia da Andreotti a Berlusconi (trad. it.), Feltrinelli, Milán, 1995, pp. 128 ss. 12. Sobre el significado de la informazione di garanzia en Italia, véase, por ejemplo, G. Ambrosini, Il codice del nuovo processo, Einaudi, Turín, 1990, pp. 62-64. 13. Un amplio resumen periodístico de los diferentes escándalos políticos ocurridos últimamente en España puede hallarse en El País, 12 de marzo de 1995, pp. 1-4. 14. La máxima procesal francesa parafraseada es le criminel arrête le civil en cause ñes decir, las cuestiones penales prejudiciales a un litigio civil deben resolverse previamente en juicio penalñ; y el paralelismo con la actitud gubernamental me ha sido sugerido por mi padre, el profesor Luis Díez-Picazo y Ponce de León.
15. En la actualidad, el fenómeno de judicialización
de la política incide sobre todo el mundo democrático
y sus causas son complejas, como muestran, por ejemplo, los diferentes
estudios nacionales recogidos en el volumen de F. Cass, ed., Judicial
Politics and Policy Making in Western Europe, Frank Cass,
Londres, 1992.
Este texto constituye el capítulo 5 del libro ìLa
criminalidad de los gobernantesî, de Luis María Díez-Picazo
que acaba de aparecer, publicado por Crítica (Grijalbo
Mondadori), Barcelona 1996.
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