Serie: Convivencias (XI)
Hebert Gatto
Pese a constituir un tópico recurrente de la vida cotidiana y merecer desde siempre un importante esfuerzo teórico, las relaciones entre política y moral no son un tema de abordaje sencillo. Prueba de ello es el que frente al actual y generalizado clamor por la moralización de la política, no se advierta que sin las debidas matizaciones ese reclamo podría facilmente conducir a un dirigismo ético de carácter totalitario. Es decir a un Estado que alegando razones de salud pública impusiera coactivamente a sus ciudadanos una determinada moral cívica, social, sexual o religiosa, conculcando sus libertades en estos terrenos.
Un modo de actuar que desvirtúa lo específico de la moral que radica en la voluntariedad del cumplimiento de sus reglas y, por consiguiente, en la pluralidad de sus manifestaciones. Características antitéticas con las que conforman el mundo jurídico, que protege sus mandatos generales con la amenaza de la sanción externa.
De allí la necesidad de que la moral surja espontaneamente de la sociedad y desde ese origen mantenga su independencia, su diversidad y su función de control social respecto a áreas más institucionalizadas como el derecho. Todo ello impone la necesidad de examinar con cuidado cuales son los puntos de contacto legítimos entre ambos cuerpos normativos, especialmente si se pretende respetar lo propio de cada uno. Un tema donde entra en juego la evolución de la conciencia moral de la humanidad y la autonomía de la política y del derecho como prácticas o subsistemas sociales específicos (institucionalmente separados, luego de un largo proceso histórico de secularización), de la moral convencional. Pero que a su vez supone también encarar el tema de la existencia o inexistencia de límites éticos, y en caso afirmativo de qué carácter, en el accionar de los sistemas políticos.
Moral y política, más allá de sus variables contenidos materiales, constituyen dos prácticas sociales de diferente naturaleza. La política conceptualiza un tipo específico de actividad humana: la dirigida a la formación del orden colectivo más general de un grupo humano (Dowse y Hughes, 1979,p.22, Sartori, 1984). Es actividad política votar, sancionar una ley o concurrir a una asamblea partidaria, pero también lo es, por ejemplo, influir sobre otro para que cambie su ideología política. Las implicaciones de este hacer, que sin embargo no son notas definitorias de él, son la utilización y distribución del poder y la formalización de redes de autoridad sociales. La mayor y más formalizada de esas redes es naturalmente el estado.
La moral por su parte, constituye desde el punto de vista formal, un conjunto de principios evaluativo-prescriptivos de toda conducta humana y de sus diferentes objetivaciones (normas, costumbres, instituciones, estados, etc.). Es un orden que dice lo que es justo o correcto y en ése decir, implicitamente, ordena conductas. Se exterioriza en prácticas e instituciones diversas y su finalidad social, por lo menos desde un ángulo laico, radica en prevenir los conflictos y promover la cooperación (Nino, 1989, p.99).
Sin la moral, de allí su importancia, sería imposible cualquier rudimento de vida colectiva. A su vez la moral carece desde el ángulo de su validez, de toda otra instancia que la fundamente; de allí su incondicionalidad. La primera diferencia entonces, obvia pero que no siempre se tiene en cuenta, es si se quiere de naturaleza ontológica: la política refiere (distingue, nombra, contextualiza y explica) a ciertas conductas dirigidas a una finalidad específica (la constitución del orden colectivo) o a institucionalizaciones o sujetos de ellas (parlamentos, normas o partidos entre otros). Mientras la moral -aquí unicamente analizamos la moral social o pública- desde un punto de vista formal, se presenta como un conjunto de principios, enunciados, juicios o máximas sobre la justicia, aplicables a todas las conductas humanas. Cualesquiera que sean sus finalidades o motivaciones, (Kuschera, 1982). Con el agregado que tales juicios y máximas morales -desde la calificación de una conducta hasta la valoración de un personaje- requieren para su obligatoriedad, de la conformidad, libremente otorgada y por tanto autónoma, de todos los implicados en sus efectos. Yo no quedo alcanzado moralmente por el desconocimiento de una norma que nunca consentí. Aunque pueda ser socialmente sancionado por esa omisión.
Se trata ésta, de una conceptuación formal de la moral, que supone desde su enunciación una doble toma de posición. No solamente por la expresada autonomía del sujeto moral, sino porque al remitirse a la justicia como su única referencia valorativa, excluye a lo bueno como objeto de la moral pública. La idea que inspira esta exclusión radica en que en tanto el bien, la felicidad, las virtudes o el desarrollo individual, integran el ámbito de acción privada de cada individuo, son objeto de la ética individual y no de la social. La sociedad y su moral unicamente pueden estatuir un orden justo para que cada uno procure por sí mismo, su bien y su utilidad. El bienestar o la felicidad, en sus infinitas manifestaciones, sólo puede ser producto de la decisión de cada uno. La moral pública o social sólo deberá contener normas para que esa decisión se tome en condiciones de justicia y de pleno goce de los derechos de todos. De otro modo, se recae en la imposición social de una ética material, determinando socialmente (o politicamente) lo que es bueno para todos, en desmedro de la autonomía de los agentes morales. Una realidad paternalista notoriamente vigente en los regímenes que imponen religiones desde el estado, como es el caso de algunos estados islámicos, o en las recientes dictaduras moralizantes latinoamericanas
Surge por tanto, que aquí postulamos un concepto normativo de la moral -moral posconvencional- potencialmente acorde, según Kohlberg (1981), con el actual estado de la evolución histórica de la conciencia ética de la humanidad en los paises de democracia consolidada. Una evolución que partiendo de un nivel preconvencional donde lo correcto es la obediencias a las reglas y la autoridad para evitar el castigo y el daño físico, lleva a través de sucesivas etapas, a un estadio donde se reconoce la premisa moral básica del respeto a los demás como fines y no como medios. Este desarrollo, parece innecesario recordarlo en este agonizante siglo XX de monstruosos totalitarismos, está muy lejos de haber mantenido un desarrollo lineal, de obtener un total consenso o de haberse plasmado en ninguna sociedad existente. Pero se refiere a un tipo de moral, o más bien a un modo formal o procesal de concebir las decisiones éticas, que era desconocida, aún como aspiración o como mero concepto teórico, en anteriores etapas históricas de la humanidad.
La política distingue a acciones realizadas tanto por las autoridades en ejercicio de sus funciones, como por quienes están sometidos a ellas. En el primer caso las decisiones políticas se concretan mediante vehículos primariamente jurídicos (leyes, decretos, resoluciones, etc.). En el segundo, mediante actos que generalmente sólo indirectamente tienen relevancia jurídica. El derecho constituye de ese modo uno de los lenguajes de la política. El más formalizado y específico de ellos y el amparado por la coacción estatal. A su vez la configuración de redes de autoridades coordinadas en la institución estatal, se formaliza también mediante el derecho que deviene el instrumento de su estructuración institucional. Por último la actividad jurisdiccional, si bien aplica las normas jurídicas y en ese ejercicio conforma uno de los poderes del estado, se relaciona estrechamente con el mundo de la vida y por consiguiente con el de la moral, lo que le otorga un cierto carácter mixto. Y ello desde que las cortes juzgan no solamente particularizando el derecho, sino contextualizandolo de acuerdo a los sentimientos morales de una sociedad. De allí que dentro de la generalidad de la razón práctica, las relaciones entre política y moral contengan a su vez el tema de las conexiones entre derecho y moral como uno de sus apartados básicos.
Puesto que tradicionalmente se ha visto esta última relación como la que vincula a dos sistemas normativos sociales, conviene observar que la moral constituye un orden evaluativo del que se extraen prescripciones, o, para algunos, un orden prescriptivo del que se infieren valores (Kuschera, 1989), mientras el derecho desde el punto de vista lógico se relaciona sin mediaciones con el campo de las órdenes y mandatos (Nino, 1985,) y no directamente con los juicios de valor. De esta variedad de naturaleza surgen a su vez diferencias, que aquí sólo apuntamos. De las órdenes no se puede predicar verdad, falsedad, o corrección, pero sí de las valoraciones; estas últimas son universales mientras las primeras no lo son. Y fundamentalmente las valoraciones evocan razones mientras las órdenes no las exigen (en contra, Navarro y Redondo, 1994, Hare, 1972). De allí que las proposiciones que subyacen a los juicios morales son principios generales aplicables al caso y como tales pasibles de exámen racional. Principios que de acuerdo a nuestra conceptualización normativa de la moral deben ser universalizables, generales, públicos y finalistas, aceptables por cualquiera que se coloque en condiciones de imparcialidad y conocimiento de los hechos atingentes y que juzge razonablemente (Cortina, 1990). Lo cual no significa que la moral histórica siempre haya reclamado explicitamente razones para su vigencia, sólo implica que desde el ángulo lógico, la justificación racional es una dimensión necesaria e implícita de la valoración ética.
Por su parte las reglas de derecho no indican directamente -por lo menos para una parte importante de la doctrina- la existencia de razones para actuar (lo que naturalmente no quiere decir que en los hechos no las tengan). Con esta distinción se señala, de paso, la necesidad sociológica de complementación entre derecho y moral y, por consiguiente, entre el campo de la política y el de la moral. Sin esta convergencia el derecho giraría en el vacío de lo puramente ordenado, sin razones justificatorias inherentes, e incluso la obligación de obedecerlo -de inequívoco carácter moral- carecería de cualquier base de sustentación racional. De allí que el tema, tan socorrido, de porqué obedecer al derecho esté contenido en otro más amplio, de porqué someterse al orden político que lo sanciona. Una pregunta que nos devuelve al tema más general de las relaciones entre ética y política.
Francisco Laporta (1993) ha observado con acierto que los principales problemas de las relaciones entre moral y política pueden señalizarse con los nombres de quienes los han descubierto o profundizado: Maquiavelo, Mill y Weber. Autonomía absoluta entre política y moral en la interpretación tradicional de la posición del primero; límites de la legalización de la moral en el segundo y características de la moral política en el tercero. En lo que sigue nos detendremos en los dos primeros ítems, atendiendo a que el tercero, el referido a la diferencia planteada por Weber entre ética de la convicción (privada) y ética de la responsabilidad (pública), carece de relevancia actualmente, cuando en definitiva ninguna ética, ni aún la más principista o deontológica de ellas, se desentiende -como postulaba Weber de la ética de la convicción o privada- de las consecuencias de la aplicación de normas o principios. Casi nadie al presente -salvo quizás algún fundamentalista religioso- rige su conducta por máximas inflexibles aplicables fuere cuales fueren las consecuencias de ellas. El viejo apotegma kantiano de "fiat iustitia pereat mundi", ya no es aplicable a un mundo cada vez más interrelacionado, donde el aleteo de una mariposa en China puede provocar un huracán en el Caribe.
El problema Maquiavelo se refiere, como decíamos, a la presunta independencia de los políticos en sus acciones públicas, de cualquier límite moral. A estar a una interpretación bastante difundida del pensamiento del florentino, éste habría planteado por primera vez en "El Príncipe" la autonomía absoluta de la política como modelo de acción pública. La política sólo estaría condicionada o evaluada por los objetivos de estabilidad, seguridad exterior y permanencia en el poder por parte de sus autoridades. El engaño, la crueldad, la astucia y la perversidad suelen ser adecuados instrumentos del gobierno, en tanto tiendan al engrandecimiento del estado. Por consiguiente la actividad política no quedaría subordinada ni estaría alcanzada por valores morales típicos como la bondad o la corrección, sino en todo caso por valores instrumentales como los ya mencionados. Por consiguiente un dirigente puede ser considerado un "buen político" siempre que sus actos -cualquiera que sea su calificación moral- sean instrumentalmente eficaces para la permanencia, la estabilidad o la seguridad de un sistema político o de su régimen particular de dominación (Strauss, 1993).
Es más que discutible si esta interpretación tradicional hace justicia a los planteos de Maquiavelo, un intérprete de la necesaria separación formal-institucional entre derecho y moral aunque no, pensamos, de la absoluta desvinculación entre ellos. También se ha dicho, con bastante más lógica, que el intento del florentino era crear una moral pública que partiera de principios propios, a los que se subordinaran los restantes principios éticos. El problema de esta interpretación, cuando la misma se plantea de forma demasiado radical, es que no es admisible que la ética pública, pese a su necesaria especificidad, pueda distanciarse de tal modo de la ética privada como para contradecirla frontalmente y constituirse en una moral totalmente autónoma. Más bien debe pensarse la moral como un sistema de cierta coherencia general en sus valores centrales, pero con diferentes aplicaciones o submorales regionales.
Por ello bien puede decirse que la radicalización de esta distinción, atribuida al pensador florentino, parte de un equívoco básico. Ningún orden o sistema de conductas en tanto campo del obrar humano y mucho menos la política, puede sustraerse, ni sociologica ni logicamente, a la evaluación y prescripción del juicio moral. Pretenderlo sería desconocer la naturaleza misma de la moral, abocada por definición a la calificación valorativa de todos los aspectos y todos los tipos de la actividad humana. Desde la científica hasta la artística. Del hecho que la conducta política pueda ser distinguida y estudiada en su particularidad, separándola de otros modo de obrar, así como que de ella emerjan instituciones específicas sometidas a particulares exigencias funcionales y estructurales no se infiere la suspensión de la moral como evaluación ética de una y de otras. Por lo demás, como ya dijimos, la pregunta de porqué cualesquieras acciones o instituciones, por más estables y eficaces que ellas luzcan, son justas o correctas nunca puede impedirse, más no fuere en la interioridad de los interrogadores. Y con esa pregunta se plantea el problema moral.
Si Maquiavelo importa en el decurso de la teoría política es precisamente por su clarividencia para autonomizar la política, desaparecida la unidad de la Polis, de otros tipos de sistemas de acción, como la religión, o la economía, erigiéndola en un ámbito específico de la vida social. También, seguramente, por haber advertido que los valores particularistas de la moral cotidiana se adaptaban mal para la avaluación del aspecto público de la vida social, la que con la complejización de las sociedades adquiría progresivamente más y más importancia y especificidad. Pero ello, como es obvio, es bastante diferente de la proclamación de la autonomización absoluta de la política de la moral.
Tabicar las relaciones entre ambos ámbitos, supondría nada menos que introducir la absoluta arbitrariedad moral en la política y quitarle a la primera campos tan instintivamente atingentes a ella como el referido al uso de la violencia sobre seres humanos, el alcance de las libertades en las sociedades o la evaluación de los derechos humanos en general. Una operación de privatización o de reclusión de la moral en el ámbito particular cuyas nefastas consecuencias no es necesario enfatizar. Pero que además plantearía el inconveniente de la inestabilidad de hecho de cualquier sistema político que pretendiera desvincularse de la moral de sus integrantes. Un problema que todas las dictaduras innovadoras de la historia han sabido comprender, procurando siempre generar bases mínimas de consenso.
Responder que la política manteniendo su autonomía, está de hecho valorada permanentemente por la moral y que es correcto que así sea, no resuelve a qué moral y de que forma debe entablarse esta relación. No alcanza con postular un centinela si no se califican sus atributos. Especialmente, como decíamos, cuando una larga tradición afianzada durante todo el decurso de la Edad Media ha tendido a confundir -lo que es distinto a relacionar- política, moral y religión, resolviendo los problemas atingentes a la primera aplicando precripciones de las segundas. Con la consecuencia del predominio social de una política de estructura privatista, fuertemente teñida de los conceptos de transgresión y pecado.
Frente a esta concepción reaccionó John Stuart Mill, perfeccionando la evolución del pensamiento liberal en el campo de la filosofía política, al afirmar que "La única parte de la conducta de cada uno por la que se es responsable ante la sociedad, es la que refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu el individuo es soberano" (Mill, 1984). Un planteo que ha situado las relaciones entre política y moral en su frontera más delicada y que remite a las conexiones entre democracia y liberalismo, así como a la conceptuación de los derechos humanos como derechos morales, normativamente inmunes a su desconocimiento por el derecho. Pero para abordar este relacionamiento, crucial para nuestro tema, de un modo que permita visualizarlo en todas sus implicancias, vale la pena remitirse a un ejemplo histórico verdaderamente clarificador.
En el año 1954 en medio de una creciente inquietud social sobre el estado de las costumbres, se creó en Inglaterra una comisión, bajo la dirección de John Wolfenden, para determinar la situación de las leyes penales en materia de homosexualidad y prostitución. El resultado, inscripto dentro de las pautas del más riguroso liberalismo fue un informe parlamentario que se expresó en los siguientes términos: "A no ser que actuando a través del instrumento de la ley, la sociedad vaya hacia un intento deliberado de equiparar la esfera del delito con la del pecado, debe mantenerse un ámbito de moralidad e inmoralidad privada que, en términos breves y crudos, no es asunto del derecho" (Laporta, 1993).
El informe pese a su claridad o quizás por ella, no convenció a Patrick Devlin, juez y posteriormente miembro de la Cámara de los Lores, quien razonó que el desenfreno sexual y la extensión de la prostitución estaban alterando las características profundas de la sociedad inglesa, por lo que era lícito que ésta se defendiera, prohibiendo tales actividades. Para Devlin la homosexualidad por ejemplo, resultaba una práctica tan corruptora de las costumbres aceptadas, que su generalización ponía en entredicho un modo de vida tradicional, basado en los valores familiares y en el predominio externo de los hábitos de las mayorías. En su visión la amenaza a los rasgos básicos a la moralidad positiva hacía peligrar los propios cimientos culturales de la sociedad, por lo que las leyes estaban obligadas a su defensa prohibiendo las prácticas que la transgredían. El hecho, amplificado por la influencia de los medios de comunicación masivos, motivó una extensa polémica, que trascendió al campo de la ética y la filosofía política, con intervenciones de los connotados Hart y Dworkin, oponiéndose a las posiciones de Devlin.
En general los argumentos de ambos filósofos se basaban en la profundización en la naturaleza última de las sociedades y la moral y su recíproca relación. Para Hart las sociedades no son entes o sujetos dotados de una moral unitaria, cuya tranformación las ponga en peligro como unidades. Los únicos titulares de derechos morales son los individuos singulares y no las entidades colectivas conformadas por multitudes de sujetos necesariamente distintos en sus atributos éticos. La moral no vale sin el consentimiento a sus normas por parte de sus integrantes y aún cuando se probara la existencia de una moralidad positiva socialmente mayoritaria, por ejemplo, en su condena del homosexualismo, ello no justifica eticamente la verdad o la corrección de esa condena.
En dirección similar Dworkin afirmaba que no todo lo que conforma la moralidad positiva de una sociedad vale como moral. Los prejuicios, los atavismos o los argumentos de autoridad o de caracter divino, por más que formalmente integren la moral positiva de una comunidad y se los haga valer como tal, no son oponibles a la minoria ajena a los mismos. Entre otras cosas, porque muchas veces las pautas de moralidad surgidas de grupos minoritarios son las que en definitiva, al contraponerse con los valores heredados permiten el cambio y la profundización de los criterios morales de una sociedad. Pero además porque la moral supone en cada caso, criterios racionales de justificación de sus principios, los que no necesariamente están presentes en la moral positiva, por más que ella implique, como es el caso, la convergencia de un número apreciable de morales individuales. Y por más que sea capaz de ejercer sobre los "transgresores", como en los hechos sucede, una presión social inocultable.
De todos modos la postura de Devlin planteaba un problema real: ¿no puede una sociedad procurar preservar sus costumbres tradicionales?, ¿cuáles son los límites de la democracia -porque tal era el sistema imperante en Gran Bretaña- para propiciar, estimular y conservar los valores morales de las grandes mayorías que otorgan su perfil a una sociedad? En caso de defenderse el derecho de ciertas minorías al mantenimiento de morales privadas a contrapelo de los valores y costumbres de las masas, ¿no se está defendiendo un elitismo aristocratizante reñido con el sentir popular? Pero además ¿cuáles son las fronteras a los deseos de los pueblos, fundamentalmente cuando se viven, como tantas veces ha sucedido en la historia, procesos revolucionarios cuyo objetivo es modificar radicalmente las pautas de convivencia de una sociedad carcomida por el tradicionalismo? La respuesta a estos interrogantes que hacen a la problemática central de la vida social, nos remite a otra de las muchas dimensiones de las relaciones entre moral y política.
El citado John Stuart Mill, agregaba a sus reclamaciones por una moral cívica o política, un "principio básico" que la vertebra: "..... el único fin para el que el género humano está autorizado, individual o colectivamente, a interferir en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros es la propia protección. El único propósito con el que el poder puede ser legítimamente ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es para prevenir el daño a otros. (Nadie) puede ser legítimamente compelido a hacer u omitir algo, porque ello sea mejor para él, porque le vaya a hacer más feliz (o) porque, en la opinión de otros, hacerlo fuera sabio o incluso moralmente correcto" (Mill, 1984). Para el autor inglés esta limitación se impone a cualquier régimen político concebible y por consiguiente -pese a los valores intrínsecos de ella- también a la democracia. Las decisiones mayoritarias de una democracia constituyen el mejor modo de resolver las controversias sociales, son una expresión de la soberanía popular e instituyen un sistema de igualdad política entre todos los ciudadanos, pero aún así no pueden transgredir ciertos límites que hacen a su propia lógica sistémica, pero más profundamentamente todavía, a los derechos fundamentales de los seres humanos.
Aquí, a través de este planteo, lo que el téorico liberal está planteando, aunque ello no haya sido siempre claramente advertido, es la existencia de un ámbito presidido por el valor de la dignidad humana, que en ningún caso puede ser rebasado por el derecho. Un conjunto de principios morales que constituyen territorio vedado para cualquier ordenamiento que pretenda conculcarlos o limitarlos. Un enfoque que en la práctica condujo a un tipo específico de democracia: la democracia liberal.
La consecuencia, en cierto modo inesperada, es que en este terreno moral y soberanía popular (medida ésta en términos de mayorías sociales) se contraponen. Existe una frontera entre democracia y moral, derecho democrático y ética, que no puede ser cruzada sin destruir a la vez los fundamentos últimos de la moral y del derecho en el actual estado de la conciencia moral de la humanidad (Kholberg, 1981: Cortina 1993).
Es importante con todo que este límite no sea pensado como el que divide a dos fuerzas enfrentadas. Por un lado podría sostenerser que la democracia es más que un procedimiento de decisión, y que como tal desde ya incorpora en su definición a los derechos de las minorías y con ellos a los restantes derechos que habiliten un pronunciamiento adecuado del ciudadano (Nelson, 1986). Por otro lado los derechos humanos requieren su positivización jurídica y en ese sentido el derecho en una democracia, complementa, dando fuerza coactiva, al previo imperativo ético de respetarlos. De ese modo las normas jurídicas constituirían prescripciones restrictivas destinadas a evitar lesiones de derechos que las personas tienen en relación unas con otras, pero que no son otorgados por ellas. Con lo que el orden jurídico, en relación a los derechos humanos, más que a crear un valor positivo que lo preexistiría, está destinado a evitar un disvalor, como el que supondría cualquier acción que los limite o dañe (Guariglia, 1987). Pero aún con estas matizaciones, debe tenerse claro que esta exigencia de legalización es independiente de lo que constituye la nota distintiva de los derechos humanos, como el núcleo más irreductible de la moral de fines del siglo XX: esto es la capacidad para quitarle validez u obligatoriedad al propio orden jurídico estatal en caso de su desconocimiento (Alexy, 1994). Y ello cualquiera que sea la conceptuación de democracia que se escoja.
La razón es bien simple: si aceptamos que validez desde el punto de vista jurídico significa obligatoriedad o fuerza vinculante del derecho, los enunciados referidos a los derechos humanos tienen que ser primariamente morales, puesto que sólo ellos, de ser ignorados, tienen la capacidad de quitarle validez o aún su propia existencia al derecho que los niega. Tal lo sucedido en Alemania con posterioridad a la segunda guerra mundial, cuando se planteó el interrogante de si ciertas normas promulgadas por el régimen nacionalsocialista desconociendo derechos elementales de la comunidad judía, podían o no considerarse verdadero derecho. Un tema que motivó varios pronunciamientos del Tribunal Federal Alemán, inspirados en Radbruch, negando la calidad jurídica a normas groseramente violatorias de los derechos humanos. Ingresamos así a una dialéctica entre moral, política y derecho, donde la moral reimpone, al cabo de un largo proceso histórico plagado de avances y retrocesos, su prevalencia sobre la política. Pero no ya con el carácter general con que la moral social o positiva (E. Díaz, 1979 ), se imponía a la política, influyendo decisivamente en el contenido material de sus decisiones. No solamente remitiéndose a la costumbre ética como fuente de derecho, sino incluso, legalizando positivamente las más variadas normas morales. Una prevalencia que la modernidad ha progresivamente imposibilitado. Ahora la moral hace valer sus fueros en un área vital pero acotada: la referida a los derechos. La moral pública deja de ser una ética de la virtud, de la felicidad o del interés, para convertirse en una moral de derechos (Guisán, 1995). De este modo se abre otro capítulo atingente a nuestro tema: el referido a las relaciones entre moral y derechos humanos y de estos últimos con la política. Un tema que exploraremos en una próxima nota.
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