Experience
and Education, I, 1938.
La cuestión quedó zanjada
hace años. El poder judicial optó por el término medio. Uno pensaría
que la polémica había concluido, pero sigue habiendo concentraciones
masivas, bombas e intimidación, muertes de trabajadores de clínicas
abortistas, detenciones, intensas campañas, drama legislativo,
audiencias del Congreso, decisiones del Tribunal Supremo, grandes
partidos políticos que casi se definen sobre la materia y eclesiásticos
que amenazan con la perdición a los políticos. Los adversarios se
lanzan acusaciones de hipocresía y asesinato. Se invocan por igual el
espíritu de la Constitución y la voluntad de Dios. Se recurre a
argumentos dudosos como si fueran certidumbres. Los bandos en liza
apelan a la ciencia para fortalecer sus posiciones. Se dividen las
familias, maridos y mujeres deciden no hablar del asunto, viejos amigos
dejan de hablarse. Los políticos examinan los últimos sondeos para
descubrir qué les dicta la conciencia. Entre tanto grito, resulta difícil
que los adversarios se escuchen.
Las opiniones se polarizan. Las
mentes se cierran.
¿ Es ilícito interrumpir un
embarazo? ¿Siempre? ¿A veces? ¿Nunca? ¿Cómo decidir? Escribimos
este artículo para entender mejor cuáles son las posturas enfrentadas
y para ver si conseguimos hallar una posición que satisfaga ambas. ¿No
existe término medio? Hay que sopesar los argumentos de uno y otro
bando para determinar su consistencia y plantear supuestos prácticos,
puramente hipotéticos en más de un caso. Si pareciera que algunos de
estos supuestos van demasiado lejos, solicitamos del lector que tenga
paciencia, pues estamos tratando de forzar las diversas posturas hasta
su punto de ruptura a fin de advertir sus debilidades y fallos.
Cuando se reflexiona sobre
ello, casi todo el mundo reconoce que no hay una respuesta tajante.
Vemos que muchos partidarios de posturas divergentes experimentan cierta
inquietud o incomodidad cuando se dualiza lo que hay detrás de los
argumentos enfrentados (en parte por eso se rehúyen tales
confrontaciones). La cuestión afecta con seguridad a interrogantes más
hondos: ¿cuáles son nuestras responsabilidades mutuas?, ¿debemos
permitir que el Estado intervenga en los aspectos más íntimos y
personales de nuestra vida? ¿dónde están los límites de la libertad?
¿qué significa ser humano?
Respecto de los múltiples
puntos de vista, existe la extendida opinión, sobre todo en los medios
de comunicación que rara vez tienen el tiempo o la inclinación debidos
para establecer distinciones sutiles de que sólo existen dos, "pro
elección" y "pro vida". Así es como se autodenominan
los dos bandos contendientes y así los llamaremos aquí. En la
caracterización más simple, un partidario de la elección sostendrá
que la decisión de interrumpir un embarazo sólo corresponde a la mujer
y que el Estado no tiene derecho a intervenir, en tanto que un
antiabortista mantendrá que el embrión o feto está vivo desde el
momento de la concepción, que está vida nos impone la obligación
moral de preservarla y que el aborto equivale a un asesinato.
Ambas denominaciones (pro
elección y pro vida) se eligieron pensando en influir sobre quienes aún
no se habían decidido: pocos desearán ser incluidos entre los
adversarios de la libertad de elección o los enemigos de la vida. La
libertad y la vida son, desde luego, dos de nuestros valores más
apreciados, y aquí parecen hallarse en un conflicto fundamental.
Consideraremos sucesivamente
estas dos posiciones absolutistas.
Un bebé recién nacido es con
seguridad el mismo ser que justo antes de nacer. Existen pruebas sólidas
de que un feto ya bien desarrollado reacciona a los sonidos, incluyendo
la música, pero en especial a la voz de su madre. Puede chuparse el
pulgar o sobresaltarse. De vez en cuando genera ondas cerebrales de
adultos. Hay quienes afirman recordar su nacimiento o incluso el entorno
uterino. Quizá se piense dentro del útero. Resulta difícil sostener
que en el momento del parto sobreviene abruptamente una transformación
hacia la personalidad plena. ¿Por qué, pues, debería considerarse
asesinato matar un bebé el día después de nacer pero no el día
antes?
En términos prácticos, esto
es poco importante. Menos del 1% de los abortos registrados en Estados
Unidos tienen lugar en los tres últimos meses del embarazo (y tras una
investigación más atenta se descubre que la mayoría corresponden a
abortos naturales o errores de cálculos), sin embargo, los abortos
realizados durante el tercer trimestre proporcionan una prueba de los límites
del punto de vista "pro elección". ¿Abarca el "derecho
innato de una mujer a controlar su propio cuerpo" el de matar un
feto casi completamente desarrollado y que, a todos los fines, resulta
idéntico a un recién nacido?
Creemos que muchos de quienes
defienden la libertad reproductiva se sienten, al menos en ocasiones,
inquietos ante esta pregunta, pero son reacios a planteársela porque es
el comienzo de una pendiente resbaladiza. Si resulta inadmisible
suspender un embarazo el noveno mes, ¿qué sucede con el octavo, el séptimo,
el sexto...? ¿No cabe deducir que el Estado puede intervenir en
cualquier momento si reconocemos su capacidad para actuar en un
determinado momento del embarazo? Esto invoca el espectro de unos
legisladores, predominantemente varones y opulentos, decidiendo que
mujeres que viven en la pobreza carguen con unos niños que no pueden
permitirse el lujo de criar; obligando a adolescentes a traer al mundo
hijos para los que no están emocionalmente preparadas; diciendo a las
mujeres que aspiran a una carrera profesional que deben renunciar a sus
sueños, quedarse en casa y criar niños; y, lo peor de todo, condenando
a las víctimas de violaciones e incestos a aceptar sin más la prole de
sus agresores. Las prohibiciones legislativas del aborto suscitan la
sospecha de que su auténtico propósito sea controlar la independencia
y la sexualidad de las mujeres.
¿Con qué derecho los
legisladores se permiten decir a las mujeres qué deben hacer con su
cuerpo? La privación de la libertad de reproducción es degradante. Las
mujeres ya están hartas de ser avasalladas. Sin embargo, todos estamos
de acuerdo en que es justo que se prohiba el asesinato y que se imponga
una pena a quien lo comete. Muy débil sería la defensa del asesino si
alegara que se trataba de algo entre su víctima y él, y que eso no
concernía a los poderes públicos. ¿No es deber del Estado impedir que
se elimine un feto si ese acto constituye de hecho el asesinato de un
ser humano? Se supone que una de las funciones del Estado es proteger al
débil frente al fuerte.
Si no nos oponemos al aborto en
alguna etapa del embarazo, ¿no existe el peligro de considerar a toda
una categoría de seres humanos indigna de nuestra protección y
respeto? ¿No es ésa una de las características del sexismo, el
racismo, el nacionalismo y el fanatismo? ¿Acaso quienes se dedican a
combatir tales injusticias no deberían evitar escrupulosamente que se
cometa otra?
Hoy por hoy no existe el
derecho a la vida en ninguna sociedad de la Tierra, ni ha existido en el
pasado (con unas pocas excepciones, como los jainistas de la India):
criamos animales de granja para su sacrificio, destruimos bosques,
contaminamos ríos y lagos hasta que ningún pez puede vivir en ellos,
matamos ciervos y alces por deporte, leopardos por su piel y ballenas
para hacer abono, atrapamos delfines que se debaten faltos de aire en
las grandes redes para atunes, matamos cachorros de foca a palos, y cada
día provocamos la extinción de una especie. Todas esas bestias y
plantas son seres vivos como nosotros. Lo que (supuestamente) está
protegido no es la vida en sí, sino la vida humana.
Aun con esa protección, el
homicidio ocasional es un hecho corriente en las ciudades y libramos
guerras "convencionales" con un costo tan elevado que por lo
general preferimos no pensar demasiado en ello. (Significativamente,
suelen justificarse las matanzas en masa organizadas por los estados
redefiniendo como subhumanos a nuestros adversarios de raza,
nacionalidad, religión, e ideología). Esa protección, ese derecho a
la vida, no reza para los 40.000 niños menores de 5 años que mueren
cada día en el planeta por causa de inanición, deshidratación,
enfermedades y negligencias que habrían podido evitarse.
La mayoría de quienes
defienden el "derecho a la vida" no se refieren a cualquier
tipo de vida, sino, especial y singularmente, a la vida humana. También
ellos, como los partidarios de la elección, deben decidir qué
distingue a un ser humano de otros animales y en qué momento de la
gestación emergen esas cualidades específicamente humanas, sean cuales
fueren.
Pese a las numerosas
afirmaciones en contra, la vida no comienza en el momento de la concepción;
es una cadena ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la
Tierra, hace 4.600 millones de años.
Tampoco la vida humana comienza
en la concepción, sino que es una cadena ininterrumpida que se remonta
a los orígenes de nuestra especie, hace cientos de miles de años. Más
allá de toda duda, cada espermatozoide y cada óvulo humano están
vivos. Es obvio que no son seres humanos, pero lo mismo podría decirse
de un óvulo fecundado.
En algunos animales, un óvulo
puede desarrollarse hasta convertirse en un adulto sano sin la
contribución de un espermatozoide. No sucede así, por lo que sabemos,
entre los seres humanos, Un espermatozoide y un óvulo no fecundado
comprenden conjuntamente toda la donación genética de una persona. En
ciertas circunstancias, tras la fecundación pueden llegar a convertirse
en un bebé. Sin embargo, la mayoría de óvulos fecundados aborta de
modo espontáneo. La conclusión del desarrollo no está garantizada. Ni
el espermatozoide ni el óvulo aislados, como así tampoco el óvulo
fecundado, pasan de ser un bebé o un adulto potenciales. ¿Por qué,
pues, no se considera asesinato destruir un espermatozoide o un óvulo
si uno y otro son tan humanos como el óvulo fecundado producido por su
unión, y en cambio sí se considera asesinato destruir un óvulo
fecundado, aunque sólo sea un bebé en potencia?
De una eyaculación humana
media surgen centenares de millones de espermatozoides (agitando la cola
y a una velocidad de 12 cm por hora). Un hombre joven y sano puede
producir en una o dos semanas espermatozoides suficientes para doblar la
población humana de la tierra. ¿Significa esto que la masturbación es
un asesinato en masa? ¿Qué decir, entonces, de las poluciones
nocturnas o del simple acto sexual? ¿Muere alguien cuando cada mes se
expulsa el óvulo no fecundado? ¿Deberíamos llorar todos esos abortos
espontáneos? Muchos animales inferiores pueden desarrollarse en
laboratorio a partir de una sola célula corporal. Las células humanas
pueden ser objeto de clonación. (La cepa más famosa quizá sea la He
La, bautizada así por Helen Lane, su donante.) a la luz de tal tecnología,
¿sería un crimen en masa la destrucción de células potencialmente
clonables? ¿Y el derramamiento de una gota de sangre?
Todos los espermatozoides y óvulos
son mitades genéticas de seres humanos potenciales.
¿Es preciso hacer esfuerzos
heroicos por salvar y preservar a todos y cada uno, en razón de ese
"potencial"? Existe desde luego, una diferencia entre suprimir
una vida y no salvarla. También es muy distinta la probabilidad de
supervivencia de un espermatozoide de la de un óvulo fecundado. Sin
embargo, el absurdo de un cuerpo de ínclitos conservadores de semen nos
lleva a preguntarnos si es el simple "potencial" que tiene un
óvulo fecundado de convertirse en un bebé convierte realmente su
destrucción en un asesinato.
A los enemigos del aborto les
preocupa que, una vez autorizado el inmediato a la concepción, ninguna
argumentación lo impida en cualquier momento subsiguiente del embarazo.
Temen que un día resulte admisible matar a un feto que sea, inequívocamente,
un ser humano. Tanto los partidarios de la elección como los de la vida
(al menos algunos) se ven empujados a posiciones tajantes por su temor
compartido a esa pendiente resbaladiza.
Otra pendiente resbaladiza es
aquella a la que llegan los antiabortistas dispuestos a hacer una
excepción en el caso angustioso de un embarazo fruto de la violación
del incesto.
Ahora bien, ¿por qué debería
depender el derecho a la vida de circunstancias de la concepción?
¿Puede el Estado decidir la
vida para la prole de una unión legítima y la muerte para la concebida
por la fuerza o la coerción, cuando en ambos casos se trata de la vida
de un niño? ¿Cómo puede ser esto justo? Por otra parte, ¿por qué no
hacer extensiva a cualquier otro feto la excepción que se aplica a éstos?
A tal motivo se debe en parte
el que algunos antiabortistas adopten la postura, considerada indignante
por muchas otras personas, de oponerse al aborto en cualquier
circunstancia (excepto, quizá, cuando corre peligro la vida de la
madre).
En todo el mundo, la causa más
frecuente de aborto es, con mucho, el control de la natalidad. ¿No
deberían, entonces, los adversarios del aborto distribuir
anticonceptivos y enseñar su uso a los escolares?
Ése sería un medio eficaz de
reducir los abortos. Por el contrario, Estados Unidos se halla muy por
detrás de otras naciones en el desarrollo de métodos seguros y
eficaces de control de la natalidad y, en muchos casos, la oposición a
tales investigaciones (y a la educación sexual) ha procedido de las
mismas personas que se oponen al aborto.
La búsqueda de un criterio éticamente
sólido y no ambiguo acerca de si el aborto es admisible en algún
momento tienen profundas raíces históricas. Con frecuencia, y sobre
todo en la tradición cristiana, esta búsqueda estuvo ligada a la
cuestión del instante en que el alma penetra en el cuerpo, materia no
demasiado susceptible de investigación científica y tema polémico
incluso entre teólogos eruditos. Se ha afirmado que la infusión del
alma tenía lugar en el semen antes de la concepción, durante ésta, en
el momento en que la madre percibe por vez primera los movimientos del
feto en su seno y el nacimiento mismo o incluso más tarde.
Cada religión tiene su
doctrina.
Entre los
cazadores-recolectores no suele haber prohibiciones contra el aborto, y
también era corriente en la Grecia y la Roma antiguas.
Por el contrario, los asirios,
más severos, empalaban en estacas a las mujeres que trataban de
abortar. El Talmud judío enseña que el feto no es una persona y, en
consecuencia, carece de derechos. Tanto en el antiguo Testamento como en
el Nuevo, (que abundan en prohibiciones en extremo minuciosas, con
respecto a la indumentaria, dieta y palabras) no aparece una sola mención
que prohíba de modo específico el aborto. El único pasaje que
menciona algo relevante en ese sentido (Éxodo 21:22) declara que si
surge una pelea y una mujer resulta accidentalmente lesionada y aborta,
el responsable debe pagar una multa.
Ni San Agustín ni Santo Tomás
de Aquino consideraban homicidio el aborto en fase temprana (el último
basándose en que el embrión no "parece" humano). Esta idea
fue adoptada por la iglesia en el Concilio de Vienne (Francia) en 1312 y
nunca ha sido repudiada. La primera recopilación de derecho canónico
de la Iglesia Católica, vigente durante mucho tiempo (de acuerdo con el
notable historiador de las enseñanzas eclesiásticas sobre el aborto,
John Connery, S.J.) sostenía que el aborto era homicidio sólo después
de que el feto estuviese ya "formado", aproximadamente hacia
el final del primer trimestre.
Sin embargo, cuando en el siglo
XVII se examinaron los espermatozoides a través de los primeros
microscopios, parecían mostrar un ser humano plenamente formado.
Se resucitó así la vieja idea
del homúnculo, según la cual cada espermatozoide era un minúsculo ser
humano plenamente formado, dentro de cuyos testículos había otros
innumerables homúnculos, y así ad infinitum.
En parte por obra de esta mala
interpretación de datos científicos, el aborto, en cualquier momento y
por cualquier razón, se convirtió en motivo de excomunión a partir de
1869. Para la mayoría de los católicos resulta sorprendente que la
fecha no sea más remota.
Desde la época colonial hasta
el siglo XIX, en Estados Unidos la mujer era libre de decidir hasta que
"el feto se movía". Un aborto en el primer trimestre de
embarazo, e incluso en el segundo, constituía, en el peor de los casos,
una infracción. Rara vez se solicitaba una condena al respecto, y
resultaba casi imposible de obtener, en parte porque dependía por
entero del propio testimonio de la mujer acerca de si había sentido los
movimientos del feto, y en parte por la repugnancia del jurado a
declararla culpable por haber ejercido su derecho a elegir. Se sabe que
en 1800 no existía en Estados Unidos una sola disposición concerniente
al aborto. En la práctica totalidad de los periódicos (ya hasta en
muchas publicaciones eclesiásticas) aparecían anuncios de productos
abortivos, aunque el lenguaje empleado fuese convenientemente eufemístico.
Hacia 1900, en cambio, en todos
los estados de la Unión, el aborto estaba vedado en cualquier momento
del embarazo, excepto cuando fuese necesario para salvar la vida de la
mujer. ¿Qué sucedió para que se produjera un cambio tan
extraordinario? La religión tuvo poco que ver. Las drásticas
transformaciones económicas y sociales que se producían en Estados
Unidos estaban transformando la sociedad agraria en otra urbana e
industrializada. Norteamérica estaba pasando de una de las tasas más
altas de natalidad del mundo a una de las más bajas. Es innegable que
el aborto desempeñó un papel en ello y estimuló fuerzas para su
supresión.
Una de las más significativas
fue la profesión médica. Hasta mediados del siglo XIX la medicina
constituía una actividad sin reconocimiento oficial y sin supervisión.
Cualquiera podía colocar un
cartel a la puerta de su casa y autotitularse médico. Con el auge de
una nueva elite médica de formación universitaria, ansiosa de
incrementar el rango y la influencia de los facultativos, se constituyó
la asociación Médica Americana. Durante su primera década la AMA
empezó a presionar para que el aborto sólo pudiera ser efectuado por
quienes poseyesen título facultativo. Los nuevos conocimientos en
embriología, afirmaban los médicos, habían revelado que el feto era
humano incluso antes de que la madre sintiese su presencia.
El asalto de la profesión médica
contra el aborto no se debió a una inquietud por la salud de la mujer,
sino, según se decía, por el bienestar del feto. Había que ser médico
para saber cuándo resultaba moralmente justificable un aborto, porque
la cuestión dependía de hechos científicos y médicos que sólo los
facultativos comprendían. Al mismo tiempo, las mujeres quedaban
excluidas de las facultades de medicina, donde habrían podido adquirir
conocimientos tan arcanos.
Tal como se desarrollaban las
cosas, las mujeres nada tenían que decir acerca de la interrupción de
sus propios embarazos. También correspondía a los médicos determinar
si la gestación planteaba un riesgo para la mujer y quedaba enteramente
a su discreción decidir qué era arriesgado y qué no lo era.
Para la mujer rica, podía
tratarse de un peligro para su tranquilidad emocional o incluso para su
estilo de vida. La mujer pobre se veía a menudo obligada a recurrir al
aborto clandestino.
Así fue la ley hasta la década
de los sesenta de este siglo, cuando una coalición de individuos y
organizaciones, entre las que figuraba la AMA, trató de abolirla y
restablecer los valores más tradicionales que se encarnarían en el
caso Roe contra Wade.
Si uno mata deliberadamente a
un ser humano, se dice que ha cometido un asesinato. Si el muerto es un
chimpancé (nuestro más próximo pariente biológico, con el que
compartimos el 99,6% de genes activos) cualquiera, entonces no es
asesinato. Hasta la fecha, el asesinato se aplica sólo al hecho de
matar seres humanos. Por eso resulta clave en el debate sobre el aborto
la cuestión del momento en que surge la personalidad (o, si se
prefiere, el alma). ¿Cuándo se hace humano el feto? ¿Cuándo emergen
las cualidades distintivamente humanas?
Reconocemos que la fijación de
un momento exacto tiene que pasar por alto las diferencias individuales.
Por este motivo, si hay que trazar una línea, se debe proceder con
cautela, es decir, pecar más por exceso que por defecto. Hay personas
que se oponen al establecimiento de un límite numérico, y compartimos
su inquietud, pero si tiene que existir una ley sobre esta materia, que
represente un compromiso útil entre las dos posiciones extremas, hay
que determinar, al menos aproximadamente, un período de transición
hacia la personalidad.
Cada uno de nosotros partió de
un punto. Un óvulo fecundado tiene aproximadamente el tamaño del punto
que hay al final de esta frase. La unión trascendental de
espermatozoide y óvulo suele tener lugar en una de las dos trompas de
Falopio. Una célula se convierte en dos, dos se convierten en cuatro,
etcétera (una aritmética exponencial de base 2). Hacia el décimo día
el óvulo fecundado se ha trocado en una especie de esfera hueca que se
encamina hacia otro reino, el útero. A su paso destruye tejidos,
absorbe sangre de los vasos capilares, se baña en la sangre materna, de
la que extrae oxígeno y nutrientes, y se fija como una especie de parásito
a la pared del útero.
Hacia la tercera semana, para
cuando se produce la primera falta, el embrión en formación tiene dos
milímetros de longitud y desarrolla varias partes del cuerpo.
Sólo en esta etapa comienza a
depender de una placenta rudimentaria. Recuerda algo a un gusano
segmentado.
Hacia el final de la cuarta
semana ya mide unos cinco milímetros.
Es reconocible ahora como
vertebrado, su corazón en forma de tubo comienza a latir, se advierte
algo parecido a los arcos branquiales de un pez o un anfibio, y una cola
pronunciada. Parece más bien una lagartija acuática o un renacuajo.
Este es el final del primer mes de gestación.
Hacia la quinta semana, cabe
distinguir las grandes divisiones del cerebro. Se evidencia lo que más
tarde serán los ojos y aparecen unos pequeños brotes que luego se
transformarán en brazos y piernas.
Hacia la sexta semana el embrión
mide 13 milímetros. Los ojos permanecen todavía a los lados de la
cabeza, como en la mayor parte de los animales, y la cara reptiliana
posee unas hendiduras unidas que más tarde darán lugar a la boca y la
nariz.
Hacia el final de la séptima semana la cola casi ha desaparecido y se
advierten ya caracteres sexuales (aunque ambos sexos parecen femeninos).
La cara es de mamífero, pero un tanto porcina.
Hacia el final de la octava
semana la cara semeja la de un primate, si bien aún no es del todo
humana.
En sus elementos esenciales ya
están presentes la mayoría de las partes del cuerpo. La anatomía del
cerebro inferior está bien desarrollada. El feto revela respuestas
reflejas a estímulos sutiles.
Hacia la décima semana la cara
tiene ya un aspecto inconfundiblemente humano. Comienza a ser posible
distinguir niños de niñas. Las uñas y las grandes estructuras óseas
no resultan evidentes hasta el tercer mes.
Hacia el cuarto mes se puede
diferenciar la cara de un feto de la de otro. En el quinto mes la madre
suele sentir sus movimientos. Los bronquiolos pulmonares no empiezan a
desarrollarse hasta aproximadamente el sexto mes y los alvéolos aún más
tarde.
¿Cuándo accede, pues, un feto
a la personalidad, habida cuenta de que sólo una persona puede ser
asesinada? ¿Cuándo la cara se torna claramente humana, cerca del final
del primer trimestre? ¿Cuándo reacciona ante estímulos, también al
final del primer trimestre? ¿Cuándo se torna lo bastante activo para
que la madre lo sienta, hacia la mitad del segundo trimestre? ¿Cuándo
los pulmones alcanzan un grado de desarrollo suficiente para que el feto
pueda respirar por sí mismo, llegado el caso, el aire exterior?
Lo malo de estos hitos del
desarrollo no es sólo que sean arbitrarios: más inquietante resulta el
hecho de que ninguno implica características exclusivamente humanas, al
margen de la cuestión superficial de la apariencia facial. Todos los
animales reaccionan ante los estímulos y se mueven a su antojo. Muchos
son capaces de respirar. Sin embargo, eso no impide que los matemos por
miles de millones. Los reflejos, el movimiento y la respiración no son
lo que nos hace humanos.
Otros animales nos superan en
velocidad, fuerza, resistencia, a la hora de trepar, excavar o
camuflarse, en vista, olfato, oído, o en el dominio del aire o del
agua. Nuestra única gran ventaja es el pensamiento. Somos capaces de
reflexionar, de imaginar acontecimientos que todavía no han sucedido,
de concebir cosas. Así fue como inventamos la agricultura y la
civilización. El pensamiento es nuestra bendición y nuestra maldición,
y nos hace ser lo que somos.
El pensamiento tiene lugar,
desde luego, en el cerebro, sobre todo en las capas superiores de la
"materia gris" replegada que llamamos corteza cerebral. Cerca
de 100.000 millones de neuronas cerebrales constituyen la base material
del pensamiento. Las neuronas están unidas entre sí y sus conexiones
desempeñan un papel crucial en lo que llamamos pensamiento, pero la
conexión a gran escala de las neuronas no empieza hasta el sexto mes de
embarazo.
Mediante la colocación de
electrodos inofensivos en la cabeza de un individuo, los científicos
pueden medir la actividad eléctrica emanada de la red de neuronas
cerebrales.
Diferentes tipos de acción
mental revelan distintas clases de ondas cerebrales, pero las pautas
regulares típicas del cerebro humano de un adulto no aparecen en el
feto hasta cerca de la trigésima semana del embarazo, hacia el comienzo
del tercer trimestre. Hasta entonces, los fetos, por vivos y activos que
parezcan, carecen de la necesaria arquitectura cerebral. Todavía no
pueden pensar.
Aceptar que se puede matar
cualquier criatura viva, en especial una que más tarde tal vez se
convierta en un bebé, es problemático y doloroso, pero hemos rechazado
los extremos "siempre" y "nunca", y eso nos coloca,
querámoslo o no, en la pendiente resbaladiza. Si tenemos que optar por
un criterio de desarrollo, aquí es donde hay que trazar la raya: cuando
se hace posible un mínimo asomo de pensamiento característicamente
humano.
Se trata, en realidad, de una
definición muy conservadora, rara vez se encuentran en un feto ondas
cerebrales regulares. Serían útiles nuevas investigaciones (también
comienzan tardíamente las ondas cerebrales bien definidas durante la
gestación de fetos babuinos y ovejas). Si pretendemos que el criterio
sea todavía más estricto para tomar en consideración el desarrollo
cerebral precoz de algún feto, podemos trazar la raya a los seis meses.
Ahí es en donde la trazó el Tribunal Supremo de Estados Unidos en
1973, aunque por razones completamente diferentes.
Su decisión en el caso Roe
contra Wade modificó la legislación estadounidense sobre el aborto,
que lo permite a petición de la mujer sin limitaciones durante el
primer trimestre y, con ciertas restricciones encaminadas a proteger su
salud, en el segundo trimestre y autoriza a los estados a prohibir el
aborto en el tercer trimestre, excepto cuando exista una seria amenaza
para la vida o la salud de la mujer. En la decisión de Webster de 1989,
el Tribunal Supremo se negó explícitamente a revocar la sentencia del
caso Roe contra Wade, pero de hecho invitó a las 50 legislaturas
estatales a que decidiesen por su cuenta.
¿Cuál fue el razonamiento en
el caso Roe contra Wade? No reconocía peso legal a lo que suceda con
los niños una vez nacidos o con la familia. El tribunal determinó, en
cambio, que el derecho de una mujer a la libertad de reproducción se
halla protegido por la garantía constitucional de su intimidad. Ahora
bien, ese derecho no es omnímodo. Hay que sopesar la garantía de
intimidad de la mujer y el derecho a la vida del feto, y cuando el
tribunal consideró la cuestión otorgó prioridad a la intimidad en el
primer trimestre y a la vida en el tercero. La transición no se
estableció según las consideraciones tratadas hasta ahora en este capítulo:
cuándo sucede la "infusión del alma" o en qué momento
reviste el feto suficientes rasgos humanos para ser protegido por la
legislación contra el asesinato. El criterio adoptado fue, por el
contrario, si el feto podía vivir fuera de la madre. Esto es lo que se
denomina "viabilidad ", y depende en parte de la capacidad de
respirar. Sencillamente, los pulmones no están desarrollados y el feto
no puede respirar (por muy perfeccionado que fuese el pulmón artificial
de que se le dotase) hasta cerca de la vigésimo cuarta semana, hacia el
comienzo del sexto mes. Es por esto por lo que la legislación
estadounidense permite a los estados prohibir los abortos en el tercer
trimestre.
Se trata de un criterio muy
pragmático.
Según la argumentación, si en
una cierta etapa de la gestación pudiese ser viable el feto fuera del
útero, entonces su derecho a la vida se impondría al derecho de la
mujer a la intimidad. Ahora bien, ¿qué significa "viable"?
Incluso un recién nacido a término no es viable sin cuidado y cariño
considerables. Hace tan solo unas décadas, antes de las incubadoras, la
viabilidad de los bebés nacidos en el séptimo mes era improbable. ¿Hubiera
sido admisible entonces abortar en el séptimo mes?
¿Se tornaron de repente
inmorales los abortos en el séptimo mes tras la invención de las
incubadoras? ¿Qué sucederá si en el futuro se desarrolla una nueva
tecnología que permita a un útero artificial mantener un feto vivo
incluso antes del sexto mes, proporcionándole oxígeno y nutrientes a
través de la sangre (como hace la madre a través de la placenta)?
Reconocemos que es improbable que vaya a existir esa tecnología a corto
plazo o que llegue a estar al alcance de gran número de personas, pero
¿sería entonces inmoral abortar antes del sexto mes cuando antes no lo
era? Una moralidad que depende de la tecnología y cambia con ésta es
una moralidad frágil y, para algunos, inaceptable.
Es más, ¿por qué han de ser
la respiración, el funcionamiento de los riñones o la capacidad de
resistir las enfermedades, por ejemplo, justificativos de la protección
legal? ¿Sería admisible matar un feto que revelase pensamientos y
sentimientos pero que no fuera capaz de respirar? A nuestro juicio, el
argumento de la viabilidad no puede determinar de manera coherente cuándo
son admisibles los abortos. Se requiere otro criterio. Una vez más,
ofrecemos la consideración del primer atisbo de pensamiento humano.
Puesto que, por término medio,
el pensamiento fetal comienza a manifestarse incluso después del
desarrollo fetal de los pulmones, creemos que la sentencia del caso Roe
contra Wade fue una decisión buena y prudente respecto de una cuestión
compleja y difícil. Con la prohibición del aborto en el último
trimestre (excepto en los casos de grave necesidad médica ) se alcanza
un equilibrio justo entre las reivindicaciones enfrentadas de la
libertad y de la vida.