Años después de los sucesos aún había demasiada gente interesada en hacer desaparecer el cadáver del Partido Obrero de Unificación Marxista. Los comunistas, porque fueron sus asesinos. El trotzkismo internacional, porque el POUM tuvo la osadía de desobedecer al profeta desterrado; los anarquistas en el exilio, porque los combates de mayo del '37 en las calles de Barcelona -primer clavo en la crucifixión de aquel Partido- señalan el inicio de su fase menguante y porque la minúscula organización acabó siendo un espejito retrovisor que reflejaba los mismos dilemas irresueltos o mal resueltos por la ácrata Confederación Nacional del Trabajo ("Oposición de clase o colaboración en el gobierno popular", "Revolución o Guerra", "Milicia o Ejército"). Los historiadores de la guerra civil, porque sobre el POUM disponían de información confusa o porque les provocaba los mismos y desagradables problemas "historiográficos" (el maximalismo revolucionario) que el anarcosindicalismo, el cual, por su envergadura, no podía ser soslayado. De manera que el destino de los hombres y mujeres del POUM se redujo al inmenso diámetro del olvido y el de sus panfletos y revistillas al tamaño de la caja del incinerador.
En los casos de larga duración -la "Gran Guerra", por ejemplo- ellas no fueron únicamente parapetos; también marmitas donde el Estado cocía a fuego lento una identidad nacional a partir de gajos étnicos (dialectos regionales, tradiciones locales, sentimientos anticentralistas, etc.). La puntada final en la definitiva consolidación de las lenguas nacionales (francesa, alemana, italiana) quizás fue dada en esas "barracas-conventillo". La trinchera abrió un surco por donde fluía la lengua oficial -que no se restringía al parte de guerra. Ese surco lo mantienen abierto en nuestros días las redes mediáticas e informáticas. Y aún falta un análisis a fondo de su lingua franca. Pero las barricadas y trincheras "populares" no son iguales a las militarizadas: en ellas se zurcen banderas y camaraderías distintas de las que son celebradas en las cenas anuales de los veteranos de quintos y regimientos. En la barricada la solidaridad no se constituía como valor moral "abstracto" ni como requisito de las formaciones de ataque, sino como un aprendizaje, urgente, experimental, y alegre también, aun cuando la música de fondo fuera la de los instrumentos de percusión. Un fragmento de una carta enviada desde el frente en marzo del '37 y publicada en el periódico ácrata Nosotros, con motivo de la polémica por la militarización, resalta como una postal nítida del mismo: "En las trincheras vivíamos felices, porque ninguno era superior a ninguno. Todos amigos, todos compañeros, todos guerrilleros de la Revolución. El delegado de grupo o de centuria no nos era impuesto, sino elegido por nosotros y no se sentía teniente o capitán, sino compañero. Juntos comíamos, juntos peleábamos, juntos reíamos o maldecíamos".
Lo opuesto de la trinchera rural no es la ciudad sino la politiquería urbana (en la lucha campal los golpes de ciego del tiroteo diario aflojan buena parte de las tiranteces ideológico-partidarias). En la ciudad rige el arte florentino de la alta política o el más asiático stalinista, tanto como las tensiones entre organizaciones políticas cuya unidad no estaba garantizada por la convicción sino por el espanto. La ciudad puede llamarse Madrid, Valencia o Barcelona -pero también Berlín, Roma, Moscú y quizás Coyoacán. En ellas, los líderes revolucionarios y reaccionarios no solo se dedican a organizar el aprovisionamiento y la propaganda: también alfileréan mapas privados, desplazan alfiles por el organigrama burocrático, enrocan elencos en el teatro de operaciones, sintonizan frecuencias de ondas radiales de allende la frontera e instruyen a sus propias policías secretas. Cuando alguno de ellos decidió torcer el brazo del otro (el PCE a los anarquistas) o sellar el destino de la izquierda revolucionaria, lo hizo en la ciudad y no en las trincheras, última estribación de la cadena de mandos. En Barcelona, mayo del '37, el botín era la "Telefónica", es decir, el nudo comunicacional de toda Cataluña en manos anarcosindicalistas.
El otro nudo clave hubiera sido la Estación Central de Ferrocarriles de Barcelona, pero Cataluña tiene demasiadas vías férreas y solo una central telefónica. Y por otra parte, el responsable de los ferrocarriles era Laureano Cerrada Santos, fierro duro de roer. En esa época -como ahora mismo- la relación fluída de las comunicaciones telefónicas con los mandos centralizados del ejército y el Estado era carta de triunfo. El golpe de mano intentado sobre los anarquistas y el diezmo cobrado a los militantes del POUM conforman dos de los ingredientes típicos de un Golpe de Estado, en este caso destinado a unificar las líneas autónomas del bando republicano y revolucionario bajo el puño cerrado del Partido Comunista Español.
Recuérdese que en otro lugar del atlas stalinista cientos de hombres y mujeres pasaban por procesos similares a los que estaban a punto de instruirse en España. En este lado, las víctimas propiciatorias eran la Confederación Nacional del Trabajo y la Federación Anarquista Ibérica (cuyo periódico se llamaba Tierra y Libertad) y el POUM y los diversos grupos refractarios a la "ayuda" soviética. Para cercar a la presa el Partido Comunista fue construyendo un ambiente general de pogromo y luego, como los anarquistas se defendieran con uñas y dientes, la batida se descargó sobre los pequeños partidos de la izquierda marxista independiente, tal cual se muestra en la película.
En Barcelona, todo comenzó con el intento fallido de ocupación de la vieja Compañía Telefónica Nacional de España (filial de la International Telephone and Telegraph Corporation), a la cual todo el mundo conocía como "La Telefónica" desde su colectivización. Horas después, las calles de la ciudad estaban dadas vuelta. Las barricadas de la Rambla de Catalunya son recordadas por George Orwell (entonces combatiente del POUM) en su libro Homage to Catalonia: "Con la clase de energía apasionada que los españoles despliegan cuando han resuelto definitivamente emprender algo, largas filas de hombres, mujeres y niños pequeños arrancaban los adoquines y los trasladaban en carretones de mano encontrados quién sabía dónde, e iban y venían vacilando bajo la carga de pesados sacos de arena". El saldo se cierra con 800 muertos, 3000 mil heridos, y un creciente protagonismo de los caballos de los comisarios comunistas en el ajedrez político español. A partir del empate de fuerzas subsiguiente la consistencia del campo "republicano" comenzará un lento pero indetenible proceso de disolución. El "poder dual" seguirá funcionando hasta el fin, pero las transformaciones revolucionarias de la economía y de las costumbres cesaron.
Los sucesos de los "Días de Mayo" (del 3 al 7) son poco conocidos, aún al día de hoy. Las consecuencias políticas subsiguientes fueron muy graves: fin de la autonomía de la región catalana, eclipse del poder obrero y del liderazgo de la CNT, imposición de la censura en el bando republicano, control militarizado de Barcelona, instrucción de un juicio amañado al POUM. De allí en más, los "indisciplinados" (refractarios a la militarización) y los "incontrolados" (refractarios a la política centralizada) tendrán un papel insignificante en el devenir de la guerra: la "Columna de Hierro", la milicia anarquista más purista, resistió todo lo que pudo pero al fin se transforma en la "83° Brigada" de Ejército, y el POUM es disuelto por la fuerza y Nin, su lider, masacrado. Unos meses más tarde, la tormenta se desplaza hacia Aragón. En esa región, donde sucede la acción de la película, estaba ocurriendo una gigantesca e inédita experiencia de colectivización de tierras y de los medios de producción que involucraba a cientos de pueblos y a cientos de miles de personas.
Allí regía el "comunismo libertario", había desaparecido el Estado, incluso había zonas donde ya no existía el dinero. Un botón de muestra de los increíbles cambios producidos está contenido en la anécdota de que un ex-chofer de Manuel Azaña -Presidente de la República- era uno de los delegados al Consejo de Aragón. Aquí se muestra todo el secreto de una revolución: el señor y su portero en igualdad de condiciones. Aragón se había constituido virtualmente en un "país autónomo", cuya única autoridad era un "Consejo de Defensa" regional establecido primero en Fraga y luego en Caspe que anunció al mundo que la región se transformaba en una "Ucrania Española" en la cual el Partido Comunista no sería bienvenido. Pero para su desgracia, los campesinos de Aragón no disponían de ejército propio. En agosto, 11.000 soldados al mando del general comunista Enrique Lister desbaratan todo el esfuerzo. Destaquemos que el POUM y las milicias anarquistas constituían además brigadas cosmopolitas que competían con las recientes Brigadas Internacionales, organizadas por el PC y más del gusto de Moscú. Una ucronía inútil: ¿cuál hubiera sido el destino de la 4° Internacional si Serge, Gorkin, Andrade, Maurín, Rizzi, Nin y otros trotzkistas independientes hubieran transformado al patio trasero de Trotzky en un espacio asambleario? Todo esto -leyenda o pasado imperfecto- ya es olvido.
El conjunto de los hechos bélicos ocurridos en España constituyen el resumen de la última guerra de tipo clásico, pues la dimensión misilística posterior destroza cualquier consideración geográfica de una contienda. Pero los hechos revolucionarios también constituyeron el relato de la última revolución de viejo cuño de Europa, aquella en la cual cultura popular e ideario revolucionario podían fluir como agua en el agua. El reñidero político del bando republicano debe ser ponderado en los platillos de la balanza junto a la superioridad del armamento franquista, el impresionante aislamiento político internacional y al desasosiego subjetivo provocado por la detención factual de las transformaciones revolucionarias. Si se observa cuidadosamente el mapa del siglo quizás se pueda tener una idea de la importancia de la contienda española, que ha sido hasta ahora minimizada o mal comprendida: ella no fue una guerra "romántica" sino un punto de inflexión. A partir de ella un mundo se quiebra y la historia subsiguiente del siglo ya pertenece a otro orden de cosas. Dicho en otras palabras: las banderas rojas y las negras comienzan a ondear en tierra baldía.
Luego de 1939 los hechos de la guerra civil quedaron envueltos en un sudario que era continuamente exhibido por los exiliados republicanos, por la FAI-CNT en el exilio y también por el PC español. El carácter de reliquia que fue adquiriendo el relato de la guerra así como el creciente protagonismo ganado por los Partidos Comunistas nacionales en Occidente dificultó la extracción de enseñanzas acertadas sobre lo que había ocurrido y colocó a los sucesos de mayo y a la difamación y aniquilamiento del POUM bajo un foco cuya lamparita estaba rota. Luego aún, la propia guerra civil comenzó a ser olvidada (una necesidad política en la España posterior a la muerte de Franco). Luego aún más, los intelectuales -que aman el olor del Estado- escamotearon primero la dimensión colectivizadora de esa historia y después sencillamente decretaron que todas aquellas cosas nunca habían ocurrido realmente.
El adversario más temible de la historia humana no es el que miente sobre la misma, sino el que la niega. Como se sabe, mucha gente bienpensante en este país cree que la historia comenzó hace cinco minutos, es decir, en 1983. La película de Ken Loach, afortunadamente, no sólo recuerda la historia sino que la recuerda contra la voluntad política de olvido y además propone una perspectiva ideológica fuerte para invocar en lo olvidado. Ese tipo de miradas casi no existen ya.
Unos pocos años después, Laureano Cerrada Santos, miembro de la dirección de la CNT en el exilio y uno de las mayores falsificadores de la historia del anarquismo, viaja con urgencia hacia Milán el día que los partisanos ajustician públicamente a Benito Mussolini. Pero no es la ejecución del Duce el motivo del viaje, sino la imprenta donde se fabricaban los billetes de 50 y de 100 pesetas por encargo del gobierno español. Con las planchas sustraídas Laureano Cerrada financiará las acciones de la guerrilla antifranquista y algunos intentos de asesinar a Franco. Las historias de las bandas partisanas de Facerías, Sabaté, "Caraquemada" y de tantos otros -crucificada la última hacia 1961- muestra la voluntad de los "indisciplinados" de continuar la guerra por otros medios. En el cruce de los Pirineos y en el descenso hacia Aragón y Barcelona ellos se batían en su duelo personal y desigual con la Guardia Civil.
Así fueron abatidas las últimas milicias españolas.
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