María Esther Burgueño
Año a año se repite: en las carteleras aparecen con insistencia las grandes obras del teatro norteamericano, por lo menos las que se asocian con la figura de Eugene O'Neill como precursor.
A comienzos de año podíamos ver la reposición de Historia del zoo de Albee, luego la Comedia estrenó Historia del zoo de Albee, luego la Comedia estrenó Idilios de T. Williams, ahora La Gaviota pone Viaje de un largo día hacia la noche de O'Neill. Para el segundo semestre se anuncia Después de la caída de Miller. En Buenos Aires, por su parte, se exhibe Cristales rotos, el último opus del propio Miller.
Si el espectador es algo memorioso y se pone a observar se encontrará una lista interesante referida a estos autores. Con la certeza de dejar de lado muchas cosas importantes recordemos, a vía de ejemplo que La Gaviota puso La muerte de un viajante de Miller prácticamente con el mismo elenco que hoy protagoniza el Viaje..., El Galpón puso Panorama desde el puente también de Miller con dirección del norteamericano David Hammond y la actuación de Luis Fourcade y María Azambuya. Carlos Aguilera, por su parte, ha dirigido a diferentes grupos en una de sus especialidades, Tennessee Williams. Así lo hizo en la Alianza Cultural Uruguay-EE.UU. una hermosa versión de Súbitamente el último verano con Graciela Gelós en el protagónico de la madre, y en la Brussa, El zoológico de cristal con Juan Jones, Elena Zuasti, y Gabriela Iribarren. Ambas se suman a la recordada versión de la Comedia de Un tranvía llamado deseo con Estela Medina en el papel de Blanche Dubois y a la del Workshop de la Alianza Cultural Uruguay EE.UU. de El luto le sienta a Electra de O'Neill, con Elena Zuasti. En cuanto a Albee, sus dos obras centrales han estado reiteradamente en cartelera: Gomensoro y Gallego representaron a los solitarios del parque en la célebre Historia del Zoo, Dahd Sfeir, Taco Larreta, Ricardo Beiro y Gabriela Iribarren fueron los protagonistas del juego de poder que es ÀQuién le teme a Virginia Woolf?
Dos cosas se hacen obvias al observar los datos anteriores. La primera es la preferencia por el sistema teatral norteamericano del siglo XX que tienen nuestros elencos. Hablamos de sistema en cuanto consideramos a estos creadores como partícipes de un todo organizado a partir de ciertos supuestos estéticos y ciertos objetivos éticos del arte, encarnados en la propuesta de O'Neill y su relación con los grupos independientes de comienzos de siglo, la que dio lugar, sin duda, al surgimiento del teatro norteamericano. La segunda es la exclusión de los creadores norteamericanos ajenos a la línea O'Neill. Ambas cosas resultan elocuentes en el momento de considerar el papel que jugaron las diferentes tendencias de la escena estadounidense cuando debieron juzgar la compleja realidad del país en los períodos bélicos y en circunstancia del famoso quiebre de Wall Street, así como los alcances de las políticas gubernamentales en torno a la creación artística, tales como el New Deal, de fines de la década del 30 o el macarthysmo iniciado en la década del 40.
Ya se sabe, todo empezó por O'Neill. Estados Unidos llegó al siglo sin contar con un teatro propio. Apenas si poseía un circuito de exhibición en el barrio neoyorkino de Broadway y grupos itinerantes que recorrían el país llevando los éxitos del teatro europeo finisecular o las adaptaciones de escritores decimonónicos de moda. El propio James O'Neill, padre de Eugène, fue un conocidísimo actor viajero que se hizo célebre representando a Edmund Dantès, el noble sufriente de El conde de Montecristo de Alejandro Dumas. Pequeños grupos aspiraban a la creación de formas nacionales de teatro que no se limitaran a repetir fórmulas sino a crear un verdadero fenómeno artístico que representara en tablas la esencia de los conflictos, el lenguaje y las situaciones norteamericanas. Para ello buscaban no solo temas sino también propuestas estéticas que se situaran más allá de la pauta complaciente de Broadway. El sistema off daba sus primeros pasos. En 1905 en la Universidad de Harvard, el Profesor Charles P. Baker fundaba un taller de trabajo e investigación en teatro, de mítico prestigio: el 47 Workshop. Este constituyó una infatigable fuente de experimentación y revisiones. Hacia 1914 el propio O'Neill golpeará las puertas de Harvard para conocer la actividad del grupo.
Mientras tanto compañías independientes de players buscaban espacios no convencionales para intentar su experimentación dramática y se situaban en lugares alejados del centro y de los circuitos usuales. Actuaban en muelles, barracas, sótanos, pescaderías, en fin, donde podían. Rara vez tenían algún texto que les interesara y que se aviniera a sus intereses. Así peregrinaban los jóvenes de Chicago que integraban los Provincetown Players, y los del Wharf Theatre, y los del posterior Group Theatre como verdaderos personajes en busca de un autor.
En 1915 se produce un encuentro mágico. Un joven que había estado tuberculoso en un sanatorio, había compuesto durante su enfermedad varias piezas breves, en 1913. Al salir del sanatorio se pone a realizar estudios teatrales, se convence de la validez de lo que ha creado y entra en contacto con los Provincetown Players. El joven era Eugene O'Neill; la pieza que les presentó a los aficionados de los muelles, Rumbo a Cardiff; el resultado, el acta de nacimiento del teatro norteamericano. En veinte años O'Neill habrá estrenado más de veinte títulos, habrá ganado el Pulitzer dos veces y el Premio Nobel, habrá probado que se puede vivir de la profesión de dramaturgo, habrá creado una nueva corriente de público devota de estas obras con sabor a verdad y a indagación, habrá realizado una formidable síntesis entre el simbolismo y el naturalismo finiseculares con el expresionismo de comienzos de siglo, habrá integrado el anarquismo y el psicoanálisis a sus piezas, habrá realizado una fusión entre los elementos de la tragedia griega y la mística católica y habrá creado un estilo que, en 1953, a su muerte, habrá señalado a generaciones enteras de creadores.
La década del 30 se abre bajo los funestos auspicios de la crisis de Wall Street y coloca a los creadores norteamericanos en la situación de tomas posición frente a la realidad. Surgen así los escritores proletarios, la escuela de creadores de lenguaje rudo, la generación perdida, los que intentan, en fin, dar testimonio del instante a través de sus obras. Elia Kazan, afiliado al Partido Comunista y su Group Theatre (muchos antes, por supuesto de la defección que le llevaría a colaborar con la caza de brujas macarthista y que le alejaría de la amistad de creadores como Miller y del respeto de sus contemporáneos), la Liga de Teatros de Trabajadores, los laboratorios, el Teatro Campesino formado en California por trabajadores en huelga, en fin, todo lo que podría resumirse con el nombre del dramaturgo Clifford Odets. De él dice Joterrand en El nuevo teatro norteamericano: En Odets la historia no es ya la de un individuo sino la de un grupo cuyo destino está relacionado con el de los espectadores.
El gobierno de la segunda presidencia de Roosevelt se dispone a prestar apoyo a las compañías que florecen por todas partes y prevé un plan de subsidios para actores desocupados. El New Deal está en marcha. Y con él una amenaza para el sistema que no tarda en comprender que no hay modo de controlar la ideología de los grupos que continuamente lo cuestionan. Serán entonces el turno para que entre a escena el senador Mac Carthy a realizar una higiene profunda.
Pero no solo estarán los dispuestos a realizar una dura crítica de lo que ocurre. Están también los que cultivan el sueño de que nada ha pasado, de que todo está bien, la vertiente optimista. En La rosa púrpura del Cairo, Woody Allen refleja notablemente este momento artístico. Su protagonista es una víctima del descalabro económico del país y lucha entre empleos miserables y un marido desocupado y prescindente. Su única satisfacción es ir al cine para compensar sus carencias. Allí Hollywood le proporcionaba una realidad de mentira que muestra héroes ricos y triunfales que viven en mundos de champagne y abundancia y que ella elige para refugiarse. Cuando uno de esos héroes sale de la pantalla, convocado por la conmovedora fidelidad de la espectadora, tropieza con esa realidad y es arrollado por ella. No solo Hollywood es una fábrica de sueños, Broadway también tendrá encargados de negar lo que sucede. William Saroyan es quizás el más célebre pero no el único. El teatro también es capaz de recrear la afirmación del estilo de vida americano, de la fe en la inquebrantable bondad del sistema que terminará por imponerse castigado a los malos y premiando a los buenos.
La década del 40 encontrará a autores que reconocerán en O'Neill la referencia inevitable. El planteó en completud los problemas sociales desde el Yank de El mono velludo, que moría por haber renunciado a su pertenencia de clase en brazos de una joven aristocrática y caprichosa. El reveló los abismos del inconciente freudiano, al cual son tan afectos los dramaturgos norteamericanos desde que el marino de Rumbo a Cardiff se tendió a morir en la cubierta del barco asistido por otro marino que actúa casi psicoanalíticamente, hasta ese torneo de indagación en lo edípico y lo incestuoso de los catorce actos de El luto le sienta a Electra. El resumió y preparó, en fin, ese doble filtro social y psicológico que asumirán los grandes escritores de la década del 40 y del 60. Williams y Miller, hijos de O'Neill, y Edward Albee, su nieto intelectual. Se ha insistido, con razón, en que los dos primeros significan, de algún modo, los conflictos de la Norteamérica dividida entre el Sur castrado y sufriente, encerrado en su sueño de abolengo perdido, y el Norte tecnócrata, avasallante y destructor del hombre en pro de un sistema económico que no repara en víctimas. De cualquier modo Mac Carthy no se equivocó al ponerlos en el index: Sabían demasiado como diría algún villano de la serie negra.
La escena uruguaya tiene a su vez, en las décadas cruciales que hemos señalado recién para el teatro norteamericano, su propio impulso que la lanza a una existencia plena.
Después de los grupos filodramáticos barriales de las décadas del 20 y el 30 empieza a plantearse la cuestión de una modalidad más orgánica de funcionamiento. El resultado va a ser doble. Por un lado aparecerá el teatro independiente, por otro se irán organizando las primeras escuelas de Teatro tendientes a afirmar la profesionalización del actor y su marco regular de presentación y formación.
A este respecto es invalorable la palabra del dramaturgo y, ante todo, eminente hombre de teatro que es Andrés Castillo. En Escenarios de dos mundos (Inventario teatral de Iberoamérica), publicado en España por el Centro de Documentación teatral, reseña la evolución que va desde la Casa de Comedias que en 1793 se erigiera como el primer local de representaciones en la Banda Oriental, hasta el surgimiento del Teatro Independiente. Allí señala cómo entre la década del 20 y la del 30 se producen los primeros intentos formales de teatro de arte. Menciona entre ellos la Escuela de Arte de la actriz italiana Jacinta Perazza, la Casa del Arte de Angel Curotto y Carlos Lenzi, la Escuela de Declamación impulsada por Justino Zavala Muniz, y la Escuela de Arte Dramático fundada en 1941 por iniciativa del Sodre.
Sostiene Castillo que en la década del 40 varios acontecimientos contribuyeron a definir un perfil de la escena nacional. Habla de la Guerra Civil española y sus efectos movilizadores en la sensibilidad nacional, además del trasvase de intelectuales exiliados por los fascistas. Entre ellos estuvo Margarita Xirgu. Refiere también a la dictadura de Terra que obligó a nuestros intelectuales a tomar partido en torno a la causa de la democracia, a la Segunda Guerra Mundial, al ascenso de Perón en la República Argentina. Todo esto dice Castillo: Configuró un gran caldo de cultivo para los movimientos posteriores en que se canalizó la realidad teatral nacional.
Alude entonces a la aparición, en 1937, del Teatro Independiente, con la fundación del Teatro del Pueblo que se proponía erigir el teatro por el pueblo y para el pueblo, fundar un arte nuevo para un mundo nuevo. En 1947 se produce un momento crucial para nuestro teatro: se funda F.U.T.I. (Federación Uruguaya de Teatros Independientes) y nace el teatro oficial bajo la forma de la Comedia Nacional. Desde esta fundación doble que marcó tendencias de nuestra escena, el Teatro Independiente no dejó de actuar, proyectarse y crecer promoviendo giras, encuentros, festivales, congresos, aunque muchos de los grupos fundacionales ya no existan.
Observemos que las fechas que estamos manejando son del todo coincidentes con las del teatro norteamericano señaladas como el momento de definición crucial que media desde la crisis de Wall Street hasta la resolución de la política del New Deal y la posterior reacción del macarthismo. Recordemos también que los grupos norteamericanos, en su mayoría, tomaron la bandera de un teatro popular y de análisis de la realidad que sentían expresado por el más ilustre fundador: O'Neill. Anotemos que para ello se plantearon una verdadera reformulación estética basada en la presencia de Boleslavski, un discípulo de Stanislavski que permaneció en EE.UU. para enseñar su técnica cuando el Teatro de Arte de Moscú visitó el país en gira de intercambio.
Observemos ahora cuáles fueron algunos de los principios que definió al Movimiento Independiente Nacional que siempre animaron a sus participantes pero que recién fueron precisados en 1963, en la Segunda Reunión General de Consejos Directivos llevada a cabo en la mítica Carpa Teatro de FUTI.
Allí se habla, entre otras cosas, de independencia en relación con intereses de particulares o de grupos y también con respecto a precisiones que obstaculicen la difusión de la cultura. Se habla también de la necesidad de mantener una línea elevada de arte, garantizando la elevación cultural y técnica, se reafirma asimismo la línea nacional que explore una temática y un lenguaje de raíz nacional con proyección americana. Se recuerda también la inalienable vocación popular de un arte que debe ser patrimonio de su pueblo, y luego de los principios de organización democráticas e intercambio cultural se reafirma el principio de militancia por el cual los teatros independientes se comprometen a militar en el proceso de la situación del hombre en la comunidad tratando de crear conciencia de hombres de su país y de su tiempo y luchando por la libertad, la justicia y la cultura.
En el 50 todos los leíamos, todos los veíamos, todos los oíamos
La importancia del arte norteamericano en el imaginario del hombre de la cultura nacional y latinoamericano en la mitad de siglo es enorme. Las bibliotecas de esa época se alimentaban de John Dos Passos, de Steinbeck, de Erskine Cadwell, de Hemingway, de Faulkner, de Sinclair Lewis, de Upton Sinclair. Los ojos se atiborraban de los rostros familiares de los astros de Hollywood y del cine independiente norteamericano, las radios trasmitían la magia de Sinatra, de Los Plateros, de Nat King Cole, de Elvis.
Nuestros escenarios encontraron en sus dramaturgos, no en todos, en los hijos del compromiso O'Neill, una especie de síntesis del ideario que recién reseñábamos. Encontraron calidad artística, renovación estética, búsqueda de una expresión de conflictos que hablaran de la realidad social, lucha denodada contra las presiones y las censuras. Encontraron posiciones contra las cazas de brujas que Miller inmortalizara en Las brujas de Salem y en Después de la caída, contra las alienaciones del hombre y sus afectos que Albee detectara en sus tragedias. Y fundamentalmente, encontraron el contenido de militancia en el amplio sentido de creación de esa conciencia colectiva en torno a los problemas de una comunidad que se constituye en lo político, en lo social, en sus vínculos interpersonales, en la manera en que la comunidad integra a sus inmigrantes, en las oportunidades laborales que ofrece, en sus maneras particulares de reprimir al individuo en sus pulsiones íntimas y en sus opciones colectivas.
Los compromisos del teatro independiente siguen vigentes. La identificación con la práctica del teatro norteamericano que encarnaba una praxis similar, también. Por eso todos los hijos de O'Neill tiene tablas, parafraseando al mismo autor. Y también tienen alas. Y vuelan con vigencia y frescura.
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