Hay varias respuestas, entre las cuales no caben las dos ya señaladas, pero lo más evidente, lo que salta a la vista de quienes hayan pensado en la cuestión es destacar que la ortografía sirve para mantener la unidad de la lengua escrita. Esto es suficiente para valorarla y para dedicarle esfuerzos en procura de su afirmación y de la erradicación de los gruesos errores que la empañan diariamente entre gente de cualquier tipo social o cultural.
Mantener la unidad de la lengua escrita no parece tarea desmesurada. Basta cumplir ciertos requisitos fundamentales para llegar a la meta: conocimiento adecuado de la psicología del niño y de las bases psicológicas de la ortografía; tratamiento de temas acordes con la edad cronológica del educando para encararlos con la justa profundización; elección del método eficaz y de los procedimientos de trabajo para ponerlos en práctica con seguridad y buen rendimiento; desarrollo -despacioso pero duradero- de una conciencia ortográfica entre los alumnos para cimentar una actividad que abarca mucho tiempo si se la quiere dominar plenamente; coincidencia de criterios didácticos básicos entre quienes tienen en sus manos la batalla en favor de la ortografía.
Se ha encarado el punto desde la óptica del docente, porque él es el eje alrededor del que gira el problema y porque de su dedicación y actividad se espera que salga el paliativo para hacer frente al avance de la disortografía.
La sola razón de tender a la unidad del código escrito para que sea entendido gráficamente por todos los receptores de mensajes es motor poderoso para impulsar el mejoramiento de la enseñanza ortográfica. Piénsese en qué seria un texto escrito arbitrariamente, siguiendo la voluntad o el capricho de cada escribiente, sin considerar que hay alguien más que mira y lee ese texto con la intención de captar información rápida y clara. Sería un texto erizado de dificultades por la lenta y, a veces, costosa identificación de los vocablos, escritos de una manera por unos y de otras maneras por otros. Se crearía una especie de dislexia momentánea e individual frente a cada página de diario o libro si hubiera opción para proceder de acuerdo con la propia inclinación del escribiente. Al no existir normas reguladoras se caería en una situación tal que no se obtendrían noticias ni conocimientos firmes por falta de un criterio consensual sobre cómo escribir las palabras de la lengua. Las normas -que no son represoras ni coartan la libertad de nadie que escriba- forman una coraza defensiva para el lector, quien no tendrá que andar adivinando qué se quiso decir con tales o cuales voces que ve y que no entiende por su grafía dislocada, y para quien un trozo escrito no debe agregar inconvenientes a los que ya, de por sí, lleva un texto, tanto semántica como sintácticamente considerado.
Un enunciado tan simple como "Me lo ha contado un joven poeta potosino y me pareció que en este sencillo relato palpitaba ya el esquema de una novela" -que pertenece a Alfonso Reyes, pero que puede ser producto de cualquier persona medianamente instruida- es trasladable al papel de incontables modos si no se respeta la exacta escritura de cada palabra. Dicho de otra manera: si no se atiende al dibujo justo de cada término. Habrá quienes escriban "pareció", "paresió", "parecio", "parheció" o "esquema", "escema", "escéma", "hesquema" y así sucesivamente con las voces del enunciado que permitan variación gráfica. Parece un chiste de Oski o de Peloduro, pero no lo es. De aquí al caos no hay mucha distancia.
A finales del siglo XV hubo una preocupación muy grande por armar un sistema ortográfico coherente y de rendimiento sustantivo. Hasta ese momento el desorden imperante al escribir los vocablos provocaba confusiones y protestas, principalmente entre quienes, por sus tareas literarias y cancillerescas, debían escribir y leer lo que otros escribían.
En 1587, Felipe II recibe de un grupo de maestros el Memorial presentado al rey Felipe II sobre algunos vicios introducidos en la lengua y escritura castellana, manuscrito que se conserva en el monasterio de El Escorial. En él se expresaba la preocupación causada por los estragos y desórdenes a que era sometida la lengua y se recomendaba que hubiera un examen entre todos los maestros que enseñaban las primeras letras, como forma de establecer quiénes no dominaban los principio ortográficos que regían en ese período. Así ocurrió y no solamente se hizo hincapié en la escritura de las voces, sino que también hubo revisación de las actividades pedagógicas en general (no muchas, por razones obvias) y vigilancia de los libros usados para la enseñanza de los niños. Pese al desorden denunciado había una reglamentación ortográfica que tenía vigencia y que pertenecía a Juan López de Velasco.
En 1844, a instancias del Consejo de Instrucción Pública, la reina Isabel II, con fecha 25 de abril, estableció la obligación de enseñar la ortografía que propagaba la Academia, organismo fundado en 1713 y que había echado los fundamentos de lo que pasó a denominarse "ortografía académica". Por coincidencia increíble, el mismo día del mismo año, la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile lanza su reforma ortográfica, que se transformaría en ortografía autónoma chilena por disposición gubernamental. Fue azarosa su existencia durante el poco tiempo que duró. Cerca de tres años después de aplicada, la ortografía chilena cayó en desuso y se volvió al seno de la escritura académica.
La decisión de Isabel II lleva a la creación de una cartilla que fija cuáles son las normas que regulan la escritura de las palabras castellanas. Surge, así, como producto de la Academia, el Prontuario de ortografía de la lengua castellana, que, a través de varias ediciones, pasa a ser el Prontuario de ortografía de la lengua castellana en preguntas y respuestas (de 1870 a 1930), siguiendo un procedimiento catequístico de enseñanza. En 1974 el extenso título se reduce a Ortografía únicamente, aunque no su contenido, que se ve incrementado con algunos oportunos cambios registrados por primera vez en las famosas Nuevas normas de prosodia y ortografía, de aplicación perceptiva desde el 1o. de enero de 1959 y que todavía hoy (1996) se desconocen en su mayoría por su escasísima difusión.
A veces, los escribientes se plantean la inquietante pregunta de si es posible escribir como se quiera, con prescindencia total o parcial de las normas establecidas y tan fatigosamente afianzadas en el correr de los tres últimos siglos. No contiene esta interrogación cuál es la finalidad de la ortografía (ya vista y explicada en estas columnas) sino qué libertad le queda al individuo para crear su propio modo de escribir las voces. La respuesta es muy simple: tiene toda la libertad que desee para imponer su parecer en este campo cultural. Puede cambiar una letra por otra, como hizo Juan Ramón Jiménez en el título y los poemas contenidos en el libro Antolojía poética y en otras producciones en verso o en prosa, hecho que no causó complicaciones mayores. Puede escribir un libro entero siguiendo los dictámenes de Eduardo de la Barra y otros conspicuos neógrafos, que originaron este tipo de escritura: "La rreforma de la ortografía kastellana es una nezesidad ke se impone kada dia kon mas bigor. Es menester ke eskribamos komo ablamos" (citado por Glickman y por Martínez de Sousa).
Claro está que las consecuencias derivadas de un proceder desligado de una normativa universal en el mundo del español son incontables, peligrosas y negativas. Ahora sí cabe la asociación con la pregunta de para qué sirve la ortografía.
Pese a todo lo expresado, hubo siempre intentos reformistas que se hicieron fuertes por poco tiempo, ya que su consistencia no podía equipararse a la propia del sistema actuante y consolidado desde lo alto por las autoridades educativas de los países de habla española, convertidas en propulsoras de la ortografía académica.
Muchos gramáticos tuvieron la idea de innovar en el aspecto gráfico del idioma. En el siglo XX hubo varias propuestas importantes que fueron continuación de intentos de otras épocas en que se creía bastante ingenuamente que era posible luchar contra un bloque tan sólido como el implantado por la presión cultural y política de la Academia. En América, se destacan las ideas renovadoras de Rodolfo Lenz y Miguel Luis Amunátegui Reyes; en España, las de Julio Casares, Carlos-Peregrín Otero y José Polo. El Uruguay no estuvo ausente en estas manifestaciones disidentes: Adolfo Berro García y Celia Mieres, como integrantes de la Academia Nacional de Letras, asociada a la Española, presentaron algunas propuestas, no muy audaces pero bien intencionadas, las que fueron recibidas con aplauso en los congresos de Academias y luego archivadas.
Si no hay método, cualquier trabajo se resiente. La improvisación es mala consejera, engaña al candoroso, destruye las más nobles determinaciones.
No vale aquello de que "cada maestrito con su librito" si se lo extrae del marco metafórico en que se inscribe. En la realidad de los hechos, el maestro debe manejar ideas que, en sus componentes básicos e ineludibles, se acompasen con las de sus colegas; de lo contrario, serán inevitables los resultados que el presente muestra tan descarnadamente.
Tampoco vale aquello de que "el maestro tiene libertad de cátedra". Nadie se la niega, pero hay que entender la expresión en su exacta medida, porque hay puntos esenciales que obligan a todos a mantener una línea de acción común, sin desvíos deformadores ni tratamientos declaradamente heterodoxos. Si nadie acepta que se enseñe que "dos más dos son cinco" o que "el río Uruguay limita con Chile", no se puede admitir que una voz se escriba de muchas maneras distintas según normas personales o ausencia de ellas. Habrá que orientar al alumno que tropieza seguidamente con las palabras y esa orientación parte desde que el niño se enfrente a las palabras. Siempre hay caminos para transitar sin forzar ni traumar a nadie.
Cualquier maestro o profesor de lengua sabe que el método inductivo es válido para incorporar conocimientos ortográficos. Hay que inducir en vez de deducir o de dejarse guiar por la intuición. En la inducción reside el secreto del aprendizaje de normas o reglas para la adquisición de aquellas palabras que se someten a ellas. Son muchas, pero no todas: hay infinidad de voces que se aprenden por observación simple, por memorización, por empleo de mecanismos de derivación, por asociaciones con otras con las que forman familia. Las que se ajustan a principios rectores son las que deben ser asimiladas a través de ellos. Saber esos principios es saber reglas.
Combinando, pues, estas ideas se llega a una conclusión didáctica: estudio inductivo de las voces que se respaldan en reglas, principios o normas. Claro está que el procedimiento elegido para la aplicación del método inductivo es condición sine qua non para el logro deseado. Cada maestro o profesor de lengua tiene su procedimiento de enseñanza, producto de años de experiencia. Esto no significa que tenga "su librito", pues el tal librito es el método, común a todos. Se comparte el método, porque es la base que une en la persecución de un fin, pero individualmente el método se desenvuelve de acuerdo con tácticas, estrategias, caminos (o como quiera decirse) personales o compartidos.
La norma aparece al final de un proceso de observación y acción en el que los alumnos son partícipes permanentes y no meros receptores momificados. El grupo de estudiantes, guiado por el docente, es el verdadero creador del conocimiento que deriva de la observación atenta y reflexiva de una diversidad de casos de igual problemática ortográfica, presentados como objeto de trabajo individual al tiempo que colectivo. Cada uno piensa con su cabeza -nadie puede negar esta verdad de a puño- y todos elaboran el resultado bajo la conducción leve y sin estridencias del maestro o profesor. Aquí está la inducción: de lo particular (los ejemplos para su observación) a lo general (la regla). Es, además, una forma socrática de trabajar, ya que el alumno construye por sí mismo un conocimiento que el docente le va extrayendo como al descuido, con habilidad y participación de cada uno. Sobre esta base de actividad e individualidad dentro de un grupo está hecha la pedagogía moderna, que llega hasta hoy desde los tiempos de Pestalozzi, Fröebel y Herbart, con los cambios impuestos por las necesidades de cada momento histórico.
El acostumbramiento a esta modalidad activa conduce inevitablemente a que el alumno, más adelante, solo, por decisión propia, en lecturas personales de todo tipo de textos, extraiga normas ortográficas no estudiadas en el aula o corrobore las ya asimiladas.
De lo anterior se desprende que se aprenden reglas razonadamente, por impulso propio, con una sencilla acotación del maestro. No hay necesidad de emplear el término "regla" (tan mal mirado por muchos), así quedan tranquilas las conciencias que temen el qué dirán o que se ajustan a modas pedagógicas que rechazan el conocimiento de reglas. Esas normas -que, al fin y al cabo, no son tantas como supone la superstición escolar- se asentarán en el alumno como producto de uso para el momento y para el futuro. Sobre todo, ya fuera de las aulas y en plena vida de joven o adulto, harán su aparición, mostrarán alguna punta de donde tirar para emplearlas, darán una señal de alerta frente a dicciones que hacen dudar. En pocas palabras: serán prueba de que hay una conciencia ortográfica despierta y en funciones. También serán prueba de que un método -el inductivo- permite acceder, sin violencias ni aburrimiento, al ancho mundo de la ortografía.
R-Educación(II) El sexto año escolar (Héctor Balsas, N° 111). (III) Formación lingüística. Maestro de la Frontera (A Menine Trinidade, L. E. Behares, M. Costa Fonseca, N° 118) (IV) La formación a distancia (Santiago Agudelo, N° 124) (V) Desarrollo y educación (Mariluz Restrepo, N° 127) (VI) Calidad de la educación (Mariluz Restrepo, N° 133) (VII) Informática y educación ( Elida J. Tuana, N° 136) (VIII) La computadora en la escuela ( Rosa Márquez N° 137) (IX) Informática y educación (Elida J. Tuana, N° 138) |
VOLVAMOS A LA NOTA |
Portada | Revista al tema del hombre relacion@chasque.apc.org |