De la perfección al
error inducido
Por
Daniel Escardó
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A principios de 2005
comencé con dos proyectos casi simultáneamente: uno de
pintura, basado en estructuras en tercera dimensión
transportadas a tela y otro pensado para generar
esculturas terrenas de gran formato.
Quería modificar el rumbo de lo que venía pintando y el
camino que habían tomado mis esculturas: casi todo lo
que había realizado hasta el momento en grandes
volúmenes eran esculturas aéreas.
Como suele suceder con los proyectos simultáneos, se dio
esa retroalimentación tan útil y necesaria: la
información que surgía de uno terminó por ser vital para
el otro.
A mediados de ese año logré avanzar en la nueva etapa de
la pintura. Me había comprendido y las ideas comenzaron
a fluir. Había logrado formatear las telas de una manera
diferente. Las grandes esculturas aún peleaban por
nacer.
A mediados de 2007,
cuando aún me encontraba en medio de este proceso,
recibí una propuesta de Galería de las Misiones, una
propuesta tan interesante como atípica: una muestra en
José Ignacio, en octubre, en una fecha en que la
temporada aún no había comenzado, en un lugar apartado
pero con un entorno increíble.
La posibilidad de ver mis
obras fuera del estudio, en un excelente espacio y con
el tiempo suficiente para ordenarme y ordenar mi obra,
era sin lugar a dudas algo más que saludable. Los dos
proyectos habían coexistido en mi estudio por más de dos
años y ya tenía la necesidad de que salieran a tomar
aire, de verlos en otro lugar.
Me fui a José Ignacio el
primer fin de semana de setiembre. Me encontré con el
pueblo vacío, con la sala semivacía. Encendí las luces,
moví una escultura de Pascale y observé un estupendo
mármol de Atchugarri en el exterior que apenas
contrastaba con el cielo gris. “Este va a ser un buen
lugar para observar mi obra”, me dije.
Me agradó mucho ver el horizonte desde la sala, efecto
que otorga una gran sensación de espacialidad sobre la
obra y que resulta muy difícil de lograr de otra manera.
El montaje de dos proyectos interrelacionados no es
sencillo, porque es muy fácil no darse cuenta de
situaciones que una vez finalizada la muestra nos
resultan como obvias.
Las pajareras de Dufy
Pintar o dibujar con un
plan o con una idea preconcebida era algo que no había
hecho hasta ahora. El placer de encontrarse con la
superficie vacía y no saber que es lo que allí va a
suceder es grande. ¿Pero qué pasa si aplicamos un
formato, si trazamos claros lineamientos sobre los
cuales se van a encastrar los dibujos, qué ocurre si
aplicamos un esfuerzo, si torcemos la báscula hacia un
lado?
Me decidí entonces a pintar con una idea preconcebida, a
crear estructuras en tercera dimensión (en programas de
tres d) que soportaran los dibujos y la pintura. Ese fue
el plan.
Construí como los
andamios de un edificio, como vigas y columnas sin su
mampostería, las tomé con un gran lente angular y las
transporté a las telas. La sensación de vértigo fue
inmediata.
Lo primero que vi en las
pinturas fueron jaulas con sujetos en ellas o corriendo
a través de ellas, con el estrés de la gente encerrada
huyendo dentro de una gigantesca jaula. Una jaula que
nunca deja de ser una jaula. Los sujetos implantados en
las matrices se escapaban perpetuamente, no consiguen
descanso.
Lo segundo que me sucedió
por contraposición, fue recordar la reproducción de una
acuarela de Raul Dufy que estaba en la casa de mi madre,
una feliz pajarera, llena de color y serenidad en sus
aves. Un lugar de alegría y de plena felicidad como
seguramente era esa casa durante mi infancia. La
felicidad en la ingenuidad del encierro. Dejé de usar
las estructuras en la cuarta o quinta obra y volví a
pintar libremente. Pero de alguna manera ya había
encorsetado la superficie y un sistema geométrico estaba
instalado.
Muchos de mis amigos que
conocían la obra anterior encontraron esta nueva etapa
claustrofóbica. Estuve de acuerdo con ellos pero con los
cambios que habían ocurrido ya no podía volver atrás; la
salida estaba en otra parte.
Había abandonado un lugar de reposo y meditación para
meterme en un problema.
Un evento curioso que
había comenzado en el 2003, venía transcurriendo en esa
época. Se había desatado la gripe aviar y se veía en los
noticieros a científicos -o al menos sujetos vestidos
con túnicas blancas-, explicando que el virus podía
mutar y prácticamente exterminar gran parte de la raza
humana. Veía como miles de aves eran sacrificadas
preventivamente, al tiempo que una droga mágica llegaba
para salvarnos de un virus que aún no existía. El
laboratorio facturó millones de dólares mientras las
aves eran depositadas en bolsas negras. Una increíble
puesta en escena que influyó en muchas de las pinturas
de mi serie y de sus títulos.
¿Qué sentido tiene
modificar algo que está bien para luego transformarlo en
algo que ya no parece tan bien, sabiendo que ya no se
podrá volver a donde uno estaba antes? ¿Qué sentido
tiene, si no es por presunción de superioridad evolutiva
y bajo la idea de que podemos mejorarlo todo, creer que
las cosas son perfectibles, en situaciones en que
claramente se ve que vamos a arruinarlo todo? Es como
querer desarmar la caja donde estamos para darnos cuenta
de que hay otra caja mayor que nos contiene, y así
sucesivamente.
Titulé esta serie “Las
pajareras de Dufy” como recordatorio de aquella acuarela
y de los buenos e inocentes tiempos en que aves y
humanos compartíamos tiempos mas felices.
Los árboles de la
barbarie y torres torcidas
La fascinación que
produce la sola idea de construir esculturas de gran
tamaño es común a casi todos los escultores. Un formato
que supere al humano, que soporte las inclemencias
climáticas, que perdure en el tiempo. Sin embargo esta idea era
algo que tenía descartado. Seguramente por tener muy
claro los problemas de las grandes escalas.
En Objectum me había
dedicado a perfeccionar el modelado para fundición y de
allí surgieron pequeños seres mecánicos, móviles. Como
en etapas anteriores, se trataba de un sistema de partes
compatibles con el que construir. Un trabajo de
paciencia, casi de laborterapia. En esa etapa transporté
el taller a la cocina, usé el microondas para la
cerámica, y trabajé mientras oía música y me preparaba
algo de comer, en una suerte de minimalismo técnico.
Pero en febrero del 2005
me llamaron de Estados Unidos para proponerme proyectar
una escultura terrena de cinco o seis metros de altura.
Una pequeña ciudad del estado de Florida había decidido
engalanarse con grandes esculturas, y pedía proyectos.
Comencé a diseñar enseguida y surgieron ideas
interesantes, pero los plazos eran muy cortos y no
llegué a tiempo.
A esa altura mis pinturas ya habían avanzado bastante y
en las telas aparecían dibujos que pretendían claramente
materializarse como esculturas, por lo que transferí
esos dibujos a mis cuadernos y abrí una etapa de
investigación paralela. La idea de construir ya me había
“prendido”.
El primer diseño que
surgió fue un gran obelisco con un cabezal eólico, una
veleta, una enorme veleta de seis metros de altura, que
marca los puntos cardinales y la dirección del viento.
Una pieza gótica con dos brazos, una cola y un
pararrayos con forma de estrella en su cima.
En toda esta primera etapa mantuve una dicotomía
constructiva entre la base y el cabezal de la escultura.
Intenté construir esta obra o al menos saber cómo
hacerlo, para lo que intercambié ideas con ingenieros.
De alguna manera resolví casi todos los problemas
técnicos y constructivos. Pero las dimensiones me
superaron, sobre todo por el hecho que era muy poco lo
que podía hacer por mis propios medios, y aún estaba
acostumbrado a resolver mis obras por mi mismo.
A partir de aquí y
durante muchos meses no hago más que pensar, camino por
la playa y pienso. Si las ideas me parecen buenas,
camino rápido. A veces me empantano en la arena y sé que
eso no va andar o que me va a llevar mucho tiempo y
complicaciones. Cuando llego a casa dibujo, lleno
cuadernos con ideas, con posibles materiales, con
posibilidades de posibilidades.
Finalmente elegí el
camino difícil. Una unidad formada por pequeñas partes,
un enorme rompecabezas. O mejor dicho una serie de
grandes rompecabezas.
La cristalización, la fragmentación. Esto ya lo había
revisado en el arte islámico, la multiplicación
caleidoscópica. La perfecta geometría. La sucesión de
partes que levantan un todo. Pero las ínfimas
modificaciones que se producen al transportar una parte
a la siguiente se multiplicaban, y lo que iba a ser una
recta era de pronto una curva helicoidal. Nada era lo
que se suponía.
El transporte de objetos
del plano virtual al “real” (por llamarlo de alguna
manera) ha sido una constante en mi forma de trabajo.
Generar algo en la computadora, construirlo en el plano
material para luego escanearlo y volver a introducirlo
en la máquina. Esta forma de trabajo induce a errores
controlados, y los resultados son muchas veces
completamente inesperados. El ensamblaje de una maqueta
por primera vez suele ser todo un acontecimiento, porque
es muy difícil prever cómo se va a comportar.
Luego de haber construido
más de diez maquetas con diferentes ideas, tomar una
decisión sobre qué obra construir primero no fue nada
fácil.
El pasaje de las maquetas a una escala mayor implica
idear un sistema aglutinante que se trepe o sostenga las
partes, que genere la unidad.
Luego de mucho cuestionarme me decidí por las torres
torcidas, el proyecto que me pareció más manejable, el
que finalmente construí primero.
Una de las sorpresas más agradables que me dió esta
obra, fue que una vez finalizado su armado pude corregir
sus curvas usando una variación no planificada de los
sistemas de sujeción.
Con dos llaves mecánicas y una escalera pude forzar o
suavizar las curvas preestablecidas. Otra vez un
elemento inesperado e inexacto introducía un cambio en
el proyecto.
Muchos de los movimientos
y reflexiones que me llevaron a todo este desarrollo
terminaron por completar la obra. Fue muy saludable
tomar distancia y observar todo el proceso. En
determinado momento sentí la necesidad de alejarme de lo
construido y preguntarme qué fue exactamente lo que
había pasado. Sobre todo por la cantidad de elementos
casuales que dan la sensación de haber sido fríamente
planificados.
En la última década se
han desarrollado muchos programas de computación y
periféricos de ejecución que permiten finos cálculos y
transportes al plano material muy precisos. Una ayuda
increíble en proyectos de gran formato.
Sin embargo la precisión aquí parecería ser la bandera
de un aburrimiento seguro. El plotter dibuja el mismo
archivo infinidad de veces y el círculo siempre es el
mismo. ¿Pero qué sucede si sacudimos al plotter cuando
está dibujando un círculo perfecto y lo volvemos a hacer
círculo tras círculo? Esos círculos ya no son tan
perfectos. ¿Qué sucede si escaneamos esos círculos
imperfectos y los volvemos a introducir en la
computadora? Lo que aparenta ser repetición ya no lo es,
y lo que aparenta ser lo mismo es ahora diferente. Aquí
es donde las tensiones comienzan a ser creadas por las
discrepancias, y lo que debería ser recto es torcido y
lo que debería ser perfecto ya no lo es.
Creo que ambos proyectos
me llevaron a un mismo tema: al deterioro de las cosas,
al reloj invertido que marca el nacimiento en la
perfección y luego no encuentra otro camino que el de
corromperse y deteriorarse. Tal vez para parecerse más a
su entorno. Si las cosas son rectas debemos saber qué
sucede cuando las torcemos, si las bases son sanas
debemos saber qué sucede cuando las enfermamos.
Es complicado dar la vuelta y una vez que tomamos una
dirección no podemos volver en el otro sentido.
Construir, destruir y volver a reconstruir parece ser el
falso sentimiento de evolución que nos acompaña. La idea
de que todo se va a perfeccionar en un futuro, de que el
conocimiento nos va a salvar, de que vamos camino a ser
mejores nos lleva a gran velocidad hacia lo que nos
parece ser un buen destino. Tal vez así lo sea, pero
cuando el reloj complete su ciclo y todo vuelva a
empezar de nuevo.
Daniel Escardó
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